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CAPÍTULO II

Entre lo transnacional y lo transfronterizo

Teoría y praxis1

Entre los investigadores sociales no hay serias diferencias entre quienes observan sin pensar y quienes piensan sin observar; las diferencias se refieren más bien a qué clase de pensamiento, qué clase de observación y qué clase de vínculos, si es que hay alguno, existen entre ambas cosas. La causa fundamental de la gran teoría es la elección inicial de un nivel de pensamiento tan general, que quienes lo practiquen no pueden descender a la observación. Como grandes teóricos, nunca descienden de sus altas generalidades a los problemas que presentan sus contextos históricos y estructurales. Esa falta de un sentido sólido de los verdaderos problemas es la causa de la irrealidad tan notoria en sus páginas

(Mills, 1989[1959]: 52).

Nada mejor para empezar un capítulo dedicado a debates teóricos que retornar a las reflexiones de Wright Mills, publicadas por primera vez en 1959. Dueño de una redacción crítica única –concisa y dotada de una coherencia que no siempre abunda en las ciencias sociales–, Mills se refería, en esta cita que reproducimos, al volumen clásico de Talcott Parsons (1951), The Social System. El libro era considerado por muchos, en aquellos años, como una gran obra que reunía la aportación teórica de los principales paradigmas de las ciencias sociales, que Parsons pretendía traducir a una versión unificada. Es esta versión unificada la que Mills denomina, con gran dosis de ironía, “la gran teoría”. Mills demuestra, entonces, cómo el uso que hace Parsons de un lenguaje exageradamente rebuscado (tecnicista y lleno de artificios de redacción innecesarios), convierte al libro en incomprensible incluso para los propios cientistas sociales. Este lenguaje, afirma, impide que la obra se pueda apreciar en sus articulaciones teóricas más interesantes. Para dar una muestra de lo anterior, Mills sintetiza fidedignamente las casi 500 páginas de Parsons en cuatro párrafos. Usa entonces este ejemplo para apuntar que la separación falaz entre teoría y experiencia (“observación”, en sus palabras) contribuye a vaciar de sentido la práctica científica, alejando a los cientistas de los problemas de la gente de “carne y hueso”, separándolos de esta misma gente y dotando los escritos pretendidamente “teóricos”, como el de Parsons, de una notoria irrealidad. De una distancia insalvable con relación a los contextos y a la historia.

Retomamos este debate porque estamos radicalmente de acuerdo con la reflexión de Mills. Como explicitamos en la introducción, el presente libro toma vida a partir de las historias de vida de “mujeres de carne y hueso” como Rafaela y, por lo mismo, ninguna reflexión teórica en las páginas de esta obra puede ser comprendida como desvinculada de estas biografías o de las experiencias etnográficas que vivimos mientras desarrollamos la investigación. De ahí nuestra inclinación hacia enfoques etnográficos y metodológicos en los cuales teoría y experiencia se articulan dialécticamente en cuanto praxis. Por esto, también, nuestras aportaciones teóricas más importantes irán apareciendo en cada capítulo de la mano de la etnografía. Al mismo tiempo, a partir de las críticas y avisos de Mills, nos preocupa la construcción de debates teóricos inaccesibles, debido al lenguaje empleado para subsumirlos; hemos evitado incurrir en estos usos lingüísticos excesivamente tecnicistas a lo largo de todo el libro (aunque tenemos duda de haberlo logrado con éxito en ciertos pasajes).

A esta altura, lectoras y lectores se habrán dado cuenta de un atisbo de contradicción en nuestro argumento. Si la teoría y la etnografía se entienden como dialécticamente vinculadas en este libro, ¿por qué entonces dedicar este segundo capítulo entero a debates teóricos, como si estos existieran por sí solos? La pregunta puede llevarnos a complejos senderos epistemológicos, pero nos decantamos por ofrecer una respuesta de fácil acceso al dilema: presentamos un capítulo de síntesis sobre debates teóricos porque estos son imprescindibles como punto de partida en nuestra investigación. Enfatizamos esta idea de “punto de partida” porque varios de estos debates serán complementados y rearticulados a lo largo del libro. Uno no puede pretender tumbar al suelo una casa que aún no se edificó. O, parafraseando una vez más a Mills (1989: 39), no se puede desvestir a un emperador que ya está desnudo. Por ello, nos surge la necesidad de situar al lector en estos horizontes teóricos a los que retomaremos en diversos momentos de la obra. Es más, la revisión del estado del arte de los debates teóricos sobre migración, identidades, fronteras y género que abordaremos en este capítulo constituyó, junto con las otras dos revisiones que detallamos en el Capítulo I, los pasos previos que orientaron la formulación de nuestra propuesta de investigación.

Debido a lo anterior, la manera como planteamos los ejes y perspectivas de investigación se interpela fuertemente por el campo de estudio sobre las movilidades humanas que, desde la globalización, ha despertado el interés de investigadores vinculados a las más diversas disciplinas. Todo nuestro trabajo dialoga con los conflictos y divergencias entre dos corrientes de este campo: la perspectiva transnacional de las migraciones y los argumentos provenientes de los estudios de los flujos de personas, conocimiento y mercancías en territorios transfronterizos. Puesto que situarnos y situar a quienes lean este texto es una más de las obsesiones de los autores, no podríamos dejar de ofrecer, entonces, una “cartografía” de cómo nos localizamos con relación a estas disputas, especialmente si consideramos que este conflicto argumental constituye un aspecto transversal de la obra: se notará en varios de los capítulos, influenciando nuestra tomada de posición.

Como quedará claro a lo largo del libro, los datos arrojados por nuestra experiencia investigativa nos llevaron a confrontarnos de forma particular con la perspectiva transnacional de las migraciones, enfoque que ha devenido hegemónico en la explicación de la experiencia migrante en el mundo globalizado. Si bien nos apoyamos en esta perspectiva, cuyos ejes teóricos sirvieron como orientación para explicar muchos de los fenómenos que observábamos en campo, en la frontera tacno-ariqueña encontramos particulares formas de vida –y, sobre todo, unas formas específicas de constituir la experiencia migrante femenina– que desafiaban los postulados “más clásicos” del transnacionalismo migrante.

