Читать книгу La gran vida - Michael Caine, Майкл Кейн - Страница 10

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4. Todos tenemos algún golpe de suerte…

Ya tenía un nombre que encajaba en las carteleras, pero las carteleras escasearon a lo largo de los siguientes años. Conseguía algún papelito en el cine o la televisión, incluidos un par de episodios de la popular serie de policías Dixon of Dock Green (la Policía de barrio de la época), pero nada importante, de manera que me puse a buscar otra ocupación para llegar a fin de mes. Acepté un trabajo de portero de noche en un pequeño hotel, en Victoria. Dinero fácil, pensaba yo. La clientela era muy afable —el hotel tenía muchísimo éxito entre las parejas apellidadas Smith (por lo general, el señor Smith era un soldado americano)— y me permitía acudir a las pruebas de reparto en horario diurno, en el caso improbable de que me llamasen. Pero, como de costumbre, aquello no resultó tan sencillo como parecía. Una noche me disponía a retomar mi libro tras acompañar a sus habitaciones a un grupo de seis clientes borrachos como cubas y a seis señoritas cuando escuché un tremendo jaleo proveniente del piso de arriba. Allá cada cuál, pensé con intención de ignorarlo, pero al cabo de un rato me di cuenta de que aquello iba en serio. Estaban pegando a una chica. Y a ella no le gustaba. Subí las escaleras a toda velocidad con el estilazo de mi ídolo, Humphrey Bogart, forcé la puerta cargando con un hombro (no estaba cerrada), aparté al tipo de la chica y lo noqueé. Ya estaba dando los toques finales a mi papel de caballero en su brillante armadura ayudando a vestirse a la muchacha (que estaba muy asustada) y tranquilizándola, cuando me rompieron una botella en la cabeza y me dejaron inconsciente. Había olvidado a los cinco amigos de aquel tipo. Y ahora estaban lo bastante sobrios como para darme una buena paliza.

El mundo es un pañuelo: el hijo del propietario de aquel hotel es Barry Krost, cuyo primer salto a la fama se produjo cuando interpretó al joven Toulouse-Lautrec en el biopic de John Huston de 1952, Moulin Rouge. Ahora es agente en Hollywood y buen amigo mío: él apañó mi participación en Asesino implacable. Las vueltas que da la vida.

Seguía sin trabajo, y la inesperada y trágica muerte de mi querida y tenaz agente Josephine Burton durante una operación rutinaria supuso la pérdida de una de las pocas profesionales que realmente creían en mí. Mi nueva agente, Pat Larthe, tampoco parecía capaz de ofrecerme el papel que me lanzara a la fama. De hecho, sin querer, casi logró hacerme desesperar. En principio, sus noticias sonaban muy bien. Me había conseguido una entrevista con Robert Lennard, el director jefe de reparto de Associated British Pictures, una de las compañías cinematográficas más importantes de Inglaterra en la época, con gran cantidad de actores en nómina. Un contrato con ellos habría supuesto ingresos regulares y, tal vez, la oportunidad para saldar algunas deudas. Por fin entendía cómo se había sentido mi madre años atrás, cuando los acreedores llamaban a la puerta. Yo me pasaba el día cambiando de acera para evitar a los míos y, lo que era más preocupante, llevaba retraso en la manutención de Dominique.

El señor Lennard parecía buena gente, pero tenía un inclemente mensaje que transmitirme. Me dijo que aquel negocio era muy duro. Menuda noticia.

—Algún día me darás las gracias por lo que te voy a decir. Conozco bien este mundillo y, créeme, Michael, tú no tienes futuro —me dijo.

Me quedé allí sentado, intentando mantener la compostura aunque por dentro me carcomiera la rabia.

—Gracias por el consejo, señor Lennard —conseguí decirle educadamente, y me marché para evitar darle un puñetazo.

De vuelta a casa la ira crecía en mi interior. Aquello fue lo que me salvó de la desesperación más absoluta. Iba a intentarlo con más ahínco. A mí nadie me decía lo que podía o no podía hacer.

