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Capítulo 1 El director de la CAI advierte de las consecuencias de los recortes de presupuesto

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Por John W. Finney

Boletín especial para The National Times

16 de agosto de 1961 — Horace Clemons, director de la Coalición Aeroespacial Internacional, ha advertido hoy a las Naciones Unidas de que cualquier recorte al «ínfimo» presupuesto espacial haría imposible llevar a cabo un amartizaje tripulado en esta década. También ha informado de que extender el calendario del programa de Marte, aunque fuera mínimamente, aumentaría el coste de la primera expedición a Marte, que ahora se estima en veinte mil millones de dólares. Ha explicado que, como consecuencia del recorte de seiscientos millones de dólares realizado por el Congreso de los Estados Unidos en el presupuesto de este año, la CAI ha tenido que sacrificar el «seguro» que se había incorporado al programa «para cubrir problemas técnicos impredecibles o irresolubles» y retrasar algunas expediciones experimentales cruciales de la nave Cygnus.

¿Recuerdas dónde estabas cuando la sonda Friendship amartizó? Yo me preparaba para volver de la Luna. Llevaba en la nave Artemisa tres meses de rotación para trasladar a geólogos de la diminuta colonia a diversos puntos de estudio.

Aunque a todos se nos consideraba astronautas, solo unos pocos éramos también pilotos o, dicho de otra manera, conductores de autobús glorificados.

Los otros doscientos «ciudadanos» iban y venían según su especialidad. Solo había unos cincuenta residentes «permanentes» en los búnkeres subterráneos a los que llamábamos hogar.

Junto con la mitad de la población de la base, avancé a saltitos por el tubo de hámster subterráneo que llamábamos Baker Street de camino a Midtown. Dada la falta de atmósfera para protegernos de los rayos cósmicos que llegan a la Luna, habíamos levantado una capa de la superficie lunar y enterrado los tubos en el regolito. Visualmente, el exterior de la base parecía un castillo de arena en ruinas. El interior estaba formado en su mayoría por goma lisa, salpicado por algunos patios de luces, soportes de aluminio y puertas presurizadas.

Una de las puertas se abrió con un siseo y Nicole la atravesó, con el tirador en la mano. Después, la empujó para cerrar con fuerza.

Separé las piernas para cortar el impulso al aterrizar en el último saltito. Le habían asignado un puesto allí en la última rotación y me alegraba muchísimo de verla.

—Creía que estabas en la Tierra. —Igual que yo, vestía un traje de presión ligero y llevaba el casco de seguridad recubierto de goma atado a la cintura, como una máscara antigás de la guerra. No servía de mucho, pero, si uno de los tubos se rompía, nos daría diez minutos de oxígeno para llegar a un lugar seguro.

—Sí, pero no me iba a perder el primer amartizaje de la sonda.

En ese momento, hacía de copiloto del pequeño transbordador que viajaba de la base a la plataforma orbital Lunetta de la CAI. Era apenas un autobús espacial, pero todas las grandes naves, como la que iba de Lunetta a la Tierra, de clase Solaris, las pilotaban hombres; no digo que me molestase. Le di una palmadita al bolso de viaje que me colgaba del hombro.

—Después de esto, me voy directa al cohete Lunetta.

—Dale recuerdos a una ducha caliente de mi parte. —Avanzamos a saltitos por Baker Street—. ¿Crees que veremos marcianos?

—Lo dudo. Parece tan yermo como la Luna, al menos en las fotos orbitales. —Llegamos al final de Baker Street. El indicador de presión delta del panel junto a la puerta indicaba una presión lunar normal de 4,9 psi, así que empujé la manivela para abrirla—. Nathaniel dice que, si hay marcianos, se arranca los colmillos.

—Qué gráfico. Por cierto, ¿qué tal está?

—Bien. —Abrí la puerta—. Me habla mucho de lanzamientos de cohetes.

Nicole se rio mientras se deslizaba por la esclusa entre Baker Street y Midtown.

