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Capítulo 5

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Andrea empezó a ponerse nerviosa. La euforia de la gente reunida en la recepción-bar del hotel no la compartía, pues a ella seguro que no le había tocado ni el más miserable reintegro, quizá porque no se le había ocurrido jugar a la lotería. Para eso estaba Mercedes, su madre, que era asidua de la Bonoloto, el cupón de la ONCE y el sorteo de la Cruz Roja, además, por supuesto, de la lotería de Navidad y del Niño. Jugaba a todo y alguna vez cazaba un pellizco, pero tampoco era reseñable, pues se solía gastar mucho más de lo que recogía.

Pensar en Mercedes la puso en alerta, se le había olvidado llamarla cuando llegó a Grimiel. Tenía tanta prisa por solucionar el tema que la había llevado a ese pueblo castellano que se le pasó darle un toque para que no estuviera preocupada.

Porque esa era otra de las especialidades de Mercedes: preocuparse.

Salió a la plaza, dispuesta a completar ese trámite.

—Mamá —dijo, en cuanto ella descolgó el teléfono.

—Hola, cariño, ¿todo bien?

—Sí, llegué hace un rato.

—¿Es bonito el pueblo? —le preguntó.

Andrea hizo un recorrido visual por la plaza. Estaba rodeada de soportales, decenas de columnas separaban la acera protegida de los elementos de la calle que partía el espacio en dos. El árbol decorado le daba un toque navideño que se acentuaba más con las luces que supuso que se encenderían de noche y con la tremenda nevada que estaba cayendo. En los minutos que permaneció dentro del hotel, un manto blanco se había hecho dueño de todas las superficies y el color blanquecino del cielo, mezclado con el blanco de los copos, le otorgaba una luminosidad inusitada a aquel pueblecito en medio de Castilla.

—Sí, es un pueblo típico, bonito en su… ruralidad, pero no he venido a hacer turismo.

—¿Qué tal el tiempo?

Estaba tardando en hacerle la pregunta que saciase sus inquietudes meteorológicas.

—Pues nada más llegar se ha puesto a nevar con huevos…

—¡Niña, esa boca! Ya te lo decía yo, que en La 1 siempre aciertan. ¿Ves cómo tenías que hacerme caso y llevarte maleta? No deberías volver con ese tiempo, se va a poner peor en las próximas horas y tú no conduces muy bien.

Suspiró, no hacía falta que se lo contase porque lo estaba viendo y sentía el frío que se le estaba metiendo hasta los huesos, pero no quería contarle que no pensaba quedarse en Grimiel a pasar la noche. Tenía que volver a Madrid como fuera. Ella sabía mejor que nadie que lo de conducir no era su fuerte, precisamente ese día no necesitaba que se lo recordasen, pero tenía sus planes. Debía reunir toda la confianza que pudiera para salir de allí y llevarlos a cabo.

—¿En Madrid está nevando? —le preguntó a Mercedes.

—No, aquí todavía no.

Eso le daba cierto margen, tal vez cuando encarase hacia el sur la tormenta de nieve se quedase atrás. Estaba dispuesta a irse sin comer si hacía falta para llegar antes que la nevada.

—Oye, mamá, te dejo, tengo que llamar a Gerardo.

—¿Ya has hablado con esa señora del cuadro?

—Sí, he hablado con ella.

—¿Y qué te ha dicho?

—Mamá, hasta luego.

No quiso decirle que no había conseguido nada, seguro que su madre encontraría una manera de prolongar la conversación y se le estaban congelando las manos, los pies y hasta la punta de la nariz. ¿Por qué no se había llevado un abrigo más gordito?

Revisó la agenda del teléfono para buscar el número de su jefe y lo seleccionó. Tras cuatro tonos, Gerardo contestó:

—¡Buenos días, Andrea! —dijo, eufórico.

—Hola, Gerardo.

—¿Cómo han ido las negociaciones?

Se quedó callada unos instantes. Llamar negociaciones a haber hablado con una anciana borracha le parecía maquillar la realidad un tanto.

—La señora Angustias no quiere ni oír hablar de vender el cuadro.

—¿Cómo que no quiere venderlo? ¡Pero si ayer…!