Finalmente resultó que el señor Lennard no tenía tan buen ojo como él pensaba. Yo no era el único actor al que le costaba labrarse una carrera. Había otros que merodeaban por ahí esperando que cayera algo, y entre ellos se encontraban Sean Connery, Richard Harris, Terence Stamp, Peter O’Toole y ­Albert Finney. Todo esto mientras el señor Lennard mantenía en nómina a docenas de personas cuyos nombres permanecen a día de hoy fuera de los anales de la historia del cine. A pesar de su consejo, una vez más, me recompuse y tiré hacia delante, sobreviviendo a base de migajas. Sin embargo, algunos de mis amigos empezaban a lograr buenos pedazos del pastel. Sean Connery —descubierto en un gimnasio por un director de reparto que buscaba marineros americanos más convincentes que los típicos bailarines británicos de la obra teatral South Pacific—, por ejemplo, había conseguido el papel protagonista en la película para televisión Blood Money. Yo aparecía en la última escena. Mi amigo Eddie Judd protagonizó El día en que la Tierra se incendió. Yo interpretaba al policía, y ni siquiera aquello lo hice demasiado bien. Y Albert Finney, merecidamente, obtenía elogios por su papel teatral en The Party, dando la réplica al legendario Charles Laughton. Mientras, yo caía aún más bajo. Me presente a una audición, me llamaron, abrí la puerta y el director de reparto gritó: «¡El siguiente!». No tuve tiempo ni de abrir la boca para decir «hola». No entendía qué había hecho mal. Y es que no había hecho nada mal, aparte de crecer demasiado. La estrella de la película era Alan Ladd, famoso por su corta estatura, y si al entrar en la habitación superabas la marca que habían pintado con tiza en la puerta, te descartaban automáticamente.

Pero poco a poco —desde luego, mucho más despacio que en el caso de mis amigos— empezaban a cruzarse en mi camino, con más frecuencia, papeles de más envergadura. Hice otro capítulo de Dixon of Dock Green y después me ofrecieron ser suplente de Peter O’Toole en The Long and the Short and the Tall, de Willis Hall, una obra de teatro sobre una unidad británica que, en 1942, lucha contra los japoneses en la jungla malaya, una de las primeras obras británicas sobre soldados corrientes. Aquello me proporcionaría ingresos regulares y la oportunidad de trabajar con algunos amigos —Robert Shaw y Eddie Judd también formaban parte del reparto, exclusivamente masculino—, pero casi me provoca un infarto. La obra fue un gran éxito porque Peter O’Toole era un genio, pero, como al resto de nosotros, le gustaba beber y a menudo se pasaba un poco de la raya. En una ocasión, en el preciso momento en que se levantaba el telón, entró como una tromba por la puerta del escenario quitándose la ropa y gritándome, mientras corría: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡No hace falta que salgas!».

Cuando Peter lo dejó para rodar Lawrence de Arabia —la película que lo catapultó a la fama—, yo me hice con su papel en The Long and the Short and the Tall durante el resto de la gira. Interpretar a uno de los protagonistas en una obra realmente buena y con un reparto de talento (incluido el excepcional Frank Finlay) era justo lo que necesitaba para recuperar la confianza. Regresé a Londres después de cuatro meses de gira en provincias convencido, de nuevo, de que iba por el buen camino. Me mudé a una casa compartida en Harley Street con otras diez personas entre las que se encontraba un joven actor llamado Terence Stamp —cockney, como yo—, a quien había conocido durante la gira. Tomé a Terry bajo mi tutela y lo inicié en algunos secretos fundamentales para que la vida le sonría a uno durante una gira. El primero de ellos era cómo hacerse con la mejor habitación en cada hotel. En segundo lugar, el más sofisticado significado del espectáculo The Dancing Years, de Ivor Novello. Aquel espectáculo giraba por provincias de forma casi constante y si coincidías con él estabas de suerte. Ambientada en Ruritania y con un reparto compuesto por un buen número de mocitas y zagales de pueblo, la obra se conocía entre la profesión como The Dancing Queers, ya que los mocitos siempre parecían gays. Aquello tenía como consecuencia una multitud de mocitas desconsoladas… aunque no por mucho tiempo, si Terry y yo andábamos por allí.

Por desgracia, olvidé enseñarle una regla a Terry: no revelar nunca el paradero de un amigo. Una mañana, en Harley Street, estaba en la cama tratando la resaca con un poco de sueño cuando me despertaron a trompicones. Dos tipos enormes que apenas cabían en sus trajes se cernieron sobre mí.

—¿Maurice Joseph Micklewhite?

Hacía mucho que nadie me llamaba así. Aquello iba en serio.

—Está arrestado por no pagar la manutención de Patricia y Dominique Micklewhite.

—¿Cómo me han encontrado? —pregunté mientras me escoltaban al juzgado de paz de Marlborough Street.

—Un tal señor Stamp ha sido de gran ayuda —contestó enigmáticamente uno de ellos. Si salgo de esta, me prometí, Terry se va a enterar.