—Sois como unos recién casados.

—¡Nunca estoy en casa!

—Deberías traértelo de visita. —Me guiñó un ojo—. Ahora podemos tener habitaciones privadas.

—Lo sé. El senador y tú deberíais tener en cuenta lo bien que los conductos de aire transportan el sonido.

Empecé a cerrar la escotilla.

—¡Sujeta la puerta! —Eugene Lindholm se acercaba a nosotras por Baker Street con largas zancadas. Si nunca has visto a nadie moverse en un ambiente de escasa gravedad, imagina la combinación de la elegancia de un bebé que da saltitos con el avance rápido de un guepardo.

Abrí más la puerta. No controló bien el movimiento y se dio en la cabeza con el marco al pasar.

—¿Estás bien? —Nicole lo sujetó por el brazo para ayudarlo a estabilizarse.

—Gracias. —Apoyó una mano en el techo mientras recuperaba el equilibrio. En la otra, sujetaba un fajo de papeles.

Nicole me miró antes de atravesar la puerta de Midtown. Asentí y cerré la entrada a Baker Street, pero no abrió el siguiente acceso.

—Oye, Eugene. Ya que vuelas con Parker, no pasaría nada si se te cayeran por accidente. —Señalé los papeles que llevaba.

El hombre sonrió.

—Si buscas la lista de turnos, siento decepcionarte. Solo son recortes de recetas para Myrtle.

—Porras.

Abrió la escotilla y nos dirigimos a Midtown.

La diferencia de presión arrastró un olor poco común en la Luna, a marga y a verde, junto con el suave aroma del agua. El centro de la colonia era una amplia cúpula abierta que permitía la entrada de luz filtrada que alimentaba las plantas que crecían en el interior. Era la primera estructura permanente.

Las áreas cercanas a las paredes habían sido divididas en alojamientos residenciales. A veces deseaba dormir todavía allí, pero las nuevas estancias de los pilotos se encontraban junto a los puertos, lo que resultaba más conveniente. Se habían construido otros cubículos para oficinas y un restaurante. También había una barbería, una tienda de segunda mano y un «museo de arte».

En el centro había un pequeño «parque». No era mucho más grande que un par de camas matrimoniales atravesado por un camino, pero era verde.

¿Qué habíamos plantado en ese suelo acondicionado con sumo cuidado? Dientes de león. Al parecer, si se preparan de la forma correcta, son sabrosos y nutritivos. Otro gran favorito era el higo chumbo, que tiene unas flores hermosas que se convierten en vainas de semillas dulces y unas hojas planas que se pueden asar u hornear. Por lo visto, muchos de los hierbajos de la naturaleza se adaptaban bien a crecer en suelos con escasos nutrientes.

—Toma ya. —Eugene se palmeó el muslo—. Los dientes de león han florecido. Myrtle lleva un tiempo amenazando con preparar vino de diente de león.

—Más que a amenaza, suena a promesa. —Nicole pasó de largo junto a las camas elevadas—. Elma, saluda también de mi parte a un martini seco cuando llegues a casa.

—Me tomaré uno doble.

Había pensado que Nathaniel y yo estaríamos entre los primeros colonos de la Luna, pero, después de establecer la base Artemisa, la agencia se había centrado en la colonización de Marte, y él había tenido que quedarse en la Tierra para dirigir la planificación.

Marte era el protagonista de todas las conversaciones en la CAI. Las calculadoras mientras trabajaban en sus ecuaciones, las chicas que transcribían las líneas de código interminables en las tarjetas perforadas, las señoras de la cafetería que servían puré de patatas y guisantes verdes, Nathaniel con sus cálculos; todo el mundo hablaba de Marte.

En la Luna pasaba lo mismo. Al otro lado de Midtown habían erigido en una especie de podio una pantalla de televisión gigante de cuarenta y ocho pulgadas que habían sacado del centro de lanzamiento. Daba la sensación de que la mitad de la colonia estaba allí, apiñada alrededor del aparato.