—Lo que estás oyendo. Me ha dicho, literal, que es una «lastimica» haberme hecho venir desde tan lejos para nada.

Gerardo gruñó al otro lado de la línea.

—¿Así? ¿Sin más? ¿No puedes convencerla?

—Bueno, es que ha pasado algo con lo que no contábamos —empezó a decir Andrea.

—¿Se ha muerto alguien?

Ahí, Gerardo el optimista, poniéndose en el peor de los escenarios. Si es que ese hombre no tenía remedio.

—No se ha muerto nadie, les ha tocado la lotería de Navidad.

En la línea se hizo un silencio que al poco interrumpió el galerista:

—¿A quién le ha tocado la lotería?

—Pues, si no me he enterado mal, a todo el pueblo. No creo que sea mucha gente la que vive aquí, esto es pequeñito, pero había un jaleo tremendo en el bar del hotel y todo el mundo estaba como loco porque se han convertido en millonarios de golpe.

—¿Angustias también? —preguntó él.

—No sé lo que le habrá tocado a ella, pero sí, Angustias también tenía lotería, y una borrachera considerable cuando, con una sola frase, me ha mandado a freír monas.

—Tienes que conseguir el cuadro. Es muy importante.

—Pues vienes tú, no creo que a esta mujer hoy sea fácil convencerla. Me voy a volver. Está nevando y como no salga de aquí ya, no podré regresar a Madrid.

—¡No, no, no! ¡Tienes que conseguirlo! Anoche estuve haciendo unas llamadas a un amigo que es conservador y le enseñé las fotos del cuadro que me hizo llegar mi madre por correo electrónico. Cree que hay muchas posibilidades de que sea auténtico. Verifícalo antes de venir.

Andrea resopló y una nube de vapor de agua se formó delante de su rostro, que en ese momento empezaba a crisparse.

—Por favor —insistió Gerardo, rebajando el tono de sus exigencias.

—Te digo que no me va a dejar ni entrar en su casa —gruñó Andrea—, está celebrándolo con los vecinos. De hecho, están tan eufóricos que estoy cubierta de cava.

Su jefe se echó a reír.

—Oye, no me hace gracia, estoy en la calle, hace un frío del copón y encima estoy calada. Esta gente tiene fiesta para rato y yo quiero irme ya. ¿No podemos dejarlo para después de Navidad, para cuando todo esto se relaje?

—No, no podemos, al hablar con este amigo supe que la galería Keitar está al tanto de ese cuadro, tiene que ser nuestro. Si de verdad es un Murillo, esto sería un respaldo tremendo para nosotros. Vuelve y convéncela de que somos su mejor opción.

No dejó que replicase, le colgó y Andrea miró el teléfono un tanto furiosa. ¡A su mujer no le colgaba el teléfono con tanta soltura, el muy idiota! Después miró el cielo y, ante un escalofrío que sacudió su cuerpo, decidió entrar de nuevo en el hotel.

Antes de abrir la puerta dio otro resbalón y consideró sus opciones. Por muchas ganas que tuviera de marcharse, no estaba ducha para conducir en aquellas terribles condiciones climatológicas, así que fue a su coche, sacó la maleta de él y volvió al bar.

Gerardo iba a tener que añadir una factura de hotel a aquella excursión invernal a la que la había empujado.

Por el rabillo del ojo le pareció ver que una unidad móvil de televisión aparcaba al otro lado de la plaza.

Al abrir la puerta del establecimiento, la fiesta continuaba. No parecía que nadie tuviera prisa ese día por marcharse a casa, menos cuando el restaurante del hotel había preparado unos pinchos con los que acompañar al alcohol. Los vecinos de Grimiel hablaban a voz en cuello y nadie pareció darse cuenta de que ella había vuelto cargada con la maleta. No sabía a quién tenía que preguntar para registrarse y que le dieran una habitación. Si se iba a quedar, urgía darse una ducha y quitarse de encima las ropas mojadas y el olor a bodega.

—Creía que te habías ido —le dijo Fernando, apareciendo de pronto a su espalda.

—Tenía que hacer unas llamadas.

