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Sarlo: la mitificación del pasado
ОглавлениеEn su corrosivo comentario crítico de Modern Times, Modern Places: Life and Art in the Twentieth Century del tasmano Peter Conrad, Terry Eagleton plantea los términos ciertos de una fatalidad axiomática: toda época sufre la imposibilidad de ser contemporánea de sí misma y se ve por ello inexorablemente obligada a vagar en la incertidumbre de lo que es e hipotecada a una imagen idealizada de su destino. La pasión de lo moderno es tan sólo un impulso —a la vez desesperado y utópico— de autodesignación que presume incluso de su propio fracaso. Menos neurótica pero sin duda más encanallada en su paranoia, la actitud “clásica” se aferra a la miseria de vivir la experiencia de lo actual como repetición de lo pasado, al punto que sólo los aspectos de ella que confiesan su obediencia a la tradición se le presentan con la dignidad suficiente como para ser investidos con el valor de lo “auténtico”. Según este modelo de percepción, lo más valioso de lo contemporáneo es lo más residual en él y lo más descartable es lo que en él asoma como emergencia. La lectura crítica que Beatriz Sarlo plantea en Ficciones argentinas. 33 ensayos (Mardulce, 2012) de la reciente narrativa argentina actual acierta en la lectura del síntoma (un cambio cualitativo en la percepción de lo literario); pero se manca en la adopción de una perspectiva conservadora que hace de lo nuevo un signo de decadencia o degradación.
Cuando un texto es rechazado por la crítica, solía decir el joven Barthes, lo que hay que preguntarse es qué es lo que ese texto ha herido fatalmente en su sustrato ideológico. La elegante astucia con que Sarlo se apoya en un canon estético modernista y en la categoría elástica (pero de carga evidentemente peyorativa) de “etnografía” para despreciar la emergencia no consigue borrar lo profundo que cala esa herida en sus propios principios de lectura. Que en el prólogo del libro celebre “la sensación de descubrir las líneas casi invisibles de algunas continuidades literarias, de algún nexo entre el pasado y la actualidad”, es ya un síntoma del esfuerzo que la crítica realizará en nombre de un pasado añorado con más nostalgia que melancolía.
Sarlo toma rápidamente distancia de dos frustrados modelos de la crítica académica interesada por la literatura del presente. Se separa ideológica y epistemológicamente de propuestas como la de Elsa Drucaroff, quien en Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (Emecé, 2011) intenta leer la “nueva narrativa argentina” desde un tematismo extorsivo y simplificador que jibariza la potencia de lo nuevo en pos de cristalizar el semblante satisfecho de un progresismo tibio, humanista y bienpensante. Pero también se distingue de Josefina Ludmer quien, en Aquí América Latina. Una especulación (Eterna Cadencia, 2010), presenta una percepción un poco naif de lo latinoamericano —visiblemente colada por la imaginación turística alimentada desde las universidades norteamericanas. Ludmer reincide aquí en su esnobismo avant-la-lettre y lee, desde una perspectiva negriana, lo nuevo a través de un regionalismo insulso y superficial, plegando groseramente la técnica a la tecnología y encumbrando una idea de “posautonomía” que no consigue conjurar el sapo estructuralista de la “autonomía radical” que su propia crítica había militado en los ‘70, antes de militar el deleuzianismo en los 80 y el foucaultismo en los ‘90. En nombre de un tibio “activismo cultural” que convenientemente cuaja en el slogan de “Lo-que-viene-después”, dispone una serie de enunciados que bordean el relativismo al que empujan las hipótesis de “fin de la historia”, de “muerte de los grandes relatos” y la “desaparición de las lenguas nacionales”. Se trata de una serie de tópicos que —bajo cuerda— no abandonan el terreno estéril de los mustios diagnósticos de globalización posmodernos que chocan con sus propios límites, no por sus criterios de análisis sino por su impotencia para imaginar formas de vida nueva. Es por eso que en su argumentación lo que prima siempre es la analogía con lo comercial. En su perspectiva de trabajo, la literatura no es una experiencia de la lengua sino más bien del “mercado de la lengua”. Y no asume nunca la forma de un cuestionamiento o de una transgresión respecto de la “imaginación pública” porque se la concibe tan sólo como “otro de sus hilos constitutivos”. Que la banalidad de la hipótesis “hoy todo es realidad y todo es ficción” haya encontrado pregnancia en ciertas zonas del espacio universitario de filiación progresista es menos lamentable que su propuesta a la celebración pueril de una periodización no dialéctica, ahistórica, en la que la razón triunfante es la del relativismo cínico y la transversalidad del mercado embanderada en la ideología de la posverdad. Lo que allí se naturaliza es la redundancia en un dispositivo de lectura fácilmente identificable con la belleza y la felicidad de algunas expresiones literarias de fines de la década del 90, que se revela impotente para enfrentar las formas emergentes de la narrativa argentina del siglo 21.
