Читать книгу Con suerte… en Navidad - Mayte Esteban - Страница 6

Capítulo 1

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Gerardo Sánchez levantó el teléfono de su despacho y marcó un número. Unos segundos después, el teléfono móvil de su joven ayudante, Andrea Hervás, empezó a vibrar en su bolsillo. En esos momentos, Andrea trabajaba en los sótanos del edificio que ocupaba la galería de arte, concentrada en organizar la disposición de las obras que iban a exponer la semana después de Navidad. Casi había olvidado que no estaba sola en el mundo y que alguien podría requerir su presencia, por eso puso un gesto de fastidio al sentir que alguien la buscaba.

—¿Sí?

—Buenas tardes, Andrea, soy Gerardo.

No hacía falta que se lo dijera, la pantalla del teléfono dejaba claro que era él. Tampoco hacían falta las buenas tardes, se las había dado por lo menos tres veces desde la comida, pero Gerardo era así. Un hombre enérgico, cercano a los sesenta, a veces demasiado educado.

—¿Sucede algo? —preguntó ella.

—Necesito que vengas a mi despacho.

Notó algo en el tono de voz con el que la abordó su jefe que provocó que pensase que, lo que fuera que tuviera que contarle, era un asunto muy importante.

—¿Ahora? Estoy terminando de organizar la disposición de la exposición. Estoy con las obras en el sótano, decidiendo dónde…

—¡Ahora! —le dijo él, mostrando su otro lado, el grosero, que también tenía tan desarrollado como el educado—. Acabo de recibir una llamada y esto es mucho más urgente que la exposición.

Gerardo colgó sin despedirse y Andrea supo que no lo iba a encontrar de buen humor cuando llegase al despacho. Se quedó mirando el teléfono, intrigada. No se imaginaba qué podría ser más importante que la exposición que llevaban preparando desde septiembre y que les iba a suponer casi una quinta parte de los ingresos de aquel año. Suspiró resignada, con media hora más habría podido dejar terminado aquello y dedicar el final de la tarde a buscar los regalos de Navidad con sus amigas, Alicia y Clara. Miró su reloj y se dio cuenta de que, como Gerardo la entretuviera, sus planes debería posponerlos al menos para el día siguiente y empezaba a ser preocupante aplazarlos: ya estaban a 21 de diciembre.

Dejó sus papeles de mala gana sobre una estantería, agarró su libreta de notas y un bolígrafo, y después de sacudirse un poco el polvo que siempre se le quedaba pegado a la ropa cuando entraba al almacén, alisarse su profesional falda de tubo y acomodarse la chaqueta, salió de allí en dirección al despacho de Gerardo, el dueño de la galería.

—¡Hasta mañana! —la saludó una de las empleadas, que ya había recogido sus cosas, con la que se cruzó cuando se disponía a tomar el ascensor.

—Hasta mañana, Lorena —contestó, con poca pasión.

En el ascensor, se miró al espejo. Puso cara de fastidio cuando se dio cuenta de que llevaba una telaraña en el pelo. Se la quitó muerta de asco, mientras iba pensando que quería irse cuanto antes, que Lorena tenía mucha suerte por haber terminado su jornada. Al retraso que acumularía por culpa de la llamada del señor Sánchez, seguro que había que sumarle cualquier otra cosa que se le hubiera ocurrido ordenarle en el último momento. Sabía que la tenía en alta estima, porque era buena en su trabajo, pero a veces eso jugaba en su contra, sobre todo cuando él consideraba que el asunto era importante.

Económicamente importante, para ser exactos.

Cuando el ascensor se detuvo, enfiló el pasillo que conducía al despacho, que por esas fechas estaba profusamente decorado con adornos navideños, y rodeó el enorme abeto que habían colocado al lado de la puerta. Tocó con suavidad con los nudillos antes de abrirla un tanto.

—¿Se puede? —preguntó.

—Sí, pasa, pasa, y cierra.

