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Terranova y la ironía narcisista

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Si Juan Terranova no se hubiera obstinado en escribir una fatigosa ristra de novelas que no siempre están a la altura de su propia exigencia crítica, libros como El ignorante (Tantalia/Creawl, 2004), Unos días en Córdoba (Nudista, 2011) y La masa y la lengua (Ediciones CEC, 2011) le habrían forjado una reputación que Los gauchos irónicos (Milena Caserola, 2013) vendría simplemente a refrendar. Dos razones habilitan la conjetura: en primer lugar, que, como aquellos, éste es también un ensayo montonero, intenso, polémico, de hipótesis fuertes y discutibles; y, en segundo lugar, que, visto en perspectiva, constituye también una suerte de novela generacional que toma su voz y su astucia del nervio mismo de lo contemporáneo.

La sintaxis eufónica, la alusión irónica y el tono sobrador de la crítica dan el signo de un discurso efectista que no se priva de ceder al desborde caprichoso y arbitrario. No hay error de paralaje. Al contrario: es la criba de una táctica picaresca, digitada con cierto grado de malicia y deliberación (“Soy Narciso, el del estanque: estancamiento y desastre”, diría la voz lamborghiniana). Con ella, el crítico se inscribe en la irónica gauchipolítica que presenta; pero, en el mismo ademán, se arroga también el derecho exclusivo a una colocación que la excede: pese a que el libro declara su expresa voluntad de pensar lo nuevo por la afirmativa, no es difícil reconocer —entre líneas— los trazos indelebles del arte de injuriar que caracteriza a las intervenciones críticas de Terranova (especialmente cuando se ensaña con las veleidades de César Aira, Martín Kohan o con las recurrentes mistificaciones del “conformismo progre”). No obstante ello, la lectura de este conjunto de textos pone además en evidencia una pulsión irónica que sutilmente cae sobre el presente mismo de la literatura que constituye su objeto. Redoblada, la ironía dispone así un umbral inquietante para la propia enunciación crítica: un espacio a la vez interior y exterior a esa hipotética apuesta generacional cargada de recelo e incredulidad.

Escritos para diversos soportes y contextos de enunciación, los ensayos confiesan abiertamente sus propias condiciones de producción, pero confirman también la tasa de su perspectiva metodológica. Terranova no es un modernista. No lee la diferencia novelesca ni propone una lectura irónica de la ficción. Al contrario: lee más bien en la tradición de la crítica temática: siguiendo la lógica del comentario, no la de la calificación formal. No evalúa estéticamente los textos; subraya el tipo de inflexión que realizan en su contexto. Son los temas del presente (no los autores, ni las texturas, ni las poéticas) los que determinan el trazado de las coordenadas en su mapa literario.

Los mojones de la cartografía elaborada por Terranova coinciden rigurosamente con la de las propias obsesiones del crítico. Ambas se ligan en una red irregular y voluble, donde —por oposición a la nostalgia modernista que lee el presente como degradación— la ironía parece venir a quebrar la mitificación del pasado en favor de un presente pleno, que no necesita apoyarse siquiera en la promesa de un porvenir. Terranova lee con seriedad pero sin solemnidad el costumbrismo político de Luciano Lamberti, el centón moderno sobre el que arroba el peronismo poético de Carlos Godoy, el flujo de violencia entrópica que se cifra tras lo perturbador en Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued (Anagrama, 2009), el anudamiento imposible —es decir: necesario— de los condicionamientos y el goce sobre el que se teje la perversa —es decir: la melancólica— ficción de Musulmanes de Mariano Dorr (Casa Nova, 2009), el desparpajo con que las ficciones de Pola Oloixarac y Félix Bruzzone resisten la intimidación con que el progresismo oficial blinda de épica sensiblera a los relatos de la historia argentina reciente, la insolencia posmodernista de las performances y la estética relacional de Pablo Katchadjian, o la economía monstruosa —carencia o exceso, error o tergiversación— que activa la elegante narrativa de Federico Falco.

