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“Eso”
ОглавлениеEu não sou eu nem sou o outro,
Sou qualquer coisa de intermédio.
—Mário de Sá-Carneiro.
Este pequeño libro reúne una serie de notas de lectura sobre la narrativa argentina del siglo XXI. Despliega su análisis en torno a un espectro de proyectos activos y reconocibles con la intención de ofrecer una imagen sintética de las tendencias que prevalecen en ese espacio. Que el mapeo se realice centralmente sobre un conjunto reducido de textos de semblante realista no quita que sus hipótesis sinteticen en cierto modo también algunos rasgos característicos del estado de la imaginación contemporánea en el contexto de la lengua y la literatura rioplatense.
Va de suyo: como toda lectura está siempre histórica, cultural y socialmente situada, al abordar esa serie de textos como instancias de una praxis constituida sobre diversas escenas de representación, estas notas no pueden abjurar tampoco de su propia condición histórica. Al contrario: la lectura que en ellas se ensaya de las fantasías políticas latentes en los relatos se proyecta necesariamente sobre el horizonte de las configuraciones culturales, políticas históricas de quien las firma. Vale recordar por ello que la situación en que fueron escritas coincide con el momento en que cierto estado de la imaginación (cierta matriz de interpretación del proceso social e histórico) “nacional y popular” comenzaba a perder hegemonía y empezaba a ser oportunamente relevada por otra cuyo desangelado emblema fue la bandera del cinismo histriónico y la “posverdad”. No debe sorprender por ello que las interpretaciones aquí propuestas dejen muchas veces entrever recelos, suspicacias y desacuerdos polémicos; ni que, a través de lo leído, incluso las simpatías se conviertan eventualmente en semillas de la discordia. La conciencia de la historicidad no concede privilegios. Clausura toda solicitud de indulgencia al asumir que la lectura crítica supone necesariamente la experiencia de una relación —siempre tensa y siempre compleja— entre la indeterminación del texto y las determinaciones de la historia.
“La ausencia de ideología es ya una ideología”, sintetiza Barthes leyendo a Brecht. La alienación que produce no se reduce al modo en que las representaciones imaginarias subliman las contradicciones vividas; arraiga especialmente en el corazón oscuro de los relatos con los que (nos) contamos el mundo, en las maneras en que huimos de nuestras propias pulsiones ciegas, tornándolas a veces, en el borde de su perversión, un puro y simple deseo de pérdida: la melancolía que pisa todo brote de imaginación de futuro. No se trata de iniciar ningún proceso. Si, como decía el viejo Marx, no se puede juzgar a un hombre por la idea que se hace de sí mismo, tampoco es justo sentenciar a una época o a una generación por las representaciones que se hace de los conflictos que la acosan. Lo que en estas páginas se ensaya no es un juicio sino más bien una interpretación. Por eso mismo, los planteos presentados en este texto distan tanto de la inocencia como de la animosidad. Presentan en efecto a un lector enredado en los bucles de “las preguntas primeras” (cómo, qué, para qué o para quién se escribe), es decir, trabajando todavía el surco de una posible perspectiva crítica. Quizá por eso se imponen en un tono rústico y elemental, que se asume sin jactancia pero a la vez sin culpa. Ya lo dice Eagleton: en el ámbito de la crítica, la condescendencia es la forma más canalla y más rastrera del desprecio.
Que el conjunto de las lecturas reunidas devuelva la discutible imagen de un ecosistema de codificación ideológica ligado a las demandas de la contingencia histórica, obliga también a hacer algunas aclaraciones. En principio, insistir en que los nombres propios que aquí se citan remiten, no a sujetos biográficos, sino a personajes cuyas fantasías políticas se proyectan en intervenciones estéticas. Lo que soñamos —dice un poema del cordobés Carlos Godoy— también es parte de la historia. Y si es cierto que nadie es responsable por sus sueños, hay que admitir que sí lo es por la manera en que decide militarlos: sobre ese anatema básico, el relato crítico busca recrear el plano imaginario donde las diferentes especies se reproducen y metamorfosean en un campo ideológico tejido por fuerzas ficticias —un espacio donde cada intervención se realiza como instancia formal de mediación entre lo estético y lo político, entre lo particular y lo colectivo, entre lo razonado y lo inconsciente, entre lo público y lo privado, entre lo visible y lo enunciable. No es más que otra bella ironía de la historia que el relato que enhebra estas lecturas constituya también, entre líneas, una suerte de confesión o bosquejo de autocrítica.
