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Capítulo 2 EL DIAGNÓSTICO

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El resultado de las elecciones había dejado claro que la alternativa del medio no tendría un lugar determinante en el tiempo por venir. La pregunta obligada que nos debemos hacer aquellos que participamos en política siempre bascula entre la idea de comentar la realidad o contribuir para modificarla.

Así como en alguna oportunidad rechazamos el ofrecimiento de Cambiemos para integrarnos a su alianza, porque no compartíamos sus prioridades, su agenda de gobierno ni el modo que tuvieron de ejercerlo, con mi partido (Avancemos Por el Progreso Social, APPS) entendimos que, de la mano de Alberto Fernández, se abría una nueva etapa en el país sobre la base de un conjunto de prioridades que habían sido convergentes con las propuestas que impulsaba Roberto Lavagna. El combate al hambre, la renegociación con el FMI, el posicionamiento respecto del fomento al consumo, entre otros temas, mostró a lo largo de los meses previos, dos dirigentes de larga trayectoria con más puntos en común que diferencias. Esto quedó expresado en los reiterados elogios públicos que Fernández hizo sobre Roberto, del mismo modo que la invitación que nos formularon a varios miembros de Consenso Federal para colaborar en el período que estaba por comenzar.

Luego del turno electoral de finales de octubre, el flamante presidente electo me convocó para conversar sobre la nueva etapa que se avecinaba en la Argentina. Como respuesta a su convocatoria, lo visité en el departamento en el que vivió durante años antes de mudarse a Olivos.

Alberto Fernández tiene una característica sobre la que coinciden propios y ajenos, es un tipo cercano. Es decir, lo que ves, es. Así de simple. La mayoría de las veces responde los mensajes de WhatsApp y hasta tiene el tilde azul activado, de modo que te puede clavar el visto sin responder, pero no juega con cartas debajo de la manga. Si prestás atención, se puede saber la última hora en la que estuvo en línea. Además, su número no es una incógnita ni un secreto de Estado, sigue usando el mismo desde hace varios años. En su foto de perfil no se lo ve con la banda y el bastón, ni dando un discurso ante una multitud, sino que está con su perro Dylan, que por cierto es un animal llamativamente dócil y sociable.

La reunión se llevó a cabo en el living de aquel departamento, que es un ambiente de no más de tres por cuatro metros, con un sillón de dos cuerpos en cuero blanco un poco gastado, una mesa ratona grande con bordes de madera, tapa de vidrio trasparente, y la base llena de libros. A esto se le agregan otros dos sillones individuales estilo Bugatti color verde inglés, también con bordes de madera, ubicados de forma perpendicular al principal, y una planta bastante grande que hace de vértice en esa especie de cuadrado incompleto que es aquel ambiente. La televisión, de no más de cincuenta pulgadas, se sitúa a un metro y medio frente al sillón blanco sobre un mueble tipo rack con una base y dos columnas para colocar objetos. Detrás del sillón principal hay una mesita alta con dos veladores, algún retrato, y distintas piezas decorativas que abundan, aunque sin excesos. Es evidente que la música forma parte de su vida cotidiana, y esto queda claro de entrada, ya que en el estar sobresalen un par de guitarras sobre soportes individuales.

El aspecto es el de una vivienda de clase media acomodada a la que no le falta nada; vive comodidad, pero sin signo alguno de opulencia. Su atuendo, sus muebles, toda la escena que se observa a simple vista no reflejan la vida de un millonario o de un “hombre de negocios”. Como decía, el presidente es tal como se muestra. Es lo que se ve.

En la reunión que mantuvimos, participó Juan Manuel Olmos, un dirigente histórico del peronismo de la capital que, junto a Víctor Santamaría y Mariano Recalde (actual presidente del PJ porteño), comanda la oposición más voluminosa a Macri en la ciudad. Ellos habían articulado una propuesta amplia que les dio muy buen resultado en las Primarias de agosto; pero luego, con el crecimiento de Larreta en las elecciones de octubre, no pudieron impedir la victoria de Cambiemos en primera vuelta. Corpulento, con lentes de bastante aumento, se lo nota metódico a la hora de resolver los temas. Hombre de extrema confianza del presidente, prudente, cultor del perfil bajo y con una red de contactos de enorme alcance en todos los poderes, este abogado, que siempre tiene algún libro en su escritorio, no sólo da cuenta de su conocimiento de los resortes del Estado, sino que posee una destacable capacidad para diferenciar entre los deseos y las posibilidades de concretarlos. Y esto en política es sumamente valioso, sobre todo para no darse la cara contra la pared innecesariamente.