Terranova articula su lectura en un cruce imaginario entre literatura y política, pero dejando siempre a la vista —prudencial, pérfidamente— los hilos de la costura para que se note lo determinante de su propia mediación. Asume que literatura y política son procedimientos de verdad diversos, formaciones heterogéneas de la invención en que se imprime un determinado estado de imaginación. Pero intuye que en la fricción de ese encuentro la ironía entra en juego no como síntoma, sino como una táctica de intervención (política) desencantada: es la modalización oblicua que la literatura produce para tratar con lo intratable de su pasado y para sobrevivir también a lo intratable de su propio presente.

Lo que se impone a través del libro es un catálogo turístico y comercial, un muestrario que señala en cada imagen la eventualidad de una foto. La perspectiva de la lectura se asimila por momentos a la personalidad del comprador compulsivo. Terranova entra a todos los negocios y de todos se lleva un valor distinto. No diagrama su paseo con espíritu acumulador o con pasión coleccionista; su recorrido tiene, más bien, el interés relativo de quien trata de explicar la eficacia de un hábito de consumo, con la curiosidad de quien recorre un bazar evaluando precio y utilidad. Por esa misma razón, el relato de Terranova no es el de un crítico. Aparece aún —al menos en estos textos reunidos— como un escritor que releva las razones del éxito en la literatura de los otros. En tal sentido, como parece sugerir el autor en sus páginas iniciales, Los gauchos irónicos quizá debería ser leído como un libro de pasaje, como un listado y como un ensayo de transición hacia lo que eventualmente sería la propia crítica. Pero la exigencia excede por lo general al deseo: para ser crítico no basta con empeñar declarativamente el propio destino a un género o a un orden de discursividad de segundo grado. Ser crítico consiste ante todo en hallar la manera de transformar el propio fracaso en el motor de una nueva máquina de acción productiva.

Sin embargo, hay aun una idea estimulante que transita de manera más bien subrepticia este pequeño tratado de gauchesca irónica que vale la pena enfatizar —en especial porque, aunque por momentos se pierde, de algún modo registra también una sugestiva vacilación antimodernista. Es la que juega con la conjetura de que el libro capital de la literatura argentina del siglo 21 será el Borges de Bioy Casares. La hipótesis —que no deja de inquietar a lectores como Ricardo Piglia, Alan Pauls y Beatriz Sarlo— supone que la literatura que viene trabajaría deliberadamente con y sobre los materiales que la mirada modernista —aun la del propio Borges y la del propio Bioy— desprecia en tanto literatura. Que Terranova no haga de esa carta polémica el núcleo de su provocación es también un signo de la difícil articulación entre lo visible y lo enunciable de la propia contemporaneidad. La propuesta del crítico ronda por momentos esa conjetura, pero no termina de profundizar en ella —de otro modo no se explicaría por qué incluir en este libro, donde los proyectos narrativos de Lamberti, de y de Carlos Busqued son bien leídos dentro de una experiencia antimoderna, una valoración elogiosa de los diluidos reflujos posmodernistas de Pablo Katchadjian y de la penosa imaginación política de Pola Oloixarac. Y es acaso la razón por la cual en sus lecturas la propia formulación irónica no consigue destetarse del todo de una imagen de desencanto y reacción esteticista, que por momentos recuerda al Tinianov que reflexionaba sobre el “sentido inmediato” de la parodia sin escalar las dimensiones de su organicidad.

Así como la ironía culpa a su objeto presentándolo como algo real que se sustrae al juicio, la crítica irónica toma a la literatura del presente como caja de resonancias sin llegar a comprometerla radicalmente en sus determinaciones y tampoco a liberarla al espejismo de una indeterminación absoluta. Si ella misma se acoge a ese oportuno semblante irónico y se aferra desesperadamente a su propio índice de afectación, es porque se sabe monstruosa y altiva, pero a la vez herida y tironeada por una demanda pueril que nunca será capaz de compensar. El oportunismo, el cinismo y el miedo se nutren de la ambivalencia del desencanto contemporáneo y configuran las coordenadas fundamentales de la ética narcisista. En el límite de su neurosis la crítica roza la esquizofrenia que cifra su modernidad: juega a ser a la vez natural y extraño a propio su tiempo. Esa sincronicidad trascendente puede parecer ingenua (y por momentos simpática), pero en lo sustancial constituye el talón de Aquiles del libro. A diferencia del clasicismo conservador en que encallan las perspectivas de Sarlo y Drucaroff, las lecturas de Terranova se articulan sobre un modernismo cínico y refinado que finalmente asume la estridencia del panegírico ahistórico. En la alta noche de un tematismo de la provocación irónica, la crítica explica y se confunde con la propia explicación. Ironiza con los ironistas y cristaliza las propias experiencias emergentes en un tradicionalismo regresivo y sin salida. El error cambia de signo: no es una continuación de la historia mitificada, es una mistificada abolición de la historia.

