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ESCENA CINCO Otoño de 2016
ОглавлениеJOVEN 7.— Toby y Adam salieron hacia Chicago después del Día del Trabajo, dejando a Eric en Nueva York.
JOVEN 8.— Eric empezó a sentirse solo casi al instante.
JOVEN 4.— Por primera vez en años, el hogar que tanto amaba estaba en silencio.
JOVEN 1.— Y una mañana, un encuentro casual con un viejo amigo sacudió no solo su silencio, sino toda su vida.
JOVEN 4.— El reencuentro ocurrió, de entre todos los sitios posibles, en el ascensor de Eric.
ERIC.— ¿Walter? ¡Dios mío, hola!
WALTER.— ¿Eric Glass?
ERIC.— ¿Vienes a ver a alguien del edificio?
WALTER.— No, Henry y yo estaremos aquí unos meses hasta que acabe la reforma de nuestra casa.
ERIC.— ¿Qué dices? Toby y yo vivimos en la planta quince.
WALTER.— Ahm.
ERIC.— Escucha, Walter: me siento fatal por haberte hecho ghosting el año pasado.
WALTER.— ¿«Ghosting»?
ERIC.— Desaparecer de la faz de la Tierra después de que Toby… bueno, ya sabes.
WALTER.— Te dije que te olvidaras de eso.
ERIC.— Sí, sé que me lo dijiste, pero… bueno, no sabía si tú te habías olvidado. Y yo… bueno, no lo manejé bien. Lo siento.
WALTER.— Disculpa aceptada. Y ahora / si no te importa –
ERIC.— Me encantaría invitaros a ti y a Henry a cenar una noche.
WALTER.— Henry estará en Londres hasta después de Acción de Gracias.
ERIC.— Ah. Toby está en Chicago. Parece que los dos estamos solos este otoño.
WALTER.— Eso parece.
JOVEN 2.— Una semana después, Eric coló una nota bajo la puerta de Walter:
ERIC.— «Walter, si te apetece, me encantaría invitarte a cenar mañana. Pásate sobre las siete si quieres. Apartamento 15 A. Eric».
JOVEN 3.— El timbre sonó a las siete en punto.
ERIC.— Pasa, por favor.
JOVEN 6.— Había cierta fragilidad en Walter que antes no estaba.
JOVEN 2.— Lo que había sido un aspecto distante e inescrutable ahora era realmente espectral.
JOVEN 4.— Instintivamente, Eric puso su mano sobre la espalda de Walter como para ayudarle al pasar. Walter se deshizo de la mano con un encogimiento de hombros sin mediar palabra.
ERIC.— Creo que es la primera vez que estamos los dos solos.
WALTER.— No es posible.
ERIC.— Creo que sí. ¿Y si descubrimos que los interesantes son Henry y Toby y tú y yo no tenemos nada que decirnos?
WALTER.— Para eso está el alcohol.
ERIC.— ¿Una copa de vino?
WALTER.— Estoy bien, gracias. Tu apartamento es enorme.
ERIC.— Ah, sí. ¿Cuánto lleváis juntos Henry y tú?
WALTER.— Casi treinta y seis años.
ERIC.— Impresionante.
WALTER.— Es solo una sucesión de cenas.
ERIC.— Ojalá conociese mejor a Henry.
WALTER.— Después de treinta y seis años yo no siento que lo conozca del todo.
ERIC.— Me pasa lo mismo con Toby. ¡Por cierto! Nos casamos el año que viene.
WALTER.— ¿En serio? Enhorabuena.
ERIC.— Gracias.
WALTER.— Siempre he pensado que Toby y tú no hacíais buena pareja.
ERIC.— Ah.
WALTER.— Ha sonado muy mal.
ERIC.— ¿Había alguna posibilidad de que sonara bien?
WALTER.— A algunas relaciones les va bien la tensión.
ERIC.— No diría que estamos siempre en tensión.
WALTER.— En oposición, quizá.
ERIC.— Creo que nos llevamos bien.
WALTER.— Mira, creo que sí me voy a tomar un vino.