En gran medida, esta disonancia teórica se vincula a razones de orden empírico. Responde al hecho de que la vida en las fronteras presenta formas y dinámicas diferentes de aquellas que experimentan los migrantes transnacionales provenientes del sur del mundo emigrados a las grandes ciudades del norte global, situadas a distancias considerables de las zonas fronterizas. Precisamente, fue la experiencia de estos migrantes en las grandes ciudades –sus vidas familiares, inserción económica, redes societarias, actividades políticas y prácticas culturales– lo que inspiró la construcción del concepto de transnacionalismo migratorio. Esta diferencia de orden empírico explica por qué los debates teóricos antropológicos sobre las fronteras se acercan a ciertos aspectos de la perspectiva transnacional, pero trayendo a la luz algunas de sus contradicciones argumentales y epistemológicas (Garduño, 2003). Por lo general, se viene hablando de los sujetos, comunidades y familias que circulan y viven en las zonas de frontera como “transfronterizos” y no “transnacionales”. Se reconoce con esta diferenciación que la vida fronteriza constituye los campos sociales entre países de una forma particularmente diferente a la que se observa con la articulación de las redes migrantes de larga distancia.

El presente capítulo se dedica a este debate. En el segundo apartado, ofrecemos una síntesis sobre las discusiones más estructurantes de la perspectiva transnacional de las migraciones, situando las categorías analíticas que pondremos en cuestión y a las que contrastaremos a lo largo del libro. Esto nos permitirá reflexionar, ya en el tercer apartado, sobre el concepto de identidades en contextos transnacionales y globalizados. En cuarto lugar, discutiremos la forma como el concepto de frontera se viene abordando desde los años 90 en la antropología, delimitando puntos de tensión que este plantea a la perspectiva transnacional. Finalmente, abordaremos los principales ejes de discusión en torno a la relación entre migración y género en las ciencias sociales desde la globalización.

Transnacionalismo migrante

A esta altura –tras casi treinta años del inicio de los debates sobre el transnacionalismo en los estudios de la migración, y frente a un proceso de renacionalización de las fronteras que destituye a la globalización como modelo hegemónico–, puede parecer excesivo insistir en ofrecer aclaraciones sobre cómo el concepto de migraciones transnacionales se viene aplicando en las ciencias sociales. Pero entendemos que el ejercicio de situar la categoría es necesario para la discusión que proponemos, en tanto buscamos indagar sobre su operacionalización específica en estudios de caso que refieren a mujeres migrantes que se desplazan en territorios fronterizos. Esto nos permitirá establecer los ejes de teorización a partir de los cuales llevamos a cabo nuestro trabajo de campo, y también nuestras reflexiones críticas sobre las fronteras en el siglo XXI. En este sentido, en un necesario gesto de sinceridad intelectual, partimos por evidenciar que la definición del transnacionalismo como fenómeno, y de las metodologías para trabajarlo, no constituyen un consenso académico (Besserer, 2004: 6; Bryceson y Vuorela, 2002: 11; Moctezuma, 2008: 30).

Según Glick-Schiller et al. (1992) –autoras a quienes podríamos atribuir haber reinventado el término, traspasándolo de la economía a los estudios migratorios (Gonzálvez, 2007: 11)–, los migrantes pasaron a experimentar, desde fines del siglo XX, contextos de globalización caracterizados por una revolución tecnológica de transportes y comunicaciones que abarató el coste de los viajes y posibilitó establecer contacto a tiempo real entre localidades distantes (Castells, 2007). Estos cambios posibilitaron que sujetos y colectividades constituyeran sus experiencias migratorias según patrones innovadores, repletos de vinculaciones imprevisibles, estableciendo, aumentando y densificando relaciones (familiares, económicas, sociales, organizacionales, religiosas) de manera binacional o multinacional; tomando decisiones y medidas, constituyendo su acción y afectos, y viviendo intereses que provocan una experiencia de conexión entre localidades distantes (Levitt y Glick-Schiller, 2004). Con ello, los migrantes articulan los denominados “campos sociales transnacionales”.

Esta última definición nos remite a Bourdieu, quien comprendía el campo “como una esfera de la vida social que se ha ido autonomizando de manera gradual a través de la historia en torno a cierto tipo de relaciones, intereses y recursos propios” (Manzo, 2010: 398). Los campos sociales serían cruzados por luchas y fuerzas tendientes a la transformación y, simultáneamente, a la conservación. Funcionan debido a que los agentes “invierten en él, en los diferentes significados del término, que se juegan en él sus recursos [capitales], en pugna por ganar” (Bourdieu en Manzo, 2010: 398). Ellos están, consecuentemente, atravesados por diferentes formas de capital –social, cultural, simbólico, económico– que los sujetos van apropiando de acuerdo con las posibilidades y limitaciones que sus posiciones sociales en este mismo campo condicionan (con relación a las jerarquías y estructuras de distinción).

Bourdieu usa el concepto para pensar las relaciones dentro de un espacio social dado. Pero la extrapolación de la categoría hacia la idea de “transnacionalismo” conlleva asumir que los migrantes están operando la renegociación de su asignación a los campos sociales de dos o más localidades (en dos o más países) simultáneamente. Esto implica que están entrecruzando, a partir de su agencia, los capitales de por lo menos dos campos. Por ende, los campos sociales transnacionales provocan una interconexión simultánea de las características contextuales (sociales, históricas, políticas y culturales) de las localidades a las que conecta (Glick-Schiller, et al., 1992). El transnacionalismo acarrearía, en este sentido, dos tipos de desplazamiento de los sujetos: uno referente a su trayectoria dentro del campo social de su país de origen; y otro referente a su trayectoria social en el campo de la sociedad de destino. Se trataría, así, de cruces de los límites internos y externos del grupo de origen, pero condicionado por “procesos de participación en ambas regiones o localidades (emisoras y receptoras)” que “no se dan de manera independiente ni sucesiva, sino de manera dependiente y simultánea” (Baeza, 2012: 48).

Diversos autores (Massey et al., 1993; Massey et al., 1994; Portes et al., 2002) han preconizado trabajar este campo migratorio transnacional enfocándose específicamente en cómo los migrantes articulan en él dos tipos de capitales: los sociales y los culturales. El capital social migrante, usualmente asociado a las redes migratorias, se define como “la suma de los recursos reales o potenciales que están vinculados a la posesión de una red duradera de relación más o menos institucionalizada de conocimiento o reconocimiento mutuos” (Bourdieu en Portes, 2000a: 45. Traducción propia). Las redes sociales migrantes transmiten información, proporcionan ayuda económica y prestan apoyo a los migrantes de distintas formas. Por consiguiente, ellas facilitan la migración, al reducir sus costos y la incertidumbre que frecuentemente la acompañan (Massey y Aysa-Lastra, 2011).