La propuesta del libro de Sarlo es deliberadamente oblicua a la inscripción académica. Que en las páginas iniciales del libro la autora insista en subrayar la presencia —unas veces silenciosa y otras veces indiscreta— de Roland Barthes al interior de su dispositivo de lectura, no es ni un gesto de coquetería teórica ni un auto de militancia. Es tiempo de saldos y un cotejo del Barthes citado por Sarlo en los diferentes momentos de su trayectoria intelectual (desde los artículos de Los libros a las reseñas escritas para el diario Perfil) bien podría echar luz sobre su propia “paso a la madurez”. No hay nada de esta última etapa de Sarlo y de sus intervenciones mediáticas que no se haya discutido ya en esos términos. Para la autora de Una modernidad periférica, la teoría es y ha sido siempre una herramienta de trabajo más que un horizonte de legitimación. Su relación con ella no es por eso de pleitesía ni de compulsión esnob; es, para decirlo sin vueltas, tan respetuosa como estratégica y tan práctica como funcional. Bien interpretado, ese cálculo frío da cuenta de su lucidez táctica y de su nítida convicción en la primacía de lo político como motor de toda intervención intelectual.
Citados pues por su utilidad en el contexto de una (en apariencia) generosa interrogación del presente, los nombres propios de la teoría exceden en este libro el sumiso marco de los créditos explícitos. Incluso los deliberados borramientos vienen a ratificar, no la audacia de escribir “libre de las convenciones teóricas”, sino el cálculo de quien descansa en la suficiencia del nombre propio y el capital adquirido. Sarlo usa a Barthes tanto cuando define la inscripción política de las escrituras (a partir de sus elecciones formales) como cuando un tema específico lo convoca. Pero la pulsión ética en que se yergue su crítica remite menos al espectro de una lectura patética que al efectismo de una intervención intelectual de entusiasmo habbermasiano: una prosa abierta, liberal, transparente que promete siempre interpelar críticamente las cristalizaciones ideológicas subrogadas de la esfera pública. Que en este pequeño volumen esa determinación crítica (indiscutible en otros trabajos suyos) se encuentre prácticamente ausente o esquilmada de los comentarios deja ya entrever el rango políticamente pueril que a su juicio muestran estos textos que —confiesa la profesora Sarlo— le “interesaron”, la “provocaron” y le “gustaron”. El gusto —habría que decir completando su frase— también dice lo suyo cuando decanta con la inocencia de lo arbitrario.
No obstante ello, ni la inconsistencia de un corpus errático (según Sarlo, sugerido por el “discreto pero activo y sensible” periodista cultural Maximiliano Tomas, editor de Cultura y Espectáculos de la agencia Télam) ni la genuina modestia con que la autora inscribe la serie (a la manera de una exploración sin intención de “demostrar ninguna hipótesis general”) consiguen borrar por completo la signatura política de un fantasma que asedia el texto aun en sus zonas más convencionales. Lo que se deja leer en estos comentarios —que exhiben tanta ironía como la que adscriben al propio espíritu de la época— no es casual ni mucho menos caprichoso. En las intervenciones de la autora de La audacia y el cálculo (2011) todo ha sido templado al detalle. De la topografía orillera de Luis Gusmán (El peletero, Edhasa, 2007) al hiperrealismo documental de Hernán Vanoli (Pinamar, Interzona, 2010), lo que la pesquisa recorta como sintomático del presente es una emergencia que, si no la preocupa, al menos la incomoda: la proyección concreta de zonas de irrupción, ocurrencia y cristalización de lo etnográfico como sello indeleble del estado de la imaginación en la primera década del siglo.
