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Almada y el fin de la historia
ОглавлениеQue en tristes tiempos de penuria imaginativa y fruición bienpensante una propuesta de realismo discreto y “literatura de provincia” pase —a los ojos de una crítica de nostalgia modernista— a ser celebrada como “alta” literatura, no es motivo de sorpresa. Pero que, en una escena que se asfixia entre un vanguardismo trasnochado y una pringosa pedagogía costumbrista de compulsión “progre”, una literatura opte deliberadamente por enrolarse —contra toda estrategia oportunista— en lo que Carlos Godoy bien ha caracterizado como “realismo de derecha”, es algo que merece ser destacado. Las novelas de Selva Almada hacen pie en ese risco de honestidad para definir su legítima inscripción en el campo literario contemporáneo. Se trata, vale aclararlo, de una inscripción calculada pero estrictamente restringida al fuero de las intervenciones estéticas; porque en el plano de su definición política cultural —tal y como lo prueba su oportuna incursión en el non-fiction (Chicas muertas, Random House, 2014)— la colocación de Almada alimenta un compacto semblante de consistencia humanista y corrección política. La contradicción es sólo aparente: como bien puso en claro Sartre en El idiota de la familia, no son pocos los autores que se ciñen sobre esa paradoja de la vida burguesa donde lo vivido se desarrolla de manera paralela y contradictoria a los contenidos ideológicos que ponen en escena sus propias obras.
En El viento que arrasa —aparecida a fines del 2012 bajo el sello editorial Mardulce y rápidamente preñada de elogios— Almada teje una ficción sobria y con objetivos claros. La prosa es limpia, concreta, de una economía franciscana y una legibilidad extrema. No busca complicar al lector sino ayudarlo a entrar blandamente en una trama ralentizada, que se estira y languidece como promesa olvidada. Al contrario: se afirma sobre una técnica de precisión rigurosa, cuyo fin no es otro que el de naturalizar (invisibilizándolo) el régimen del relato y acreditar la centralidad de la historia relatada. La aridez de un escenario inhóspito y hostil (recorte que, al mismo tiempo, sutilmente, aísla y magnifica la escena), la reducción de los personajes al comienzo elemental de cualquier lenguaje (dos pares mínimos), el breve lapso temporal de la trama, llevan a pensar tanto en William Faulkner como en Carson McCullers. Pero el imaginario y el signo de la fábula, el estilo lacónico y diáfano, e incluso el efectismo de algunos de sus remates narrativos, no dejan de remitir más bien a Flannery O’Connor y a François Mauriac.
Sin embargo, y frente a lo que suele ocurrir —por ejemplo— en Los violentos lo arrebatan (1960) de la autora norteamericana, en El viento que arrasa la violencia no aparece nunca como esa pulsión primitiva y brutal donde anida siempre la sombra de una rebelión. Muy por el contrario: es una fuerza sometida, dócil, domesticada. Esa sumisión crónica que también puede leerse en la áspera fábula de Intemec (Los-proyectos, 2012) frustra —siempre por defecto— las propias expectativas de la tensión dramática que se simula en la trama: en una literatura donde la ficción es subsumida a la fábula, donde la historia queda atrapada entre el mandato social y el designio divino, no hay lugar para el acontecimiento. Los personajes de Almada se hunden mansamente en la impotencia de ser (Pearson y Bauer) o en la obediencia a una existencia por delegación (Tapioca y Leni): no llegan a concretar su porvenir más que como un mandato que los trasciende. El destino —ese viento que realmente arrasa— se naturaliza y afirma la imagen de un mundo donde las vidas coagulan en la aceptación de la condena y se ahogan en la impotencia y la resignación: las fuerzas que los arrasan siempre exceden sus propias fuerzas y los obligan a renunciar al derecho de hacer su propia historia.