Los Hilliard se habían traído una manta y lo que parecía un pícnic. No eran los únicos que trataban de convertir aquello en una velada social. Los Chan, los Bhatrami y los Ramírez también se habían acomodado en el suelo cerca del podio. Todavía no había niños, pero, por lo demás, casi parecía una ciudad de verdad.

Myrtle también había extendido una manta y le hizo señas a Eugene. Él sonrió y le devolvió el saludo.

—Ahí está. ¿Os unís a nosotros, señoras? Hay sitio de sobra.

—¡Gracias! Será un placer.

Lo seguí hasta la manta, que parecía compuesta de uniformes viejos, y me senté junto a Eugene y Myrtle. Se había cortado el pelo de su moño habitual en un estilo más adecuado para la Luna, sobre todo porque la laca en espray no era un producto que abundase en el espacio. Eugene y ella se habían ofrecido como voluntarios para formar parte de los residentes permanentes. Los echaba mucho de menos cuando volvía a la Tierra.

—¡Eh! —gritó alguien para hacerse oír por encima de los murmullos—. Ya empieza.

Me puse de rodillas para mirar por encima de las cabezas de la gente que teníamos delante. La imagen granulada en blanco y negro mostraba una emisión del Control de Misión en Kansas, aunque llegaba con un retraso de 1,3 segundos. Estudié la pantalla en busca de Nathaniel. Me encantaba mi trabajo, pero pasar meses separada de mi marido era duro. A veces, dejarlo y volver a ser calculadora me parecía una idea de lo más atractiva.

En la retransmisión, Basira trabajaba en las ecuaciones mientras el teletipo escupía una página tras otra. Trazó una gruesa línea debajo de un número y levantó la cabeza.

—La huella doppler indica que la separación en dos etapas se ha completado.

Se me aceleró el corazón; eso significaba que la sonda estaba a punto de entrar en la atmósfera marciana. O que ya había entrado. Era curioso, todos los números que recibía de Marte eran de hacía veinte minutos. La misión ya había triunfado o había fracasado.

Veinte minutos. Miré el reloj. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de ir al hangar? La voz de Nathaniel salió del televisor y contuve la respiración con anhelo.

—Entrada en la atmósfera en tres, dos, uno… Velocidad de 117 000 kilómetros. La distancia hasta el punto de amartizaje es de 703 kilómetros. Se espera que el paracaídas se despliegue en cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero. Esperando confirmación.

Toda la cúpula contuvo la respiración y solo se oía el zumbido bajo y constante de los ventiladores que removían el aire. Me incliné hacia la pantalla, como si así fuera a distinguir los números que salían del teletipo o a ayudar a Basira con los cálculos. Aunque, para ser sincera, llevaba cuatro años fuera del departamento de informática y sin hacer nada más complicado que mecánica orbital básica.

—Paracaídas confirmado. Lo hemos detectado.

Alguien gritó con alegría en la cúpula. Todavía no habíamos amartizado, pero quedaba muy poco. Me aferré con los dedos a una esquina de la colcha, como si pudiera guiar la sonda desde allí.

—A la espera de confirmación de la nave de que se ha producido la ignición del cohete de frenado.

De nuevo, Nathaniel hablaba de un suceso que había ocurrido veinte minutos atrás y yo lo escuchaba con 1,3 segundos de retraso. Los caprichos de la vida en el espacio.

—En este momento, ya debería haber tocado tierra.

Dios, por favor, que tenga razón. Si la sonda no consigue amartizar, la misión a Marte se interrumpiría de inmediato. Miré el reloj. Ya debería haber anunciado la confirmación del amartizaje, pero los segundos seguían pasando.

—Un momento. Estamos esperando la confirmación de la Red de Espacio Profundo y de la estación repetidora de Lunetta.

Nathaniel ya no salía en pantalla, pero me lo imaginaba de pie frente a su mesa, apretando el lápiz con tanta fuerza que estaría a punto de partirse en dos.