ERIC sirve dos copas de vino.
¿Qué tamaño tiene tu apartamento?
ERIC.— Tres habitaciones, dos baños. El resto de viviendas del edificio se fueron dividiendo y subdividiendo, convirtiéndose en estudios. Esta es la única vivienda de alquiler que queda.
WALTER.— ¿Estás de alquiler?
ERIC.— Desde luego. No podría permitirme tener esto. Es de renta controlada. Solo pago quinientos setenta y cinco dólares al mes por todo esto.
ERIC.— Mi padre dio sus primeros pasos aquí. Mi madre estaba sentada en esa silla de ahí cuando mi padre le pidió matrimonio. No creo que haya pasado un Acción de Gracias o una Pascua en ningún otro sitio.
WALTER.— Qué envidia.
ERIC.— No la tengas. Los seders de Pascua en mi familia se hacen eternos.
WALTER.— Me refiero a la conexión con la historia de tu familia a través del hogar familiar. Vivir en el mismo sitio en el que tu padre creció – eso está muy bien, Eric. Debe ser una parte muy importante de tu vida.
ERIC se queda en silencio.
He vuelto a decir lo que no debía, ¿verdad?
ERIC.— La verdad es que probablemente me desahucien a final de año.
WALTER.— ¿Desahuciarte? Lo siento. ¿En base a qué?
ERIC.— Es un contrato blindado. Si mi abuela no reside aquí durante más de un año, pueden revocarlo.
WALTER.— ¿Dónde vive ahora?
ERIC.— En esa urna que hay sobre la repisa. A ver, técnicamente reside aquí, pero parece que ellos no lo ven igual. Mis padres están en ello, pero no tiene buena pinta. Si miro el lado bueno, podría ser emocionante empezar un capítulo nuevo en mi vida. Pero no será en este apartamento y no tendrá su historia. Pero al menos tendré a Toby. Decidí hacerme amigo de Henry y de ti porque pensé: «Esos seremos Toby y yo algún día, tengo que estudiar cómo lo han hecho».
WALTER.— La verdad es que las nuevas relaciones se me dan fatal. Henry viaja mucho, estamos cada vez en una ciudad diferente, nunca lo suficiente como para echar raíces.
ERIC.— Eso debe ser duro.
WALTER.— Es parte del acuerdo.
ERIC.— ¿Piensas en tu relación como un «acuerdo»? Lo siento. Eso ha sido de mala educación. No me contestes.
WALTER.— Todas las relaciones en la vida de Henry son algún tipo de acuerdo. Henry es un hombre de negocios y por lo tanto ve el mundo exclusivamente en esos términos. Se preocupa sobre todo por las cosas que son de utilidad. Dinero, extremadamente útil. Intelecto, razonablemente útil. Personas, intermitentemente útiles. Emociones, en absoluto útiles. No suscribo esta forma de ver el mundo, pero Henry es así.
ERIC.— ¿Y tú cómo eres?
WALTER.— ¿Yo? Yo soy el hombre que se enamoró de Henry Wilcox. Henry nació en Ohio a finales de los cincuenta. Era la estrella del equipo de atletismo. El primero de la clase y presidente del consejo estudiantil. Más americano que una sinfonía de Aaron Copland. Se casó con Patricia Fitzgerald antes de acabar la facultad.
ERIC.— ¿Cómo?
WALTER.— Sí, sí. Los hijos llegaron poco después, Henry estaba encaminado a una vida de éxito, rectitud y profundo episcopalismo. Si un joven sanote de futuro prometedor y familia perfecta tenía deseos secretos y ansias vergonzantes, las escondía del mundo y de sí mismo.
Henry trabajaba duro, no se metía en líos y no tocaba lo que no debía. Al final, su esfuerzo lo llevó del Medio Oeste al centro financiero de los Estados Unidos, que también es el centro de la tentación de los Estados Unidos: Nueva York. La familia Wilcox llegó el 3 de julio de 1981. El mismo verano que yo.