Gerardo estaba al teléfono y aún tardó un par de minutos en despedirse en los que Andrea permaneció de pie con su libreta abrazada. No tenía ni idea de qué era lo que quería de ella, pero si tenía tanta prisa bien podría haber pospuesto esa llamada que, por lo que iba captando, tenía como interlocutora a su mujer. Él contestaba fastidiado a sus peticiones, que tenían que ver con los preparativos del menú de Nochebuena, y parecía que le estaba costando un mundo que ella terminase su perorata. Le hizo un gesto con la mano a Andrea para que tomase asiento, mientras ponía cara de fastidio y se pasaba la mano por la cara, en un gesto que reflejaba cansancio doméstico. Cuando por fin pudo colgar, exhaló un suspiro de alivio. Se acomodó los cuatro pelos que mantenía su cabeza; sabía por experiencia que hablar con su mujer le hacía tocárselos y alborotarlos. No se tiró de ellos porque le quedaban pocos.

—Un día de estos me va a volver loco.

—Cámbiala por otra que dé menos guerra —le dijo Andrea, haciendo gala de su carácter pragmático.

Gerardo no pudo evitar echarse a reír. Solo Andrea era capaz de decirle aquello a un superior sin sentir el más mínimo rubor.

—¿Para qué me has llamado? Estaba a punto de terminar de organizar la exposición. Espero que sea importante, vas a hacer que me vea obligada a anular una cita que tengo hoy si me entretienes.

—Tonterías, tu cita te esperará. Y si no te espera, sigue tu propio consejo y cámbialo por otro.

Andrea sonrió y puso los ojos en blanco, pero se ahorró el contarle que la cita no era con un hombre. Esas las había cancelado hacía más de un año, al acumular una serie de estrepitosos fracasos. Uno detrás de otro. No tenía ninguna intención de complicarse la vida por lo menos en los próximos cinco años.

Podrían ser seis, tampoco tenía prisa.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó a Gerardo

—Necesito que vayas a ver un cuadro.

—¿Ahora mismo? —gruñó, escandalizada.

Lo del retraso iba a ser épico si tenía que moverse por la ciudad a esas horas, se acercaba la del atasco de la tarde.

—No, no, mañana, hoy no.

—Entonces no entiendo la urgencia, Gerardo, podrías haber esperado media hora a que terminase y casi tendría acabada la organización de la exposición.

—Es muy urgente, no te preocupes por la exposición, la termino de planificar yo mismo si me dejas tus notas.

—¿Tú? ¿Te arriesgas a que tu mujer te eche de casa si no la acompañas a encargar el cordero? —preguntó con ironía Andrea.

—¿Has estado escuchando mi conversación?

—Era inevitable, te estaba dando voces. Ya sé a quién te pareces…

Gerardo se revolvió incómodo. En el trabajo era un jefe severo, a veces de más, que solía levantar la voz en más de una ocasión, pero no sabía qué demonios le pasaba con su mujer que no era capaz de hacer valer su criterio. Le molestó un poco que Andrea se hubiera dado cuenta del que quizá era su punto más débil.

Decidió ir al grano, no tenía tiempo para andar pensando en eso, Andrea llevaba razón, ambos tenían cosas que hacer en sus vidas personales y el trabajo de la galería también tenía que estar listo, así que, cuanto antes solucionase aquello, mejor.

—Verás, mi madre me ha puesto sobre la pista de una pieza importante. Es de una conocida suya. Esta mujer quiere deshacerse de un cuadro que tiene en su casa desde siempre, ha estado en su familia durante generaciones, pero ahora necesita convertirlo en dinero. Le comentó a mi madre que no sabía si yo le podría servir de intermediario para venderlo porque ni siquiera sabe su valor. Quiero que vayas a verlo mañana. Ella dice que toda la vida en su familia han dicho que es un Murillo, que lo llevó a casa en el siglo XVII un antepasado suyo, como pago que le hizo por un trabajo un cliente sevillano que se había arruinado. Yo no lo he visto, pero mi madre sí y dice que se parece mucho a todos los cuadros de Murillo. Pero que, en todo caso, por el aspecto que tiene y los años que lleva allí, lo que es seguro es que es antiguo. Le he dicho que es muy extraño que todavía haya cuadros de pintores de esa talla en casas particulares, pero yo qué sé, por echar un vistazo no perdemos nada. Sería un pelotazo para la galería hacernos con un auténtico Murillo. Como imagen y como beneficios futuros. Podemos organizar una subasta. Salir en revistas especializadas. Reventar las redes. Si el cuadro es auténtico se abren un montón de posibilidades.

—¿Y por qué tengo que ir yo? —preguntó Andrea, extrañada—. ¿No puedes ir tú, que para eso es tuyo?

