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Tabarovsky: la rutina de lo inútil

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En una de las páginas de Un placer inconfesable, el irónico profesor Philip Nicholas Furbank sostiene que el obsesivo y paranoico Gustave Flaubert fue —de una lista que incluiría los nombres de André Gide, Marcel Proust, Jean-Paul Sartre y Roland Barthes— el primero en reconocer en la consigna “muerte a los burgueses” el retorno renovado del écrasez l’infame [“aplasten al infame”] volteriano. Las razones se imponen: el autor de La educación sentimental habría sido —según la interpretación del socarrón catedrático británico— quien internalizó de manera más visible las fobias y las contradicciones de la condición burguesa para el propio burgués. Los hábitos burgueses constituían para él los vicios morales de los que nadie puede sentirse completamente libre. Que su “guerra antiburguesa” derivara luego en un ascetismo de radicalidad casi religiosa (capaz de hacer coincidir la exigencia de la obra en la maniática búsqueda de le mot juste y el anhelo de una escritura pura y “consagrada a la nada”), da cuenta del rechazo manifiesto que Flaubert llegó a sentir por el apego utilitario que impregnaba todas las prácticas sociales de esa clase emergente. Desde entonces, la “guerra contra los burgueses” se ha afirmado, en el terreno de la estética, como una diligencia recurrente y resuelta de manera progresiva conforme a matices e intereses diversos.

Una belleza vulgar (Mardulce, 2012) es, en este sentido, un libro excepcional que franquea su compromiso político en esa guerra silenciosa que militan las zonas más etéreas de la literatura vernácula. No hay que tomar ese adjetivo pomposo (“excepcional”) como un elogio trivial; al contrario: hay que tomarlo en su sentido etimológico, fuera de toda presunción valorativa. Si la novela de Damián Tabarovsky constituye una rareza es ciertamente en función del carácter anacrónico y residual de su propuesta estética, y de su obstinada determinación por pelear con sus propios fantasmas. La impertinencia de su objetivismo demodé lo distancia ética y estéticamente del vitalismo folklórico que anima el corso demagogo de las etnografías pequeñoburguesas contemporáneas. Pero, en un escenario esquilmado por la fábula moral, el libro de Tabarovsky está condenado a pasar al olvido sin pena ni gloria. Y es por ello que, finalmente, acaba por determinar para su autor menos una colocación política que una pose de excentricidad ante la demanda progresista que se impone como razón de mercado cultural.

Toda elección estética es una toma de posición política y se define por contexto. Pero la de Tabarovsky no se desprende sólo de su determinación a resistir el chantaje ideológico “del mal menor” que azota al tiempo presente. Implica tácitamente una denegación plena de sus efectos y sus afectos políticos. No se trata de despreciar su colocación con la chicana predecible (de “elitista”) que cada tanto suele empuñarse desde las orillas burguesas del imaginario Nac&Pop, sino de hacer notar que el grado de honestidad intelectual que se cifra en el hecho de no ceder al imperio de la canallada se deroga en la resignación de toda potencia de afecto objetivo.

Hay que reconocérselo: Tabarovsky escribe sin renegar de su deseo, aunque en ese deseo se cautericen los signos de una ideología repudiable. A diferencia de Almada, salta la fabulación pedagógica y sitúa todo el peso de su apuesta en el orden de la ficción. Su intención no es otra que la de inscribirse en la estela de algunos ancestros consagrados (Borges, Macedonio Fernández, Aira, Libertella) que hacen literatura a partir de la reflexión sobre sus propias condiciones de posibilidad. Para ello, apela deliberada y operativamente a las potencias de lo inactual, de lo singular, de lo inútil. Y practica una invocación casi totémica a las planchaditas banderas de lo distanciado, de lo indirecto y de lo mediato para blindar la cáscara hueca de una ficción que se sueña autónoma y se autoproclama excéntrica.

Compuesta sin secuencia argumental, la novela insiste autista en la dilación de una única y melancólica escena: narra —con signos claros de impericia— la ralentizada caída de una hojita de plátano en una vereda cool del celíaco barrio de Palermo. La deriva es indeterminada: a excepción de un par de licencias (¿deslices?), el régimen de la ficción está estrictamente ceñido al tiempo presente. Casi no hay fábula: abrazado a una prosa de ambición objetivista y frustrado por sus propias limitaciones, Tabarovsky se pierde en el laberinto de una trama soporífera y gelatinosa, que se densifica sin avanzar, desplegándose a través de zigzagueos erráticos, digresiones metonímicas y regresiones metafóricas. Escribe desde el deseo de lo novelesco, pero sin la novela y sin lo novelesco.

La hojita cae junto a un edificio de nueve pisos y, en ese vuelo leve y densamente demorado, se suceden —apáticas, indiferentes e indiferenciadas— guerras mundiales, catástrofes meteorológicas y pequeñas tragedias cotidianas. La prolongada rutina de la caída indefinida habilita también deslizamientos de la mirada del narrador, que entra a cada departamento, recorre el espacio, describe precariamente su escenografía y anticipa el drama impasible, solitario y miserable en que cada vida grava su propia decadencia. La hojita cae, sigue cayendo y —ya por resistencia del aire, ya por un fenómeno de ingravidez— su caída se vuelve unas veces metafórica y otras veces alegórica. La reincidencia obstinada en el “como si” habilita la metáfora metaliteraria y multiplica los sentidos de lo que ocurre tras las figuras de la fundación, el apogeo y la crisis de la ficción. Convoca o evoca fantasmas borrosos, ríos subterráneos, pulsiones excéntricas (civilización y barbarie) y fuerzas concéntricas (tradición y modernización). Simula de ese modo la confirmación —porque no se somete a los riesgos implícitos de la experiencia— del a priori ideológico en que se apoya su disposición ética: que la única épica posible bajo el sol de la modernidad periférica es la que reivindica la contradicción y se asienta sobre pequeñas batallas de artificio que se dirimen en la táctica sintáctica de la paradoja y en el despreocupado vagabundeo estético. La ausencia absoluta de historia quema aun, por cansancio, la generosa lectura donde Héctor Libertella ligaba Las hernias (2004) a la radicalidad activa de “una narrativa que desarrolla los hilos de una historia concreta y puntual mientras sólo va practicando, línea a línea, el arte de la digresión”.