—Te he visto hablando con Angustias, pero veo que no has solucionado con ella el tema que te ha traído hasta aquí —le dijo, señalando la maleta.

—En ello estoy —mintió—, pero primero necesito una habitación para cambiarme, me habéis puesto perdida con el cava.

Fernando agarró uno de los mechones de su pelo y lo tocó, mirándola con ojos brillantes. Andrea no pudo decidir si esa mirada la provocaba ella, si tenía algo que ver con el beso que le había dado minutos antes o era que había bebido y empezaba a notarse en él el efecto del alcohol. En cualquier caso, al sentir los ojos azules de él sobre los suyos, al recordar las emociones que le había producido aquella reacción espontánea de Fer, comenzó a temblar. Tanto que él se dio cuenta.

—Supongo que te has quedado fría ahí afuera.

—Supones muy bien —contestó, con voz trémula. Ese chico provocaba en ella sensaciones que llevaban demasiado tiempo dormidas.

—Espera.

Giró la cabeza, buscando a alguien entre el gentío, y dio una voz.

—¡Marcos!

El interpelado apareció de nuevo, Andrea lo recordaba de haberlo visto hacía un rato.

—Marcos, la señorita necesita una habitación.

—¡Bienvenida! Y perdone que antes no le haya hecho caso, es que con el jaleo que hay, y como ha entrado con él, pensaba que solo había venido a celebrar lo de la lotería, no he visto la maleta. Soy el dueño del hotel. Venga por aquí.

La condujo al mostrador de recepción y, después de rodearlo, apretó el botón de la pantalla del ordenador. Se quedó mirándola con atención, acercándose y alejándose de ella, como si no fuera capaz de enfocar. Después de varios intentos, la miró con una sonrisa idiota, se dio la vuelta, cogió una llave prendida a un llavero de madera con el número de habitación y se la dio.

—Ya haremos el registro más tarde, no tengo que preocuparme porque esté ocupada la habitación que le voy a dar, es nuestra única clienta hoy. Luego me dirá la que le he dado y rellenaremos los datos.

Y se fue, dejándola desconcertada en medio del gentío. Supuso que la despreocupación de aquel hombre se debía a la euforia del premio y a la fiesta que se habían marcado los vecinos, que en ese momento pasaba por escuchar cantar a uno de ellos, que lo hacía bastante mal, pero al que todos jaleaban como si fuera el mejor cantante del mundo.

—Si quieres, te acompaño arriba y te llevo la maleta —le dijo Fer, adivinando su inquietud.

Marcos, prisionero de lo extraordinario del día, se había olvidado de decirle cómo se iba a las habitaciones y dónde estaba la suya.

—No, no, puedo yo sola —contestó ella.

Intentó adivinar el camino que tenía que tomar, pero había tanta gente que lo único que consiguió fue encaminarse a los baños del bar. Fernando la tomó por el brazo con suavidad y la recondujo hacia las escaleras. Cogió el llavero, sin que ella lo soltase, y lo giró para ver el número de habitación.

—Sube por esta escalera hasta la segunda planta y después gira a la derecha. La encontrarás con facilidad, hay pocas.

—¿No puedo usar el ascensor? —preguntó ella, señalándolo.

—Me temo que no está operativo. Vamos, sería un milagro que funcionase. La oferta sigue en pie, si quieres te acompaño —insistió él.

—Gracias por la amabilidad, puedo yo sola —se obligó a decir, mientras su cerebro se empeñaba en rememorar el cosquilleo que había atravesado su columna cuando la besó y su instinto traidor le gritaba que quería volver a probarlo.

—Como quieras. Encantado de haberte conocido.

Se despidió con un guiño que alentó todas las emociones que Andrea estaba tratando de doblegar. De ninguna manera se iba a dejar vencer por ellas. Para esquivarlas con más fuerza, se dio la vuelta y encaró las escaleras. Descubrió enseguida que sí le hubiera gustado que la acompañase, y no solo porque el hotel estaba construido en un antiguo edificio y las escaleras eran tan empinadas que, varias veces, estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse hacia atrás. Por alguna razón, le apetecía prolongar el tiempo con aquel chico tan atractivo.