Esta red duradera no es naturalmente dada, tejiéndose a partir de estrategias orientadas a la institucionalización de las relaciones de grupo y puede definirse como: 1) las relaciones sociales de estos migrantes en sí mismas, cuando dan acceso al conocimiento y a los recursos de que disponen los miembros de la red; y 2) la cantidad y calidad de recursos (Portes, 2000a: 45). Además, el flujo de información y recursos es bi o multidirecciónal, fortaleciendo los lazos entre los distintos componentes de la red.

El capital cultural, a su vez, correspondería a los conocimientos y recursos incorporados por los migrantes y difundidos a través de sus redes. Según Bourdieu (2011: 214), se pueden distinguir tres estados del capital cultural: 1) incorporado, 2) objetivado e 3) institucionalizado. El primero de ellos, que nos interesa particularmente para los propósitos del libro, se vincula a la noción del habitus, relacionándose con la inscripción corporal de los conocimientos, prácticas y costumbres por parte de los sujetos y colectividades. Un estado que involucraría, en el contexto de nuestro estudio, nociones históricas de alteridad respecto al fenotipo (maneras corporales: hexis) o las construcciones ideológicas de raza sobre las migrantes peruanas, ya sea por su condición “ontológica/nacional”, u otras asociaciones conceptuales entre su identidad y las prácticas culturales que ellas protagonizan cotidianamente en Arica (actitudes o apreciaciones morales: ethos) (Bourdieu, 1991).

Por otro lado, autores como Besserer (2004) piensan esta vinculación entre conocimientos y redes migrantes, concibiendo a las trayectorias subjetivas y comunidades transnacionales desde perspectivas espaciales menos materialistas. Esto los lleva a desplazar el foco hacia la construcción de “topografías transnacionales”, dando centralidad al imperativo de representar la espacialidad de las comunidades y sujetos basándose “no en la distancia que las separa, sino en la densidad y frecuencia de las prácticas comunitarias que les acerca” (Besserer, 2004: 8).

Pero tanto las lecturas que se inclinan a concepciones más literales del espacio como aquellas que dan preferencia a las lecturas menos materialistas, asumen que la generación del campo social transnacional resulta, a la vez que es la causa, de una experiencia social de simultaneidad: un estar en origen y destino al mismo tiempo, reconfigurando con ello los espacios locales de los países que reciben a los migrantes y de aquellos que los emitieron. A través de esta experiencia, los migrantes desbordan en los espacios de recepción unas formas, experiencias, olores, sabores y maneras de ser que fueron (espacialmente) producidas en sus localidades de origen (Levitt y Glick-Schiller, 2004). Esta perspectiva asume que el transnacionalismo actúa como el motor de una globalización “desde abajo” (Portes et al., 1999; Portes, 2003)2, que resulta de la agencia económica, política y sociocultural de grupos o sujetos que, cotidianamente, y quizás sin pretenderlo, subvierten aquellos designios del proyecto nacional que pregonan el establecimiento de límites rígidos entre territorios.

Obsérvese especialmente que, al mismo tiempo en que aboga por el reconocimiento de esta forma de agencia migratoria, el transnacionalismo sedimenta la noción de que los procesos económicos globales y la continua persistencia de los Estados-nación como inscriptores de pertenencias siguen conectándose con las relaciones sociales, acciones políticas, lealtades, creencias e identidades de los migrantes en su vida cotidiana (Glick-Schiller et al., 1992). Por ello, el transnacionalismo se superpone conceptualmente con la definición de globalización (Stefoni, 2014: 43-44), aunque siempre enfatizando, en términos teóricos, la dimensión política de las restricciones que, más allá de toda circulación migratoria posible, no han cesado de existir.

En esta última línea, Kearney (1995: 548) subraya el contenido político del término, apuntando que el transnacionalismo fija la atención del investigador a los proyectos político-culturales de los Estados-nación. Esto en la medida en que los mismos buscan hegemonizar procesos con otros Estados, con sus propios ciudadanos y con sus “aliens”. Bloemradd et al. (2008), complementariamente, consideran que la condición transnacional de los migrantes desafía las políticas estatales y los principios de derechos de ciudadanía, fundamentándose estos últimos en marcos jurídicos que definen la movilidad humana como “contenida” por las fronteras del Estado. Ante este argumento, Garduño (2003: 26) expondrá la necesidad de cuestionar constantemente “la celebración del transnacionalismo” desde la cual se deja de contemplar la influencia estatal en las fronteras nacionales, cayendo en una perspectiva poco cercana a la realidad (a la que aludimos con la expresión “transnacionalismo metodológico” en el Capítulo I).

Identidades (trans)nacionales y configuraciones culturales

En lo que se refiere a la constitución de las identidades, la perspectiva transnacional apunta a que existe una diferencia entre las formas de “ser” y “pertenecer” experimentadas por los migrantes (Levitt y Glick-Schiller, 2004). El campo social en que ellos se desenvuelven contiene las relaciones y prácticas sociales específicas de las que son parte los sujetos. Pero las identidades y “formas de ser” derivadas de estas prácticas son relativas: dependerán de las disposiciones que los mismos migrantes escogen, asumen o reciben (a veces impositivamente) en sus entornos sociales y en el proceso migratorio. Las “formas de pertenecer”, a su vez, refieren específicamente a aquellas actividades y relaciones que buscan la actualización de la identidad mediante el ejercicio práctico (material y simbólico) consciente de los grupos sociales. Consecuentemente, la experiencia de los migrantes en el campo social transnacional les impulsa a moverse situacionalmente entre posicionamientos del “ser” y del “pertenecer”. Esto apunta la imposibilidad de conceptualizar la experiencia migratoria a partir de categorías dicotómicas (Gonzálvez y Acosta, 2015: 126): la compresión espaciotemporal que caracteriza a las relaciones transnacionales desautoriza encasillar a los migrantes a partir de bipolaridades reduccionistas –como “permanentes o de paso”, “residentes o temporales”– (Glick-Schiller et al., 1992).

