Читать книгу La gran vida - Michael Caine, Майкл Кейн - Страница 9

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3. Levando anclas

Aún hoy la gente me pregunta si el personaje de Alfie está basado en mí. Cuando se estrenó la película, los periodistas me acribillaban con la misma pregunta: «Alfie eres tú, ¿verdad? Eres un joven ­cockney, te gustan las chicas como a él…». Yo respondía invariablemente: «Sí, soy cockney, pero ¿acaso somos iguales todos los cockney? ¿Todos los cockney a los que nos gustan las chicas somos el mismo género de persona?». Había algo que no acababan de comprender —y aún hoy presiento que algunos siguen sin entenderlo—, y es que Alfie trataba a las mujeres de forma diametralmente opuesta a como yo lo habría hecho.

En realidad, para interpretar a Alfie me basé en un tal Jimmy Buckley que apareció un día por el Clubland, dejando fascinadas a todas las chavalas. Jimmy tenía carisma. En aquel momento no supe identificar en qué consistía (creo que no habría sabido ni deletrear la palabra), pero supe que funcionaba, y al poco Jimmy se convirtió en mi nuevo mejor amigo. Por desgracia, su éxito con las mujeres no era contagioso, aunque yo me sentía tan desesperado que me habría conformado con las sobras. Lo que sí percibí es que le daba lo mismo una chica que otra y, a su debido tiempo, Alfie manifestaría la misma actitud. Yo, en cambio, soy muy tiquismiquis con mis gustos.

Al final, no fue Jimmy Buckley quien me guio hasta la tierra prometida, sino un amigo que me había invitado a la fiesta de su decimosexto cumpleaños. Yo no bebía en aquella época. Estaba sentado en la cocina, taciturno, alargando mi limonada y viendo triunfar a mis amigos, cuando se abrió la puerta trasera y la tía de mi amigo me hizo gestos para que saliera al jardín. Estaba bebida. No hasta el punto de perder sus facultades, pero, misteriosamente, había extraviado la falda. Hice un caballeroso —y poco entusiasta— intento de ayudarla a encontrarla, aunque al poco rato la búsqueda dejó de ser prioritaria. De vuelta a casa, todavía abrumado y con una recién adquirida confianza en mí mismo, casi no podía creerme mi buena estrella. ¡Conque de eso se trataba!

La educación que recibía en algunos de los aspectos fundamentales de la vida iba viento en popa, pero los estudios seguían sin despertar mi interés y no sé quién se sintió más aliviado, si el director o yo, cuando a los dieciséis años abandoné Wilson’s con un puñado de aprobados en los exámenes finales. Al fin era libre para perseguir mi sueño de dedicarme al mundo del espectáculo.

Mi primer trabajo fue de chico de los recados en Frieze Films. Era, ciertamente, una empresa dedicada al cine, pero a un tipo de cine muy concreto: películas de ocho milímetros sobre Londres para turistas y, los fines de semana, bodas judías. Como consecuencia de ello, yo era el único chico del Clubland que se sabía la letra de Hava Nagila. Una noche de domingo grabábamos una boda judía en la que actuaba una banda llamada Eddie Calvert and his Golden Trumpet. Todo transcurría según lo previsto. Bajamos la intensidad de las luces, la novia aferró la mano del novio, una ola de emoción atravesó a los invitados y el mismísimo Eddie Calvert comenzó a ascender desde debajo del escenario interpretando —efectivamente— Hava Nagila con su trompeta dorada. Yo era el encargado de la iluminación y, ansioso por capturar el clímax de la noche en el celuloide, encendí de golpe las luces. Saltaron a la vez todos los fusibles del edificio, la estancia se sumió en la oscuridad y Eddie Calvert quedó encallado en su ascenso, con la barbilla al nivel del escenario y aún soplando su trompeta dorada. Me despidieron en el acto.

El siguiente trabajo me duró mucho menos. Seguía siendo recadero, pero ya estaba un poco más cerca de Hollywood. La J. Arthur Rank Organisation era la mayor empresa cinematográfica de Inglaterra y, por lo tanto, pensaba yo, con tanto productor y director de reparto entrando y saliendo de sus oficinas en Mayfair, alguno se fijaría en mí. En realidad, aquel sitio era como una morgue y, lo que es peor, una morgue con reglas. Cuando entré a trabajar, mi jefe me llevó aparte y me explicó que el señor Rank era un metodista estricto y que, consecuentemente, había una larguísima lista de cosas que los empleados tenían prohibidas, entre ellas, fumar. Yo acababa de engancharme al vicio y no estaba dispuesto a que nadie me privase de ese placer, así que me acostumbré a bajar a los aseos y encenderme un pitillo cada vez que tenía un minuto libre. Un día, pocas semanas después de empezar, estaba yo sentado y ensimismado en mis cosas, echando un cigarrito rápido, cuando escuché un golpe fortísimo contra la puerta del váter. «¡¿Quién anda ahí?! ¡Sal ahora mismo! ¡Estás despedido!».

Tras aquel episodio me tocaría a mí ser quien despidiera a otros durante algún tiempo. A resultas de la guerra, el ­Gobierno había decidido instaurar el servicio militar obligatorio y todos los muchachos de dieciocho años tenían que aprender a defender su país. Durante dos años. Cuando echo la vista atrás me doy cuenta de que las dos cosas que deberían haberme resultado desagradables fueron, en realidad, las que acabaron formándome como persona: una de ellas fue la evacuación; la otra, el servicio militar. Ambas experiencias tuvieron sus aspectos positivos y negativos, pero no puedo negar el poso que dejaron en mí. Creo que nadie debería ser sometido a dos años de servicio ni, por supuesto, ser enviado a combatir, como fue mi caso. Pero, en mi opinión, a la juventud de hoy en día le vendría bien un entrenamiento de seis meses en el Ejército para adquirir algo de disciplina y aprender a utilizar un arma en caso de que deban defender la patria. Estoy convencido de que la experiencia los transformaría de tal modo que, al terminar, se sentirían integrados en su país y ciudadanos de pleno derecho.