—Tu TFM[1] fue sobre Murillo. Muy bueno, por cierto.

—Pero yo no soy una experta —se excusó—. Ni siquiera me he doctorado.

Lo dijo con algo de pena. Después del máster, se hacía urgente que en su casa entrasen ingresos y había tenido que posponer aquel sueño de convertirse en doctora.

—Eres lo mejor que tenemos en la galería y el trabajo no hace tanto que lo hiciste. ¡Vamos! Será solo echar un vistazo y hacerle una oferta a la mujer. Luego contrataremos a alguien más experto si crees que hace falta.

Andrea suspiró. Irse a un pueblo perdido no entraba en sus planes de esos días. Necesitaba comprar unos cuantos regalos y había planeado también darse un capricho en forma de visita a un spa con Alicia y Clara el día 23.

—A ver, ¿qué pueblo es?

—Se llama Grimiel y está a unas tres horas de Madrid, cogiendo la A-1. Después te envío la ubicación.

A Andrea no le sonaba de nada, pero tampoco conocía la zona. Ella era más de irse al sur con sus amigas a pasar unos días a la playa. Los pueblecitos castellanos, por mucho encanto que tuvieran, no los valoraba como opción de recreo. Calculó que para llegar a Grimiel necesitaría tres horas de ida, otras tres de vuelta (eso contando con que no se perdiera o se le rompiera su viejo coche, que no estaba para muchos trotes) y al menos otras tres para valorar la obra y convencer a la señora de que tenía que confiarles el cuadro a ellos y no a otros. Tal vez nueve o diez horas, si madrugaba; sí, si todo se daba bien, al día siguiente por la tarde podría estar de vuelta.

—¿Quieres que le haga una oferta por el cuadro o solo quieres que le eche un vistazo?

—Las dos cosas. Quiero que lo veas y, si te parece interesante, que trates de que nos lo ceda.

—¿Qué presupuesto tengo? —preguntó.

Gerardo escribió dos cifras en una hoja entre las que podía moverse. Andrea se la devolvió con cara de pasmo.

—Si es un Murillo esto es una miseria —le dijo.

—Y si te equivocas, demasiado alto, míralo así.

—Sigo pensando que es una tomadura de pelo y, si esta señora es un poco lista, lo rechazará si tiene la más mínima sospecha de que el cuadro es auténtico.

—Pero ella no lo sabrá porque tú no se lo vas a decir. —Sonrió él.

—¡No seas capullo, es amiga de tu madre!

—No soy capullo, Andrea, esto son negocios.

Ella lo sabía, si querían que la galería fuera rentable se tenían que inflar precios de venta mientras se reducían los que se pagaban a los autores o a los dueños de los cuadros que vendían. Básicamente, se seguían unas leyes de mercado que eran menos justas con los que poseían el talento de crear o los bienes con los que comerciar.

Aunque, a juzgar por el horror de cuadros que estaba preparando para la exposición de Navidad de ese año, considerar talentoso lo que había hecho el artista era, por lo menos, un acto de bondad navideña. Solo estaban allí porque era famoso y tenía muchos contactos que se harían con los cuadros solo por el nombre del autor, no por su calidad.

Consultó la hora en su reloj, llegaba tardísimo a la cita con sus amigas. Lo mejor sería anularla.

—Vete a casa, Gerardo —le dijo—, yo me quedo a terminar lo que estaba haciendo.

—¿No te importa?

—¡Pues claro que me importa, pero seguro que termino antes haciéndolo yo que explicándote por dónde iba!

—Te debo una —le dijo él, guiñándole un ojo.

—Nada de eso, me vas a pagar el favor a precio de oro. Por lo pronto, te voy a presentar facturas hasta del último café que me tome de camino a Grimiel.

Gerardo le dio el teléfono y le envió la dirección de la mujer a la que tenía que visitar, Angustias, y le dijo que había hablado con ella advirtiéndole de que alguien la visitaría al día siguiente.

—Acabo de llamarla, no hace falta que lo hagas tú.

—¿Y si te hubiera dicho que no iba?

—Los dos sabemos que no lo habrías hecho.

Andrea abandonó el despacho rumbo de nuevo al almacén. Bastante enfadada con Gerardo, que la conocía lo suficiente como para saber que había cosas a las que le costaba negarse.

[1] TFM: Trabajo Fin de Máster.

Con suerte… en Navidad

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