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El modelo de Correa

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El Gobierno de Rafael Correa en Ecuador (2007-2017) marcó el comienzo de la era del socialismo democrático, durante la cual varios presidentes progresistas, elegidos democráticamente, iniciaron un proceso de rectificación de los errores cometidos durante la vigencia del modelo neoliberal aplicado a fines del siglo pasado y comienzos del actual. En efecto, las políticas macroeconómicas neoliberales adoptadas entonces, en desarrollo del llamado Consenso de Washington —que tuvo más de Washington que de consenso—, mostraron muy pobres resultados en materia de crecimiento e igualdad, inferiores a los que se habían conseguido, décadas atrás, durante la aplicación del modelo cepalino de sustitución de importaciones.

Los mandatarios progresistas de comienzos de este siglo (Lula, Kirchner, Morales, Mujica, Bachelet y Chávez) entendieron, con claridad, que si no conseguían revertir la tendencia que llevaba la región hacia un mayor empobrecimiento, muy pronto quedaría cuestionada la propia legitimidad de la democracia. Con esta convicción comenzaron a aumentar la inversión social respecto al producto interno bruto (9 % en promedio entre el 2004 y el 2014); pusieron en marcha programas de focalización y nivelación social en materias sensibles como seguridad alimentaria, salud pública y provisión de vivienda popular y servicios públicos domiciliarios, sin perder de vista el objetivo de seguir avanzando en las metas de la universalización de estos servicios y bienes sociales que se habían venido consiguiendo en décadas anteriores, y reemplazaron la reducción de la pobreza como objetivo cuantitativo —contabilidad de pobres— por la inclusión y la nivelación de la cancha de la igualdad como parte de sus proyectos políticos progresistas. La Bolsa Familia en Brasil, el programa Progresa en México, la continuación del Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (Sisbén) en Colombia y el avance del Sistema Nacional de Misiones en Venezuela formaron parte de esta apuesta incluyente progresista. El balance de esta década “ganada” (2004-2014) fue notable: mejoró la distribución del ingreso y las cifras de crecimiento duplicaron las del pasado inmediato.

El modelo adelantado por el presidente Rafael Correa en Ecuador, alrededor del cual gira la obra del profesor Jaramillo Jassir que hoy presentamos, se podría considerar uno de los más exitosos programas sociales que entonces se pusieron en marcha. Correa llegó a la presidencia apoyado por un arco iris de electores: pueblos originarios, nuevas fuerzas contestatarias, movimientos populares y muchos jóvenes que se sintieron atraídos por sus propuestas de cambio.

Así mismo, llegó rodeado de unos elevados niveles de credibilidad, resultantes de su trayectoria académica como profesor de las más prestigiosas universidades ecuatorianas. En su paso por el Ministerio de Economía, durante la presidencia de Alfredo Palacio, había sorprendido a la opinión con una serie de propuestas heterodoxas, las cuales convencieron a muchos ecuatorianos de que, a diferencia de los anteriores presidentes, que habían durado en el poder un promedio de tres años, el proyecto de Correa representaba una opción creíble de cambio. Este posicionamiento calificado le permitió conformar un equipo de gobierno de cuadros jóvenes, tecnocráticos, que aportaron credibilidad y sostenibilidad a las políticas a partir de las cuales puso en marcha su proyecto político.

Entonces se tenía la idea —bienvenida por los dirigentes neoliberales— de que los proyectos populistas eran paquetes de promesas izquierdistas que carecían de seriedad académica y solvencia técnica. A diferencia de estas propuestas, el programa de Correa resultó, como él mismo, creíble y, por la misma razón, peligroso para muchos sectores conservadores.

El presidente Correa corrió además con la buena suerte de que el aumento en los precios internacionales del petróleo coincidiera con buena parte de su gestión de gobierno, lo que facilitó la financiación de sus propuestas de modernización económica, inclusión social y refundación democrática. Durante su mandato no hubo un sector que no fuera intervenido con un claro propósito renovador y, por consiguiente, progresista: desde la construcción de nuevas infraestructuras hasta la elevación de la calidad de la educación y la ciencia a estándares internacionales competitivos, pasando por la construcción de nuevos y funcionales hospitales y escuelas públicas. En todos los rincones y actividades del país se sintió la mano transformadora del joven Gobierno.

En su segunda etapa, la propuesta de Correa avanzó a un proyecto refundacional, a través de una reforma constitucional que también formaba parte de una zaga populista regional. En la Constitución de Montecristi de 2008, redactada por una asamblea elegida por voto directo con el respaldo del 81,7 % del electorado, se recogieron los elementos clave del nuevo constitucionalismo latinoamericano, inspirado en alguna medida en nuevas constituciones, como las de España (1978), Colombia (1991) y Brasil (1988). Estas constituciones, garantistas en la protección de los derechos humanos políticos, económicos y sociales, abrieron las puertas a la democracia participativa que replanteó el concepto de equilibrio tradicional de poderes. La Constitución de Montecristi introdujo mecanismos específicos como el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, claro elemento del poder de la ciudadanía, y la Justicia Indígena. Planteó la metamorfosis del cerrado gobierno de partidos a una democracia funcional, participativa y, por ende, más legítima.

El profundo apoyo popular que recibió el proyecto de Correa tuvo que ver no solo con un respaldo ideológico, sino con la identificación profunda de vastos sectores de la población, desencantados con el manejo errático de la política ecuatoriana, con un proyecto novedoso de cambio de las estructuras institucionales de la República. El pragmatismo neoliberal fue reemplazado por los vientos frescos de la participación popular y el debate público, coincidiendo con otros procesos del socialismo democrático en la región, los cuales se caracterizaron por la decisión de avanzar en la modernización institucional para “democratizar la democracia”, como se dijo, según el profesor Jaramillo Jassir, del proyecto de Velasco Ibarra.