Tensionando este debate desde otras referencias, diferentes autores han reflexionado sobre el rol que cumple el Estado-nación en el escenario global trasnacionalizado, concordando casi siempre en su eficacia como institución generadora de desigualdades y, también por ello, de identidades (Grimson, 2000, 2005, 2003, 2011; Segato, 1999). Kearney (2003: 49) comprende al Estado como facilitador en la reproducción de la diferenciación social y cultural en el interior de la nación, lo que tiene por efecto perpetuar su (frecuentemente imaginaria) unidad constitutiva. Grimson (2005: 5) señala el rol dominante del Estado como árbitro del control, violencia, orden y organización para aquellos cuya identidad está siendo transformada por fuerzas mundiales. Fábregas (2012) sugiere caracterizarlo como un planificador territorial expansivo, un intermediario en el proceso de globalización (al que entiende como colonizador).

Segato (1999), atenta a estas constataciones y discutiendo con mucha lucidez las problemáticas nacionales en los países de América Latina, reivindicará la necesidad de otorgar centralidad analítica a la construcción social de la nación para pensar tanto las migraciones como los demás fenómenos potenciados por el capitalismo acelerado en la región. Señalará que, desde la globalización, se ha generado una tensión entre los enfoques de investigación que explicitan la unificación de los modos de vida (producto de la internalización de bienes de consumo), y aquellos que enfatizan la creación de nuevas heterogeneidades (nacionales o no)3.

Cambiándole el foco a la cuestión, su argumento reafirmará la condición estructurante del Estado como el interlocutor válido para la construcción de la nación en los procesos de etnogénesis desencadenados por la globalización (entre los cuales la migración ocupa un papel privilegiado). Considerará, simultáneamente, que en el marco de los ejercicios estatales de delimitación de las diferencias nacionales (identitarias y de otros órdenes), la invención de las fronteras constituye un acto particular y primordial. No obstante, también considera que las distinciones y el establecimiento de los límites entre países son influenciados por procesos históricos precedentes. Por ejemplo, las relaciones establecidas en el sistema mundial capitalista, las cuales generan asimetrías entre el centro y la periferia. O las propias diferenciaciones internas de cada nación, derivadas de las aplicaciones particulares del poder de los grupos sociales desde tiempos coloniales4. Postulará, entonces, que cualquier análisis sobre la constitución de las identidades en contextos transnacionales o globalizados obliga a contrastar los contextos de desigualdad producidos por el poder localizador de los Estados-nación. Cuestión que implica, además, considerar seriamente la relación entre los Estados periféricos y centrales; entre los grupos de interés y el Estado-nación; entre grupos de interés en origen y destino; y entre las partes y el todo, identificando las líneas de fractura entre todas estas dimensiones (Segato, 1999: 120).

En otras palabras, la identidad nacional se construye a partir de la sustantivación contextualizada de asimetrías locales y globales, de larga duración, que se jerarquizan al interior de la sociedad nacional (Segato, 1999: 117). Esto dota la construcción de las identidades de unos matices que variarán en los diferentes contextos nacionales de recepción de la migración internacional: lo global no sustituye lo local, sino que lo local toma lógicas globales (Larraín, 2001: 45). Las identidades, tanto de los nativos de las comunidades de destino como las de los migrantes, se tensionan, evidenciándose así que su proceso constitutivo es ontológicamente dinámico y dialéctico (García Canclini, 1989; Levitt y Glick-Schiller, 2004). Así, pese a que es frecuentemente reivindicada como “una cuestión cultural”, la identidad nacional es un fenómeno intrínsecamente político (Grimson y Semán, 2005). Repárese, por otro lado, que la idea de que estas formaciones de lo nacional poseen un carácter histórico conlleva asumirlas como particulares, vinculadas a las formas de construcción de cada contexto. Por ello, antropólogos sudamericanos como Grimson (2011) apostarán a un enfoque contextualista que pretende captar la experiencia social tanto desde sus macroestructuras políticas y económicas, como a partir de las variaciones y particularidades entregadas por los contextos sociales, culturales e históricos localizados. La categoría que Grimson (2011) usa para delimitar esta particular formación contextual de procesos es la de “configuración cultural”.

Las configuraciones culturales constituyen el “marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulaciones complejas de la heterogeneidad social” (Grimson, 2011: 172). Incluyen, además, los campos de posibilidad de este marco compartido: las prácticas, representaciones e instituciones que efectivamente existen o que son posibles (hegemónicas o contrahegemónicas) en un espacio social determinado. Si bien son radicalmente heterogéneas, devienen en una suerte de totalidad (habiendo algún nivel de interrelación entre sus partes componentes). Por lo mismo, están dotadas de una trama simbólica común (que puede incluir significados conflictuados), compartida por los individuos y sectores sociales que las integran (Grimson, 2011: 172-174). El concepto contempla, así, que los sujetos tienen algún espacio de acción frente a las condiciones estructurales y supone una teoría del conflicto, asumiendo que el contexto local se construye desde la confrontación (entre la legitimación y la transformación).

Sobre la construcción de una idea de nación o de la identidad nacional, Grimson (2011) asume la premisa de que los grupos sociales se encuentran en relación, y que la identidad no puede construirse de otra forma que no sea delimitando lo que es “uno” y lo que es “otro”. La identidad sería, entonces, un proceso relacional y dialéctico. Comparte, así, las críticas de los enfoques constructivistas sobre la construcción histórica y social de la nación. Sin embargo, avanza en las ideas sobre cómo se construye este proceso relacional, reafirmando la importancia de los Estados en él. El ejemplo más claro sería la persistencia de estos en los mecanismos de control de las fronteras, un ejercicio que parece reforzar no solamente la presencia, sino la existencia misma de las entidades estatales (Grimson, 2011: 114).

Es posible afirmar, entonces, que esta perspectiva antropológica crítica producida desde contextos sudamericanos complementa el argumento sobre el transnacionalismo migrante. Esto en cuanto contempla que la construcción de identidades nacionales no solo se conformaría desde lo imaginado: ella requiere de un sustrato que permita identificar a los sujetos entre sí (Grimson, 2011: 167). La experiencia, como una expresión del contexto social, cultural, político y económico, rebosante de significado, y la historia compartida que se va sedimentando en esta experiencia, serían los sustratos que permiten reforzar esta identidad. Así las cosas, la comprensión de los procesos de conformación de las identidades nacionales (especialmente en lo que se refiere a la experiencia migratoria), nos obliga a devolvernos al espacio local (Grimson, 2011: 116). Precisamente, a aquello que definimos en el capítulo anterior como las “situaciones sociales”.