Pero, en mis tiempos, aquello era bastante menos flexible. Cortesía del Queen’s Royal Regiment, fui sometido a ocho semanas de entrenamiento militar en Guilford, entrenamiento que consistía en muchas horas de instrucción absurda y, cuando no había que marchar, carreras en pareja alrededor de las barracas o limpieza de piezas inútiles del equipamiento. Alcanzamos el colmo del absurdo poco antes de la visita de la princesa Margarita: nos ordenaron encalar, pedazo a pedazo, una pila de carbón. Demencial, ya lo sé, pero no sorprenderá a nadie que haya hecho el servicio militar. Y aquello no fue lo peor: justo antes de que llegara la princesa, el sargento se percató de que, aunque habíamos barrido todo el recorrido del desfile, seguían cayendo hojas de los árboles. Estaba comenzando el otoño, era de esperar.

—¡Súbete a esos árboles y agítalos! —me gritó el sargento—. ¡Que no quede ni una hoja! ¡Las haces caer todas y las barres antes del mediodía!

Toda una vida después, me invitaron a comer en casa de la princesa Margarita, en la isla de Mustique. Al llegar, me la encontré recogiendo las hojas caídas en la piscina con una gran red. Le conté aquella historia, y ella esbozó una sonrisa burlona. A continuación, dijo:

—Ya decía yo… No me explicaba cómo había podido llegar el otoño tan pronto a Surrey…

Lo que nunca supe es qué pensó de aquella peculiar pila de carbón blanco…

Después del entrenamiento, el Gobierno me comunicó que necesitaba desesperadamente mi ayuda para ocupar Alemania, a lo cual me dediqué durante un año entero. A continuación me informaron de que si no me reenganchaba por otro año, me enviarían a Corea a luchar contra el comunismo y defender el sistema capitalista a cambio de cuatro chelines diarios. A mí me parecía que si uno va a luchar para salvar el capitalismo, tal vez debería cobrar un poco más de cuatro chelines al día, pero lo que más me ofendió fue que me chuleasen. Los oficiales me llamaban «Revoltoso» porque, además de ayudar a los muchachos a leer y escribir cartas (muchos de mis «clientes» eran bastante iletrados), era a mí a quien pedían consejo legal: conocía al dedillo las leyes del Ejército y sabía hasta dónde podíamos tensar la cuerda. Como consecuencia, me asignaron tareas de castigo de forma casi continuada a lo largo de más de un año (entre ellas, rascar el suelo del calabozo con cuchillas de afeitar hasta dejarlo como una patena). Aunque ahora pelo patatas como nadie, no soportaba la idea de pasar otro año así y escogí la opción de Corea.

Corea fue la experiencia más terrorífica y, también, más importante de mi vida. Tuve suerte de salir con vida. A mi regreso, papá me dio la bienvenida a casa, pero nunca hablamos de lo que él había pasado durante la segunda guerra mundial y nunca me preguntó sobre Corea. Los veteranos nunca lo hacen. Su actitud era de «ya eres un hombre, ya sabes lo que hay», pero nunca lo verbalizó. Ahora estábamos al mismo nivel. No quería hablar de su guerra porque no quería quedar como un héroe. Y yo, tampoco. No hay héroes en una guerra. Haces lo que tienes que hacer y sobrevives, eso es todo. Y solo sé que sobrevivir a Corea hizo que me empeñase aún más en hacer realidad mi sueño de convertirme en actor.

Quizá trabajar en una fábrica de mantequilla no les parezca el primer paso más obvio hacia el estrellato, pero las opciones eran escasas e infrecuentes cuando me desmovilizaron. Era 1952, la mantequilla seguía racionada. Me pusieron junto a un ancianito y nos encomendaron la labor de mezclar mantequilla de distintas calidades hasta formar un único gran pegote. Líbrenos Dios de que existan mantequillas de distintas calidades. Un buen día, estábamos allí mezclando y, de pronto, el abuelo dice, sin venir a cuento:

—Tú no quieres pasarte la vida en este trabajo, ¿verdad?

—No —contesté.

—Bueno, y entonces, ¿qué quieres hacer? —insistió.

—Quiero ser actor —dije esperando que soltara una carcajada, como hacían todos. Pero no se rio.

—¿Y cómo piensas conseguirlo?

Me encogí de hombros.

—No lo sé —murmuré, y volví a la mantequilla.

—Hazte con The Stage —me dijo—. Al final del periódico hay anuncios para actores. Mi hija es cantante semiprofesional y consigue ahí un montón de trabajo. Acércate hasta Solosy’s, el quiosco de Charing Cross Road. Ahí lo tienen.

El sábado siguiente ya esperaba frente a Solosy’s antes de que abrieran. Cinco minutos después, estaba sentado en un banco de Leicester Square, a la vuelta de la esquina, leyendo el anuncio de una pequeña compañía teatral de Horsham, Sussex, que buscaba un ayudante de director de escena («y pequeños papeles como actor»). El lunes mandé mi solicitud (bajo el nombre de «Michael Scott», que esperaba fuera menos risible) adjuntando una apresurada fotografía mía en la que parecía tener los labios pintados. Una semana después, me encontré sentado en el despacho del propietario y director de la compañía, el señor Alwyn D. Fox. Lo vi un poco defraudado.

—No se parece usted en nada a su foto —dijo.

Entonces lo comprendí. Medía un metro noventa, tenía veinte años, el pelo rubio, largo y ensortijado y un tono bronceado que había adquirido en el barco que me trajo de Corea, pero era, sin ningún género de duda, un tipo viril. De pronto, Alwyn D. Fox lanzó un grito agudo: «¡Edgar!». De otro despacho surgió un hombre aún más bajito y delicado que el señor Fox. Se quedaron ahí parados los dos, con los brazos en jarras, observándome. Finalmente, Edgar dijo: «Ay, yo creo que nos sirve». Y me contrataron.

Una de las ventajas de trabajar en una compañía mayoritariamente gay es que hay menos competencia, y mi vida sexual experimentó un drástico incremento. Otra de las ventajas fue que, para foguearme, me dieron casi todos los pequeños papeles de machote. Mi primer trabajo como actor profesional fue interpretar al poli que aparece al final de la obra para arrestar al villano que acaba de ser descubierto por el típico detective pijo y amanerado. No recuerdo ni el título de la obra ni a su autor, pero recuerdo mi única frase: «Venga conmigo, caballero». Lo cual es ciertamente notable habiendo transcurrido cincuenta años, especialmente porque en aquel momento la olvidé. El problema fue que —sí, otra vez— no me había subido la cremallera del pantalón. Salí a escena, el público se partió de risa, y aquello me desconcentró completamente. Otro de los actores me echó un cable susurrándome mi frase, pero yo no lo entendí y le pregunté, airado y con mi voz normal: «¿Qué?». Otro chaparrón de risas. Me vetaron del escenario durante las tres semanas siguientes.