La maleta, a medida que descontaba escalones, le iba resultando más fastidiosa. ¿Pero qué había metido? ¿Piedras? Recordó que se había llevado su viejo portátil, que pesaba como una mala enfermedad, y un libro, por si se daba el caso de que tuviera que quedarse, además de útiles de aseo y ropa.

Llegó a la habitación jadeante.

Abrió la puerta y observó el espacio; era preciosa. Estaba decorada con gusto, con muebles rústicos muy elegantes y en el baño, amplio y luminoso, había un jacuzzi. Su idea de darse una ducha se tambaleó al pensar que podía cambiarla por un relajante baño de espuma, digno del mejor spa. Eso le hizo acordarse de que tenía que hacer otra llamada: tenía que anular la cita con Alicia y Clara. Si esa tarde tampoco podían hacer las compras programadas, la idea de ir el 23 a un balneario urbano iban a tener que dejarla para otro momento.

—¡Vaya! Videollamada a tres, seguro que nos quieres contar algo jugoso —dijo Clara, que fue la primera que descolgó. Al momento se unió Alicia.

—¡Hola, darling! ¿Qué tal por el medio rural? —dijo.

—A ver por dónde empiezo…

—Empieza por los pelos que llevas. ¿Te has pegado con un oso?

Mientras Andrea encontraba la manera de contarles la mañana que llevaba, Alicia desapareció del plano.

—¡Ali!

—¡Estoy, seguid hablando, que me estoy poniendo cómoda! Esta mierda de tacones me está dejando los pies molidos. Para salir esta tarde de compras pienso ponerme zapatillas deportivas.

—No puedo acompañaros hoy —dijo Andrea, entrando de lleno en el asunto que la había conducido a llamarlas.

Alicia metió la cabeza en el plano, de repente, procedente de un lugar hacia la derecha.

—¿Cómo que no vas a venir? ¿Y para cuándo vas a dejar las compras?

—Ali, lo siento, es que todo se ha complicado.

—¿No decías que era ir y volver? —preguntó Clara.

—Eso creía yo, pero no.

—Cuenta, cuenta —dijo Alicia, sentándose por fin delante del teléfono.

—¿Qué llevas puesto? —le preguntó Andrea, fijándose en los dibujitos de Frozen que llevaba la camiseta de su amiga.

—¿A que es adorable? Es que siempre quise un pijama de Frozen y nadie me lo regaló porque «soy muy mayor para estas tonterías» —dijo, imitando con burla una frase de su madre—, así que me lo he comprado yo solita. Me lo pongo en cuanto llego a casa. Y también tengo zapatillas.

Subió el pie para mostrar unas abrigadas botas de pelo blanco con motivos de la película.

—Ali, deja que Andrea nos cuente qué le pasa.

—¡Vale, vale! Si es que ella ha preguntado…

—No discutáis. Lo que ha pasado es que la señora con la que tenía que hablar del cuadro ha cambiado de idea sobre venderlo.

—Bueno, pues ya está —dijo Clara, que era la más práctica—, ha cambiado de idea, tú se lo has preguntado. Coges y te vienes. Y que le den al idiota de tu jefe.

—¿Y a esa mujer qué flus le ha dado para cambiar de idea de ayer a hoy? —preguntó Alicia.

—Pues, el mismo que a toda la gente del pueblo en el que estoy. En realidad, le ha tocado la lotería de Navidad. Por eso voy regada de cava.

—¡Joder!

La imprecación salió de la boca de Clara y Alicia a la vez, que se pusieron a especular con lo que harían ellas si les tocase la lotería de Navidad, planes muy locos que en ningún momento pasaban por quedarse a celebrar aquellos días con sus familias.

—Bueno, vale, le ha tocado la lotería y no quiere vender. Perfecto —dijo Clara—, pero tú qué vas a hacer si ha cambiado de idea, sino regresar. Deberías estar en camino, de hecho, vamos a volver tardísimo de las compras si no sales de allí ahora mismo.

—Es que esa es otra, Gerardo estaba muy cabreado cuando se lo he contado. Si no la convenzo, igual se le pasa por la cabeza despedirme del trabajo.

—¿Y solo porque ese idiota te haya gritado, que por otro lado lo hace siempre, te vas a quedar allí, arruinando nuestros planes?