Es llamativo que tanto Segato (1999) como Grimson (2011) pongan énfasis en las fronteras como lugar determinante para estudiar los procesos de construcción de la identidad, alegando que en ellas se experimentan las porosidades, conflictos y contactos entre los grupos sociales pertenecientes a uno u otro Estado-nación; y la tensión entre flexibilización y reificación de las construcciones identitarias. En la antropología anglosajona, las investigaciones sobre las fronteras están íntimamente ligadas a las perspectivas teóricas sobre la migración (Garduño, 2003) y vienen atestiguando, desde fines del siglo XX, una importante intensificación de la fluidez fronteriza en términos de símbolos, personas y mercancías (confrontando con esto los postulados soberanistas que teorizan dicotomías inamovibles entre espacios nacionales colindantes) (Garduño, 2003: 17). En América Latina, no obstante, la antropología de corte crítico propone reinterpretar esta fluidez fronteriza, asumiendo estos territorios como espacios de condensación donde se confrontan tanto las distinciones propias de los Estados nacionales (límites soberanos, diferenciaciones culturales, conflictos y estigmatizaciones) como los elementos compartidos por sobre los mismos límites (vinculaciones que remiten a la experiencia cotidiana de las gentes en su incidencia y cruce entre-fronteras) (Grimson, 2005)5.

Fronteras

Aquí habría que hacer una breve digresión para explicitar cómo, en los primeros trabajos dedicados al debate sobre las comunidades migrantes transnacionales, las fronteras se convierten, contradictoriamente, en un elemento crucial, pero invisibilizado. Crucial, porque el acto de atravesar fronteras se asume como el estopín (o como parte fundamental) del proceso que dota al sujeto migrante de transnacionalidad. Invisibilizado, porque gran parte de los estudios priorizó trabajar las comunidades migrantes en grandes centros urbanos del norte global, que están lejanos a las fronteras. Con esto carecen de una problematización suficiente sobre cómo las zonas fronterizas son productoras de experiencias de movilidad humana que (re)configuran lo nacional. En síntesis: las investigaciones sobre migraciones transnacionales han partido por enfatizar las fronteras, pero sin estudiar las zonas fronterizas. De hecho, muchos investigadores pasaron a usar la noción de “cruce fronterizo” como una metáfora para entender el tipo de desplazamiento social, cultural, político e identitario que los migrantes viven en las localidades de destino. Así, el transnacionalismo alude a la frontera, pero sin hacer de ella un eje prioritario de análisis.

La problematización sobre el papel de las zonas fronterizas vendría de la mano de investigadores que, trabajando en estos territorios, empiezan a generar categorías particulares para pensar el tipo de interconexión entre Estados-nación y localidades que nacen, precisamente, de los desplazamientos en estas áreas. Gracias a sus trabajos, las Cross-Border Regions [regiones transfronterizas], situadas en la confluencia de dos o más espacios nacionales (Perkmann y Sum, 2002), emergieron como ejes centrales para la investigación (Campos y Odgers, 2012). Se pasa a discutir estas zonas como territorios condensadores de fenómenos multiescalares (Sum, 2003), que desafían las ideologías fundantes del Estado-nacional: la separación (étnica, fenotípica, cultural) entre los “unos” y los “otros” y la limitación espacialmente demarcada de aquello que pertenece a la nación (Kearney, 1991). Estos investigadores han dado cuenta tempranamente que estas tensiones no redundarían en un cambio idílico del escenario de divisiones entre países: ni en la globalización, ni después de ella (Wilson y Donnan, 1998: 1).

Atentos a las dialécticas en la frontera (Wilson y Donnan, 1998: 3) –entre movilidad y restricción; legalidad e ilegalidad; pertenencia y desarraigo–, antropólogos anglosajones pasaron a teorizar los espacios fronterizos a partir de la tensión entre sujeto, historia y cultura ya desde los 90 (Grimson, 2003: 15). Kearney (2004), por ejemplo, reproduciendo el argumento de Wilson y Donnan (1998: 9), sostuvo que los territorios fronterizos están cruzados por tres dimensiones políticas constitutivas de su espacialidad: las fronteras literales, materializadas como demarcaciones político-territoriales; las identidades, cruzadas por las variables etnia, clase y nacionalidad; y los regímenes políticos, entidades oficiales y no oficiales encargadas de trazar y hacer respetar los límites político-identitarios. Las fronteras serían, entonces, espacios plurales donde los Estados-nación actúan estructuralmente, mientras que los sujetos también actúan resignificando y negociando la jerarquización clasificatoria del Estado (Brenna, 2011: 12).

Los antropólogos que trabajan territorios fronterizos sudamericanos han seguido estas reflexiones dialécticas. Grimson (2000: 28), por ejemplo, señaló que la porosidad de las fronteras “no implica necesariamente una modificación de las clasificaciones identitarias y autofiliaciones nacionales. Más bien, es sobre la existencia de la frontera que se organiza un sistema social de intercambios entre grupos que se consideran distintos”. Así, el que la gente cruce fronteras no conlleva su desaparición (Cardin, 2012). Las asimetrías jurídicas, políticas, económicas e identitarias entre las naciones colindantes, aceleradas por la globalización, provocarían la emergencia de prácticas sociales que buscan beneficiarse de estas diferencias, producto de la liminalidad entre lícito e ilícito y entre pertenencia y desarraigo (Grimson, 2005). Estas prácticas usan la circularidad transfronteriza para lograr beneficios e intereses.

Esta consideración nos obliga a distender el propio concepto de “migraciones”, para abarcar a procesos de movilidad y bi-residencialidad transfronterizos que se asemejan más a una lógica circular que a una migración que busca establecerse o fijarse en el espacio. Reflexiones como estas sedimentaron la noción de que la condición fronteriza altera la manera como la acción de personas o grupos sociales, y las características macroestructurales del contexto, se engendran en la construcción de “lo local” implicando, a su vez, procesos de mutua conformación con fenómenos “globales” (Kearney, 1995; Perkmann y Sum, 2002). Esta doble relación es inherentemente dialéctica (Kearney, 1991, 1995) y problemática (Agnew, 2008: 175), articulando en las fronteras cambios “en los horizontes temporales (como el tiempo-comprimido y el tiempo-memoria de las naciones) y en escalas espaciales (como las escalas global, regional, nacional y local)” (Sum, 2003: 208. Traducción propia).