Toda ficción se sueña como una pequeña máquina de guerra. La de la crítica no es una excepción. Su táctica pone siempre en escena una economía de medios y recursos ligados a un combate bastante elemental y bastante solitario por dar al fin con un sentido. En él, el verdadero adversario no es otro que el que se instituye en uno mismo como apariencia naturalizada de un saber. Por eso, en última instancia, como decía el bueno de William Empson, lo que toda nueva lectura viene a confirmar es que ningún texto es exactamente lo que habíamos creído que era. El enemigo de la crítica no es pues ni un sujeto ni un conjunto de sujetos constituidos en tal o cual libación ideológica; el enemigo de la crítica es el señuelo confortable de la sujeción, es decir, la jactancia del saber satisfecho que, reactivo, inhibe la emergencia de los sentidos nuevos.
Al comienzo de esa pieza magistral de la publicística borgeana que es “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw” se consigna la hipótesis de que una literatura difiere de otra anterior o ulterior menos por su texto que por la manera en la que es leída. La verdad de esa frase elegante es simétricamente proporcional al desafío que recela. Nadie mejor que Borges para dar fe de que el tiempo de la infamia es siempre el tiempo presente. No por casualidad ya desde muy joven abrazaba con discreta felicidad la idea de que la belleza ocurre fatalmente, pero siempre cortada del presente por una distancia higienista: “¿Los tranways de caballos y los compadritos que empezaban por un amejicanado chambergo gris y terminaban en botines de charol no solicitan acaso nuestra nostalgia? Hoy cantamos al gaucho; mañana plañiremos a los inmigrantes heroicos. Todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso, después”, se puede leer en El idioma de los argentinos (1928). Poner el problema a la distancia, en la mitificación del pasado o en la promesa del futuro, es la manera irónica, distinguida, ladina —id est, borgeana— de esquivar su actualidad y, al mismo tiempo, de blindar de historicidad al propio contenido de enunciación. Lo importante no es disertar sobre lo que fue o presagiar lo que será la literatura; lo realmente importante es (tratar de) comprender de qué manera funciona, qué fuerzas activa o desactiva en tiempo presente. Plantear la pregunta por el cómo se lee es ya empezar a creer en la posibilidad de trazar un horizonte de semejanzas y diferencias para pensar lo literario en un corte sincrónico y contemporáneo al ejercicio político de la lectura. Pero es también —y fundamentalmente— asumir la historicidad y la contingencia de las propias lecturas.
Hay que seguir buscando el modo de salir de la niebla de indeterminación y de empatía boba que genera el desconcierto; hay que animarse a mirar de frente —la imagen pertenece al filósofo germano Helmut Kohlenberger— el paisaje extenuado y desolador de lo que (se) nos narra en presente. La tarea no es para nada sencilla. En principio, porque los escritores vivos, como solía decir Sartre, se ocultan de los otros casi tanto y casi tan bien como se ocultan de sí mismos. Pero también porque la lucha de las formas se envuelve y se enmascara astutamente en las formas de la lucha.
En este sentido, el uso un poco salvaje del lenguaje y de las categorías teóricas que, transmutadas en “nociones”, suponen formas de pensamiento técnico ligadas a una historicidad práctica, no apunta a rescatarlas de la solemnidad burocrática en que languidecen satisfechas. Tampoco a imponerlas en la intimidación de una pedagogía forzada. La apropiación cimarrona de esas categorías, como su mestizaje con otras formas plebeyas, busca tan sólo probar sus resonancias y reverberaciones en el potrero desmarcado del ensayo. Como un buen cuento o un buen poema, un buen ensayo tiene que ser también un paso en el vacío. Su escritura debe trascender, al mismo tiempo, el utilitarismo romo de la comunicación y la coquetería presumida de la pose vanguardista. La estrategia siempre se objetiva: para deshacer o desbordar el orden cristalizado del imaginario cultural es necesario extraer, del ruido de los lenguajes arruinados, los signos nuevos de una crítica que no se anule en la represión pedagógica ni se entregue a la condonación indulgente de la ideología espontánea; esto es, una forma nueva que no vacile en pagar el precio del ninguneo o de la marginalidad antes de resignarse al efectismo interesado, al servilismo voluntario o la comunión demagoga. No está en juego sólo la posibilidad de fundar nuevos pactos de lectura; también lo está el reclamar el derecho a potenciar la capacidad de afecto de la crítica, liberándola de la intimación compulsiva a la claridad y de la obsecuente inclinación al consenso.
