Читать книгу Con suerte… en Navidad - Mayte Esteban - Страница 7

Capítulo 2

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Nada más volver al almacén de la galería, Andrea sacó del bolsillo el móvil y llamó a una de sus amigas, Alicia. Se hacía urgente anular su cita de esa tarde, pues estaba segura de que le sería imposible llegar a tiempo. Si la esperaban, acabarían haciendo las compras navideñas a la carrera. Podía terminar comprando en el último momento una pandereta en uno de los puestos de la Plaza Mayor, y no se le ocurría peor regalo de Navidad.

En cuanto escuchó su voz, le contó las razones por las que anulaba sus planes.

—No te preocupes, iremos mañana —le dijo Alicia.

—Mañana tengo que salir fuera por trabajo, tampoco sé si llegaré a tiempo. Tengo que ir a un pueblo que está a tres horas de Madrid.

—Madruga y volverás a tiempo. No está tan lejos.

—Define lejos.

—Vamos, ¡has dicho que solo son tres horas!

—Tres de ida y tres de vuelta, y a bordo del Glacier Express[2]. Igual las tres se hacen siete si me despisto.

Alicia se echó a reír cuando Andrea comparó su coche con el lentísimo tren turístico que atravesaba los Alpes suizos.

—Será mejor que llames a Clara y vayáis sin mí, se nos está echando encima el tiempo —sugirió.

—¿Estás loca? Ir de compras sin ti no sería ni la mitad de divertido —dijo Alicia.

Andrea dudó un instante sobre si seguir poniendo excusas o confiar en que el Universo se sincronizase con ella y todo le saliera bien. Procuró llenar su mente con pensamientos positivos de agenda adolescente: no se iba a romper el coche, la señora del cuadro la atendería con amabilidad y en un momento estaría de vuelta. No habría atascos al entrar en Madrid. Gerardo no le encargaría más cuestiones de última hora. Su cerebro interpretó un Om perfecto que destruiría todos los obstáculos a su paso y llenaría de serenidad su mundo. No estaba muy segura de estarse inventando una filosofía sin base alguna, pero la dio por buena, porque necesitaba poner un poco de optimismo en sus pensamientos.

—Está bien —dijo—, entonces quedamos mañana, ¿llamas tú a Clara para decírselo?

—No te preocupes, lo haré.

—¡Gracias! Sois las mejores.

—Anda, termina el trabajo y no te entretengas mañana, te esperamos —le dijo Alicia antes de colgar.

A Andrea le llevó todavía una hora terminar de organizarlo todo para la exposición. La interrupción de Gerardo le había roto el ritmo y, además, en el último momento se le ocurrió una manera más efectiva de presentar los cuadros que le obligó a replantearse su primera idea. Estaban en Navidad, así que no vendría mal que algo de ese espíritu navideño se colase en la sala. Debía ser sutil, no interrumpir la atención que deberían acaparar los lienzos, pero a la vez dotar al ambiente de la calidez de las fechas. En opinión de Andrea, las salas de exposición de las galerías estaban tan pensadas para ser solo un marco anodino, que a veces eran muy frías. Y no era necesaria esa frialdad. No cuando, además, las obras no eran gran cosa. Tenían que esforzarse porque los clientes encontrasen atractivo el conjunto.

Ella misma sentía frío en algunos museos.

Cuando entraba en el Reina Sofía se sentía desubicada, como si en lugar de estar en un templo del arte estuviera paseando por un lugar tan aséptico como el antiguo hospital que albergaron las paredes del edificio en el pasado. Sin embargo, al atravesar la puerta del Museo del Prado, esa sensación se desvanecía. El edificio era enorme, pero a la vez era impresionante en sí mismo y acogedor para cualquier amante del arte. No se lo imaginaba con árboles navideños ni decoración festiva, no le hacía ninguna falta para despertar por sí mismo el síndrome de Stendhal[3] en sus visitantes. Pero la galería no era un museo centenario, sino una simple sala de exposiciones a la que no le venía mal aportarle un extra de magia. Moviendo el bolígrafo sobre el papel, como si se tratase de una varita, dibujó la idea y anotó las instrucciones para que los operarios que contratasen lo dejasen todo en el lugar perfecto.

Cuando acabó, contenta por haber logrado plasmar lo que tenía en mente, regresó a su casa en Cuatro Caminos, que estaba a apenas quince minutos de la galería tomando el metro. Nada más abrir la puerta, salió a recibirla Satis, la gata de su madre, que se enroscó entre sus piernas como cada día.