La crítica irónica de Terranova plasma, a cielo abierto, con fidelidad inconsciente y un poco temeraria, las contradicciones, los malentendidos y las pasiones neuróticas de su tiempo. Está escrita desde la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Sin embargo, en ese desgarramiento rencoroso no se entrega sumisa o pasivamente. Al contrario: porque comprende que la victoria de los otros es la medida exacta de su propia derrota, en el momento de elucidación crítica que sucede al propio fracaso, descubre que es la literatura la que desespera de la crítica, y no a la inversa. Es por ello que asume, ya sin hipocresías y sin pruritos de corrección política, el resto de perversión inconfesa implícito en la práctica de escribir las lecturas: que, como la literatura, la crítica no es un acto de expiación filantrópica, sino un ejercicio deliberado de narcisismo infame. La estrategia no es nueva. Veinte años antes de la publicación de Los gauchos irónicos, en un libro que sólo reúne lecturas de afinidad electiva, Héctor Libertella confesaba lo que se juega en la artimaña sutil y perversa de esa práctica cruzada que se instituye como un discurso proyectivo: “un juego interesado donde la lectura que se haga de los otros siempre hablará de mi práctica. Donde su lectura no es sino protección y afecto que busco, apenas, para mi letra. Donde uno cualquiera, sea en posición de escritor, crítico o científico de la literatura, siempre está leyendo en voz alta a los demás mientras secretamente escribe Yo”.

Todo ironista esconde tras de sí a un melancólico. Juan Terranova busca reinventar su inscripción en una generación que se desconoce soberanamente como tal. Sobreactúa su lugar de crítico y en función de ello se imagina a la vez fuera y dentro de la misma. No está mal quererse el crítico emergente de una generación sumergida. Lo erróneo es pretender serlo por descarte. Pero no porque la crítica deba ser un espacio puro y libre de vagabundos o de parias. Más bien porque, si lo más real de cada uno es el deseo, reconocerlo necesario y a la vez inaccesible es la única manera de ser fiel a uno mismo. Cuando el deseo —a la vez redentor y destructivo— es un deseo de pertenencia, no puede alcanzarse más que como fidelidad al propio fracaso. Lo real del deseo no puede estar supeditado al bien, a la utilidad, al virtuosismo o al éxito. No se corresponde con otro estigma moral que el de la insistencia. El deseo es lo incontenible por naturaleza.

Hacer convivir la distancia implicada en la experiencia crítica con el deseo de pertenencia es en efecto caminar por un umbral de vacilación esquizoide. La marginalidad del crítico es la que determina su aislamiento. “La solitudine, ay, prevalece; la selva de cemento siempre ha sido despiadada”, solía ironizar Viñas. La soledad del crítico no es un estado (a explotar patéticamente); es el precio a pagar por la contingencia de verdad que compromete a sus propios enunciados. El crítico está todo el tiempo en lucha con su propio fantasma: mientras se obstina en hallar maneras de responder por sus lecturas, sus lecturas no dejan de extrañarlo y de responder todo el tiempo por él como desconociéndolo. Pero es esa condición ingrata la que constituye también, como sugiere Eagleton reseñando a Empson, al mismo tiempo, la fuente de su ceguera y el manantial de su lucidez. Las relaciones que el crítico establece con los textos y con los otros están necesariamente cargadas de una tensión radical y contradictoria. La ironía es —lo sabemos por Wayne Booth— una forma de lidiar con eso. Pero la escritura crítica sólo comienza al reconocer su propia inscripción solitaria, es decir, al hacer pie en ese erial que hace de estribo hacia su propio altar. En ese tironeo ambiguo con su propia generación, el crítico se asume como una suerte de rufián melancólico: un narcisista impenitente y rencoroso, comprometido en el ritual insensato de un duelo sin objeto.

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