Se oyó un pitido.

A mi lado, Nicole jadeó.

—¿Qué es eso?

El pitido se repitió y Control de Misión estalló en vítores. La voz de Nathaniel se alzó para hacerse oír por encima del estruendo.

—Damas y caballeros, lo que oyen es la señal de confirmación de la sonda de Marte. Esta es la primera transmisión desde otro planeta. Confirmado. La sonda Friendship ha amartizado, lo que allana el camino para una misión tripulada.

Me puse en pie de un salto, todos lo hicimos, y me olvidé de la gravedad. Celebré el triunfo de la sonda y del equipo que había planeado la misión mientras reía y flotaba con torpeza por el aire.

—Llegas tarde.

Grissom me fulminó con la mirada cuando entré en la sala de pilotos del puerto. Tenía la maleta de viaje apoyada en el banco y bebía un café envasado.

Miré el reloj de la pared.

—Por treinta segundos.

—Sigue siendo tarde.

Tenía razón, pero no había nadie más para darse cuenta de ello y quedaban dos horas para el lanzamiento.

—Y tú sigues siendo feo.

—Ja. Supuse que estabas viendo el amartizaje.

Me pasó los planes de vuelo para que los revisáramos mientras caminábamos hacia la nave. Grissom se quejaba mucho, pero era igual de adicto al espacio que yo.

Asentí y hojeé las páginas de tiempos y tasas de combustión, inclinación y velocidad. Habíamos pasado tres días preparando el trayecto a Lunetta durante los cuales no habíamos tenido mucho más que hacer que vigilar los indicadores. Por Dios, si incluso el aumento lento de presión de la psi de la base lunar a la psi estándar de Lunetta estaba automatizado.

—Todavía no hay nada que ver, pero quería… no lo sé. Quería estar allí.

Grimssom gruñó.

—Ya. Yo hice lo mismo en el alunizaje.

El silencio se instaló entre los dos durante unos segundos con el recordatorio de que yo había participado en esa misión hacía tres años. Me había convertido en una especie de celebridad, lo cual era parte del motivo por el que disfrutaba de la vida en la Luna un poquito más que de la vida en la Tierra. No tenía que lidiar con admiradores. Al menos, por lo general.

—¿Lo has visto? El amartizaje, digo.

—No. Lo he escuchado en la radio. —Se encogió de hombros cuando llegamos al pasillo que conducía a la nave—. He pasado un rato con mi chica antes de salir. Me mandan al puerto espacial de Brasil durante un mes para entrenar en la nueva nave.

—¿La de clase Polaris? —Silbé cuando asintió—. Envidia confirmada.

Resopló.

—Me costará una semana mantenerme en pie, con todo el tiempo que llevo aquí arriba. La formación en sí no durará más de dos semanas.

—Aun así. Las descripciones de la nave hacen que parezca un sueño. Además, Brasil es mucho mejor que Kansas. —Me detuve ante la escotilla de la cabina del piloto para el recorrido en tierra y comprobé que el indicador de presión delta estuviera a 4,9 antes de abrir. Siempre existía la posibilidad de que no hubiera ninguna nave al otro lado, aunque estuviéramos en el puerto correcto—. Un aterrizaje vertical facilitará mucho las cosas al volver a casa.

—No será tan suave como en la Luna. —Se encogió de hombros—. A mí me gusta el planeador, la verdad. Hay más visibilidad en la aproximación, pero en Brasil no se depende tanto del clima y los huracanes empeoran cada vez más. Por otro lado, no me importa pasar unos días de más en órbita hasta encontrar un hueco.

—Ya, pero eso es porque le tienes pánico a la aclimatación a la gravedad. —Me agaché para entrar en el reducido compartimento para pilotos. La débil gravedad artificial de la sección rotativa de Lunetta era un tercio de la de la Tierra, igual que la de Marte, y servía de transición para la gente que volvía de la Luna—. Espero que haga buen tiempo cuando aterricemos. Qué ganas tengo de llegar a casa.