Interrogados tanto en la moral de sus formas como en la de sus temas, los textos literarios abordados por Sarlo soportan (como pueden) el apronte insistente de la lectura crítica que, aun en su táctica alusiva, no deja de enfrentarlas al redil del imaginario progre y humanista que grava extorsivamente el espacio cultural en que se inscriben. Sin necesidad de juzgarlas (o juzgándolas con sutileza en la aparente asepsia de la descripción), las expone en sus propias elecciones técnicas y en sus limitaciones formales. Las exhibe en su insumisión o en su canallada, en su vocación crítica o en su voluntad acomodo (oportuno u oportunista) al colchón ideológico sobre el que descansan las estructuras del presente. En este sentido, el libro de Sarlo ayuda más bien a descubrir las líneas a veces invisibles que unen al propio presente con aquello que simula representar la actualidad.
Pero, por otra parte, su posición de lectura se articula sobre un sesgo irónico que por momentos casi roza el desprecio. Finge no trabajar sobre un capital acumulado que, no obstante, enrostra todo el tiempo en sus lecturas y declara un interés por “la emergencia de lo (en todo sentido de la palabra) inesperado” a la vez que lo minimiza deliberadamente. Está claro: a Sarlo no le interesa la vibración del presente porque lo que del presente la hace vibrar es el amor del pasado. Va a lo seguro sin tomar el riesgo de interrogar lo que pone en crisis su propio dispositivo de lectura. Si es sutil en sus conclusiones sobre el carácter y el valor atribuible a la literatura actual es porque sabe que lo último que hay que perder es la elegancia. Pero no por sutil deja de poner en blanco sobre negro la condición y la materialidad de lo que a su juicio constituye el síntoma: el efecto de lo verdadero imponiéndose sobre el efecto de lo verosímil, el plegamiento de la literatura sobre el giro subjetivo de la cultura, la falsa oscilación de espacios y tiempos (que va indiscriminadamente del “costumbrismo globalizado” al “regionalismo de lo nuevo”). Su diagnóstico, sugerido siempre entre líneas, no puede ocultar su categórico rechazo ante las reverberaciones literarias de la demagogia y el sentimentalismo populista. Pero en lo que respecta a la lectura en sí sólo parece exhibir cierto entusiasmo al paladear las tenues resonancias de la tradición: de Juan José Saer en Hernán Ronsino, de Elvio Gandolfo en Matías Capelli, de Sergio Chejfec en Oliverio Coelho, de Julio Cortázar en J. P. Zooey, por sólo citar algunos ejemplos. Su percepción del presente literario es, en efecto, borrosa y hasta casi maternalmente indulgente: bajo su óptica, exceptuando algún caso particular, la literatura argentina contemporánea no pasa de ser una conjetura todavía precoz, inestable, frágilmente colgada de una convención retórica que, en última instancia, prácticamente la determina.
Benjamin, Williams y Viñas —los tres nombres propios convocados por Sarlo en los últimos párrafos del prólogo— coincidirían en eso: la materialidad del mundo y sus relaciones marca a fuego la literatura. Borges, el paredón después del cual la nueva literatura se desarrollaría como una breña sin brillo y sin ambición de negatividad, agregaría quizá que lo hace más que nada pautando los términos en que se produce su recepción. Si una literatura se define menos por su propia condición que por la manera en la que es leída, el interés de Sarlo por los estilos muertos, por las máscaras que pasan de generación en generación, por la corrección de argumentos y por las voces perdidas en su propio museo imaginario, es tan sintomático como sus recelos y sus omisiones. Su libro habla menos del estado actual de la literatura argentina que de la lenta agonía de un modelo de percepción crítica.