Como tantos otros antes que yo, llegué a Nueva York como refugiado de un hogar que se había hecho hostil a mi presencia. Desde pequeño supe que la gente se sentía incómoda junto a mí. Tenía la cabeza en las nubes y era afeminado. En los pueblos pequeños tienen la rara costumbre de tolerar bien a los niños sensibles y delicados. Pero cuando crecí, mis padres me enviaron a pastores, a médicos, incluso a entrenadores. Andar por el pueblo se volvió peligroso, cada día de colegio representaba una posibilidad de violencia. Robaba los somníferos de mi madre, los acumulaba, planeaba mi suicidio. Me quedaba mirándolos todas las noches, sujetándolos en la mano hasta que una noche en la que estuve peligrosamente cerca de tragármelos, caí en la cuenta de que no quería cambiar y que lo que odiaba no era mi naturaleza, sino mis circunstancias. Así que me fui… no en busca de fama y desde luego no de fortuna, sino – simplemente – de dignidad.
El único sitio al que se me ocurrió ir fue Nueva York. Había leído sobre los sucesos de junio de 1969. Era el único sitio del mundo en el que sabía que podía encontrar otros chicos como yo.
Imagínate, con diecinueve años en el Times Square de 1981, con la Samsonite vieja de mi madre, preguntando a los desconocidos cómo se llegaba al Stonewall Inn. Al final, un proxeneta muy amable me indicó el camino.
Cogí un metro cubierto de grafitis hasta el centro, aferrándome tan fuerte a la maleta que me salieron ampollas en las manos. Llegué al mítico Stonewall Inn y descubrí que se había convertido en… un restaurante chino.
Puedes imaginarte la decepción.
Pero tenía mucha hambre. Y nunca había probado la comida china. Así que me quedé en el emporio del Dim Sum del señor Shun y supe que había hecho lo correcto.
Henry, por su parte, no lo tiene tan claro. Tiene veinticuatro años, ya es padre de dos niños y en un mes gana más de lo que la mayoría de hombres que le doblan la edad gana en un año. Tiene una casa de cuatro dormitorios en White Plains y se desplaza a diario a su oficina en el centro. Ahí está Henry, apurando martinis con sus compañeros después del trabajo. Ahí esta Henry, en la sauna del East Side Club. Ahí está Henry, en el tren de las once y media de vuelta a su hogar y a su familia. Ahí está Henry, bajo la ducha, lleno de arrepentimiento y culpa, tratando de extirparse su gran secreto de la piel. Ahí está Henry, colándose en la cama a la una de la mañana junto a una esposa que sospecha más de lo que cuenta.
Nos conocemos en una fiesta en una azotea con vistas a Christopher Street. Henry ha alquilado un apartamento en Nueva York mientras su familia pasa el verano en Montauk. Yo me fijo en él primero y siento una descarga eléctrica al contemplarlo. Cabello color miel, un poco largo, como se llevaba en aquella época. Pecho bien desarrollado, que amenaza la integridad de su polo. Me coloco en su campo de visión y espero a que se fije en mí. No tengo que esperar mucho. Charlamos hasta que no podemos más y nos dirigimos a su apartamento y a su cama.
Henry fue el primer, el único hombre al que amé. No, menuda mentira, qué poca vergüenza decirte eso. Henry Wilcox fue el único hombre que necesité que me amara. Fue bajo la mirada de Henry, con sus besos y por cómo me tocaba, que por fin empecé a intuir lo que yo valía. Me enamoré como un loco de su belleza, de su inteligencia, de su potencial… no, de su potencial no – de su seguridad.
No estaba previsto que yo fuera a ser el compañero de vida de Henry, pero estaba bailando conmigo cuando la fiesta se acabó. Para entonces, los cuchicheos sobre la enfermedad ya eran rumores. Los rumores se convirtieron en historias. Y las historias, en hechos. Henry había llegado a la fiesta a tiempo de ver su final.
Durante cinco años, Henry y yo nos aferramos el uno al otro por seguridad, por comodidad, mientras la ciudad ardía a nuestro alrededor. En el verano de 1987, ya estábamos superados por la cantidad de funerales y visitas a hospitales y la imagen de miles de hombres que habían estado llenos de vida echados a perder.
