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Capítulo 4

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Cuando Fernando tiró de la puerta le sorprendió el alboroto que había en la recepción del hotel, que compartía espacio con el único bar del pueblo. Parecía que medio Grimiel se había reunido allí aquella mañana de diciembre, algo que no tenía mucho sentido, pues aún no eran ni las diez y media y era un día entresemana.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, elevando un poco la voz para que se le escuchase.

—¿No te has enterado? —contestó Carlos, el chico del picadero, que llevaba una copa de cava en la mano—. ¡Nos ha tocado la lotería de Navidad!

Marcos, el dueño del hotel, salió de la cocina con más botellas de cava y descorchó una sin ningún cuidado. El tapón voló por el establecimiento, rebotó en una viga de madera y acabó dándole en la cabeza a Luisa, la camarera, que en ese momento estaba en la barra.

—¡Mecagüen tus muertos! —le gritó la mujer madura—. Ya puedes mirar para la próxima, o te tiraré yo la jarra de la leche a la cabeza cuando la tenga hirviendo.

—¡Perdona, Luisa! Ha sido sin querer…

La risotada fue general y Marcos, tratando de escapar de la furibunda mirada de la camarera, se volvió hacia la puerta. Vio allí plantado a Fernando. Había sido él quien lo había llamado para que acudiera al bar del hotel.

—¡Fer, tío! ¡Que nos ha tocado la lotería!

Agitó la botella, regándolos a todos con el alcohol y poniendo de más mala leche a Luisa, que se veía, un rato después, cuando se le pasara la euforia a todo el mundo, limpiando el suelo pegajoso por el alcohol derramado.

—¿A quién le ha tocado la lotería? —preguntó Fernando.

—¡A todos! ¡A ti también!

—¿A mí? —La cara de incredulidad que puso fue evidente.

—Claro, tú te llevaste unas papeletas el otro día, ¿verdad? No me digas que no las compraste para ti…

Fernando se quedó pensando. Claro que se había llevado unas papeletas y, de hecho, si no recordaba mal, las tenía aún en la cartera. Dos, en concreto, una para él y otra para sus padres. Se alegraba de que le hubiera tocado un pellizquito, porque últimamente el taller no iba como debería y, además, en el invierno tenía mucho menos trabajo y, por lo tanto, menos ingresos que en verano. Aquella sí que era una buena noticia para empezar la mañana.

—Pues sí me las llevé, pero no sé si serán las mismas que las vuestras —dijo, porque aún no se creía del todo que hubiera tenido suerte.

—¡Tienen que ser las mismas, solo compramos un número! ¡Todos tenemos el mismo! Anda, llama a Marcial para que venga a celebrarlo, que a él también le ha tocado.

Una mujer guapísima, que a Andrea le sonó mucho, aunque no sabía de qué, se colgó del cuello de Fer y le dio un sonoro beso en la mejilla. Le pareció que el alcohol le había hecho algo de efecto porque tenía los ojos un tanto brillantes.

—¡Esto es una pasada! —gritó, sin soltarle.

—Seguro que sí —dijo Fernando, que era el único, junto con Andrea, que no parecía ebrio—. ¿Qué nos ha tocado?

Preguntó con la idea en su mente de que, tal vez, tenía mil euros; le iban a venir de perlas para no ahogarse con los gastos de la Navidad. Se le iba una pasta en regalos.

—¡Nos ha tocado el gordo! —gritó Marcos, terminando de echarles lo que quedaba del cava por encima.

Andrea dio un respingo al notarse mojada de arriba abajo. ¿Dónde demonios se había metido? En ese pueblo parecían todos locos, aunque entendía que si les había tocado el gordo de Navidad era como para volverse un poco loco.

Fernando se quedó mudo por la sorpresa. Si no estaba equivocado, era el propietario de una papeleta de diez euros que en esos momentos valía doscientos mil. No había visto esa cantidad junta en su cuenta bancaria en toda su vida. ¡Y tenía otra para sus padres! Tardó un poco en reaccionar, pero cuando lo hizo su cara dibujó un gesto de alegría y su corazón se contagió de la euforia de sus vecinos. Sin pensarlo, agarró a Andrea por la cintura y la elevó a su lado, dándole una vuelta hasta volver a depositarla en el suelo. Pensando aún menos, cuando notó que los pies de ella se posaban en las losetas de barro de la recepción, la besó.

