Читать книгу Con suerte… en Navidad - Mayte Esteban - Страница 8

Capítulo 3

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Como le había dicho a Mercedes, se levantó a las cinco de la mañana. Antes de desayunar, se dispuso a meter en una pequeña maleta de cabina lo justo para pasar una noche fuera de casa. Esa era su intención, pero, movida por la advertencia de su madre, (una advertencia que debía llevar impresa en el ADN de nacimiento, porque se la había hecho millones de veces), metió más bragas. Concretamente cinco. Y después, como si la mentalidad previsora de su progenitora se hubiera hecho dueña de su mente, también incluyó dos vestidos, medias y unos zapatos extra. Y otros vaqueros. Y un jersey gordito. Dejó encima una bufanda, un gorro y gruesos guantes de lana.

—¡Para, Andrea, que no te vas de casa! —se dijo en voz queda, regañándose.

No se iba a quedar en Grimiel de ninguna manera, aquella misma tarde estaría de regreso en Madrid, todo aquello era innecesario. El viaje sería de ida y vuelta, y regresaría a tiempo para salir por el centro de Madrid y decidir los regalos que pensaba comprar: el de su madre, su tía Salud y el amigo invisible que hacían todos los años en la galería. Para el de sus amigas habían hecho otros planes mucho más divertidos entre las tres. Sacó de la maleta la mitad de las cosas que había metido.

Aquel dichoso viaje no podía apetecerle menos.

Suspiró.

Ya que no tenía escapatoria, decidió que lo haría rentable. Se esforzaría por volver con un contrato firmado por aquella ancianita que convertiría a la galería en dueña de un cuadro que, si todo era como apuntaba, les podía dar muchos beneficios.

No parecía tan complicado.

Tomó una rápida ducha, un frugal desayuno (un café con leche bebido a toda velocidad), y se dirigió a buscar el coche. Animada por sus optimistas pensamientos, y porque su vehículo había arrancado a la primera a pesar del tiempo que hacía que no lo tocaba, salió del garaje y se incorporó al escaso tráfico de la madrugada. A aquella temprana hora, Madrid parecía dormir aún y no le resultó difícil moverse por las calles y llegar hasta la A-1. En la autovía, se dejó acompañar por una lista de pop clásico de Spotify. Prefería eso a la radio, porque a menudo perdía la emisora y se veía obligada a buscarla de nuevo, con el consiguiente peligro que tenía en ella que quitase los ojos de la carretera medio segundo.

Mecida por la música, se sintió mucho más relajada. Apenas había vehículos que le pusieran difícil el conducir.

Hasta le pareció que no se le daba tan mal aquello.

Cuando llevaba dos horas y media de camino, cuando hacía rato que el sol había roto las sombras de la noche para abrirse paso en el cielo, paró en un bar de carretera, urgida por la premura de usar el baño y la necesidad de calmar sus tripas. El café bebido estaba resultando insuficiente a todas luces para serenarlas. Al bajar del coche, un viento helado le hizo ajustarse el abrigo y el gorro, y la obligó a entrar corriendo en el bar.

—Buenos días —saludó al camarero, mientras se deshacía de las prendas—. ¿Me puede poner un café con leche y una tostada con aceite y tomate?

El camarero asintió y se volvió para prepararlo, momento que ella aprovechó para buscar el baño. Al regresar, dejó sus prendas encima de uno de los taburetes que estaba al lado de la barra y se sentó en otro. Quería preguntarle a aquel hombre cómo se llegaba a Grimiel. El navegador del móvil le iba indicando el camino, pero por experiencia sabía que a veces se equivocaba y era mejor tener claro dónde iba uno si no quería acabar en mitad de un camino rural a muy temprana hora del día.

O lo que podía ser peor, en la puerta de un club de carretera.

Bueno, eso también podía pasarle porque era muy despistada, pero tampoco había que quitarle mérito al GPS, que a veces se explicaba un poco mal.

—¿Usted me podría decir cómo se llega a Grimiel? —le preguntó al hombre.

—Veamos, tienes que seguir unos veinte kilómetros aún por la autovía dirección norte. Después tienes que tomar un desvío a la derecha. —Se quedó pensando—. Creo que allí hay una rotonda. Luego pasar otra rotonda, girar a la izquierda, tomar la siguiente que hay después de esa y, cuando llegues, es la… —contó levantando los dedos en silencio— tercera salida. Creo que lo pone. Pasas Matilla, Aldeasetas y Villanegra, y en dos minutos estás en Grimiel.