—Pues no haber llegado tarde.

Le saqué la lengua entre risas y nos centramos en la comprobación previa al vuelo. Una de las ventajas de despegar desde la Luna es que hay muchas menos variables que en la Tierra. Dada la falta de atmósfera, no había que lidiar con el clima ni con el viento ni con nada más que no fuera un poco de gravedad.

El compartimento de pasajeros detrás de nosotros tenía espacio para veinte personas. En la mayoría de los trayectos iba lleno de especialistas que volvían a la Tierra después de finalizar el proyecto por el que habían venido en primer lugar. La bodega de carga también solía ir llena de equipaje, de experimentos científicos y de algunos artículos de exportación. Por ejemplo, una de las geólogas tallaba roca lunar y sus esculturas se vendían por cantidades asombrosas en la Tierra. Las «colchas lunares» de Myrtle, hechas de tela reciclada, también se vendían lo bastante bien como para financiar la universidad de sus tres hijos. El éxito de las artes en el espacio era sorprendente. Incluso yo me había animado a hacer una especie de esculturas de papel fabricadas con tarjetas perforadas antiguas, pero no me había atrevido todavía a ponerlas a la venta.

Hasta las personas de la Tierra a las que no les gustaba el programa espacial se emocionaban por todo lo que llegara de la Luna. Después de romantizar un lugar durante milenios en los mitos y las leyendas, costaba un poco que esa fascinación desapareciera.

Grissom y yo habíamos volado juntos lo suficiente como para que la comprobación previa fuera algo rutinario. No es que nos saltásemos ningún paso. Por muy rutinario que fuese y a pesar de la ausencia de condiciones climáticas, nos sentábamos en lo que era, básicamente, una bomba.

Es curioso cómo llegas a acostumbrarte a cualquier cosa. Dos horas después, terminamos con la lista de verificación y todos los pasajeros ya estaban amarrados a sus asientos. Grissom me miró y asintió.

—Pongámonos en marcha.

Los motores despertaron con un susurro casi imperceptible en el silencio de la superficie sin aire de la Luna. Despegamos y, al acelerar, sentí el peso de nuevo, como si la Luna tirase de mí para retenerme. A nuestros pies, cráteres grises y marrones se desprendían, arrastrados por las llamas del cohete.

Decía que, al final, te acostumbras a cualquier cosa. Quizá era mentira.

Cuando llegamos a la órbita baja de la Tierra y nos acoplamos a la estación orbital, era una astronauta piloto; aunque fuera sentada en el asiento del copiloto y me encargase sobre todo de los cálculos de navegación, era una parte fundamental del proceso. Grissom y yo entregamos la nave a los nuevos pilotos que iban a reemplazarnos y empezarían una estancia de tres meses en la Luna, y entraron en la cabina.

Al salir de Lunetta, solo era una pasajera terrestre más que salía de la órbita. Hasta el momento, la Coalición Aeroespacial Internacional no había contratado a ninguna mujer como piloto para los grandes cohetes orbitales. No existía una política oficial que nos prohibiera pilotarlos, pero, cuando preguntaba, siempre recibía como respuesta que querían aprovechar mi experiencia «donde era más valiosa». Dado que las mujeres habían entrado en el cuerpo de astronautas gracias a nuestras habilidades como calculadoras, era complicado conseguir que nos dejasen ocupar otros puestos.

Entré flotando en el compartimento de los pasajeros junto con el resto de los habitantes de la Tierra. Aunque Lunetta tenía gravedad artificial en el anillo exterior giratorio, el centro permanecía estático para facilitar el acoplamiento. Facilitaba y dificultaba al mismo tiempo manejar el equipaje. No pesaba nada, pero se alejaba flotando si no se ataba bien. Guardé la bolsa en el pequeño compartimento debajo del asiento y ajusté las correas de sujeción antes de cerrar la puertecilla.