Sin personal doméstico a la vista, Fernández te hace sentir que es un hombre que trabaja de presidente, no un proyecto de prócer que desayuna con medialunas de bronce. Inteligente y de carácter, no escapa a la discusión, debate los temas, argumenta y escucha. Tiene el poder, y eso también se nota, pero juega limpio. Aun en la asimetría personal lógica que supone el cargo que ejerce, no la usa con una vocación de control en el trato personal, es lo más lejano que podemos imaginar a un sociópata como Trump.

Durante la charla me encontré con conceptos claros y concretos; él imaginaba un gobierno inclusivo, ancho, tanto en lo político como en lo conceptual. Por mi lado, compartí la idea de que el punto de partida debía marcar un giro en la gestión del poder respecto de la lógica macrista. Había que concebirlo desde una mirada que no fuera transaccional, en la que los espacios otorgados en la gestión no surgieran solo como producto de acuerdos, sino como ámbitos para implementar una agenda compartida. Objetivos comunes que ayudasen a sanar al país del odio en que por momentos parece estar dividido. El tiempo demostraría que esa tarea todavía sigue pendiente.

Luego de aquel encuentro, que para él sería uno más de cientos y para mí un hito en mi propia historia, días antes del comienzo del mandato, Santiago Cafiero y Juan Manuel Olmos me invitaron a reunirme donde funcionaban las oficinas en las que se gestó la transición y se armaron los equipos. El llamado era para que me sumara al gobierno. Yo venía de obtener el tercer lugar en la puja por la jefatura de gobierno de la ciudad detrás de Larreta y Lammens. En una campaña donde además de aprender de política, pude disfrutar la dimensión que más me moviliza, la del contacto personal. Hacer política sin poner el cuerpo sería para mí como participar en un experimento de laboratorio.

Se notaba que Cafiero transcurría sus horas entre organigramas y planes de gestión. Con el pelo enrulado, de aspecto levemente informal, modos cordiales y sin elevar la voz, transmitía algo diferente a lo que yo esperaba; me encontré con un hombre del poder, alguien que no estaba improvisando. “Estamos buscando un equipo que comparta nuestra agenda de temas, necesitamos que todos sumen. Queremos que tengas un rol en el Banco Nación”, me dijo quien días más tarde sería nombrado Jefe de Gabinete.

Le agradecí su ofrecimiento, pero me negué. Mi respuesta fue sencilla: “Santiago, con mi partido estamos convencidos de sumarnos. Creo que el banco tiene que cambiar urgente el rumbo que tenía, hay que priorizar los préstamos a las Pyme bajando la tasa de interés y prepararnos para cumplir un rol determinante como banca de desarrollo. Sinceramente tengo un montón de ideas, pero es una institución conducida por un directorio político y, a diferencia de una empresa privada, el lugar que se ocupa implica la jerarquía que el Presidente le otorga a aquello que cada uno representa, y por lo tanto el margen de maniobra para impulsar las medidas que hacen falta”.

Si bien mi respuesta no le gustó, me quedó absolutamente claro que la imaginaba. Él cumplió en realizarlo y, cuando le expresé mi negativa, no solo no se molestó, sino que me dejó la puerta abierta para seguir conversando.

Ese mismo día, le escribí al presidente:

“Estimado Alberto, te quiero agradecer muchísimo por tu voluntad de invitarme a formar parte, eso para mí tiene un enorme valor. Me acaban de realizar el ofrecimiento para integrarme a la gestión (con un rol en el Banco Nación).

En 11 días te vas a convertir en el Presidente de la Nación, imaginar tu agenda debe ser casi un ejercicio de ciencia ficción. Sin embargo, en los momentos difíciles están los que arrugan y los que arremeten.

Yo soy del último grupo, por eso me animo a pedirte unos minutos para contarte cómo creo que te puedo ser más funcional a vos y al proyecto.

¡¡Un Abrazo!! Tombo.”

Eran las 20:26 del 29 de noviembre y le estaba diciendo que no al presidente electo de la Argentina. Supuse que todo terminaría ahí. Entonces volvería a mi vida previa, reforzaría el trabajo del partido que habíamos fundado (Avancemos por el Progreso Social), seguiría dando clases en la facultad, y desde el 10 de diciembre, regresaría a la actividad privada como lo había hecho en la última década, exceptuando el período 2017-2019 cuando fui designado presidente del Consejo Económico y Social de la ciudad de Buenos Aires, como integrante de la oposición.