Si Andrea hubiera podido mover los brazos, algo que le impedía la manera en la que la había cogido Fernando, quizá se habría soltado, o se habría revuelto, o le habría preguntado qué puñetas estaba haciendo o por qué se tomaba esas confianzas si hacía un momento que se conocían. Pero no lo hizo. Recibió el beso con la misma estupefacción que la noticia de que a los vecinos de aquel pequeño pueblo perdido les había tocado el gordo de la lotería. El alcohol que llevaba regado por la ropa, la cara y el pelo pareció emborracharla también por dentro, porque, sin saber cómo, se encontró sintiendo un cosquilleo que le abrasó la piel y devolviéndoselo a aquel hombre que acababa de conocer. El beso fue como una promesa de sensaciones por descubrir en aquellos labios nuevos para ella, que parecían hechos para perderse en ellos.

—¡Esa sí que es una buena manera de celebrarlo! —dijo una voz de mujer.

Ambos se sobresaltaron y se soltaron, como si de pronto fueran conscientes de lo que había pasado. Fer se sentía desconcertado, él no era de arrebatos ni de dejarse llevar así. Andrea estaba más que aturdida; en la vida se había visto en otra semejante. Además, hacía tanto tiempo que nadie la besaba que estaba descolocada. No estaba segura de que las piernas fueran capaces de sostenerla si seguían pasándole cosas extraordinarias esa mañana, así que buscó con la mirada una silla, pero se encontró con que todos los taburetes del bar estaban ocupados.

—Andrea, esta es Angustias, estaba aquí, por eso no la encontrabas.

La chica se quedó mirando a la octogenaria. Iba vestida con una bata acolchada de color azul oscuro, que tenía pinta de ser un modelo de mediados del siglo XX, y llevaba zapatillas de estar por casa. Bajo la bata asomaba la tela de lo que intuyó que era un camisón.

—¿Me estabas buscando a mí? ¿Y por qué me busca tu novia? —le dijo Angustias a Fernando.

—No, no soy su novia —contestó ella, con rapidez.

—¿Eh?

—¡Que no soy su novia! —gritó Andrea, acordándose de que Fernando le había dicho que estaba un poco sorda. Todo el mundo lo escuchó y se la quedó mirando, para su bochorno.

—Bueno…, cuando un muchacho te mete la lengua hasta la campanilla creo que te puedes considerar su novia.

—¡Angustias! —dijo Fernando.

—Oye, que has sido tú, que te he visto con mis propios ojos.

Andrea se estaba dando cuenta de que la señora estaba un poco achispada, y no le extrañaba. Para la gente que había reunida en el hotel, había una cantidad indecente de botellas de cava regadas por la barra y no creía que todas hubieran acabado sobre los clientes. Más bien, por la emoción que mostraban, debían de llevar la mayoría del líquido dentro de sus cuerpos.

—¿Y en qué te puedo ayudar? —le preguntó Angustias, cogiendo otra copa de cava que le ofreció alguien.

—Vengo de una galería de arte de Madrid, creo que ayer habló con mi jefe…

—Ah, sí, con el hijo de Milagros.

—Ese.

—Oye, Fernando, ¿y tú de qué conoces a esta chica? ¡Qué casualidad!

Fer fue a decirle algo, pero Andrea se adelantó y él aprovechó para escabullirse tras la bandeja de copas de cava.

—Verá, me ha mandado para que vea su cuadro y haga una valoración del mismo. Parece que podría estar interesado en él.

Angustias se bebió de un trago la copa de cava. Hubo un momento en el que a Andrea le pareció que se estaba atragantando, porque se le pusieron los ojos brillantes, pero enseguida se recompuso.

—Hija, qué lastimica que te haya hecho venir desde tan lejos, ya no quiero vender el cuadro.

Y se dio la vuelta, dejándola con la palabra en la boca y con la sorpresa pintada en el rostro. Tampoco pareció escucharla cuando la llamó, pero no estuvo segura de que se estuviera haciendo la sorda o de verdad no la oyera. ¿Se había levantado a las cinco, había conducido durante horas, la habían bañado en cava… para nada? Bueno, algo podía rescatar de ese día, le habían dado un beso como hacía mucho que no los recibía.

Rectificó mientras miraba a Fer. Le habían dado el mejor beso de su vida.

La lástima era que solo había sido un beso de celebración y ella la destinataria porque era lo que tenía más a mano.

Con suerte… en Navidad

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