—¡Elma! —Por el pasillo se acercaba Helen Carmouche, antes Liu. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y las puntas flotaban sobre su cabeza.

—No sabía que estarías en este cohete. —Con una sonrisa, me impulsé para abrazarla y casi me pasé de la raya. Me había acostumbrado a contar al menos con la microgravedad de la Luna; por suerte, Helen enganchó un pie en un riel como una profesional de la gravedad cero y me atrapó.

¿Recuerdas lo que dije de que al final te acostumbras a cualquier cosa? Aquella situación no me resultó diferente a haberla encontrado en un tranvía o un tren.

—Tengo que volver para realizar una formación en la Tierra. —Miró el asiento a mi lado—. ¿Puedo?

—¡Por supuesto! —Me elevé para dejarla pasar por debajo de mí—. ¿Qué tal está Reynard?

Se rio mientras guardaba el bolso en el compartimento del equipaje.

—Dice que ha repintado la sala de estar. Me da miedo ver qué ha hecho.

Me acerqué más al «techo» para dejar pasar a los demás pasajeros.

—¿Por la elección del color o por la falta de habilidad?

—Dos palabras: rojo marciano. ¿Cómo va a saberlo?

—Sacudió la cabeza y se colocó las correas con facilidad—. Todavía no hay fotos de la superficie.

—Podría ser peor. Gris regolito, por ejemplo.

—Algo neutro sería mejor. —Cerró la escotilla del compartimento del equipaje con un clic—. ¿Qué tal Nathaniel?

Suspiré sin querer. Se me escapó.

—¿Bien?

Se tensó y se agarró al asiento.

—Eso no suena bien.

—No, de verdad, está bien. Todo va bien. —Me impulsé hasta el asiento y empecé a abrocharme. Mientras ponía las correas de los hombros en su sitio, sentía los ojos de Helen clavados en mí—. Es duro pasar tanto tiempo separados. Ya sabes cómo es.

Se sentó a mi lado y me dio una palmadita en la mano.

—Al menos, nosotras volvemos a casa.

—Perdona, no debería quejarme por una separación de tres meses. —Helen estaba en el equipo de la misión a Marte, así que había pasado catorce meses de formación y, cuando la expedición partiera el próximo año, Reynard y ella estarían separados otros tres años—. No sé cómo lo haces.

—Creo que sería más duro si llevásemos más tiempo casados. —Me guiñó el ojo—. Así, alargamos la etapa de luna de miel. Ya me entiendes. Cuando vuelvo a casa…

—¿Lanzáis cohetes?

—Desplegamos todos los propulsores.

Los altavoces crujieron sobre nuestras cabezas.

—Damas y caballeros, les habla el capitán Cleary. Saldremos de la estación en unos instantes y deberíamos estar de vuelta en la Tierra en la base de Kansas en una hora.

Rutina. Había hecho el viaje entre la Tierra y la Luna una docena de veces. Con cada vuelo, el procedimiento se perfeccionaba un poco más. Se volvía más normal. No era muy distinto de un viaje en tren por el país. Excepto, claro está, por absolutamente todo.

Un ruido débil reverberó por la nave cuando el mecanismo de fijación se soltó de la estación. Al otro lado de la diminuta escotilla, la condensación congelada en la superficie de la nave espacial parecía un grupo de luciérnagas que revoloteaban al surgir de entre las sombras de la estación y entrar al abrigo de la luz del sol. La escarcha se arremolinó a nuestro alrededor y brilló sobre la tinta del espacio.

No dejo de repetir que solo es rutina, pero es mágico. A nuestro alrededor, el imponente arco de la estación giraba en círculos vertiginosos. Si no hubiera estado amarrada, me habría inclinado hacia delante y presionado la cara contra la ventana.

—¡Allí! —Helen señaló algo que quedaba justo fuera de nuestra vista ante nosotras—. La flota de Marte.