En realidad, los policías fueron muy comprensivos. Enseguida vieron que yo estaba sin blanca y famélico, de manera que, de camino, me invitaron a un auténtico desayuno inglés. Fue mi mejor comida en meses, pero la realidad me golpeó de lleno al llegar a las celdas. Me metieron en una ocupada por —al menos eso me pareció— un psicópata que no dejó de mirarme fijamente hasta que lo llevaron ante el juez. A mi alrededor, ruido de chalados y borrachos gritando, maldiciendo y, de cuando en cuando, emitiendo monumentales ventosidades. Esta es la gota que colma el vaso, me dije. Nunca, jamás me veré de nuevo en una situación similar.

Estaba allí sentado, compadeciéndome de mí mismo, cuando uno de los guardas gritó:

—¿Quién quiere el último pedazo de pastel?

Aquella voz fue ahogada por el clamor de chalados y borrachos. Yo no estaba dispuesto a rebajarme aún más y me quedé en silencio. Entonces, escuché al guarda:

—Oye —me dijo—, ¿no salías tú el otro día en Dixon of Dock Green?

—Sí —contesté esperando el consecuente pitorreo.

En lugar de eso, abrió la ventanilla, me alargó el último pedazo de pastel y desapareció sin decir palabra.

Cuando finalmente me condujeron a la sala de juicios, Pat y su abogado ya estaban allí. Llevábamos tiempo divorciados y hacía años que no la veía. Tenía buen aspecto: vestía un caro abrigo de pieles y su maquillaje era impecable. Yo, por el contrario, tenía una pinta horrorosa, y no solo por culpa de la resaca. Tenía la ropa raída y arrugada por haber dormido con ella puesta. No tenía nada que perder y, cuando recorrí la sala con la vista, comprendí que aquello solo era una audiencia más. Dixon of Dock Green había funcionado con los guardas del calabozo, de modo que puse toda la carne en el asador con un apasionado alegato para que me dejasen en libertad y así poder interpretar mi (inexistente) papel en el siguiente episodio. La mayoría de los presentes debían de ser aficionados a la serie, porque sentí cierto deshielo en el ambiente. Ataqué mi argumento con entusiasmo renovado. Cuando aún no había alcanzado el ecuador de mi argumentación, escuché al magistrado gritar:

—¡Cállese!

Era la tercera vez que intentaba interrumpirme. Hice una pausa para tomar aliento y aprovechó la ocasión.

—¿Cuánto dinero lleva encima, joven?

Me registré los bolsillos: tres libras y diez chelines.

—A partir de ahora, pagará esa cantidad semanalmente en concepto de manutención —dijo—. Y si vuelvo a verlo por aquí por el mismo motivo, lo enviaré a la cárcel.

Ni lo sueñes, pensé.

Al salir de la sala arriesgué una sonrisa hacia Pat y, para mi sorpresa, me la devolvió. Desde entonces solo volví a verla en contadas ocasiones, siempre con nuestra hija Dominique, y estuvimos en buenos términos hasta que finalmente desapareció de mi vida. Murió de cáncer en 1977.

Entonces no fui consciente, pero aquel juicio en 1960 marcó el punto más bajo de mi vida. Las cosas solo podían ir a mejor, y lo hicieron. Comencé a recibir más trabajo en televisión y por vez primera disfrutaba de unos ingresos más o menos estables. Me mudé con Terence Stamp (le perdoné su amabilidad con la policía) de Harley Street a una casita tras Harrods. Aunque ahora ambos teníamos trabajo más o menos fijo, acordamos que, si alguno de los dos «descansaba» (ese gran eufemismo entre los actores), el otro pagaría el alquiler. La casa contaba con una ubicación excelente, pero estábamos un poco apretados: solo había un dormitorio. Aquello originó más de un problema, dadas nuestras intensas vidas amorosas. Llegamos a un trato: el primero en triunfar se quedaba con la cama. El otro pobre memo tiraba un colchón y unas sábanas en la salita y esperaba. A base de práctica, ambos alcanzamos una asombrosa destreza en el arte de hacer la cama: menos de cinco segundos.