Ahora entiendo cuánto aprendí de Alwyn D. Fox y mi etapa en Horsham. Para empezar, antes de cada toma compruebo mi bragueta, pero además siempre llevo un lápiz a los ensayos para poder tomar notas sobre la marcha. («¡Lo primordial para ser actor es un lápiz!», me gritó Alwyn el primer día). También consiguió meterme en la cabeza la importancia de vocalizar con claridad. En el primer ensayo, me interrumpió a mitad de discurso y señaló hacia el gallinero.

—La persona que se sienta ahí arriba —dijo— ha pagado para escuchar cada una de las palabras que pronuncies y para ver cada uno de los gestos que hagas.

Tenía razón. Y también tenía razón en otra cosa. En una de las obras que hicimos, yo interpretaba una escena en la que mi personaje no se hablaba con el resto del reparto. Me tenía que sentar en una esquina, en la platea. Una noche, una de las ancianas que había entre el público sintió compasión: se inclinó hacia mí por encima de las candilejas y me ofreció un caramelo. Lo acepté e hice un gesto de agradecimiento con la cabeza. En cuanto concluyó la ovación final, tenía a Alwyn encima.

—¡Pero cómo se te ocurre romper la cuarta pared!

¿La cuarta pared? ¿De qué demonios me estaba hablando?

—¡La cuarta pared! —continuó, cada vez más frenético—. Es la cuarta pared, invisible, entre nosotros y el público. ¡Si la rompes te cargas la magia del teatro!

La preparación que recibí como actor de reparto es algo que casi se ha perdido hoy en día. El terreno de entrenamiento es ahora la televisión, pero en mis comienzos ese trabajo no existía. En todo caso, sigo pensando que para ser un buen actor de comedia hay que actuar frente al público en un teatro. De otro modo, es imposible medir la risa. Cuando haces una película o una serie de televisión, no hay una respuesta contra la que medirse, de manera que, en los ensayos, yo siempre hablo todo lo alto que puedo y así puedo comprobar la reacción de los técnicos. Si se ríen —y son gente que ya lo ha visto todo—, sé que estoy haciéndolo bien.

Al final, pasé nueve años actuando en el teatro, a diferencia de los tres años de preparación académica que reciben los estudiantes de la Royal Academy of Dramatic Art. No me cabe la menor duda de que la RADA ofrece magníficas oportunidades a sus pupilos. Al final de cada curso realizan representaciones a las que asisten agentes y directores de reparto. Yo nunca conté con esa opción y me parece fantástico que los muchachos de hoy en día puedan disfrutarla. Y, además, jóvenes de orígenes muy diversos. Hace unos días pronuncié el discurso de fin de curso en la RADA y conté el siguiente chiste:

Se encuentran dos actores. Uno de ellos, con un acento muy sofisticado, saluda al otro:

—¡Hoooli! ¿Qué tal?

—Regular… —responde el otro.

—¿Por qué? ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —pregunta el pijazo.

—No encuentro trabajo… Ya sabes, es este acento de palurdo de arrabal. Tú lo tienes más fácil, con ese acento de señorito.

—Espera, espera. ¿No encuentras trabajo porque tienes acento cockney? Pues te voy a decir una cosa: yo también soy cockney, querido.

—¿Qué?

—Oh, sí. Hazme caso, matricúlate en la Royal Academy of Dramatic Art y aprende a hablar como Dios manda.

Subido al estrado en la RADA, contemplando a todos aquellos aspirantes frente a mí, sentí envidia: me habría encantado estar en su lugar cuando tenía su edad. A fin de cuentas, ¿qué había aprendido yo en nueve años actuando que no pudiera haber aprendido en la academia? Sobreviví. En cierta ocasión, me preguntaron cuál era mi mayor talento como actor y yo respondí: «La supervivencia. Seguiré en el candelero a los setenta años». Y, en fin, escribo estas líneas con setenta y siete años…

Aunque en Horsham aprendía rápidamente el arte de la actuación, seguía sufriendo de un acusado miedo escénico: siempre tenía un balde tras el telón para poder vomitar antes de salir al escenario. Ya me asignaban papeles más importantes, pero seguía poniéndome malo, y a las náuseas se sumaron violentos temblores que empeoraban cada semana. En una ocasión, estábamos representando Cumbres Borrascosas y, fruto de un espectacular error de reparto, yo interpretaba al alcohólico y trastornado Hindley Earnshaw, dando la réplica a Edgar —el delicado y diminuto amigo de Alwyn D. Fox—, que interpretaba a la bestia parda de Heathcliff. Sorprendentemente, la magia del teatro se mantuvo intacta hasta que llegó el momento en que Heathcliff tenía que moler a golpes a Hindley Earnshaw y la cuarta pared se rompió en mil pedazos. En realidad, tras una semana de representaciones, yo ya sufría unos temblores y escalofríos tan acusados que incluso habiendo intercambiado los papeles Edgar habría ganado de calle… Y, en la matinée de aquel sábado, me desmayé.

Era malaria cerebral. No es algo que uno asocie a Sussex, y con razón. Al parecer, Corea todavía no había dicho su última palabra. Cuando al fin me dieron el alta en el hospital y volví a casa con mamá, había perdido casi veinte kilos, toda la ropa me quedaba grande y mi cara presentaba un horrible tono amarillento. Me dijeron que ese tipo de malaria era incurable y que tendría que medicarme durante el resto de mi vida, de la que probablemente no me quedaban más que unos veinte años. Obviamente, Hollywood dejó de parecerme posible. En cuanto pude, llamé a Alwyn.

—¡¿Dónde te habías metido?! —resopló—. ¡Pensábamos que nos habías dejado tirados!

Yo estaba tan angustiado que me eché a llorar.

—Te lo tengo que advertir —dije tratando de contener las lágrimas—: ya no parezco el mismo.

—¡Como si no lo supiera! Te visité en el hospital. No te preocupes, programaremos una temporada de obras de terror.