La nave vibró y comenzó una rotación lenta hasta llegar a la posición para abandonar la órbita. Mientras tanto, la flota de tres naves diseñada para la primera expedición a Marte entró en nuestro campo de visión. Recortadas en el cielo de tinta negra, las dos naves de pasajeros y la nave de suministros destacaban como cilindros irregulares; las naves de pasajeros, largas y delgadas, estaban ceñidas con un anillo centrífugo, como la estación espacial. Alguien había comparado el anillo con un juguete para adultos, lo que me había demostrado dos cosas: la primera, que era más puritana de lo que pensaba y, la segunda, cómo sería ese artículo en particular y cómo funcionaba. Todavía no le había preguntado a Nathaniel al respecto, porque no estaba segura de si quería saber si él lo conocía.

En cualquier caso, si carecías de experiencia en esos asuntos, las naves eran una visión inocente y hermosa.

—A veces os tengo mucha envidia.

—Qué va. —Helen se encogió de hombros—. Me pasaré toda la expedición haciendo cálculos.

—¿Por qué crees que siento envidia? —Puse los ojos en blanco—. Yo no soy más que una conductora de autobús.

—En la Luna.

—Cierto. Y me encanta, pero no supone ningún desafío. —Podría haber entrado en la misión de Marte si hubiera querido, pero Nathaniel y yo habíamos empezado a hablar de niños—. He pensado en retirarme como piloto y, quizá, volver a trabajar como calculadora.

Helen es la reina de los bufidos sarcásticos.

—¿Y volver a pilotar el Cessna?

—O preparar a los nuevos astronautas. Es que… —Me aburro—. Quiero centrarme en mi matrimonio.

Helen me dedicó otro de sus bufidos patentados. Era, sin duda, una maestra de los ruiditos de incredulidad. Me salvé de verme aplastada por todo el peso de su desprecio cuando el capitán encendió los propulsores para salir de la órbita y el cohete tembló.

Alguien gimió detrás de nosotras. Helen miró por encima del hombro y se inclinó hacia mí.

—Verás cuando aterricemos.

—Será su primer viaje de vuelta. —No miré atrás. La abuela siempre solía decir que, cuando alguien sentía vergüenza, mirarlo era lo más cruel que se podía hacer, y entendía lo que sentía. A pesar de toda mi formación, la realidad era muy distinta y el aterrizaje era la peor parte.

Helen y yo charlamos durante la primera media hora y nos pusimos al día sobre la vida en el espacio. Después, un trozo de palomitas de maíz empezó a caer muy despacio del bolso de alguien. Ese primer signo de gravedad fue la señal de que ya habíamos bajado lo suficiente hacia la Tierra como para que la atmósfera nos frenase.

Fuera comenzó el lento proceso de calentamiento hasta los 1 649 grados centígrados. Al otro lado de las ventanas, el aire empezaba a brillar con un color naranja mientras serpentinas de atmósfera sobrecalentada pasaban a nuestro lado en una estela de plasma. Resulta curioso lo tranquila que era esta parte del descenso. No había suficiente atmósfera como para causar vibraciones y nos convertíamos en una especie de planeador gigante, por lo que no se oía el ruido de los motores. No obstante, el silencio era todavía mayor entre los astronautas del interior de la nave, que miraban el espectáculo de la reentrada. Resulta imposible acostumbrarse.

El capitán inclinó la nave para iniciar la primera de una serie de largas curvas en forma de s con el fin de reducir la velocidad. Las fuerzas g nos asaltaron y me aplastaron en el asiento. Eran solo dos g, pero, después de pasar meses a un dieciseisavo, sentía como si me enterrasen en el barro.

Las fuerzas g siguieron aumentando y me clavaron al asiento. Esperé a que el capitán nos sacara de la curva y cambiase la dirección hacia la siguiente parte de la s, pero la rotación continuó. Aquello no era rutinario.

Pero, atrapada en el compartimento de pasajeros, no había nada que pudiera hacer.

El destino celeste

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