En los años 2000, la sociabilidad dialéctica articulada en las zonas fronterizas fue asumida por los investigadores anglosajones como una excepcionalidad que justificaba que los grupos sociales y familias en estos territorios recibieran una denominación propia: “comunidades transfronterizas”. Pero ya a partir de 2010, el término ha ganado una nueva relevancia en los debates sobre las experiencias de movilidad post-globalizadas. En el marco de un posicionamiento crítico en abierta oposición a los usos más establecidos del concepto de transnacionalismo, se viene proponiendo la categoría “comunidad transfronteriza” como una alternativa a ser empleada incluso en los debates sobre migrantes que no viven en espacios de frontera:

Dado que la mayoría de los procesos de migración e inmigración implican históricamente el cruce de las fronteras étnicas, raciales, culturales, coloniales, regionales y estatales, así como de las fronteras nacionales, el concepto de transfronterizo es más amplio que “transnacional”, el cual enfatiza aquellas fronteras controladas por el Estado y centra al Estado-nación como la principal entidad con la que los migrantes interactúan (Stephen, 2012: 456. Traducción propia).

El argumento central de este debate sobre las comunidades transfronterizas afirma que ellas constituyen realidades condensadoras de las contradicciones, paradojas, diferencias y conflictos de poder entre el capitalismo contemporáneo global y los Estados-nación; y que las prácticas locales de estas comunidades constituyen un entramado disruptivo de las asimetrías globales (Álvarez, 1995: 447). Stephen (2012: 473) enumera algunos puntos definitorios de estas particularidades de las comunidades transfronterizas a los que enuncia como “en tensión” con la definición de comunidades transnacionales.

El primero se refiere a que se trata de comunidades con trayectorias históricas y actuales muy complejas, lo que demanda el uso interconectado (sofisticado, dice) de diversas herramientas analíticas. El segundo se refiere a que, en los estudios transnacionales, se enfatiza la acción de individuos conectados entre sí a través de la migración hacia espacios lejanos, reproduciendo así formas de “nacionalismo de larga distancia” que son centrales en la conformación de la comunidad migrante (Stephen, 2012: 473). En las zonas transfronterizas, sin embargo, formas muy diferentes de construir la conexión entre sujetos y comunidades tienen lugar y, desde allí, habría que abandonar visiones etnocéntricas que sobre-enfatizan al individuo, para dar más énfasis a las redes familiares, sociales, políticas. En tercer lugar, la transfrontericidad provoca una experiencia de simultaneidad entre espacios nacionales mucho más radical que la migración transnacional de larga distancia, provocando, al mismo tiempo, una interacción más intensamente radical entre elementos constitutivos de la interseccionalidad de los sujetos en el campo social. Las comunidades transfronterizas:

Son capaces de construir conexiones en múltiples espacios a la vez y pueden construir, mantener y reelaborar identidades que incorporan formas dispares de relaciones raciales, étnicas, regionales, nacionales, de género y de parentesco. Esta discusión ha buscado específicamente desmantelar la homogeneidad del nacionalismo proyectado a través de las fronteras y destacar la importancia de las historias regionales del colonialismo y las jerarquías raciales, étnicas y de género vinculadas a esta historia (Stephen, 2012: 473. Traducción propia).

La historicidad –de lo nacional, de lo regional y de lo local– es tanto más compleja entre las comunidades fronterizas y, por tanto, requiere una visión muy refinada sobre las heterogeneidades constitutivas de los grupos sociales en el espacio local. Es imposible no notar cómo el argumento antropológico anglosajón se viene acercando, entonces, a aquellas reflexiones desarrolladas una década antes por antropólogos sudamericanos como Segato y Grimson. La crisis que la globalización provocó a las concepciones modernas de Estado-nación derivó en un reforzamiento, protección y represión social, los cuales fueron magnificados en ciertas zonas transfronterizas y específicamente a aquellos Estados que mantuvieron conflictos bélicos con sus vecinos circundantes. Este escenario ha provocado, desde los atentados de las torres de Nueva York en 2001, la creación de dispositivos para influir en la vida diaria de los habitantes transfronterizos, desconociendo y anulando la historia o tradiciones locales comunes que comparten las naciones limítrofes (Grimson, 2005). Asimismo, se identifica que esta tendencia dio origen a otra: el control de los flujos migratorios que transitan por las fronteras (Grimson, 2005). Lo anterior se ampara en el discurso de “seguridad” de los Estados, que defiende que, tras la globalización, urge la necesidad de redefinir sus territorios y los principios de pertenencia de su población (como, por ejemplo, la cultura popular nacional) (Kearney, 2004).

Stephen hace hincapié en que la visión sincrónica, que el argumento transnacional muy a menudo reproduce, no puede ser aplicada a las comunidades fronterizas. Debido a esta complejidad histórico-regional-local, Márquez y Romo (2008: 1) afirman que las zonas de frontera son espacios donde las familias, comunidades y sujetos negocian identidades mientras interaccionan situacionalmente, de manera intensa, con dinámicas políticas, económicas y sociales macro-escalares. Finalmente, Stephens (2012: 473) propone que el estudio de comunidades transfronterizas debe ser construido a partir del análisis sobre los diversos cruces de frontera que sus miembros realizan y experimentan –tanto de las fronteras literales como de las metafóricas–. La comprensión de cómo los sujetos logran llevar a cabo estos cruces nos permitiría, dice, comprender el tipo de agencia que las personas pueden personificar frente al Estado-nación:

Una imagen de múltiples capas, históricamente compleja y contemporáneamente rica de todas las fronteras que los migrantes cruzan y llevan consigo en múltiples situaciones y lugares proporciona un sentido de los contrapesos que existen al poder de los Estados-nación para imponer fronteras legales y físicas en la vida de las personas; para controlar policialmente sus propias fronteras en cualquier momento o lugar, y para mover por la fuerza y eliminar a los que están excluidos (Stephen, 2012: 473. Traducción propia).

Como ejemplifica la historia de Rafaela, las comunidades transfronterizas estarían caracterizadas por la interseccionalidad de formas diversas de frontera que, no obstante, son desafiadas circunstancialmente –de acuerdo con las posibilidades históricas del contexto–, por sus integrantes.