—¡Hola, preciosa! ¿Cómo está mi niña?

Dejó su bolso y el abrigo en el perchero de la entrada y cogió en sus brazos a la dócil gata, que restregó su rostro contra el de Andrea en un saludo que ambas llevaban ensayando desde hacía cinco años. Les salía perfecto.

Lo que no había logrado Andrea era que Satis no la pusiera perdida de pelos.

—Hoy esta preciosa gata me tiene contenta —dijo su madre, que salía en ese momento de la cocina.

—¿Qué ha hecho?

—Subirse en el mueble del salón y ha tirado la escultura que me regaló la tía Marina.

—Y la ha roto, ¿no? —preguntó, mirando a la gata a los ojos, como si la gata fuera capaz de contestar a su pregunta.

—No, si te parece… —dijo su madre, que parecía de verdad enfadada con el animalito.

—¡Mamá, era espantosa!

—Me la regaló mi tía —replicó Mercedes, con los ojos llorosos.

—¡Era horrible, mamá! Y, al fin y al cabo, no es como si fuera un jarrón y dentro estuvieran las cenizas de la tía Marina.

Andrea se arrepintió al instante de decirle eso a su madre, siempre que le mencionaba a la tía Marina se echaba a llorar desconsolada. Había sido su madrina, una mujer solterona y malhumorada que no trataba bien a nadie, incluida a la propia Andrea, pero que por lo que fuera tenía a Mercedes el cariño que se reserva para los hijos y la había tratado con todo ese amor que no daba a los demás.

—Vale, perdona, mamá, no he dicho nada.

Mercedes, tras unos hipidos y sonarse los mocos, pareció tranquilizarse un poco. Se fijó en que era tarde, aunque no le había llamado la atención que Andrea llegase a esas horas; le había dicho que iría de compras, pero no había visto que trajera ningún paquete.

—¿Tú no habías quedado? —le preguntó.

—Sí, pero mi jefe me ha encargado otro trabajo para estos días, se me ha hecho tarde mientras me lo explicaba y al final he tenido que quedarme a terminar lo que estaba haciendo hasta ese momento.

—Ese jefe tuyo te explota —dijo Mercedes, desplazándose a la cocina seguida de su hija—. ¿A cómo te paga las horas extra?

Andrea sonrió, no tenía ningún problema con Gerardo en ese sentido.

—Mañana no voy a ir a la oficina —le dijo a su madre, mientras dejaba a la gata en el suelo.

—Anda, mira, este hombre por una vez se estira y te da vacaciones.

—Pues es que… en realidad sí tengo que trabajar, pero no en Madrid —respondió mientras cogía una aceituna de la ensalada. Mercedes le dio un manotazo.

—¡Lávate las manos primero!

—Ay, mamá, ¡qué pesadita eres!

—¿Dónde vas a trabajar mañana si no es en Madrid?

Andrea se lavó las manos antes de empezar a poner la mesa para que las dos cenasen.

—Mañana tengo que ir a un pueblo para valorar un cuadro. Ida y vuelta.

—Mira, así te aireas.

—Lo dices como si apenas saliera.

—Hombre, sí, salir de casa, sales. Con tus amigas los fines de semana y vas a trabajar, pero ¿cuánto hace que no sales de Madrid?

Andrea se encogió de hombros, la verdad era que no se acordaba. Le daba una pereza espantosa sacar su viejo coche del garaje y tener que moverse con él. Prefería el transporte público que la libraba de preocupaciones como esquivar a los otros conductores y echar gasolina. Había perdido la cuenta de las veces que se había olvidado de que los coches no andan por arte de magia.

Y eso sin contar con las veces que su viejo utilitario, que había sido antes de su padre, se estropeaba.

—¿Y cuánto hace que no sales con nadie? —insistió Mercedes.

Ahí estaba, la eterna pregunta que su madre sacaba a relucir cada dos por tres, como si en la vida no hubiera nada más importante que tener pareja.

—¿Cuánto llevas tú? —contraatacó Andrea.

Mercedes resopló y la chica supo que le había tocado las narices y no volvería a mencionar el tema. Si las últimas relaciones de Andrea habían sido un desastre, la de su madre había sido infinitamente peor. Se enamoró de un electricista que, además de ser un vago redomado, le sacó todo el dinero que pudo mientras estuvieron juntos y después la dejó por su dentista. Eso había sido años después de la muerte de su padre y no se había atrevido nunca más a dar el paso de salir con alguien.

—Será mejor que no recordemos eso —dijo Mercedes.