El año 1961 comenzó bien, con una obra para televisión titulada Ring of Truth a la que siguió otra, en dos capítulos, llamada Why the Chicken? (no pregunten; yo lo hice y me arrepentí). Estaba escrita por John McGrath, un director de teatro y televisión que se había convertido en buen amigo, y dirigida por Lionel Bart, con quien también trabé amistad. Aquello estuvo muy bien, pero me sentí muy decepcionado cuando Lionel Bart hizo Oliver en el teatro y no me dio el papel de Bill Sikes. Aquel papel me parecía hecho a mi medida y habría sido un trabajo estable en una época en la que era difícil tener estabilidad laboral. Pero esto viene a demostrar que uno nunca sabe cómo se van a desarrollar las cosas. Ahora sé que aquello fue, en realidad, un golpe de suerte. El espectáculo se representó durante seis años y aún estaba en cartelera el día que pasé frente al teatro montado en mi Rolls Royce tras cosechar un éxito triunfal con Alfie no solo en Inglaterra, sino también en Estados Unidos. Sentí un escalofrío al rebasar el cartel: el nombre de aquel actor llevaba escrito en letras luminosas desde 1961. Me habría perdido demasiadas cosas.

Aunque entonces no era capaz de verlo (habría hecho falta ser un genio), las piezas del puzle que conducían a Alfie iban encajando. Gracias a Why the Chicken? (lo sé, lo sé…), John McGrath me dio un papel en su siguiente obra para televisión, The Compartment, un thriller psicológico a dos voces sobre dos tipos —un esnob cretino y un cockney— que compartían un vagón de tren. Aquello sí que estaba hecho para mí: el señorito no correspondía al acercamiento amistoso del cockney y, hacia el final de los cuarenta y cinco minutos, el cockney intentaba asesinarlo. Perfecto. Aquello resumía de forma impecable mi concepto sobre los señoritos. También era perfecto porque, básicamente, se trataba de un monólogo, en la televisión y en directo. Y perfecto, por último, porque un buen número de personas con influencia lo vieron y se dieron cuenta de que yo podía sostener un espectáculo de cabo a rabo. Pero ni siquiera yo comprendí del todo la importancia de The Compartment hasta unas semanas después de que se emitiese. Terry Stamp y yo paseábamos por Piccadilly cuando escuchamos que alguien nos llamaba desde el otro lado de la calle. Nos giramos y era Roger Moore. Roger Moore, el protagonista de El Santo e Ivanhoe, el gallardo, cortés y definitivo héroe inglés. Miramos a los lados preguntándonos a quién saludaba, pero se acercó a nosotros.

—¿Tú eres Michael Caine? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Te he visto en The Compartment —dijo— y quiero que sepas que vas a ser una estrella.

Me estrechó la mano, sonrió, y siguió su camino. Yo me quedé con la boca abierta. Si lo decía Roger Moore quizá fuese verdad.

Roger no fue el único. Dennis Selinger, el mejor agente de actores de Gran Bretaña, me vio en The Compartment y me fichó. Y Dennis fue una de las piezas fundamentales del puzle. Él sabía que mi economía era precaria pero estaba empeñado en que, en aquel momento de mi carrera, participara solo en los trabajos adecuados, no en cualquiera que diese dinero. Fue él quien me condujo hasta Next Time I’ll Sing to You, la obra de teatro de James Saunders. Era obvio que la obra sería un éxito de crítica y, por tanto, el sueldo sería penoso, pero Dennis intuyó las espléndidas reseñas que recibiría, y no se equivocaba. Cuando la obra se trasladó al Criterion de Piccadilly, nos doblaron el sueldo y por fin, a la edad de treinta años, alcancé el West End. Y, lo que es más, mucha gente importante vino a ver el espectáculo, entre ellos Orson Welles, que se presentó entre bambalinas para felicitarme. Fue abrumador. En todo caso, para mí fue mucho más decisivo que, una noche, ­Stanley Baker —otro de los protagonistas de Infierno en Corea— ­apareciese en mi camerino. Stanley era una de las estrellas de cine más importantes de Gran Bretaña y me dijo que iba a protagonizar y producir una película titulada Zulú. La película giraría en torno a la batalla de Rorke’s Drift, en 1879, entre el Ejército británico y el reino Zulú, y estaban buscando a un actor para el papel de cabo cockney.

—Mañana a las diez ve a ver a Cy Endfield al bar del Prince of Wales Theatre, creo que tienes posibilidades —me dijo, deseándome suerte.

Siempre he pensado que la vida oscila en base a pequeños —a veces insignificantes— incidentes y decisiones. El día siguiente me presenté en el teatro a las diez en punto y Cy Endfield, que era un director americano orondo y de hablar pausado, me dijo que lo sentía pero que ya había asignado el papel a mi amigo James Booth porque le veía más aspecto de cockney que a mí. Ya me había acostumbrado al rechazo y me encogí de hombros.

—No pasa nada —mentí, y me giré en dirección a la puerta de salida.