El género en el transnacionalismo

Pero, ¿estamos realmente en condiciones de afirmar que la experiencia fronteriza de las familias, sujetos y redes sociales les otorga una diferencia radical en relación con las comunidades migrantes que han recibido el sello de “transnacionales”? ¿Estamos en condiciones de plantear la inadecuación del concepto transnacionalismo migrante en las zonas de frontera? Estas interrogantes son especialmente relevantes, porque la teoría transnacional también nos ofrece elementos críticos que permiten redimensionar los “puntos ciegos” del debate sobre las zonas fronterizas. Entre estos puntos, nos interesan particularmente tres.

El primero refiere a la presión analítica que recae sobre la reformulación del concepto de sociedad (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 61). La perspectiva transnacional explicita que la forma como hemos pensado las instituciones sociales –la familia, la ciudadanía y el Estado-nación– requiere una atenta revisión (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 61; Gonzálvez y Acosta, 2015: 126-128). Esta revisión, efectivamente, se ha venido realizando en los últimos años, pero su operacionalización ha demandado asumir una perspectiva de género que, tanto las teorías sobre la migración como aquellas sobre las fronteras invisibilizaron durante buena parte del siglo XX (Gonzálvez, 2007; Hondagneu-Sotelo, 2000).

El segundo punto se refiere, entonces, al llamado que la perspectiva transnacional hace en favor de dar centralidad al protagonismo que las mujeres han asumido en los procesos de transnacionalismo de los sujetos, colectivos e instituciones migrantes. Esta invisibilidad del papel de las mujeres es especialmente controvertida en contextos sudamericanos, debido al relevante rol que ellas desempeñan en los colectivos migrantes de diferentes países (Martínez, 2003, 2009). Son ellas quienes inician el proceso de desplazamiento internacional que movilizará a sus comunidades de origen, actuando como los puntos nodales de unas redes sociales que tienden a transnacionalizarse progresivamente (Alicea, 1997).

Aunque discreta en la primera década del siglo XXI, entre 1990 y 2000 la feminización de las migraciones se generalizó en América Latina, estando asociada a dinámicas económico-políticas globales (Mora, 2008). Desde 1980, las reformas neoliberales en Latinoamérica provocaron un desempleo masivo asociado con la precarización de condiciones laborales en general. Debido a la persistencia de patrones patriarcales, se reproduce una división social del trabajo en la que el hombre se encarga del recurso económico (actuando en el mercado productivo), mientras la mujer se hace cargo del cuidado del núcleo familiar (Sorensen y Vammen, 2014). El desempleo generalizado deviene en la incapacidad de los hombres de atender a esta expectativa social. Con esto, el proceso de ruptura de las familias (con el abandono del hogar por parte de la figura masculina) se incrementó entre los sectores sociales más pobres y de clase media baja, incrementando el porcentaje de mujeres que asumirán solas las tareas productivas y reproductivas. En diferentes naciones de América Latina, incluyendo a Perú, país de origen de las migrantes que son protagonistas de nuestro estudio, esta doble responsabilidad constituyó un incentivo central a la migración femenina internacional. Esta circunstancia se vio reforzada por los cambios económicos producto de la globalización asimétrica entre las diferentes regiones (Mora y Montenegro, 2009; Tijoux 2007). Paralelamente, en las sociedades destino, existe la necesidad de mano de obra de bajo costo económico para la reproducción del trabajo doméstico, para llevarse a cabo aquellas tareas antes realizadas por las mujeres nativas quienes, debido a su entrada al mundo laboral y su sobrecarga de funciones domésticas y familiares, pasan a demandar trabajadoras que les sustituyan en estas actividades (Mora, 2008; Sassen, 2003).

Cuando empezaron a articular familias, grupos y comunidades organizadas sobre diferentes territorios nacionales (Sorensen, 2008) a través de su propia migración, las mujeres globalizaron sus localidades (Freeman, 2001), reinventaron los procesos de crianza de hijos/as, y también de cuidados al interior de las familias (Aranda, 2003; Hondagneu-Sotelo y Ávila, 1997). Todo esto no solamente se confirmó, sino que además se configuró de forma aún más intensa en territorios fronterizos como Tacna y Arica. Por otro lado, su protagonismo en la movilidad familiar también implica que las migrantes asumirán el papel de motor de una actividad económica (Hondagneu-Sotelo, 2000), que impactará en la manera como las familias se constituyen, específicamente en las relaciones maritales y el papel social atribuido a abuelos/as, tíos/as y amigos/as. Por lo general, la inserción socioeconómica de las mujeres en el mundo post-globalización reordena a escalas globales los sistemas de explotación y las jerarquías de género (Mills, 2003).

El género es, en términos teóricos feministas, la construcción cultural de la diferencia biológica entre lo masculino y lo femenino (Lamas, 1999: 147), cuestión que también es estructurada a través de un campo conflictivo, activando procesos de dominio que repercuten tanto sobre las mujeres como sobre los hombres, generando disputas simbólicas que dan forma y contenido a las diferencias, inclusiones y exclusiones que se jerarquizan (Mills, 2003: 42). Un juego dialéctico entre identidades que es ontológicamente relacional (Butler, 2011: 39). Asumir la dimensión dialéctica de las identidades de género implica reconocer su incompletud constitutiva: lo masculino determinándose a partir de lo femenino y viceversa (Butler, 2011: 39).

No obstante, esta incompletud no destituye los mecanismos de dominio simbólico que determinan una hegemonía de lo masculino en cuanto discurso, performance e incorporación de las formas sociales de poder. Todo lo contrario: son parte de su configuración ontológica. De ahí que las desigualdades de género operen simultáneamente como sistemas de significados y sentidos dominantes. Ellas forman relaciones sociales estructuradas –a modo de roles, prácticas, posibilidades de tránsito y/o de permanencia– en espacios sociales, siendo vividas por las personas como procesos componentes de su sentido de personalidad. A este conjunto de factores de diferenciación social derivado de la dimensión simbólica de las relaciones entre hombres y mujeres, los denominamos “mandatos de género”. A través de los mandatos, la adscripción de género produce una articulación entre la dimensión estructural social (a niveles locales y globales) y la composición de la agencia (sea ella individual, colectiva o comunitaria) (Mills, 2003: 42).