A las dos semanas de mi regreso a Horsham, volvieron a citarme en el hospital. El Ejército había dado con un experto en enfermedades tropicales que había desarrollado un tratamiento para mi tipo de malaria y yo iba a ser su conejillo de Indias. No era el único. Llegué al pabellón indicado y encontré allí a todos los compañeros de mi escuadrón, todos del color de las flores de narciso. Nos amarraron a las camas. El fármaco que nos administraron aumentaba tanto la densidad de la sangre que el menor movimiento podía producirnos un desmayo. Nunca supe exactamente qué fue lo que el coronel Salomons nos dio para curarnos, pero aquí sigo, ya no estoy amarillo y abandono Inglaterra todos los inviernos porque no deseo volver a tiritar jamás.

Me recuperé y llamé de nuevo a Alwyn para saber si conservaba mi puesto, pero la compañía había cerrado mientras yo estaba en el hospital. No volví a ver a Alwyn ni a Edgar. Años después, estando en Beverly Hills, recibí una carta remitida por un asistente social de Hammersmith, Londres. Me contaba que tenían ingresado, tumbado en una cama y desahuciado, a un anciano llamado Alwyn D. Fox. También decía que el señor Fox sostenía haber sido el descubridor de Michael Caine. Que probablemente era todo un delirio pero que, si había algún atisbo de verdad en sus reclamaciones, quizá yo podría escribir una carta al señor Fox y enviar algo de dinero para hacer más llevaderos sus últimos días. Inmediatamente, escribí confirmando la historia de Alwyn y adjunté un cheque de cinco mil dólares. Dos semanas después, recibí otra carta de aquel asistente social en la que me devolvía el cheque. A Alwyn le había encantado mi carta, decía, y el día que la recibió estuvo enseñándosela a todo el mundo en su pabellón. Murió esa misma noche.

La ausencia de Alwyn Fox significaba la ausencia de trabajo para mí. Volví a Solosy’s y me hice con otro ejemplar de The Stage. Tras mi etapa en Horsham consideraba haber dejado atrás la categoría de ayudante de director de escena y ya podía presentarme (echando mano de una pequeña licencia artística) como «joven con experiencia». Por desgracia, llevé demasiado lejos la licencia artística y en mi currículo incluí el papel de George en George and Margaret, una obra muy popular que habría sido la próxima producción en Horsham. Fui convocado a una prueba de reparto en Lowestoft, una ciudad de la costa este. Al llegar comprobé que el director, de setenta años, mostraba cierta hostilidad.

—Aquí pone que interpretaste a George en George and Margaret —dijo, dando a entender que algo no cuadraba.

—Sí, así es —repliqué, decidido a mantener la farsa.

—¡Eso es mentira! —rugió—. ¡Ni siquiera has visto la obra! ¡Los actores se pasan dos horas esperando que se presenten George y Margaret y no llegan a aparecer nunca!

A pesar de todo —o quizá porque le gustó el modo en que me hice el indignado—, conseguí el trabajo. Aprendí mucho de aquel taimado anciano. En concreto, se me quedaron grabados tres de sus consejos. En una de las obras que hice en Lowestoft tenía que interpretar a un borracho y salí a escena dando bandazos. El director alzó los brazos para detener el ensayo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —preguntó.

—Interpretar a un borracho —dije ofendido.

—Exacto. Estás interpretando a un borracho. Y yo te pago para que seas un borracho. Un borracho intenta simular que está sobrio, y tú simulas estar borracho. Lo estás haciendo justo al revés.

Dio en el clavo. En otra ocasión, yo estaba sobre el escenario y no tenía que pronunciar ninguna frase. El director alzó la mano y, de nuevo, dijo:

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—¡Nada! —repliqué.

—Exacto. No tienes diálogo, pero estás sobre el escenario y estás escuchando lo que dicen los demás. Y, en realidad, tendrías mucho que decir, pero has decidido no hacerlo. Eres tan parte de la escena como los personajes que están hablando. El cincuenta por ciento de la interpretación consiste en escuchar, y el otro cincuenta por ciento en reaccionar a lo que se dice.

Dio en el clavo. Recuerdo también una escena en la que debía llorar. A mí me parecía que estaba saliendo muy bien, pero el director volvió a interrumpirme con aquella frase que ya había escuchado más veces de las que me habría gustado.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —gritó.

—Llorar —dije muy ofendido por su impasibilidad ante mi actuación.

—¡No, de eso, nada! Yo veo a un actor intentando llorar. Un hombre de verdad trata desesperadamente de no llorar.

Una vez más, dio en el clavo.

Estaba más que dispuesto a atenerme a las reglas del teatro en lo tocante a la interpretación, pero también estaba decidido a no permitir que mi estatus de protagonista joven interfiriese en mi vida sentimental. Me había enamorado de una mujer inalcanzable: la actriz principal de Lowestoft, Patricia Haines. Pat era una verdadera belleza, dos años mayor que yo, a años luz de mí en sofisticación, y una actriz brillantísima que no necesitaba añadir papeles extra a su currículo. Aunque siempre era muy educada, daba la sensación de que aún no había percibido mi presencia. En realidad, daba la sensación de que ni se había enterado de que había un nuevo protagonista joven en la compañía, por mucho que yo lanzara a menudo miraditas elocuentes en su dirección.

Las cosas siguieron así durante un par de semanas, hasta que una noche, tras la representación, uno de los actores dio una fiesta. Como de costumbre, Pat era el centro de atención. Como de costumbre, me saludó con una breve sonrisa y luego me ignoró por completo. Comprendí que mi amor por ella estaba condenado a no ser correspondido y me concentré en ponerme de alcohol hasta arriba. Me pasé la noche sentado, solo, hundido en la miseria, hasta que los invitados empezaron a retirarse. En el preciso momento en que contemplaba la posibilidad de un tambaleante regreso a mis solitarios aposentos, escuché una voz detrás de mí.

—Qué tímido eres.

Me giré y allí estaba Pat, con su casi metro ochenta (más ocho centímetros de tacones).

—¿Tímido? —Tropecé con mis propios pies y me derramé la bebida en los pantalones—. ¿Yo? ¿Por qué lo dices?

Ella era una ruda chica del norte.

—Porque me he dado cuenta de que te gusto y ni has intentado insinuarte.

