Читать книгу Amarillo - Melina Anahí Salerno - Страница 7

II

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Antes de meterme en la sala de médicos fui testigo invisible de la felicidad de un tipo de mi edad. Acababa de ser padre y se lo comentaba a alguien por teléfono caminando por aquel pasillo del piso 3 mientras iba y venía como perro con dos colas.

—¡Nació Franquito, es un muñeco! Pesa tres kilos novecientos el gordo… ¡Sí, sí, Laura está bien!

Dar la vida es un acto de amor, y de egoísmo también. Traer hijos a este mundo nefasto para perpetuarnos o para que alguien nos cuide en el futuro. O para rellenar uno de los tantos casilleros del formulario del ser humano modelo. Siempre me había dado miedo paternar, quizá porque no me perdonaría morirme y dejar a mi hijo solo y desprotegido en este mundo bravoy que replique mi mismo dolor— o quizá también porque no sabría sobreponerme si fuese al revés. La ley de la vida, como toda ley, tiene excepciones y trampas. Confieso que he fantaseado con saber cómo serían sus ojos, su carita, sus gestos. En fin, cómo sería un hijo mío. Y si me preguntara por qué lo traje a este manicomio, justificaría el costo de vivir en esta Tierra con el acceso a paladear las delicias del sexo, el arte y el amor. Mientras filosofaba, seguí al flamante padre y espié desde el pasillo a su bebé en brazos de la madre. En efecto, Franco era un muñeco.

Pero claro, ahora me enternecían los pibes porque estaba a un paso de tocar el arpa. Hace no mucho tiempo que el tema «bebés» era motivo de discusión con Pilar, hasta que terminó por convertirse en tabú. Sinceramente, aunque ella era una mujer hermosa no visualizaba a mis descendientes con sus rasgos o gestos ni con sus filosofías consumistas, y menos aún con sus tendencias. Amén de que Pilar era tan narcisista que me echaría en cara a mí y a la pobre criatura el haberse deformado el cuerpo para concebirla.

Sabía que no era ni sería la madre de mis hijos. ¿Entonces, por qué estaba con ella? No, no es que fuera buena compañera, en absoluto, pero para un pirata cansado y ermitaño como yo, era perfecta. Sexualmente no podía reclamarle nada, era una geisha. Me amaba y, a su manera, también me cuidaba. No alimentaba mis inseguridades, celos y todo ese tipo de sombras que a la luz del amor verdadero componen una oda al claroscuro. Como decía mi amigo Oscar Wilde, «Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer, mientras que no la ame». Al no estar enamorado de ella, lo tenía todo bajo control. O eso creía.

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