A las 20:49 recibí un mensaje en mi teléfono. Era de Fernández: “Sigamos buscándole la vuelta”. Fue increíble, habían pasado veintitrés minutos y me estaba abriendo la puerta para seguir conversando. No estaba definida la función, pero el presidente había sido claro y era coherente con el mensaje de Cafiero. Quería que todos sumaran.

A partir de ese momento, esperé y me mantuve en contacto con Olmos y con Sergio Massa, a quien había acompañado en mi primera experiencia electoral relevante, como candidato a diputado nacional en 2017. Luego, Sergio se sumó al Frente de todos, y con mi partido elegimos acompañar a Roberto Lavagna, otro indiscutido referente de la moderación y el sentido común.

Cerca de la hora del traspaso del poder en el país, yo no sabía si tendría alguna tarea, pero sentía un enorme entusiasmo por el gobierno que estaba por comenzar. Fernández había expresado muchos más puntos de encuentro que de distancia con la agenda que sostuvimos con Lavagna durante la campaña, donde el combate al hambre era el aspecto sobresaliente. Aquello resultó central cuando hizo uso de la palabra por primera vez como presidente aquel 10 de diciembre de 2019.

Desde la vuelta a la democracia en 1983, el día de la asunción presidencial ha estado cargado de simbología. Lo que vemos y cada palabra que escuchamos del presidente entrante debe ser considerada. Es el día en el que tomamos contacto real con los sueños que tiene el responsable de gobernar el país. El día donde observamos el modo en que se relaciona con los demás en el ejercicio del poder. Es en esos instantes en los que percibimos el carácter y el tono que le imprimirá a la gestión el elegido para conducirla.

Aquella mañana comenzó con una cobertura de medios típica de nuestros días. Apenas pasadas las siete de la mañana, vimos el paseo de Dylan y su cachorro Prócer, y cómo se iba llenando la Plaza de los Dos Congresos. En un gesto atípico, pero no forzado, Fernández fue manejando su propio auto hasta el acceso al parlamento nacional. No era un acto demagógico ni el resultado de un focus group, más bien fue una señal clara de un hombre que se iba a trabajar de algo que tiene fecha de vencimiento.

La intimidad de su llegada al Congreso, el encuentro con Cristina Fernández —que lo esperaba junto a Sergio Massa sobre el borde de las escalinatas—, y la caminata hasta el estrado, desde donde tomaría el juramento, mostraron los rasgos personales de los tres dirigentes más relevantes del poder político nacional. Alberto sonreía y saludaba uno por uno a la fila de diputados, senadores y funcionarios que se ubicaban en una especie de túnel humano en los bordes de la alfombra roja. El recorrido del presidente de la cámara de diputados era el del de un primus inter pares, saludando a sus compañeros en el ámbito donde hacía solo unos días lo habían elegido como tal.

Cristina fue diferente. Había realizado esa caminata tres veces antes, primero acompañando a Néstor Kirchner, en 2003, y luego como presidenta en 2007 y 2011. Su rostro expresaba el resultado de mil batallas; sin dudas, era la artífice que había diseñado una propuesta, que tuvo su plataforma en la unidad del peronismo, lo cual expresa su primera autocrítica si lo comparamos con la elección de 2015; sin rodeos, buscó sumar antes que dividir, se corrió todo lo posible del centro de la escena y configuró un frente que ganó sin discusiones una elección para la que tan solo unos meses antes no era posible semejante desenlace. La historia será la encargada de evaluar la consistencia de un equipo que nunca estuvo exento de fricciones, como veremos más adelante, pero, después de todo, de eso se trata: tensión y equilibrio. El proyecto político que estaba por inaugurar un nuevo mandato presidencial no estaba liderado por un grupo de amigos de la secundaria ni tenía que expresar acuerdo en todos los temas. Se caracterizaba por una agenda común y por la representación de los intereses populares sobre la base de una propuesta clara que se le formuló a la sociedad.

Las sonrisas de la vicepresidenta aquel 10 de diciembre fueron tan auténticas como sus gestos de disgusto. Probablemente el más épico fue el que le profirió al presidente saliente momentos antes de que éste le colocara la banda presidencial a Fernández, quien visiblemente emocionado, y luego de prestar juramento, flanqueado por Cristina, que estaba vestida de blanco igual que en 2007, el ahora presidente en ejercicio se dirigió al país con un mensaje preciso sobre lo que vendría, trazó un rumbo y estableció un diagnóstico.

El país se encontraba sumido en una crisis económica que no operaba en el vacío, 2018 y sobre todo 2019 habían sido años de un magro funcionamiento institucional, con una de las peores performances en cantidad de sesiones en más de treinta años.

La otra campana

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