¿Insinuarme? ¿Estaba loca o qué? ¿Insinuarme yo a Pat Haines? Me tambaleé un poquito más, ebrio no solo por la ingesta de cerveza barata, sino por su proximidad y el aroma de su perfume. Decidí jugármela. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Me armé de toda la confianza que pude reunir —extraída de las películas de Bogart— y la miré directamente a los ojos.

—Estoy enamorado de ti —le dije.

Transcurrió un minuto de silencio absoluto. La sangre me golpeaba las sienes con tanta fuerza que tuve que inclinarme hacia ella para poder oír su respuesta.

—Ya lo sé —dijo sonriendo—. Y yo también estoy enamorada de ti.

Ahora sí que sabía lo que tocaba hacer. Me acerqué a ella y la besé.

Unas semanas después, Pat y yo nos casábamos en Lowestoft. Los padres de Pat, Claire y Reg, vinieron desde Sheffield y, a pesar de que Pat hizo todo lo que pudo, estaba claro que pensaban que el matrimonio no duraría.

Y, claro, tenían razón. Nos mudamos de Lowestoft a ­Londres y los primeros meses fueron muy duros. Alquilamos un pequeño piso en Brixton a mi tía Ellen, que fue la primera persona de la familia en tener una casa en propiedad. Como sabía que ni Pat ni yo ganábamos mucho, nos dejaba el alquiler bastante barato. Tras un período de sequía en el que solo conseguí algunos papeles como extra en televisión, dejé de buscar trabajo en la interpretación y tuve que aceptar algunas ocupaciones sin mucho futuro para mantener a Pat mientras ella trataba de dar un empujón a su carrera. Me desmoralicé mucho, pero las cosas se iban poner aún más difíciles: Pat se quedó embarazada. Nuestra preciosa hija Dominique nació con un padre que no estaba preparado para serlo y era incapaz de mantenerla. Toda aquella presión provocó la ruptura de nuestro matrimonio y yo abandoné el hogar. Pat se llevó a Dominique con su familia de Sheffield, y Claire y Reg asumieron la labor de criarla. Yo estaba desesperado: no tenía dinero, no tenía trabajo y había abandonado a mi mujer y a mi hija. A mis veintitrés años sentía que había defraudado a mi familia y a mí mismo. Las preocupaciones me tenían casi al borde del suicidio.

Volví a la casa prefabricada. En el hogar, las cosas tampoco iban bien. Papá tenía artritis reumatoide y ya no podía trabajar, así que conseguí un empleo en una siderúrgica para meter algo de dinero en casa. El trabajo físico era durísimo, despiadado, el más duro que haya tenido que hacer en mi vida. Además, era amargamente frío. Mientras tanto, el dolor de espalda de papá iba empeorando y el doctor me comunicó (pero no a él) que tenía cáncer de hígado y que solo le quedaban unas pocas semanas de vida. Contemplé cómo aquel hombre fuerte y vital se consumía ante mis ojos hasta el día en que lo saqué de casa y lo metí en la ambulancia que lo llevaría a morir al hospital St. Thomas.

Nunca olvidaré los dos últimos días de vida de papá. Agonizaba. Le pedí al médico que le administrara una sobredosis de analgésicos. Al principio se negó, pero cuando le hice ver que la muerte no podía ser peor que el infierno que estaba padeciendo papá, me miró en silencio y luego dijo: «¿Por qué no se va a dar una vuelta? Vuelva esta noche, sobre las once». Cuando volví, papá estaba mucho más calmado y me senté junto a él, sosteniendo su mano. Se la apretaba suavemente de vez en cuando y él respondía con otro apretón. Pasamos así unas dos horas y, justo en el momento en el que el Big Ben —que se veía a través de la ventana— daba las campanadas de la una en punto, papá abrió los ojos. Dijo con claridad: «Buena suerte, hijo». Y murió.

Cuando, en el hospital, vaciaron los bolsillos de papá, solo encontraron tres chelines y una moneda de ocho peniques. Tres chelines y ocho peniques era todo lo que tenía después de cincuenta y seis años de duro trabajo físico. Salí del hospital decidido a labrarme un futuro… y a sacar a mi familia de la pobreza.

A todo el mundo le sale una oportunidad al paso de vez en cuando, y en ocasiones no tiene nada que ver con lo que uno se esperaba. ¿Quién iba a pensar que mi experiencia como soldado en Corea me conduciría al primer contacto con la industria del cine?

Mamá había cobrado una modesta suma —veinticinco libras— del seguro de vida de mi padre y, consciente de mi penosa situación, me dio el dinero y me animó a que me marchase y reorganizase mi vida. Un gesto de generosidad típico de mi madre, que en realidad no tenía casi nada. Yo me había enamorado de París como concepto tras leer Springtime in Paris, las memorias del escritor estadounidense Elliot Paul, y decidí ir a París. El billete de ida y vuelta desde la estación Victoria de Londres costaba siete libras, así que con el dinero restante podía permitirme —al menos para empezar— un hotel cochambroso en la rue de la Huchette, precisamente donde se había alojado Elliot Paul. Sin dinero, tenía que ir andando a todas partes, pero hacía poco que había dejado el Ejército, estaba en forma y, en cualquier caso, París es la mejor ciudad del mundo para ser un flâneur. La recorrí de arriba abajo durante un par de meses, me sentaba en los cafés, en las terrazas de las aceras. Veía pasar a la gente y me juraba que algún día regresaría y visitaría la ciudad a lo grande. El dinero voló rápidamente y sobreviví a base de pequeños golpes de suerte. Aprendí a freír patatas en la calle, en el boulevard Clichy, que por aquel entonces era la calle con peor fama de París. Me enseñó un tipo que vendía perritos calientes. Yo vendía mis «patatas a un franco» a su lado. Cuando ya no pude pagarme el hotel, empecé a dormir en el antiguo aeropuerto del centro de París. Me llevaba la maleta y un billete de avión usado que había encontrado, y así podía hacerme pasar por un pasajero que había perdido el vuelo. Desayunaba gratis gracias a una compasiva estudiante americana que cubría el turno de mañana en el café de la terminal y que, además, me guardaba la maleta durante todo el día para que pudiese pasear sin esa carga. Lo sé, se supone que hay que enamorarse en París —a fin de cuentas, es una de las ciudades más románticas del mundo—, pero entre las mujeres que me crucé no percibí un gran entusiasmo hacia un inglesito melancólico, en paro y sin blanca. No me enamoré de ninguna mujer, pero me enamoré de París, y fue un amor que me acompañaría toda la vida.