Andrea se había ido poniendo pálida mientras lo escuchaba. Solo se había enterado de que había que seguir veinte kilómetros por la autovía. A partir de ahí, siguiendo las rotondas se había empezado a marear y no sabía si los pueblos que le había mencionado el camarero se llamaban Mantiel, Aldeacasa o Villagrande, porque era incapaz de recordar los nombres que le había dicho.

Fue a abrir la boca para volver a pedirle las indicaciones, pero decidió encomendarse al navegador y de paso a cualquier santo que tuviera sus dominios de influencia por aquella zona y que estuviera dispuesto a guiarla hasta su destino. Como tuviera que aprenderse de memoria el trayecto que le había contado el camarero lo tenía claro.

Deseó que la vuelta fuera más sencilla, después de todo, solo debería seguir los carteles que indicaban como destino Madrid. De esos, por fortuna, había por todas partes.

—Muchas gracias —le dijo al hombre.

—De nada, para eso estamos.

Andrea pensó que menos mal que le pagaban por poner cafés y que hacía unas tostadas buenísimas, porque si se tuviera que ganar la vida dando direcciones iba a tener un gran problema.

Se tomó el desayuno con calma; aunque ella tuviera prisa por volver a Madrid, no podía presentarse en casa de nadie antes de las nueve de la mañana, al menos si no quería ser recibida a escobazos. Mientras disfrutaba de la tostada, en el televisor del bar una cadena de televisión reproducía los preparativos del sorteo de Navidad, que empezaría en un rato. El ritual formaba parte del imaginario colectivo, pero parecía que, a pesar de sus más de doscientos años, mantenía intacta la ilusión de quienes participaban. La narración del locutor repetía lugares comunes, pero ella, en realidad, como el resto de la escasísima concurrencia del bar, escuchaba sin dejar de mirar la pantalla.

Se preguntó qué haría si le tocase el premio.

Enseguida desechó la idea, nunca jugaba a la lotería, ni siquiera a esa tan popular.

Cuando terminó, pagó la consumición, pidió el tique para incluirlo en sus gastos y se montó en el coche, dispuesta a encontrar Grimiel.

Al meter la llave en el contacto y girarla, el coche hizo un ruido extraño. Pareció toser en lugar de arrancar. Andrea contuvo la respiración antes de hacer otro intento girando la llave. Enseguida el motor rugió, con poco ímpetu, pero el suficiente como para permitirle seguir su camino. Condujo atenta a todos los carteles y, para su sorpresa, cuando fue pasando por cada uno de los hitos que le había relatado el camarero, recordó que eran tal y como se los había descrito. Tal vez no era el hombre el que no se explicaba, era ella la que seguía medio dormida y no había sido capaz de entenderlo a la primera.

Al poco, el cartel que anunciaba que entraba en el municipio se presentó ante sus ojos. Tuvo que mirarlo con atención al pasar con el coche por su lado, le parecía surrealista que alguien se hubiera tomado la molestia de ponerle una gruesa cinta verde navideña con adornos rojos y dorados. Pero ahí estaba, rodeando la señal, anunciando que en menos de dos días estarían dentro de las fiestas más familiares del año.

Siguió por la calle principal y enseguida llegó a la amplia plaza, donde tampoco le costó conseguir aparcamiento.

Había llegado a su destino.

Hacía frío, mucho frío. Tanto que no se veía un alma en aquel pequeño municipio castellano. El viento, procedente del norte, trajo en su regazo una ráfaga de diminutos copos blancos. La cara de Andrea fue de preocupación cuando reconoció los primeros atisbos de la nevada que pronosticaban. Se ajustó la bufanda y se puso los guantes y el gorro.

—Ya se puede dar prisa esta mujer —se dijo bajito, mientras le castañeteaban los dientes.

Sacó el móvil y consultó la dirección. La casa de Angustias estaba en una de las esquinas de la plaza, la que se situaba más cerca del arroyo. Echó un vistazo a su alrededor. Si se guiaba por la montaña y por la torre de la iglesia románica que asomaba entre los tejados, bastaría con cruzar la plaza para encontrarse en la puerta de la casa de la mujer. Achinó los ojos para comprobar desde donde estaba si el número que había encima de un dintel rematado con una gruesa viga de madera era el 24, el que ponía en el mensaje que le había mandado Gerardo. Enseguida se dio cuenta de que así era. Miró de modo innecesario a ambos lados de la calle que atravesaba la plaza, desierta a esa hora, y la cruzó para acercarse al domicilio.