Andrea se quedó un momento en silencio. En ese instante se arrepintió de haber optado por la videollamada. No era lo mismo decirles algo solo a través de la voz o de un audio que la posibilidad de que mirasen a sus ojos y descubrieran que había algo más que había hecho que cambiase de opinión.

No eran Gerardo y sus exigencias.

Ni siquiera estaba segura de que la nevada estuviera siendo nada más que una excusa, pero no sabía si estaba preparada para confesarse a sí misma una verdad inesperada. Como para decírselo a ese par de cotorras. Una sed que no era consciente de que sintiera había despertado hacía un rato, al encontrarse con unos labios que parecían hechos para acallarla en su boca.

—Me voy a quedar hasta mañana —dijo, procurando sonar casual y evadiendo por un momento sus propios pensamientos—. Iremos de compras sin falta por la tarde, lo prometo. Lo único es que… deberíais ir anulando lo del spa, no creo que nos dé tiempo…

Otra vez las dos amigas empezaron a hablar a la vez, logrando que Andrea no se enterase de nada de lo que le estaban contando. Solo cuando se calmaron un poco decidió contarles lo que le sucedía de verdad.

Al fin y al cabo, eran sus amigas.

Al fin y al cabo, a alguien se lo tenía que contar si no quería explotar.

—A ver, tengo que contaros algo, pero me tenéis que prometer que no gritaréis.

—Qué tonterías dices, nosotras no gritamos nunca —dijo Alicia.

—Bueno —apostilló Clara—, que te pongan una araña delante, verás como gritas, Ali. ¿Hay arañas o ratones en la habitación en la que estás, Andrea? Mira que en los pueblos perdidos no creo que los hoteles sean de mucho lujo. Te puedes encontrar cualquier animal salvaje…

Andrea puso los ojos en blanco, estaba en un pueblo castellano, no en medio de la selva.

—¡Al contrario! Este sitio es espectacular. Es que… —No sabía por dónde empezar—. Es que hace un rato, en la recepción del hotel…

—¡Quieres arrancar, que nos tienes en ascuas! —dijo Clara.

—Venga, va. Pues que en medio de la euforia de esta gente, que estaba como loca celebrando lo de la lotería, uno del pueblo me ha besado.

Las dos se quedaron unos segundos en silencio.

—Pues hija, normal, estaría contento y te habrá confundido con alguien —dijo, al fin, Alicia—. Y si encima dices que lo están celebrando con cava, igual iba un poco perjudicadillo…

Andrea se quedó callada y Clara, que parecía un poco más despierta que Alicia, abrió la boca antes de preguntar:

—¿Te ha besado, besado? —preguntó.

—Sí —dijo Andrea, al tiempo que afirmaba con la cabeza.

—¡¿Con lengua y todo?!

—Sí —volvió a contestar; parecía que el beso la había dejado monosilábica.

—¡Ostras! ¿Y cómo era? —preguntó Alicia—. Me refiero a si estaba bueno o era un tipo de esos que te entran ganas de salir corriendo y no parar hasta Siberia.

—Parecía un hijo perdido de Odín —respondió Andrea, sin pensarlo mucho.

—¿De quién? —preguntó Ali, que no parecía muy puesta en mitología nórdica.

—Mira que eres imbécil —dijo Clara—. ¿Me estás diciendo que está buenísimo? ¡Hala, tía, qué suerte! ¡Mándame la ubicación que me voy para allá ahora mismo!

Andrea se echó a reír a carcajadas y acto seguido intentó quitarle hierro al asunto diciéndoles que no había tenido importancia. Iba a llevar razón Alicia, seguro que era porque estaba contento y hasta podía haberla confundido con alguien.

Colgó tras despedirse de ellas, buscando no prolongar más la conversación y que se le escapase algo que no quisiera. No había dicho toda la verdad a sus amigas.

No, Fernando no estaba borracho, al menos no lo estaba de alcohol, no le había dado tiempo a que le afectase lo más mínimo el cava que tomó. Ni a ella ese beso la había dejado tan indiferente como pretendía mostrar.

Solo les había contado lo que no comprometía a su corazón.

Con suerte… en Navidad

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