Y, además, funcionó. Pasé allí varias semanas hasta que me sentí con fuerzas para volver a casa. Cuando regrese a Elephant, mamá me dio la bienvenida con un beso, un abrazo y la noticia de que había un trabajo para mí. Me esperaba un telegrama de mi agente con la oferta de un pequeño papel y un puesto como asesor técnico en una película titulada Infierno en Corea. Me eché a llorar. Los exteriores se rodarían en Portugal y el resto en los estudios cinematográficos de Shepperton, y cobraría cien libras a la semana durante ocho semanas. ¡Una fortuna incalculable! Pero había un problema: el rodaje no comenzaba hasta mes y medio después, Pat necesitaba dinero para su manutención y la de la niña y era imposible que yo encontrase un trabajo de solo seis semanas. De nuevo, mamá al rescate: sacó de la oficina de correos todos sus ahorros, que ascendían a 400 libras, y me dijo: «Ya me lo devolverás». No había nada que mamá no estuviera dispuesta a hacer por Stanley y por mí.

Tras mi chusco debut, no había vuelto a tener problemas para recordar dos horas de diálogo sobre un escenario. En Infierno en Corea me las arreglé para olvidar solo ocho frases… y eso que las tenía que pronunciar al ritmo de una a la semana. Rodar una escena es radicalmente distinto a actuar en el teatro. Para empezar, se consume la mayor parte del tiempo coordinando al equipo de rodaje. Para cuando el director, Julian Aymes, gritó «acción», yo ya era un manojo de nervios, y tampoco me ayudó mucho escuchar a uno de los cámaras murmurando: «¡Solo es una puta frase, joder!».

Mis primeros pasos en el cine no transcurrían tan bien como habría deseado, pero en el papel de asesor técnico me sentía en terreno seguro. Yo era la única persona en el rodaje que había puesto un pie en la maldita Corea… pero daba la sensación de que nadie quisiera saber nada. Nadie entendía qué fuimos a hacer allí y, en ocasiones, incluso parecía como si nadie supiera que habíamos estado en aquel país. Cuando se lo mencionaba a mis amigos americanos, se quedan estupefactos: «¿Los ingleses estuvisteis en Corea?». Sí, y no solo los ingleses. En mi división también había australianos, neozelandeses y sudafricanos, pero a nadie le importaba un bledo. Tengo una gran simpatía por los soldados. Sé cómo se siente uno cuando lo envían a una guerra que en tu país nadie entiende o que a nadie le importa y, al volver, te topas con una absoluta incomprensión —o, lo que es peor, indiferencia— por lo que has tenido que soportar.

Soy profundamente antibélico. Sé lo que les espera a esos jóvenes que envían a Irak y Afganistán. Soy incapaz de ver las noticias sobre víctimas mortales del Ejército, tengo que apagar el televisor cada vez que las emiten. Es demasiado triste. Al igual que muchos de ellos, yo tenía diecinueve años cuando me enviaron a Corea con los Fusileros Reales y, al igual que muchos de los que son enviados a Afganistán, nunca había oído hablar de aquel sitio. Mi entrenamiento en el servicio militar consistió en aprender a disparar un rifle 303 Lee Enfield (que ya había quedado obsoleto cuando terminó la segunda guerra mundial) y un subfusil Sten. Este subfusil tenía un fallo garrafal de diseño: o se atascaba después de la tercera ráfaga o seguía disparando cuando dejabas de apretar el gatillo. Eso fue lo que le pasó a uno de mis compañeros en el campo de tiro, y el muy idiota se volvió hacia el sargento para preguntarle qué hacer… ¡sosteniendo el subfusil y rociando balas en todas direcciones! Nunca he visto a un grupo de reclutas besar el suelo tan rápido.

En todo caso, ningún entrenamiento podría haberme preparado para lo que me esperaba en realidad: para mi primera guardia en una trinchera, para la oscuridad absoluta de la noche coreana, para la primera vez que las bengalas refulgieron en el cielo y, sobre todo, para la primera vez que contemplé a una horda enemiga cargando contra mí. Aunque, en realidad, yo sentía mucha más hostilidad hacia las ratas que infestaban nuestro búnker que hacia los soldados chinos que debíamos combatir. Nunca olvidaré aquella noche en que estaba de guardia y, como de costumbre, soñaba que interpretaba al protagonista de una heroica película bélica. De pronto, me sacó de mi ensoñación el sonido de una trompeta. «¿Qué cojones ha sido eso?», pregunté a mi compañero, Harry. Antes de que pudiese contestar lo que ya era obvio, en el valle estalló el rugido no de una, sino de cientos de trompetas, se encendieron los reflectores y allí, frente a nosotros, se iluminó una terrible estampa: miles de chinos avanzando hacia nuestra posición precedidos por una demoníaca tropa de trompetistas. Nuestra artillería abrió fuego, pero ellos seguían avanzando, marchando hacia nuestras ametralladoras y hacia una muerte segura. De pronto, los campos de minas que protegían nuestra retaguardia nos parecían irrelevantes: la primera ola de chinos se suicidó arrojándose contra los alambres de espino para que sus compañeros los utilizaran a modo de puente. Al final, ganamos, pero la valentía de aquellos hombres rayaba en la locura.

Supongo que las personas que te envían a una guerra son demasiado mayores para ir ellas mismas. O demasiado listas. Los sargentos que nos instruían nos contaron historias sobre la increíble valentía de los soldados durante la segunda guerra mundial, pero cuando llegamos a Corea todos esos sargentos se habían volatilizado y, por arte de magia, a nosotros, unos jovenzuelos, nos ascendían a sargento. Bueno, a mí no. Tuve la suerte de quedarme en soldado raso. También creo que ir a la guerra te avejenta. Cuando por fin llegó el momento de regresar a casa, teníamos veinte años. En el camino nos cruzamos con el regimiento de reemplazo. Aquellos muchachos tenían diecinueve años, nuestra edad al llegar. Los miré, luego miré a mi grupo y comprobé que aparentábamos diez años más que ellos. Ellos parecían niños mayores, nosotros parecíamos hombres jóvenes.