—Sí, será lo mejor. Me estuviste mintiendo durante meses, mamá. Y ya sabes lo nerviosa que me pone que me cuenten mentiras. ¡Me trataste como si fuera una niña pequeña!

Mercedes cerró los ojos, porque sabía que llevaba razón. Algo en ella gritaba que el electricista no era trigo limpio, pero una cosa era saberlo y otra confesarle a su hija que, a su edad, estaba siendo tan ingenua como una jovencita y se dejó engatusar. Andrea, al ver una sombra aparecer en los ojos de su madre, cambió de tema; sabía que la había incomodado evocando historias del pasado que era mejor olvidar.

—El pueblo al que tengo que ir se llama Grimiel, ¿lo conoces? —le preguntó.

—No, no lo he oído en mi vida —dijo Mercedes, mientras servía la verdura y la ensalada que había preparado para cenar.

—Voy a ver dónde está.

Andrea fue a la entrada y buscó el móvil dentro de su bolso. Cuando se volvió a sentar a la mesa de la cocina estaba ya enfrascada en la búsqueda en Google.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que no traigas el móvil a la mesa? —le dijo Mercedes.

—Es un momento, espera.

La búsqueda dio un resultado, como le había indicado Gerardo; Grimiel estaba al norte, a unas tres horas de Madrid. Miró el itinerario para hacerse una idea de por dónde tenía que salir de la ciudad y se quedó pensando.

—Creo que me levantaré a las cinco de la mañana —dijo.

Mercedes respondió tan alto que Satis se asustó:

—Pero ¡¿dónde vas tan pronto?!

—A ver, mamá. Quiero esquivar el atasco de la mañana. Si me voy pronto, quizá a las nueve haya llegado y por la tarde estaré de vuelta de sobra para comprar los regalos con Alicia y Clara.

En esos momentos, en el televisor encendido en la cocina, estaban dando la previsión del tiempo para el día siguiente. Ambas, madre e hija, se quedaron mirando, Mercedes porque era fan de los informativos del tiempo (uno siempre podía preguntarle el día que haría en Cáceres o en Canarias, que ella se sabía de memoria la previsión, aunque no tuviera intención de pasar por allí), y Andrea porque esperaba no tener que conducir bajo condiciones adversas.

—Se esperan fuerte nevadas para el final de la tarde en el centro de la meseta norte, nevadas que se producirán a partir de los seiscientos metros de altitud.

—¿Ves por qué me tengo que ir pronto?

Mercedes asintió con la cabeza, pero después se la quedó mirando pensativa.

—Creo que deberías llevarte una maleta con ropa de abrigo —dijo.

—Mamá, no me pienso quedar en ese pueblo. Iré, veré a esa señora y volveré. Ese es mi plan.

—Antes han dicho en La 1 que mañana empezará a nevar por la mañana. Yo los veo más profesionales que a los de esta cadena. Seguro que aciertan.

—Ay, mamá, no seas agonías.

—Bueno, tú haz lo que quieras, si te da la gana no me hagas caso, pero por lo menos mete unas bragas en el bolso y unas galletas en el coche, que nunca se sabe qué puede pasar.

Andrea renegó un rato, pero al final decidió que le haría caso a su madre. Al fin y al cabo, ella era la única persona cercana que le quedaba a Mercedes, si descontaba a su hermana Salud, con la que no se llevaba del todo bien desde lo del electricista (la tía Salud lo había calado a la primera), y si le estaba dando aquel consejo era porque se preocupaba muchísimo por ella y la quería. Además, con sus escasas artes automovilísticas y ese coche tan poco fiable, prefería no correr riesgos. Si se ponía a nevar, buscaría dónde alojarse, aunque fuera por el camino.

No quería que una nevada inoportuna la encontrase conduciendo, así que era posible que necesitase una maleta.

La buscó, pero la dejó sin hacer. Estaba demasiado cansada para ponerse a esa tarea en ese momento.

[2] El Glacier Express es un tren turístico suizo que va de Sant Moritz a Zermatt en el cantón suizo de Valais. Tarda siete horas en recorrer 275 km.

[3] Síndrome de Stendhal, también conocido como «Síndrome del viajero» o «Síndrome de Florencia». Se refiere a la experimentación de sensaciones muy intensas delante de una pieza artística, normalmente debido a su belleza. Hoy en día, gran parte de los psicólogos clínicos reconocen el trastorno como verdadero, pero existe cierta controversia al respecto.

Con suerte… en Navidad

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