Faltaban más fichas en el tablero. La adopción de mecanismos de economía solidaria ayudó a superar la contradicción entre las tensiones redistributivas sociales y las exigencias de austeridad de las políticas macroeconómicas neoliberales. Sin alterar los equilibrios básicos del manejo de la coyuntura —de lo cual estaban pendientes todos los organismos internacionales para caerle encima— y a pesar de mediar la camisa de fuerza de la dolarización que le imponía severas limitaciones en el manejo monetario y cambiario, Correa demostró que sí se podía hacer una política social expansiva sin perder el equilibrio de la economía, como lo consiguió Keynes en su momento.

Correa completó su tarea con el diseño de una política exterior que, sin caer en los viejos moldes del chauvinismo, rescataba la defensa de temas muy latinoamericanos, como la vigencia de los derechos humanos, la defensa de la soberanía y la vocación profundamente integracionista.

La revolución democrática, progresista y populista de Correa fue la revolución de la autoestima, que consiguió que los ecuatorianos sintieran que tenían un país del cual podían sentirse orgullosos, digno y reconocido en el mundo. Los visitantes alababan sus carreteras, aeropuertos, colegios del milenio y universidades con tecnologías de punta. En los círculos académicos más exigentes reconocían que estas transformaciones se habían podido financiar sin sacrificar la estabilidad macroeconómica y cumpliendo todas las obligaciones financieras internacionales, por injustas y onerosas que ellas fueran, como en efecto lo eran. Correa enseñó a los ecuatorianos que para crecer no tenían que mendigar, sino exigir, y que para hacerlo debían dar ante la opinión internacional muestras de coherencia y autonomía.

También entendió el fortalecimiento de la integración regional a través de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un nuevo proyecto político de la región, que abriría para Suramérica las mismas autopistas de progreso social y económico que logró construir para su propio país. Su receta para la integración era precisa: una nueva arquitectura financiera con un sistema autónomo de solución de controversias internacionales, el desarrollo de proyectos regionales de infraestructura prioritaria, el fortalecimiento el mercado interno, la reindustrialización y el desarrollo de programas sociales que combinaran la ampliación de la oferta de bienes y servicios sociales con la atención selectiva de la demanda. Así, se trató de construir ciudadanía, sacudir la región de los viejos lastres hegemónicos y reemplazarlos por un diálogo constructivo sur-sur con el resto del mundo.

El correísmo reinterpretó las tendencias históricas del populismo histórico ecuatoriano sumándole reivindicaciones ancestrales de conceptos como el del buen vivir y la felicidad como meta, que apuntalaron la identidad como cimiento de la política. Su proyecto, como lo señala aquí el profesor Jaramillo Jassir, incluyó componentes clásicos del populismo regional, como la lucha contra el establecimiento, la movilización popular y las propuestas fundacionales asociadas al mito caudillista que, sumados, configuraron el cuadro del populismo progresista de Correa, muy diferente al populismo mesiánico de Velasco Ibarra y el populismo clientelista de Bucaram.

Para entender el valor de este aporte, la gente debe saber que la política en Ecuador es volcánica: las fuerzas subterráneas que la mueven se expresan de manera impredecible y tumultuosa, pero, eso sí, de manera muy poco violenta. Correa se convirtió en la más fiel expresión de esta idiosincrasia al desarrollar un “estilo” de gobierno discursivo, dialéctico, controversial, sanguíneo, satírico, pero siempre respetuoso de la contradicción y el desacuerdo, siempre frentero y transparente.

Un estilo de gobierno del cual parece no haberse enterado su sucesor, el presidente Lenín Moreno, quien consiguió el “milagro” de devolver el país, en materia de avance social, modernización y respeto democrático de las minorías, a la triste condición en que se encontraba al terminar el pasado siglo. Pocas veces Suramérica había presenciado, como hoy en Ecuador, una involución tan dolorosa y costosa de un proyecto político como la que se ha vivido en ese país en el transcurso de los últimos años.

Para terminar, la profunda transformación del modelo de Correa se adelantó al controvertir duramente a sus enemigos sin incurrir, jamás, en persecución judicial alguna, ni mucho menos política, como sucede hoy en Ecuador, donde se ha acudido a la guerra jurídica (lawfare) para poner la justicia al servicio de los odios del régimen. El cambio conseguido en Ecuador, liderado por Correa con el leal acompañamiento del formidable equipo de Alianza PAIS, fue posible sin disparar un solo tiro.

Alguna vez le pregunté al presidente Correa cómo se podía explicar que, en las fronteras de Colombia con Ecuador, a pocos metros de distancia que cubría un puente, se presentara la realidad esquizofrénica de dos países hermanos: uno, Colombia, azotado por grupos irregulares alzados en armas, y otro, Ecuador, en completa calma. Correa me contestó sin titubear: “Es que a ustedes les quedó faltando un Eloy Alfaro”. Ese día entendí por qué el primer punto de los acuerdos de La Habana que pusieron fin al conflicto armado colombiano entre el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) había sido cambiar el injusto sistema de distribución de tierras por el cual nos habíamos enfrentado durante medio siglo y que Alfaro resolvió con una reforma agraria progresista, tan progresista como el Gobierno de Rafael Correa.

Anatomía heterodoxa del populismo

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