Читать книгу El atajo - Mery Yolanda Sánchez - Страница 7

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TRES

La hora indicada. Su inicio o su fin. Salgo al aeropuerto. La noche aún no concluye y ya estoy en Palmira. Algo pesa, no logro darle nombre. Dos horas después, en Cali, en casa de una amiga. Dentro de mí, cientos de lobos asustados. Pasa el día en reencuentros inesperados. Unos ven mi viaje como un paseo, otros ofrecen los mejores deseos para la travesía. Al atardecer, en la altura de San Antonio, la ciudad abre sus lucecitas; nosotros, una botella de vino. Yo, en salto sin garrocha, ya había caído al centro del Mar Pacífico.

Al día siguiente, de nuevo en la terminal, rumbo al aeropuerto. En la mitad del recorrido, un retén. El interrogatorio de rigor. La tocadita, por si las moscas. Los ropajes revueltos y ellos se suben al campero y, gracias, ya pueden irse. Un paisaje oscuro. Caen gotas de lluvia y el colectivo se desliza raudo. De pronto, una sirena. Frente a nosotros una patrulla y, por favor, una requisa, y otra vez: Abran las maletas. Somos sospechosos por vacilantes, por perplejos en el abrir y cerrar de las valijas. Pasajeros que se aventuran cada uno en su tarea, algunos en la cuerda rota del destino.

¡Vaya con Dios, sea fuerte, firme! ¡Y no rompa la fila sin permiso!, gritan las madres a los que van a defender la formación. La inquebrantable línea fija. Después recogen una medalla en una bolsa negra. No hay preguntas, solo una foto y, en el vestido, una pena que enorgullece. La rutina se repite en tres horas para gritar, siete para llorar y el tiempo de sobra para suplicar. En la mitad de la carne las bocas insisten en morder, en borrar memoria. La maquinaria aprieta tobillos, prolonga convulsiones hasta los abismos que cuida Dios y las madres mueren por segunda vez sus partos. No saben si obran a favor o en contra de su religión. La misma doctrina que les evita su sentido común.

Palmira

En la sala de espera algunos afrodescendientes van a Guapi, Cauca. Dos señores de caras duras: ¿Para dónde va?, ¿por qué va a la región? Dicen que hace poco salió el alcalde de El Charco en un servicio de aerotaxis. Primer error de la ruta: no era necesario entrar por el departamento del Cauca.

Al pasar los controles, una mujer de seguridad encuentra mi cámara: Tómeme una foto. Señorita, la cámara no tiene pilas. No sabía tomar fotos, la había comprado el día anterior y llevaba conmigo las instrucciones.

A bordo se nos informa de una revisión técnica. Quince minutos después, despegamos. El avión de veinticinco pasajeros produce el ruido de un tractor. Las miradas se encuentran en los vacíos. Extraños, cada cual en su propia oración. Vamos en un pájaro pequeño. Practico algo que había escuchado años atrás: los niños no tienen preocupaciones, por eso en los accidentes se salvan, sus cuerpos se acomodan al espacio que los recibe. Debía aferrarme a esta teoría como a una norma de vida. Relajarme no solo en los desplazamientos, sino en cualquier circunstancia. Me pego al asiento con la única luz de mis ojos: la esperanza que invento.

Guapi, aterrizaje sin contratiempo. A muchos los esperan. Otros hacen fila para ser espulgados. Siento un susurro de dudas en el viento que me toca. Algunos hombres están armados. En sus expresiones esconden algo, buscan el miedo de los recién llegados. El mundo empieza a ser una tela que se hunde en el fondo de una hoguera. Tomo un campero que va al puerto.

Varias personas hacen círculo a mi alrededor y de nuevo las preguntas, la mirada que intimida: Hoy no saldrá transporte para El Charco. Un joven muestra sus ojos de odio y no entiendo por qué. Voy a una tienda, pido desayuno. El joven se ubica al otro lado de la calle sin dejar de mirarme. Después entra, se sienta con un policía, hablan. Pago y le pregunto al muchacho si me puede ayudar con el morral. Me deja en el muelle y se aleja, en seguida se acomoda en un montículo de tierra, insiste en no perderme de sus ojos. Varios hombres se organizan en contubernio. Mi pensamiento en la profundidad del agua. Reconozco a los hombres del interrogatorio en Palmira, ahora beben whisky y con tono áspero gritan que pronto viene el correo.

Más que objetos personales, mi equipaje son materiales para los encuentros con la comunidad. Catálogos pesados y sin póliza de seguro, para cuidar más que mi crema dental en baño ajeno. Llevo el contrapeso a la fatalidad, quizás un tanto de pan para el equilibrio.

Es mediodía. Se vislumbra una embarcación, los hombres ahora ríen y dicen que es el correo. Los de la parte alta: ¡Tiene que irse! Y les contesto que sí. Sí, es la lancha del correo. Su conductor baja, entrega unos paquetes y conversa en secreto con los hombres que siguen mi ruta desde el Valle del Cauca. Trato de negociar el valor del transporte. Con rabia, los del whisky en coro: ¡Súbase, váyase! Y sus gritos me lanzan a la lancha.

Hemos recorrido diez minutos y pasa el transporte público. No digo nada. En ese momento un rencor podría incomodar al lanchero. Disfruto la naturaleza. El señor, que ahora tiene mi vida en sus manos, va inquieto, rápido. Huele mi miedo.

Estamos en altamar. La lancha salta por el paso de las pirañas. Sus ocupantes, con trajes camuflados —muñecos articulados, pequeñitos—, reacomodan los cañones. Muerdo la prótesis; si no la llevara, mis dientes habrían caído. Este molesto pedazo de plástico no dejó escapar el miedo por mi boca.

A lo lejos, un pueblito. El lanchero dice que es Santa Bárbara Iscuandé. Por la ruta que vamos no podemos llegar a su puerto; está custodiado por los hombres Infantes de la Marina.

Primero nos miran, luego apuntan y se van contra nosotros. Las olas nos elevan, nos tiran de los vestidos. Adentro tomarán las coordenadas, guardarán en sus equipos de cómputo la copia de un rostro con las mandíbulas trabadas. Cierro los ojos y espero caer. No encuentro mis pies en el piso de lata. El corazón se queda arriba, en la ola. No debo mirar atrás, pueden abrir la ventana de sus vientres y comernos. Cruzan por el otro lado. El lanchero es más rápido y por el momento no se escuchó una orden, ni una sirena. Solo husmean.

El atajo

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