Decidimos buscar una casa tan lejos de la civilización como fuera posible. Al final apareció una casa de campo vieja y destartalada en un camino rural que no llevaba a ningún sitio, tres horas al norte de aquí, construida a finales del siglo dieciocho. Está apartada de la carretera, así que parece que estás solo en el mundo.
Y frente a la casa, lo que más me gusta de toda la propiedad: un cerezo enorme que lleva ahí desde la época en la que George Washington salía a talarlos. Dos veces al año da el espectáculo más increíble que te puedas imaginar. En otoño se incendia con hojas que van del naranja intenso al rojo. Y en primavera llegan las flores, llenas de vida, ruborizadas, que acaban cayendo al suelo suavemente, bailarinas de un ballet flotante.
Y – no sé si me creerás, pero es verdad – clavada profundamente en la corteza del tronco del árbol hay una dentadura de cerdo que lleva ahí desde hace no sé cuántas generaciones. Corría una superstición entre los colonos según la que, si mordían la corteza de un árbol, les curaba todos sus males.
ERIC.— ¿Y los curaba?
WALTER.— No. Claro que no. Pura superstición. Y aun así, allí en el campo, entre pastos infinitos, entre las flores, la brisa y cerezos con dentaduras de cerdo clavadas en la corteza, no había muerte, no había enfermedad, no había pérdida ni peligro. Henry la compró al día siguiente y vivimos allí durante un año sin ni siquiera salir de la zona. Cocinábamos, cuidábamos del jardín, leíamos bajo el cerezo. Y evitábamos todas las noticias sobre nuestros amigos, sobre el mundo exterior.
Pasó un año y Henry iba inquietándose. Empezó a viajar a Londres para emprender uno de los muchos negocios que acabaron haciéndole tan rico. Sin él, comencé a sentir ansiedad, así que una mañana temprano decidí volver a la ciudad. No había estado por allí en más de un año. Estaba aterrorizado ante lo que pudiera encontrarme. Estaba a punto de buscar algún sitio para comer cuando me topé con un viejo amigo de los dos. Se llamaba Peter West. Ay, Peter. Encantador, el hombre más listo que he conocido en mi vida. Y guapo a rabiar. Si no me llega a llamar en plena Quinta Avenida, no lo hubiera reconocido. Peter tenía «la pinta», la marca de los que estaban infectados. Su cara, que había sido tan bella, estaba amarillenta y hundida, sus músculos se habían esfumado. A simple vista estaba claro que lo tenía. Y me contó también que básicamente estaba en la calle. Su casero le había echado. Llevaba años sin saber de su familia. No tenía adonde ir. Cogimos el primer tren hacia el norte y llamé un taxi. El taxista se largó nada más ver a Peter. Allí estábamos, a cuatro millas de mi casa sin más medio de transporte que nuestras cuatro piernas. Hacía un día precioso y Peter sonreía inhalando el aire del campo con sus pulmones renqueantes. Caía el sol cuando nos acercábamos a la casa. Sentí que el cuerpo de Peter se relajaba de golpe. Le metí en la cama de una de las habitaciones de arriba. Peter pasó los siguientes cinco días muriéndose poco a poco. Le limpiaba cuando se lo hacía encima. Le abrazaba mientras lloraba de pena. Le consolaba cuando gritaba de dolor. No tenía ni idea de que yo pudiera ser tan fuerte.
Henry volvió de Londres al cuarto día de estar Peter conmigo. Cuando le conté que estaba arriba, estalló en cólera, acusándome de traición, de traer la plaga a nuestro hogar. Jamás había visto tanto miedo en la cara de un hombre como vi en la de Henry aquel día. Fue a su coche y se marchó.