La ocasión en la que estuve más cerca de la muerte —un incidente que todavía hoy, de cuando en cuando, me produce pesadillas— fue durante una patrulla nocturna de ­observación en tierra de nadie. A tres de nosotros —el comandante de mi pelotón, Robert Mills (que también acabaría siendo actor), un operador de radio y yo— nos enviaron al valle, con la cara embadurnada de barro y hasta las cejas de repelente para mosquitos, hasta el mismísimo límite de las líneas chinas. Demencial. Y pudo haber sido todavía más demencial. Avanzábamos en cuclillas por un arrozal, con los insectos comiéndonos vivos, cuando Bobbie Mills, que era hijo de un general, tuvo una genial idea.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo—. ¡Tenemos que apresar a un chino! Y os doy cinco libras a cada uno.

Me quedé mirándolo fijamente. Había detectado mi vena mercenaria, pero había errado juzgando el interés que podía tener yo en llevar a cabo una acción tan evidentemente inútil.

—¿Tú estás mal de la puta cabeza? —susurré. Al parecer, herí su sensibilidad.

—¿Me estáis diciendo que no venís conmigo?

—Claro que no, joder —contestamos al unísono el operador de radio y yo.

—En ese caso —dijo como si nos estuviera privando de una fabulosa recompensa—, vamos a tener que volver.

Ya estábamos a mitad de la colina, avanzando con cautela, cuando nos llegó un olorcillo a ajo —los chinos masticaban ajo como si fuera chicle— y nos dimos cuenta de que nos seguían. Echamos cuerpo a tierra justo a tiempo, en el preciso momento en que una tropa de soldados chinos surgía de entre la hierba alta y emprendía nuestra búsqueda. Me quedé allí tumbado, muerto de miedo, con la mano en el gatillo del arma y el enemigo merodeando tan cerca que podía escucharlos hablar. Y en mi interior comenzó a crecer la rabia: iba a morir sin haber tenido oportunidad de vivir, sin haber tenido oportunidad de hacer todo lo que quería, sin haber tenido oportunidad de cumplir siquiera uno de mis sueños. Decidí que ya no tenía nada que perder. Si debía morir, me llevaría a un buen puñado de chinos conmigo. No estaba solo: a los tres nos poseía la misma sensación. Bobby Mills propuso que, en lugar de salir corriendo hacia nuestras líneas, pilláramos por sorpresa al enemigo cargando contra ellos y escupiendo fuego. En esta ocasión estuvimos todos de acuerdo. «Tengo que mear», dijo el operador de radio, y también en eso estuvimos todos de acuerdo. Nos arrodillamos entre los matorrales y meamos todos juntos. A continuación, nos pusimos en pie y nos abalanzamos contra la oscuridad. Los chinos disparaban en todas direcciones, pero no tenían ni idea de dónde estábamos exactamente y nosotros seguimos corriendo hacia las líneas enemigas hasta que nos pareció seguro cambiar de sentido y dirigirnos hacia las nuestras. No sé cómo, pero conseguimos regresar de una pieza. Aunque estuvimos muy cerca de no contarlo.

No es que me despierte cubierto de sudor en medio de la noche reviviendo aquel incidente, pero sí que me viene a la cabeza en los momentos difíciles, sobre todo cuando alguien pretende atacarme o herirme. Entonces pienso —al igual que pensé en aquella colina de Corea— que no voy a dejarme amedrentar, que no van a poder conmigo, y que si lo intentan me llevaré por delante todo y a todos los que pueda, aunque yo también tenga mucho que perder. Si no me buscas las cosquillas soy un tío genial; pero como me las busques…

Infierno en Corea no tenía nada que ver con la realidad y a nadie le importaba un pimiento. A George Baker —que ahora es más conocido como el inspector Wexford de la serie The Ruth Rendell Mysteries— lo hacían entrar en combate con un sombrero de oficial y cubierto de insignias para evidenciar su estatus de protagonista. Yo les hice ver que, en una auténtica guerra, aquello lo habría señalado como blanco prioritario para los francotiradores y que habría durado dos segundos en un avance. Me ignoraron. También me ignoraron cuando sugerí que las tropas deberían desplegarse durante el avance para maximizar su rango de tiro. No, se apelotonarían, me dijeron, porque la lente de la cámara no era lo suficientemente amplia. Estuve a punto de aventurar que, en mi opinión, Corea se parecía más a Gales que a Portugal, pero me mordí la lengua porque… ¿dónde preferirían ustedes rodar exteriores?

Aunque Portugal reavivase muy pocas de las pesadillas de Corea, hube de enfrentarme a un omnipresente recordatorio del horror de la línea del frente: el ajo. En el hotel, la comida flotaba en aceite y ajo. Yo devolvía los platos a la cocina una y otra vez hasta que no quedaba rastro de ninguno de los dos. Aquello enervaba a mi compañero de reparto Robert Shaw. Una noche, tras dar ambos buena cuenta de demasiadas botellas de vino, explotó:

—¡Come y calla, puto cockney filisteo! ¡En tu vida te habían puesto por delante algo así de bueno!

Yo no tenía la menor idea de lo que era un filisteo, pero creí entender que estaba insultando las dotes culinarias de mi madre. Me abalancé hacia él por encima de la mesa y lo agarré por las solapas.

—¡A mí no me hablas así! —rugí.

Nos enzarzamos y armó una buena. Derramamos el vino, la comida voló por los aires y los camareros salieron por piernas. Fue una auténtica bronca de bar, a la vieja usanza. ­Ciertamente, hoy en día entiendo que Robert tenía toda la razón, y uso constantemente el aceite y el ajo en la cocina. Pero, a veces, cuando tengo la guardia baja, percibo aquel olorcillo y me siento transportado al arrozal. Cosas así nunca se olvidan del todo.

Regresé a casa, devolví el préstamo a mamá, me instalé en una habitación de alquiler y aún me quedó dinero suficiente para viajar hasta Sheffield y visitar a Dominique, que para entonces era ya una encantadora criatura de un año. Pat había vuelto al mundo de la farándula y sus padres cuidaban de nuestra hija. Hacían un trabajo magnífico. Claire y Reg fueron muy hospitalarios conmigo y siempre les agradeceré todo lo que hicieron por Dominique. Me alivió comprobar la entrega con la que habían acudido a nuestro rescate, y prometí visitarlos siempre que pudiera. De vuelta a Londres, en el tren, incluso me permití relajarme y creer que mis problemas se habían terminado.