El bar del Prince of Wales Theatre es alargado y gracias a eso hoy en día soy una estrella de cine: cuando estaba alcanzando la puerta, escuché la voz de Cy:

—¿Sabes imitar un acento británico refinado?

Me detuve y me di la vuelta.

—He sido actor de repertorio durante años —contesté—. He interpretado a personajes sofisticados multitud de veces. No hay acento que no pueda imitar. Es fácil —dije con los dedos cruzados tras la espalda.

—¿Sabes qué? —dijo Cy observándome de arriba abajo desde el otro extremo del bar—. No tienes pinta de cockney. Más bien pareces un oficial mariquita. Vuelve aquí.

Me eché un vistazo en el espejo que había tras la barra del bar. Tenía razón. Un metro noventa, flaco, ojos azules y ricitos rubios. Jimmy Booth tenía el aspecto que todo el mundo imagina en un chulazo cockney, y además lo era. Yo también era un chulazo cockney pero no lo parecía. Regresé hacia Cy… y no me arrepentí.

—¿Podrías hacer una prueba de cámara con Stanley el viernes por la mañana? —preguntó Cy—. Interpretarás a un teniente esnob, Gonville Bromhead. Se cree superior a todos los demás, especialmente a Stanley. ¿Crees que serás capaz?

Quizá por ser americano, Cy carecía del inherente prejuicio de clase británico según el cual un actor de clase obrera no puede interpretar a un oficial en la gran pantalla. Recordé el servicio militar. Recordé Corea. Estaba bastante seguro de que sería capaz.

El viernes ya no estaba tan seguro. Hice la prueba a trompicones, pifiándola en mis diálogos y sudando de pavor a pesar de la ayuda de Stanley y la paciencia de Cy. Por fin terminamos, subí las escaleras trastabillando y me dispuse a pasar el fin de semana borracho como una cuba hasta que comunicasen el resultado, el lunes por la mañana. Lo que yo no me esperaba era toparme con Cy Endfield en una fiesta el sábado por la noche. Parecía evitar el contacto visual conmigo. Aquello no pintaba nada bien. A pesar de todo, mientras Cy estuvo en la fiesta yo intenté mantenerme sobrio. Y cuando ya estaba a punto de marcharse, por fin se me acercó.

—He visto la prueba —dijo— y estás para matarte.

Tragué saliva. Iba a ser difícil recuperarse de aquello.

—Pero el papel es tuyo —continuó—. En tres semanas nos vamos a Sudáfrica.

Lo miré boquiabierto.

—¿Por qué me das el papel si la prueba salió tan mal? —pregunté.

—No lo sé, Michael. La verdad, no lo sé. Pero creo que tienes algo…

Él se marchó y yo me vomité en los zapatos.

Bien, había sido soldado en el Ejército y además conocía las experiencias de cierto teniente del Queen’s Royal Regiment en las que basar mi caracterización de Gonville Bromhead. Aquel teniente era, por decirlo sin rodeos, un verdadero cretino, un pomposo y un esnob. No era idiota, simplemente se comportaba como si los demás fuesen «personajillos» con los que tenía que lidiar y él hubiese nacido para darles órdenes. Nunca hubo nada personal por ninguna de las partes, pero la relación con él y con otros como él alimentó mi odio hacia los prejuicios de clase. Me llenaba de regocijo poder tomarme al fin la revancha.

Aun así, tenía un problema. Había conocido a muchos oficiales y sabía perfectamente cómo se habían comportado conmigo, pero no tenía ni idea de cómo se comportaban entre ellos, y Zulú era una película sobre la relación entre dos oficiales. Las semanas previas a la partida hacia Sudáfrica me las arreglé para comer cada jueves en la cantina de oficiales de los Guardias Granaderos. En líneas generales, toleraron bien la presencia de aquel actor empalagoso, pero encomendaron la tarea de tutelarme —que nadie más deseaba— al miembro más joven y reciente de la cantina, un joven teniente segundo que se llamaba Patrick Lichfield. Ninguno de los dos podía sospecharlo entonces, pero a finales de los años sesenta Lord Lichfield y yo nos haríamos grandes amigos, después de que él abandonase el Ejército para dedicarse a la fotografía.