Diez minutos después, Andrea seguía pulsando el timbre sin obtener ninguna respuesta. Empezaba a sentir los pies congelados y temía entrar en hipotermia general por el frío que hacía. Además, su preocupación empezó a aumentar, porque los tímidos copos que habían caído cuando se bajó del coche se habían ido haciendo más y más grandes, y en esos momentos empezaban a tener el tamaño de la uña de su dedo meñique. Parecía imposible, pero ya no se veía el cristal delantero de su coche, aparcado al otro lado de la plaza.

—¡Pero esta mujer dónde está! —casi gritó, asumiendo que estaba sola en ese pueblecito helado.

—Angustias no sale casi nunca de casa, estará dentro.

Andrea se dio la vuelta al escuchar la voz. Frente a ella apareció un hombre joven, de algo más de treinta años, calculó, enfundado en un abrigo rojo con capucha. Casi se le olvidó respirar cuando se topó con los ojos azules más bonitos que había visto en toda su vida, enmarcados en una sonrisa encantadora que se dejaba ver bajo una sutil barba rubia. El pelo lo llevaba bajo la capucha, pero tenía algo de flequillo y se intuía que era del mismo color que la barba. El joven era más alto que ella y de él emanaba una sensación de seguridad apabullante, tal vez porque la miraba desde una postura relajada, con las manos en los bolsillos.

Cuando consiguió reaccionar, Andrea habló:

—He llamado un montón de veces, quizá le haya pasado algo.

El hombre se acercó a la puerta. Al pasar al lado de Andrea se la quedó mirando un instante y le dedicó una sonrisa ladeada que resultó de lo más sexy. Ella tuvo que tragar saliva porque, por alguna razón que no alcanzaba a comprender en ese momento, las piernas empezaron a temblarle. Luego se acordó de que hacía mucho frío, supuso que tenía que ser por eso.

El desconocido del abrigo rojo llamó con la mano a la puerta, golpeándola con energía repetidas veces. Ante la ausencia de respuesta, dio un paso atrás para lograr mejor perspectiva de las ventanas de la planta superior y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

—¡Angustias! —gritó.

Pilló a Andrea tan desprevenida que dio un respingo.

—A ver si le ha pasado algo, me han dicho que es muy mayor —dijo, más que nada por participar en la búsqueda de la mujer y dejar de sentirse idiota. No podía dejar de mirar a ese hombre embobada.

—Bueno, sí, es mayor, pero no creo que le haya pasado nada, salvo que está un poco sorda.

—¿Y si está sorda por qué la llamas a voces?

—Pues por eso.

El joven volvió a sonreír de medio lado y a ella se le descolocó un suspiro que logró atrapar dentro antes de que se hiciera audible y delatase que se estaba comportando como una idiota.

—¿Tú quién eres? —le preguntó el joven a Andrea.

—Uy, perdona, qué maleducada. No me he presentado. Soy Andrea Hervás. —Le ofreció la mano, que antes sacó de uno de los guantes.

—Yo soy Fernando.

Él sacó la suya del bolsillo para corresponder el saludo.

Cuando sus manos se tocaron, Andrea sintió el calor de la mano de Fernando y una confusa sensación que la invadió por completo. Fue un momento extraordinario, había saludado a miles de personas en su vida, por trabajo o cuando las acababa de conocer, pero nunca había sentido algo tan extraño como en aquel instante. Se quedó tan extasiada que le costó soltarse. Obligándose, abrió la mano y, muy despacio, la separó de él, aunque no pudo evitar que las yemas de sus dedos se rozasen un segundo en una caricia tan inesperada como inapropiada para aquella situación. No había dejado de mirarlo mientras todo eso sucedía y le pareció atisbar en la mirada de Fernando el mismo desconcierto que ella había sentido.

—En… encantada —dijo en un tartamudeo.

—Lo mismo digo —contestó él, con mucha más seguridad.