Peter murió al amanecer del quinto día. Henry regresó a Londres y me dejó solo durante varios meses sin dignarse siquiera a llamar. Pasé las primeras semanas de mi exilio preguntándome si me había equivocado siendo tan bueno con un amigo. Pero, Eric, ver la devastación en la cara de Peter y el miedo en sus ojos – creo que, si lo hubiera dejado en aquella acera, volviendo a mi rincón de paz sin él, hubiera aborrecido esa casa mucho más de lo que Henry pudiera aborrecerla por haberme traído a Peter. Al final vi que abandonar la ciudad y a nuestros amigos fue el acto de cobardía más imperdonable que había cometido en mi vida. Me di cuenta de que la respuesta no era cerrarnos al mundo, sino abrir las puertas y dejar que entrara. Así que, mientras el silencio furioso de Henry atronaba desde el otro lado del Atlántico, traje a otros hombres que se encontraban en sus últimos días a nuestra casa. Reproduje aquella escena una y otra vez con amigos, conocidos y, llegado un momento, hasta con extraños. Uno a uno, fueron viniendo a mi casa y uno a uno fueron muriéndose.
Tras unos meses, Henry pidió a sus abogados que se encargaran del papeleo para nombrarme único dueño de la casa. Peter West es el motivo por el que esa casa acabó siendo mía. No sería el santuario que es si no fuera porque antes acogió la tortura y muerte de Peter. Henry no lo ve así y es cosa suya reconciliarse con ello. Creo que, tras treinta y seis años, Henry y yo seguimos intentando reconciliarnos. Y no sé si alguna vez lo lograremos.
Silencio.
ERIC.— No me imagino cómo fueron aquellos años. Ni siquiera puedo… Entiendo lo que fue, pero me es imposible sentirlo.
WALTER.— Dime el nombre de uno de tus amigos más íntimos.
ERIC.— Tristan.
WALTER.— Imagina que Tristan está muerto. Dime otro. ERIC.— Jasper.
WALTER.— Jasper también está muerto.
ERIC.— Jason.
WALTER.— Jason ha estado dos semanas en St. Vincent. La toxoplasmosis le ha dejado con demencia.
ERIC.— Jason, su marido.
WALTER.— Como no pueden casarse legalmente, el abandono es más fácil. Jason le ha dejado.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Patrick ha muerto.
Alex ha muerto.
Colin ha muerto.
Lucas está infectado.
Zach se está muriendo de pneumocystis carinii.
Chris está sano.
Su pareja acaba de ser diagnosticada.
Acabas de visitar a Mark en el hospital. Esta noche visitarás a Will.
El funeral de Eddie es mañana.
El cuerpo de Michael está cubierto de lesiones de sarcoma de Kaposi.
Jeffrey está infectado pero asintomático.
Sati está muerto.
Daniel está infectado.
Stephen está infectado.
La pareja de Brian tiene neuropatía periférica. Grita de dolor al menor roce.
Scott está en París, espera que le traten con HPA-23.
Javier ha vuelto para morir en casa con su madre.
La familia de Jonathan no le deja volver.
Brandon está muerto.
Matthew está muerto.
Leo está infectado.
Kurt está infectado, pero no lo sabe.
David, su pareja, se enterará antes.
La hermana de Frankie te llama para contarte que está muerto.
Nadie sabe dónde está Adam.
Phillip está muerto.
Trevor está muerto.
Kevin está infectado.
WALTER.— Corren rumores sobre el encarcelamiento preventivo de hombres gais.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Los políticos empiezan a barajar abiertamente cuarentenas masivas.
Se habla de ilegalizar la homosexualidad, hay rumores sobre deportaciones.
Aumenta la violencia contra los homosexuales.
La población estadounidense se moviliza por la pandemia: no contra la enfermedad, sino contra quienes la tienen.
Las empresas cancelan los seguros sanitarios de los empleados con sida.
WALTER.— Los estados aprueban leyes que obligan a quien venda una casa a divulgar si alguien con sida ha vivido antes allí.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Sam está muerto.
Mark está muerto.
Miguel está infectado.
Paul lo tiene.
Ben lo tiene.
Carlos lo tiene.
Wesley está muerto.
Caleb está muerto.
David está muerto.
James está muerto.
Andrew está muerto.
Jacob está muerto.
WALTER.— Así era.
Final del Primer Acto.