No hay margen de inocencia: la propia escritura de Almada corporiza conforme y coherente ese imaginario fatalista. Su adopción de una tercera persona ceñida a una prosa de ascetismo riguroso, de pulso macilento y monótono, para la peregrinación de la linealidad resignada del relato —tímidamente interrumpida por algún recuerdo o algún sermón de ternura voluntarista—, obligan a pensar en cierta empatía con la fábula. No hay en ella lugar para el deseo, el desborde o la transgresión. Hay, en cambio, un empleo limpio y eficaz de una lengua que se esfuerza por hacer legible la fábula. El relato arrastra los destinos como el sermón de Pearson la atención de los creyentes. Y el imaginario que la fábula plantea se ratifica en la caricaturizada escena de la pelea de Pearson y Bauer tras el furioso temporal: no se pelea para ganar sino para justificar la derrota, para sostener un personaje ante el que se deja convencer (Tapioca) y ante la que —sin estar convencida— lo mismo se deja llevar (Leni). Lo que arrasa la historia es en efecto una fuerza que los trasciende y por la cual el destino se les impone fatalmente, como naturaleza.
En Ladrilleros (Mardulce, 2013) Almada ratifica hábilmente la senda. El estilo clásico se articula en una sintaxis que repite los rasgos elogiados en su opera prima. Tomando riesgos que su ficción sortea con felicidad despareja (especialmente, como ha sugerido Patricio Pron, en lo que se refiere a la construcción verosímil de las voces de sus rústicos personajes), “vuelve a poner en escena su mundo propio”, pero esta vez invirtiendo el punto de vista. La novela está enteramente atravesada por la violencia; aunque esa violencia es la de una rebelión inútil que se manca en el sin sentido: o es una violencia injustificada y caprichosa (un tajo en la garganta luego de dos balazos letales), o es una violencia injustificable, un vicio de carácter que se trae en la sangre y se hereda como el oficio y los enemigos (lo que se evoca es una continuidad entre una naturaleza y un destino). La historia está determinada y la predestinación naturalizada. Como el paisaje rústico en que se inscribe el relato, los personajes son lo que son (“de tal palo tal astilla”) y nada consigue cambiarlos. La violencia social se poetiza bajo el halo sacralizante de la esencia. La coartada idealista se articula patéticamente en el tono entre elegíaco y evocativo que el delirio impone a los monólogos de los que agonizan, pero también en la pasividad con que los personajes cuajan en su propia alienación. Tanto Miranda y Tamai como Pajarito y Marciano están condenados de antemano. Cual cuchilleros de Borges, se justifican sólo en la rivalidad (es decir: “en el persistente odio del otro”). Lo demás adquiere en consecuencia ribetes accesorios: el amor, el sexo, el trabajo, la amistad y el juego no hacen mella en la destinación. Están ahí para definir la densidad de la herencia y la trascendencia del duelo. El enfrentamiento no es una lucha por el reconocimiento. No traza solución dialéctica. Es un rito sacrificial en que cada uno es víctima y victimario, sujeto y objeto de la expiación. Por eso, finalmente la antinomia se balancea indemne, a lo largo de toda la novela, como sanción de lo irreversible.
Ladrillos y vestidos de novia afirman, en última instancia, la misma determinación vital. La épica del duelo honesto y transparente (no hay nunca entre los antagonistas traiciones, bajezas o artimañas espurias) se replica geológicamente en el sacrificio y la abnegación de las mujeres (francas, fieles, tolerantes, compasivas) en pos del sostén y la perduración de la vida familiar. Es una ficción calculada: la violencia está siempre concentrada al interior de la propia clase y justificada como defensa de la familia. Es un flujo destructivo e incesante que se hereda y se ejerce, rencoroso, como resaca de un destino naturalizado de desamparo, impotencia y resignación. El crimen es un crimen perfecto: se cierra y se superpone con el ajusticiamiento.
En efecto, la novela presenta una historia de conjuro y violencia sin redención, que desde un presente absoluto exorciza toda posibilidad de transformación real e implícitamente busca ejemplificar la gravitación irrevocable de un telos ahistórico de la propia historia. En función de eso, la narración se cierra donde se abre (en el ruido blanco que pliega el juego y el sacrificio) y se erige, lúcida e impecable, en la lógica del testigo. Es creer o reventar. El régimen del relato se sobreimprime así en la circularidad de la parábola y confirma su implacable consistencia ideológica: el “fin de la historia” se estructura siempre como evangelio y se disfraza oportunamente de “buena nueva”.