Pero esto no es todo. Las mujeres son atravesadas, en realidad, por la interseccionalidad de elementos de marginación, lo que las hace vivir procesos de condensación de las desigualdades sociales6. Ellas experimentan la superposición de factores excluyentes vinculados a su adscripción étnica, de clase, de edad (Crenshaw, 1991: 1244), y de pertenencia nacional (añadiríamos al argumento de Crenshaw), que alterarán sus posibilidades de acceso a derechos y a los recursos (en el sentido amplio del término). Esto porque se compaginan dichas características con su condición de subordinación de género en contextos globalmente patriarcales, machistas y androcéntricos. Esta experiencia de la interseccionalidad de factores excluyentes, que es vivida por las mujeres migrantes (en las áreas fronteras y más allá de ellas), define sus espacios, derechos y posibilidades de incorporación social. Pero lo hace conjugando dos experiencias fronterizas simultáneas: la de pertenecer al “género otro”, y la de desafiar a las fronteras del Estado-nación. Aquí, una vez más, aludimos a la experiencia de Rafaela, quien parece ilustrar integralmente este proceso de condensación de factores interseccionales de marginación social y de reproducción de mandatos de género.

Reconociendo esta dimensión femenina de la globalización, el estudio del proceso de transnacionalización migratoria ha fomentado cierta perspectiva empírico-epistemológica que visibiliza la complejidad de las desigualdades de género. Pero este es un debate que, hasta hace una década y media, había ganado menos protagonismo en los estudios sobre las fronteras. Es posible afirmar que la naturalización epistémica de las fronteras en cuanto territorios masculinos conectados al patriarcado normativo, ha jugado una muy mala pasada a la forma en que estos espacios han sido teorizados, provocando una invisibilización de lo femenino en estas zonas.

Esta invisibilización ha empezado a retroceder gracias a la persistente actuación de las teóricas “chicanas” (como Gloria Anzaldúa), migrantes mexicanas que, desde universidades de Estados Unidos, vienen haciendo un gran esfuerzo por visibilizar académica y políticamente la centralidad de la cuestión de género y la reproducción de la violencia machista, masculina y militar en los territorios fronterizos entre dicho país y México. No obstante, aún queda pendiente expandir estos debates hacia otros territorios fronterizos de América Latina, espacios donde la cuestión de género y la centralidad femenina en los desplazamientos familiares y comunitarios han recibido menos atención relativa que los temas macroeconómicos, políticos o judiciales.

Retomando el debate que abre este capítulo, la división categórica tajante entre lo transnacional y lo transfronterizo nos parece improductiva en términos explicativos cuando se trata de abordar la vida de las mujeres que cruzan fronteras. Más que seguir la corriente a estas maneras de denominar los fenómenos –aceptando con esto que la circularidad fronteriza no puede entenderse como migración transnacional–, habría que indagar si esta división es realmente coherente con los estudios de caso que llevamos a cabo junto a mujeres migrantes cuyas actividades se articulan en zonas de frontera, y en qué medida lo son.

Estamos, entonces, en condiciones de explicitar que, al hablar de las mujeres peruanas en Arica como “migrantes”, y no solamente como “transfronterizas”, lo hacemos desde nuestra propia posición crítica con relación a este debate. En nuestro trabajo de campo, observamos que muchas de las experiencias de las mujeres peruanas que residen del lado chileno (en Arica), coinciden con las descripciones más frecuentes de “prácticas sociales transnacionales”, solo difiriendo de ellas en algunos aspectos referentes a la frecuencia e intensidad de contactos entre miembros de las redes y familias migrantes; y no en la manera como estas redes se estructuran. Pero también es cierto que encontramos en la frontera otras experiencias que no tienen parangón con aquello que se describe en la migración transnacional en el norte global. En síntesis: el que en la frontera se produzcan formas de vida particulares no implica que en ella no existan redes y relaciones que podemos encontrar en otros espacios de recepción migratoria.

Estos debates ganarán claridad argumentativa en la medida en que vayamos retomando las escenas, relatos e historias recopiladas en la investigación. En el capítulo que sigue, les invitamos a dar inicio a este proceso y conocer Arica desde nuestra peculiar perspectiva diacrónica.

1 Parte de los debates que desarrollamos aquí fueron publicados previamente en Guizardi, López et al. (2017) y Guizardi y Nazal (2017) y Guizardi, Valdebenito et al. (2018).

2 A su vez, el “trasnacionalismo desde arriba” se encuentra caracterizado por ser promovido por corporaciones financieras y empresariales, agentes políticos locales, nacionales o transnacionales (Portes et al., 1999).

3 En esta última perspectiva se enmarca, desde el punto de vista de Segato, la idea del transnacionalismo migrante, que subraya cómo franjas de poblaciones o de bienes culturales atraviesan fronteras nacionales, estableciendo nexos donde antes no los había (Segato, 1999: 115).

4 Sobre esto, propone que el ejercicio de unificación de los Estados en América Latina provocó fracturas al interior de sus sociedades. Denomina formaciones sociales nacionales al entramado de conflictos que emergen de este contexto de construcción de una “esencia” nacional en cada país. Las comprende como construcciones con un carácter histórico, pues su desarrollo no es innato ni al azar: va adquiriendo significación en la medida en que los distintos grupos y el Estado se van relacionando. Las formas de otrificación y racialización (de los “otros” internos y externos a la nación) se constituyen en este proceso, originando así los paradigmas de lo étnico en el marco nacional. Este segundo elemento materializa la formación nacional de alteridad, es decir, las formas específicas a través de las cuales las naciones engendran una distinción identitaria interna que reifica (asimétrica y violentamente) una identidad nacional esencialista (y hegemónica) “que se deriva de esa historia y hace parte de esa formación específica” (Segato, 1999: 124).

5 Así, el “debilitamiento” del Estado con la hegemonía de las políticas neoliberales se daría en campos específicos de la actuación estatal (tal como en la protección social), recrudeciéndose dialécticamente en lo que se refiere a la protección fronteriza (Grimson, 2005). Por ello, más que un espacio de interés investigativo en sí mismo y en lo que se refiere a las migraciones, las fronteras serían una herramienta para comprender las relaciones de poder y de alteridades en el sistema mundial neoliberal.

6 La categoría “interseccionalidad” alude al debate de las feministas negras, en especial a Crenshaw (1991), en su apreciación de que las marginaciones de género sufridas por las mujeres deben ser leídas junto a otras variables.

Des/venturas de la frontera

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