Creo que también tendría que haber pedido a los guardas algún que otro consejo sobre caballos. Difícilmente podrían haberse recibido clases de equitación en Elephant, pero empleé todo mi aplomo en asegurar a Cy Endfield que sabía montar. Únicamente omití que solo lo había hecho dos veces, ambas en Wimbledon. Me apunté a clases de equitación en el Common pero solo llegué hasta High Street. El primer día me caí del caballo delante de un autobús, el segundo frente a una bicicleta (las consecuencias fueron mucho más dolorosas), y el tercero no me presenté. No es que no me gustasen los caballos: Lottie, la vieja yegua que teníamos en la granja de Norfolk, me seguía como un perrete, pero nunca pasé de sentarme sobre ella a mujeriegas. Alertada por algún sexto sentido equino, la bestia en forma de caballo que montaba durante mi primera toma en Zulú intuyó mi historial y me cogió manía al instante. El sentimiento fue mutuo. Estábamos filmando un plano largo en el que regresaba al campamento británico tras una expedición y me dijeron que avanzase lentamente en dirección a la cámara. Pan comido, pero el caballo se resistía a moverse. «¡Dale en la grupa!», gritó Cy por el intercomunicador, y el utilero le dio una guantada. Efectivamente, el caballo se movió, pero no hacia delante. Se encabritó y empezó a hacer cabriolas mientras yo trataba de aferrarme a mi apreciada vida.

—¡Corten! —gritó Cy—. ¡Esto no es una prueba para entrar en la Escuela Española de Equitación!

El utilero calmó al jamelgo y empezamos de nuevo, descendiendo por el camino que rodeaba la colina. Todo iba según lo previsto hasta que tomamos una curva. El caballo, que a esas alturas ya estaba tan nervioso como yo, debió de ver su propia sombra en la ladera, dio un relincho que nos taladró los oídos, se salió del camino y empezó a correr como loco hacia una caída de veinte metros, acompañado de mis alaridos. El utilero consiguió alcanzarnos, hacerse con la brida y detenernos al mismísimo borde del barranco. Durante el incidente me lastimé la espalda y el utilero se lo comunicó a Cy a través del intercomunicador.

—¡Por el amor de Dios! —escuché a Cy, claramente irritado—. Tenemos que rodar esta escena hoy y el sol ya se está poniendo. ¿Sabes montar? —preguntó al utilero.

Sabía. Y así fue como en mi primera aparición en mi primera película importante no salgo yo, sino un utilero llamado Ginger, con mi sombrero y mi capa.

Me ofendió un poco que al final del día de rodaje nadie se preocupase por mi espalda. Ni al siguiente día por mis rodillas, cuando el mismo caballo, que obviamente me la tenía jurada, me lanzó a un estanque. Saqué el tema a relucir con Stanley Baker:

—Es sencillo —dijo—. Solo has hecho dos escenas y ahora mismo podríamos sustituirte con facilidad. Sería casi más barato que reemplazar al caballo o tu ropa.

Abrí la boca dispuesto a protestar, pero él continuó:

—Cuantas más escenas hagas, más nos preocuparemos por ti… Hasta la escena final, en la que de nuevo nos importarás un pimiento. Es una de las reglas de oro, Michael. Nunca hagas una escena de riesgo el último día de rodaje.

Y nunca la he hecho.

Después de aquellos incidentes las cosas fluyeron sin demasiados contratiempos, pero así y todo yo seguía preocupado por los primeros copiones. Había que enviar la película a Inglaterra para que la procesasen, así que aún me quedaban dos semanas para preocuparme por cómo daría en pantalla mi interpretación. Había mucho en juego, aquel era el papel que podía cambiarme la vida. Cuando llegó el gran día, me senté en la sala de proyección rodeado de los actores, los cámaras y el resto de técnicos del equipo. El proyector comenzó a zumbar, la pantalla parpadeó y de pronto se llenó con una enorme cara que soltaba una perorata con un acento inglés ridículamente entrecortado. Me eché a sudar y el corazón se me salía del pecho. No lo hacía mal, lo hacía muy mal. Fin de mi carrera, pensé. Detás de mí, escuché que alguien susurraba: «¿Quién le dijo a ese anormal que se tapase los ojos con el puto sombrero?». Me indigné: ¡aquello era un toque magistral de caracterización! Llevaba un salacot que ensombrecía la mitad superior de mi cara e inclinaba la cabeza hacia atrás para que el sol me diese en los ojos cuando quería recalcar una frase concreta. Aunque eso ya daba igual, porque estaba a punto de tomar el primer avión de vuelta a casa. Una vez más, me vomité los zapatos y salí de allí zumbando.

La noche siguiente, dispuesto a afrontar las críticas como un hombre, bajé al bar del hotel donde nos hospedábamos, pedí —a la vez— un par de copas y esperé a que Stanley y Cy regresasen del rodaje de aquel día.