Ni mucho menos. Mi agente, Jimmy Fraser, vio la versión definitiva de Infierno en Corea y me dio puerta al instante. Para ser sincero, desde el primer minuto fue reacio a incluirme en su cartera de representados.

—Tienes algo, Michael —me dijo cuando lo visité en su gran despacho de Regent Street—. Que me aspen si sé lo que es y no tengo la menor idea de cómo voy a venderlo, pero voy a representarte durante un tiempo, a ver si se me aclaran la ideas.

Bueno, pues ya se le habían aclarado las ideas. Me dijo que, si no me teñía las pestañas y las cejas, no llegaría a ninguna parte. El tiempo demostraría que no tenía razón, pero su impresión sobre mí en Infierno en Corea sí que era acertada. En las pocas escenas mías que sobrevivieron a la sala de montaje estaba fatal. Tampoco es que mucha gente tuviera ocasión de comprobarlo: con un apabullante sentido de la oportunidad, la película se estrenó la noche que invadimos Suez.

Después de que Jimmy me diera la patada, encontré a otra agente, Josephine Burton, pero los trabajos no entraban ni con rapidez ni en suficiente cantidad y tuve que volver a vivir con mamá y Stanley. En el horizonte no había ninguna película, pero conseguí un papel en uno de los legendarios espectáculos que el Theatre Workshop, la compañía de Joan Littlewood, ofrecía en el West End. Todos los miembros de la compañía eran comunistas militantes. Yo había apoyado el capitalismo en Corea y ahora tenía la oportunidad de comprobar cómo funcionaba el otro lado. No me impresionó demasiado: los sueldos eran más bajos que en Horsham y los diálogos me dieron la impresión de ser muy artificiales. Pero por aquel entonces yo no tenía la menor idea de qué era el proletariado… y me sorprendió enormemente descubrir que yo formaba parte de él.

Pronto resultó evidente que Joan no me consideraba apto para ser un actor del método, la técnica desarrollada por el ruso Konstantín Stanislawski a la que ella había entregado su vida. En realidad, después, he basado todas mis interpretaciones en ese método y en su principio básico de que los ensayos son el auténtico trabajo y la interpretación es relajación: perfecto para el cine. Sin embargo, en aquella época, Joan era inflexible con mis carencias.

—¡Fuera! —me dijo en cuanto hice acto de presencia en el escenario para mi primer ensayo—. Y entra otra vez.

Hice lo que me pedía.

—¡No! —gritó cuando reaparecí—. No voy a permitirlo.

Yo no tenía ni idea de a qué se refería, así que pregunté:

—¿Qué es lo que no vas a permitir?

—¡Tus aires de estrellita! ¡Esto es un grupo de teatro!

Hice todo lo que pude por integrarme en el resto del elenco, pero Joan nunca lo vio muy claro. Cuando terminaron las representaciones, me largó de la compañía con lo que, desde la perspectiva de hoy, fue un halago inintencionado:

—A la mierda Shaftesbury Avenue5. Solo sirves para estrella de cine.

Lo cierto es que Joan era la única que confiaba en que yo alcanzaría el estrellato. Los siguientes meses, los siguientes años, fueron muy complicados. Me acercaba a menudo a una agencia de contratación de actores en Trafalgar Square dirigida por un tal Ronnie Curtis con la esperanza de conseguir algún papel sin diálogo en teatro, televisión o cine, lo que fuera. En cierta ocasión me dieron un papel tan solo porque me iba bien el uniforme de policía que la compañía de cine ya tenía en el armario. Cuando no trabajaba (la mayor parte del tiempo) y ya no aguantaba sentado en la oficina de Ronnie, iba a los lugares que frecuentaban los demás actores jóvenes y desempleados: el café junto al Arts Theatre de Shackville Street, el pub ­Salisbury en St. Martin’s Place, la cafetería ­Legrain en el Soho o el Raj’s, un garito ilegal. Saber que las cosas estaban igual de complicadas para todos era un gran alivio, pero fue una época muy desalentadora. Y no solo por la falta de trabajos: cada vez que me rechazaban en una prueba, tenía que recomponerme y volver a empezar. Algunas personas han criticado las sumas de dinero que he ganado haciendo cine. Y yo siempre recuerdo aquellos diez años de durísimo trabajo, de miseria, de pobreza y de incertidumbre que tuve que atravesar para poder situarme en la casilla de salida. Como actor desempleado no podía alquilar una habitación, pedir un préstamo al banco ni hacerme un seguro. No me sorprende que muchos acaben tirando la toalla.

Yo estuve a punto de ser uno de ellos. Una noche, cuando estaba al mismísimo límite, hice mi habitual llamada a ­Josephine. Cada tarde, a las seis en punto, todos los jóvenes aspirantes a actores nos abalanzábamos sobre las cabinas telefónicas de Leicester Square para llamar a nuestros agentes y comprobar si ese día había entrado algo para nosotros. Generalmente no había nada, pero en esta ocasión Josephine tenía buenas noticias: me había conseguido un pequeño papel en una representación para televisión de The Lark, de Jean Anouilh, cortesía de Julian Aymes, el director de Infierno en Corea, que había preguntado por mí. Solo había un problema: tenía que afiliarme a Equity, el sindicato de actores, y en sus registros ya había un actor con mi nombre artístico, Michael Scott. Josephine me dio un plazo de media hora para cambiarme el nombre y así poder devolver el contrato firmado. Colgué el teléfono y me senté en un banco de Leicester Square. Al igual que ahora, aquel era el lugar donde se estrenaban todas las películas. Recorrí con la vista los cines, los nombres iluminados de todas las estrellas, y traté de imaginarme entre ellos. ¿Michael qué? Y entonces lo vi. Humphrey Bogart, mi actor favorito, mi ídolo, protagonizaba El motín del Caine. Caine. Porque era corto, porque era fácil de pronunciar y porque me sentía un amotinado. Y porque, como el Caín del Antiguo Testamento, yo también había sido expulsado del paraíso. Así me llamaría: Michael Caine.

La gran vida

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