Volvió a meter las manos en los bolsillos y volteó ligeramente la cabeza hacia la esquina opuesta de la plaza. Después, volvió a centrarse en los ojos de Andrea.

—No sé, igual Angustias ha ido a comprar el pan y se ha quedado un rato hablando en la panadería. Caminar por estas calles empedradas justo cuando empieza a nevar no es lo más seguro del mundo. Sueles resbalar, así que no me extrañaría que esté haciendo tiempo a ver si nieva algo más y el suelo se queda debajo de la nieve. Si quieres podemos tomar un café hasta que llegue —dijo, señalando un hotel que Andrea no había llegado a ver, se lo había tapado un enorme árbol de Navidad profusamente decorado que habían colocado al lado de la puerta—. Yo voy ahí. Acompáñame y dentro de un rato puedes regresar a ver si ha vuelto.

Andrea asintió, estaba tan congelada que la idea le pareció fantástica y se dispuso a seguir a Fernando. Tomar un café con alguien que acababa de conocer era mucho mejor idea que quedarse parada en medio de la calle esperando a una viejecita sorda, corriendo además el riesgo de entrar en hipotermia.

No tardó ni treinta segundos en comprobar que lo de que las calles de Grimiel resbalaban cuando empezaba a nevar era muy cierto. Dio un patinazo y habría caído al suelo de no haber sido por los reflejos de Fernando, que la sujetó por un brazo.

—¡Cuidado! —dijo. Bajó la voz un tanto, mientras la agarraba del otro brazo, y sus caras se quedaron tan cerca que pudieron notar el aliento del otro—. Te dije que resbala.

—No se me ocurrió que tanto —le contestó ella, sin alzar tampoco la voz y sin separar sus ojos de los de él, que le parecían hipnóticos.

Un poco incómoda, pasados unos segundos, Andrea carraspeó y Fernando la soltó. Procurando no resbalar, llegaron a la acera.

—Estoy pensando que, en el hotel, por estas fechas, suelen tener caldo o chocolate recién hecho. Tal vez es mejor idea que el café. ¿Qué te parece? —preguntó él.

—Adoro el chocolate —contestó Andrea.

—Pues chocolate entonces.

Le indicó con un gesto la puerta del hotel. Quién le iba a decir a él que aquella mañana iba a estar llena de sorpresas. Había cerrado el taller de tractores que tenía para atender una llamada que recibió desde el hotel, en la que le decían que se presentase allí, que Marcos, el director, tenía algo que contarle. Se lo había dicho de forma muy misteriosa, pero Marcos tendía a exagerarlo todo, así que solo le hizo caso porque le apetecía un café con el que combatir el frío que a esa hora hacía en la nave. Ni por lo más remoto se imaginó que por el camino iba a conocer a la chica más guapa con la que había tropezado en los últimos años.

—No sé cuánto tiempo hace que no me tomo un chocolate —dijo ella, ajena a los pensamientos de Fernando.

Andrea cerró los ojos y alzó la cabeza en un gesto ensoñador que dejó al descubierto sobre la bufanda un pedazo de la sedosa piel de su cuello. Fernando no pudo evitar que aquello le pareciera un gesto de lo más sensual y tragó saliva. Se imaginó ese cuello regado de chocolate y sus labios ansiosos recogiéndolo mientras lo iba llenando de besos. El amargo dulzor de aquella delicia se iría diluyendo en su boca, mientras todos sus demás sentidos se despertaban por la proximidad de ella. Se la imaginó gimiendo de placer cuando él la besara y casi gimoteó envuelto en su ensoñación. Casi, porque pensando en tonterías, despistado como iba, acabó resbalando y cayéndose de culo en el suelo.

—Pero ¿qué te ha pasado? —preguntó ella, que tras su resbalón había decidido mirar con mucho cuidado dónde ponía los pies—. Menos mal que eres tú el que conoce el pueblo y el que avisa de que el suelo desliza…

Le ofreció su mano para levantarse y Fernando la tomó. Al instante, ella supo que no había sido la mejor idea del mundo. Volvió a suceder. Tocarlo le provocaba un escalofrío que la recorría entera. Era como si su instinto reconociera a ese joven, aunque estuviera segura de que era la primera vez que se veían.

—Consejos vendo que para mí no tengo —dijo él, contestando con un refrán, mientras se levantaba—. Vamos dentro antes de que acabemos accidentados.

Con suerte… en Navidad

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