—¡Oye, no está mal, chico! —dijo Stanley mientras entraban despreocupadamente—. No te apures, ya le cogerás el tranquillo.

Me quedé mirándolos con la mandíbula colgando. ¿Lo decían en serio? Me eché al coleto las dos copas y concluí que debía controlar la paranoia.

No tuve mucho éxito. Pocos días después, una de las secretarias del departamento de producción me hizo señas cuando pasé a su lado. Era una muchacha preciosa y, pensando que aquel era mi día de suerte, la seguí a su despacho previendo un poco de acción. En lugar de eso, me alargó nerviosamente un telegrama. Era de un gerifalte de la oficina central de la Paramount en Londres. «Despidan a Michael Caine. No sabe qué hacer con las manos». Nuevamente, me ofendí. Buscando a alguien en quien basarme para el teniente Bromhead, un hombre de familia inmensamente acomodada, acabé acordándome del príncipe Felipe de Edimburgo. Lo primero que me llamó la atención en él fue que siempre caminaba con las manos a la espalda porque, comprendí, nunca tenía que hacer nada por sí mismo. Nunca tenía que abrir una puerta, nunca necesitaba utilizar las manos para llamar la atención —siempre sería el centro de la conversación—, y siempre iba rodeado de guardaespaldas y nunca tendría que usar las manos para protegerse. ¡Otro toque magistral de caracterización desperdiciado en un público ingrato! ¿Estaba condenado a que nadie me entendiese?

Indignación aparte, estaba seguro de que esta vez a Stanley no le quedaría más remedio que despedirme y pasé los dos días siguientes esperando miserablemente que el hacha cayese sobre mi cuello. Y la cuestión era que no podía revelar que había visto aquel telegrama sin meter a la secretaria en un lío. Finalmente me vine abajo y me enfrenté a Stanley.

—Sé que me vas a despedir —comencé, elaborando de antemano una patraña altamente improbable sobre cómo, por casualidad, había visto el telegrama en su despacho—, comprendo los motivos y estoy dispuesto a irme.

Terminé apresuradamente. Se quedó un momento allí parado y comprendí que se estaba cabreando.

—El productor de esta película soy yo, Michael —dijo—. ¿Te he despedido yo?

—No, Stan.

—¡Pues sigue haciendo tu trabajo y deja de leer mi puto correo o te despido de verdad!

Me quedaba en la película. Esta vez conseguí llegar al aseo y no ponerme perdidos los zapatos.

No solo era mi primera vez en una película importante, también era mi primera vez en África, un continente que amo y al que volvería más tarde con mi amigo Sidney Poitier para rodar La conspiración. El paisaje de las montañas Drakensberg era impresionante y la fauna increíble, pero fueron los africanos quienes hicieron memorable el rodaje de Zulú. La película cuenta la historia de la batalla de Rorke’s Drift entre un pequeño destacamento de un regimiento galés (de ahí el interés de Stanley Baker en el incidente) y el reino Zulú, en 1879.

Tuvimos el privilegio de contar no solo con Buthelezi —jefe de los zulúes— interpretando al líder de los africanos, sino también con una princesa zulú como asesora histórica, lo cual nos aseguraba que trazábamos la línea de combate del ejército africano tal y como había sido en la realidad. Aquel nivel de autenticidad fue fundamental para el impacto de la película: sigo pensando que las escenas de batalla están entre las mejores que he visto nunca en el cine. Ciertamente, mi primer avistamiento de dos mil guerreros zulúes avanzando desde las colinas hacia el valle donde nos encontrábamos rodando fue inolvidable. Llevaban sus propios trajes de guerra, con grandes penachos y taparrabos hechos de piel de mono y rabo de león, y se aproximaban golpeando las lanzas contra los escudos y entonando un lento cántico de duelo por los caídos en combate. Aquella imagen y aquel sonido eran inenarrables. No quiero ni imaginar qué habría sentido aquel puñado de soldados británicos manteniendo su posición en Rorke’s Drift. Su valentía les valió once Cruces Victoria en un solo día, un caso único en la historia militar de mi país. Evidentemente, como habrá detectado cualquiera que conozca la historia militar británica, en el asalto final de los zulúes a Rorke’s Drift no participaron tan solo dos mil guerreros: fueron seis mil. Stanley y Cy se habían quedado cortos por cuatro mil. Cy Endfield, siempre práctico, tenía la solución. En la última escena, la cámara hace un barrido para mostrar a los zulúes en la distancia, alineados en la colina y observando a los británicos en el valle. Es una visión impresionante, y uno jamás sospecharía que cada uno de los dos mil guerreros sostenía un trozo de madera amarrado a dos escudos con sendos penachos en lo alto para triplicar el número de efectivos. Un genio. Y casi cuarenta años antes de los espectaculares efectos visuales generados por ordenador de Peter Jackson en El Señor de los Anillos.