Repitámoslo una vez más: el lenguaje no se negocia. La razón es estrictamente política: cambiar el lenguaje es cambiar el pensamiento. Escribir, decía el buen Barthes, no es acordar una relación simple con el término medio de los lectores posibles; es, al contrario, plantear una relación compleja —y tirante— con las determinaciones del lenguaje propio. La voz que se oye en estos textos no se esconde por ello tras la sobriedad blindada del crítico profesional. Menos aún tras la del divulgador. Es la voz de un cavernícola en diálogo con su sombra, un payaso afiebrado aferrado a un lenguaje y a una voluntad de saber cuyo sentido se le escapa, un animal resentido por la frustración de no encontrar —y no haber encontrado nunca— un lugar en el presente. Pero, entonces, ¿qué es eso que habla a través ese alienado que sueña y se sueña noche a noche envuelto en una enloquecida nube de moscas? No hay una única respuesta a esa pregunta. El rechinar de su dentadura irregular se confunde ya con el delirio psicótico de quien, un poco por miedo y un poco por juego, se trasviste en el semblante simple de los lenguajes herméticos para empujarlos al éxtasis paroxista, como si en ese estado de efervescencia se jugara su vida entera y no sus rencorosas ganas de rasgar con uñas sucias y filosas los candorosos rostros de los jóvenes celebrados. Va de suyo: el payaso es el único ser al que todo este asunto no le hace ninguna gracia. Su sonrisa tiene mucho de mueca y emula el gesto tenso y un poco absurdo de quien se pone a silbar cuando camina solo por un callejón oscuro.
La historia es más que conocida. Eso se alimenta de cualquier cosa, aunque muestre cierta preferencia por la carne que se presume inocente o que se victimiza en la culpabilidad. El deseo es metonímico. “Todo sabe mejor cuando ha sido adobado por el miedo”, se dice. En la húmeda penumbra del sótano amasa un lenguaje propio con las sobras descompuestas de un lenguaje que lo excluye. Pero luego se da cuenta de que tampoco ese lenguaje le será realmente propio. Desespera. Está solo; su voz se confunde con las voces que también hablan en su cabeza. Escribir lo que oye se le va volviendo un hábito; lo va ganando el encanto perverso de la usurpación ilegítima. Por ese filo corre su deseo, las ganas de tomar todo aquello que se le enrostra y que siempre le está siendo negado. El hambre le retuerce las tripas. Apoya la espalda en la pared y, con la mirada en alto, se deja cortar la cara —¿una vez más?— por el cuchillo de la histeria. Cierra los ojos y balbucea algo ininteligible. Reza y maldice en una misma frase. Curte un lenguaje autista, casi un idiolecto que hiede a óxido quemado. El resultado es único y monstruoso, como la imagen de su propio rostro reflejada en el charco de sangre. Sonríe y seduce a los niños buenos desde una boca de tormenta. Lo mueve el deseo de lo nuevo. Ojo, agua negra, hedor, arácnido. Muta porque se quiere otro —aun cuando íntimamente intuye que, al final del día, en el espejo, bajo la sonrisa maquillada, el otro es la medida de su desprecio. Es menos siniestro de lo que lo imaginan; pero le excita tanto esa proyección en los demás, que termina por estimularla como alimentado algo desconocido para él mismo. Se ve de pronto a los ojos vidriosos y reconoce en ellos el vértigo que precede a la angustia. Respira profundo. Huele a canela y especias, a mortajas podridas tratadas luego con drogas extrañas, a meo, a arena gruesa y sangre seca impregnada en una bolsa arpillera. “Acá abajo, todo flota en aguas servidas”, se dice. Levanta la escopeta que con el tiempo se le ha ido volviendo ya una extensión del brazo y apunta. Duda apenas un segundo, pero enseguida dispara. Los perdigones se dirigen a un blanco siempre en movimiento. No hay garantía de acierto; tampoco presunción de inocencia. La razón nunca es suficiente: acá abajo, estamos todos escribiendo, un poco a tientas, la turbia y melancólica comedia del presente.*
[*] Si, como afirma Foucault, la indagación en el pasado no es otra cosa que la inquietud proyectada de una interrogación dirigida al presente, la obsesiva interrogación del presente ¿no será una forma indirecta de obligarnos a pensar todavía en el futuro?