Tras esa hojita que cae, la utopía de la ciudad liberal y burguesa se mece como un conjuro sobre un subsuelo silenciado. Los de abajo no tienen voz ni tienen perspectiva. La letra se afirma como violencia fundacional. La propiedad del punto de vista nunca se pone en crisis. Tampoco la universalidad de su percepción. Como el dios aristotélico, el propietario ratifica su condición en una actividad contemplativa (pero dadora de entidad) y en un simulacro de naturalidad inerte desde la que confisca la perspectiva de la historia. Su propia imagen crece a fuerza de despojar de sentido la imagen de un mundo estetizado hasta lo empalagoso. El narrador tabarovskyano mira desde arriba y, en esa colocación, crea una ilusión de autoridad de la que es el primer y más altivo creyente. Es la voz del Amo. No duda ni de su propia consistencia ni de su arrogada autoridad para decretar la repartición de los territorios, los espacios textuales y las escenas simbólicas. Tampoco admite lugar para la vacilación. El relato se prolonga siempre gratuito y siempre a la distancia. El narrador balzaciano se consume en su propiedad desde un más allá de la escena. Dictamina, decreta y dispone a su antojo de las palabras y las cosas. Pero, como todo vouyeur, lo hace siempre negándole a lo que ve otro sentido que el de justificar su deseo. Otorga estatus estético y ontológico, pero en la sombra de una dádiva. A sus plantas el mundo languidece absurdo y envuelto en la bruma de una belleza vulgar.

Todo esto ocurre casi como telón de fondo de un diálogo cerrado o, mejor aún, del encomio entusiasmado de la tradición de la que Tabarovsky se sueña heredero y cuyo conocido panegírico es Literatura de izquierda (Beatriz Viterbo, 2004). La ciudad letrada se mitifica y se concibe como barrio cerrado. Desde su interior se impone una pedagogía del derecho natural y de la calificación selectiva que resuena en el firulete aireano que consiste en el recurso a la reverberación semántica de ciertas frases sobre el programa implícito de la ficción: “La novedad es siempre amnésica: la buena nueva de los libros del caminante, y el pasado que reaparece como memoria de paso, como experiencia sensible, como resto diurno”.

“La letra, con sangre entra” es el dictum clave del dispositivo liberal de conquista. “En la letra, la tradición habla” es el semblante opaco de su justificación. El texto de Tabarovsky, que se autofigura ajeno a toda pedagogía política y que se afana en neutralizar cualquier ribete ideológico, muestra sin miedos y sin culpa los signos ciertos de una ideología decadentista y antiburguesa que ya parecía difunta pero que aún convalece encarnada en ciertas propuestas estéticas de semblante señorial. La “guerra antiburguesa” es una reacción defensiva, retráctil de una clase que se reconoce perdida sin la propiedad de la tierra (la tradición) donde se naturalizan sus raíces y su derecho soberano a perseverar. La intuición de Flaubert se traduce alegóricamente en el vaticinio de una existencia bajo amenaza de extinción: “¿Ha visto usted a veces, al pasear por los altos acantilados, una plantita esbelta y rebelde que cuelga desde lo alto de una roca y esparce sus crines ondulantes sobre el abismo? El viento la sacude, tratando de arrancarla, y la plantita, a su vez, se estira y se asoma al vacío como si quisiera escaparse transportada por él. Sólo una raíz única e invisible permanece incrustada a la piedra, mientras la plantita parece dilatarse, irradiarse a los alrededores, intentando levantar vuelo. Pues bien, supongamos que llegue el día en que el viento más fuerte la arranque de cuajo, ¿qué sería de ella? El sol la resecaría sobre la arena, la lluvia la pudriría hasta desmenuzarla” (Carta a Louise Colet, del 29 de agosto de 1847).

Fiat ars, pereat mundus. Tras la estricta literalidad de Una belleza vulgar se afirma involuntaria la ironía de una fábula del desenlace: la superstición de que lo literario es un valor en sí. El lúcido reemplazo de la alegoría natural en la planta por la artificialidad de la bolsa en caída libre pone al lector ante la fatalidad en que agoniza la tradición del artificio. La literatura modernista, había escrito Borges, “es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Tabarovsky es un militante a destiempo. Se ilusiona con su propia imagen en el espejo que refracta los rostros de otro tiempo. Se descubre sospechando el día después del cortejo. A simple vista, la determinación franca y confesa de anacronismo puede pasar por un tipificado gesto de vanguardismo trasnochado. Pero en su entonación nostálgica, en su arrogancia excluyente y en su mistificación esteticista, aflora cabal el rigor mortis de lo que, allá lejos y hace tiempo, fue la cresta presumida de una ideología hegemónica.

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