Los guerreros zulúes no fueron los únicos africanos presentes en el rodaje. En una de las escenas se celebraba una tradicional danza tribal femenina y reclutamos a varias bailarinas, algunas oriundas de las tribus de la zona y otras que las habían abandonado para trabajar en Johannesburgo. Pero, en Europa, aquello supondría un problema con la censura, ya que la vestimenta zulú se reducía a un pequeño delantal de cuentas. Cy Endfield, hombre de recursos, solicitó al departamento de vestuario que confeccionara doscientos pares de bragas negras que apaciguarían a los censores y al tiempo mantendrían cierta apariencia de autenticidad. Cuando ya había convencido a las bailarinas tribales de que utilizasen las bragas, le dijeron que las chicas de ciudad insistían en ponerse también sujetadores. Aquello fue el desafío definitivo para un director de cine: conseguir ponerle bragas a un grupo de bailarinas y quitarle los sujetadores a otro. Acabó de solucionarlo, la cámara comenzó a rodar, y de pronto el operador gritó:

—¡Corten! ¡Tenemos ahí a una señora sin bragas!

Sacaron del grupo a la culpable.

—¿Y ahora cuál es el problema? —preguntó Cy al traductor, exasperado.

El traductor se acercó a la bailarina y habló con ella.

—No está acostumbrada —fue su respuesta cuando terminó de hablar con ella—. Se le han olvidado.

Fue la primera y la última vez que escuché esa excusa en un rodaje.

Sudáfrica seguía por aquel entonces bajo el régimen del apartheid. Cuando llegué allí no sabía nada del clima político del país, pero a medida que comprobaba lo mal que los encargados trataban a los trabajadores negros fui sintiéndome cada vez más incómodo. Primero, incómodo; después, francamente enfadado. Un día, uno de esos trabajadores cometió un pequeño error y, en lugar de hacérselo ver, un encargado más animal que humano levantó el puño y lo descargó en su cara. Yo no me lo podía creer. Corrí hacia ellos, gritando. Pero Stanley llegó antes que yo; en la vida he ido testigo de un estallido de furia semejante. Despidió al encargado al instante y reunió al resto de capataces blancos…

—De ahora en adelante, en este rodaje nadie tratará así a los trabajadores.

Todos compartimos su indignación, avivada por otro incidente. Uno de nuestros capataces ingleses se había ­«naturalizado», por así decirlo, y se había casado con tres mujeres zulúes. No teníamos una opinión al respecto —parecía que se lo pasaba bien— hasta que un día el sonido de un helicóptero sobre nuestras cabezas interrumpió la grabación. Era la policía. Venían a clausurar el rodaje. Nuestro encargado había cometido un delito en base a las leyes del mestizaje sudafricanas, que prohibían el contacto sexual entre negros y blancos. Y, lo que es más inverosímil, el castigo consistía en una larga sentencia de prisión o en doce latigazos. O ambas cosas. Comprendimos al instante que los capataces afrikáneres debían habernos informado. Con una habilidad diplomática que no habría desentonado en la ONU, Stanley logró alcanzar un acuerdo: el encargado abandonaría el país aquella misma noche y nosotros terminaríamos el rodaje. El incidente nos dejó muy mal sabor de boca a todos. Y a mí me llevó a la determinación de que no volvería a visitar Sudáfrica mientras durase el apartheid.

Zulú fue mi mayor golpe de suerte en el mundo del espectáculo, pero es también una película que ha resistido el paso del tiempo. Casi ha alcanzado el estatus de película de culto, tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, a pesar de que en un principio no se distribuyó comercialmente al otro lado del charco. Creo que uno de los motivos radica en que fue la primera película bélica británica en tratar a un enemigo nativo con dignidad. Es cierto, se celebra el heroísmo de las tropas británicas, pero también el del reino Zulú, que se presenta como disciplinado, capaz de lúcidas estrategias e integrado por auténticos soldados. La ausencia de patrioterismo hace que aún perdure entre el público de hoy en día, a diferencia de otras producciones bélicas británicas. En muchos sentidos, no ha envejecido, y yo sigo sintiéndome muy orgulloso de ella.

La gran vida

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