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1. La dimensión desconocida

Cuando terminé mi primera autobiografía, Mi vida y yo, 1992 parecía un buen destino final. Ya tenía a mis espaldas una espléndida carrera cinematográfica, un bestseller internacional, varios restaurantes, una bonita casa y, lo más importante de todo, una familia que me quería. Habíamos pasado la Navidad y la Nochevieja de 1991 en Aspen, Colorado, invitados por Marvin y Barbara Davis, acaudalados petroleros texanos de la alta sociedad. Nos alojábamos en el Little Nell Inn —del que Marvin era dueño— y estábamos rodeados de amigos como Lenny y Wendy Goldberg, Sean Connery y su mujer, Michelene, y Sidney y Joanna Poitier.

Fue una delicia pasar las vacaciones en semejante compañía. Yo no esquío, pero siempre me he esmerado mucho en el arte del après-ski, que básicamente fue lo único que hicimos en Aspen. Reuniones bajo el sol, batallitas sobre los viejos tiempos y comidas fastuosas. Rodeado de aquellas personas tan especiales me sentía muy afortunado. Todos ellos habían formado parte de mi vida desde que llegué a Hollywood, aunque lo cierto es que conocí a Sean en Londres, en lo que allá por los cincuenta se conocía como «fiesta de la botella». Por aquel entonces, cuando alguien organizaba una fiesta pero no podía costearla del todo, la invitación requería «traer una botella y una “polluela”». Yo estaba tan pelado que no podía permitirme llevar la botella, así que llevé a dos «polluelas». Y las dos eran guapísimas. Llegué a la fiesta y allí estaba Sean. Comparado con el resto de actores, que éramos unos alfeñiques, parecía una mole. Sean me vio con las dos chicas y al instante me convertí en su nuevo mejor amigo. Aquella época fue bastante dura para mí. La más dura, probablemente; vivía al día, debía pequeñas sumas por aquí y por allá en todo Londres y muy a menudo tenía que cambiar de acera para esquivar a los acreedores. Por supuesto, lo que no podía prever entonces era que, no muchos años después, Shirley MacLaine me escogería para ser su partenaire en Ladrona por amor, y que me daría la bienvenida en Los Ángeles con una fiesta por todo lo alto. Y que en esa fiesta conocería a Sidney Poitier, que se convertiría instantáneamente en mi nuevo mejor amigo.

Después de Aspen volví a Hollywood por una temporada. Me sentía el rey del mundo, las cosas solo podían ir a mejor. No era para nada consciente del revés que se me venía encima. Mi mujer, Shakira, y yo habíamos comprado una casita con magníficas vistas, no en Beverly Hills, sino en el más modesto Trousdale. En realidad era una residencia para las vacaciones —nuestro hogar estaba en Inglaterra—, pero queríamos estar cerca de nuestro amigo Swifty Lazar porque su mujer, Mary, estaba muy enferma.

Dejando de lado el estado de salud de Mary, no había signos de fatalidad inminente. Nada parecía haber cambiado. Nuestros amigos de siempre seguían en la ciudad. Al igual que en Año Nuevo en Aspen, la cena que celebramos una noche en Chasen’s con Frank y Barbara Sinatra, Greg y Veronique Peck y George y Jolene Schlatter parecía reflejar que todo nos iba bien. Fue una espléndida velada hollywoodiense repleta de chistes privados como aquel de George, magnífico, que resumía a la perfección la relación entre actores y agentes. George es un grandísimo productor de TV —él descubrió a Goldie Hawn en Rowan and Martin’s Laugh-In— y tan divertido como sus programas. Yo he tenido suerte, siempre he sido muy amigo de mis agentes, pero la relación entre actores y agentes suele ser distante. El chiste era como sigue: llaman a un actor y le comunican que han incendiado su casa y violado a su mujer. El actor corre a su hogar, un policía lo recibe fuera y le dice que ha sido su agente. Ha venido a su casa, la ha quemado y ha violado a su mujer. El actor se queda boquiabierto y, sin salir de su estupor, replica al policía: «¿Dice que mi agente ha venido a mi casa?».

De hecho, aquella cena en Chasen’s y la que se celebró la semana siguiente en casa de Barbra Streisand (todo muy Art Nouveau y con unos magníficos muebles estilo Shaker) serían las últimas alegrías en bastante tiempo. Ahora miro hacia atrás y veo lo que entonces no veía: la tormenta, como se suele decir, se avecinaba. La película que había hecho el año anterior, ¡Qué ruina de función!, pasó sin pena ni gloria. No me preocupé demasiado. Todo el mundo se da un batacazo de vez en cuando, pensé. Pero era otro indicio.

No me daba cuenta, pero ya me había convertido en parte de la historia de Hollywood. Sin previo aviso, Robert ­Mitchum, la gran estrella de cine de los cincuenta, me pidió que presentase su premio al trabajo de toda una vida en los Globos de Oro. Me encantaba Bob Mitchum y para mí fue todo un honor que me lo pidiese, pero no lo conocía personalmente y nunca había trabajado con él, así que me extrañé.

—¿Me has escogido porque tengo los párpados caídos, como tú? —le pregunté.

—Sí. Bueno, es que eres el único. Siempre me comentaban lo de los párpados y entonces te vi en Alfie y me dije: este tío también tiene los párpados caídos. Menos que los míos, claro, pero bastante caídos. Es por los párpados, sí.

Una historia cautivadora —tanto como Bob—, pero empecé a preguntarme si en realidad no sería porque todos los demás actores habían declinado la propuesta.

Fuese o no el caso, siempre me han gustado los Globos de Oro porque puedes sentarte a la mesa y beber, pero también levantarte para hablar con unos y con otros. En cierta ocasión, Burt Reynolds señaló un hecho del que todo el mundo es consciente en la industria pero que rara vez se menciona: la diferencia de clases. En las entregas de premios, la gente de la televisión se sienta detrás y la gente del cine, delante. Es absurdo, la verdad: hay estrellas de televisión —los actores de Friends, por ejemplo— que ganan un millón de dólares a la semana y sus mesas no están delante. Y entonces pienso: «Un momento, ¡yo nunca he ganado un millón de dólares a la semana!». Le pregunté por el asunto a uno de los organizadores de los Globos de Oro que me dijo, sin más: «El cine es lo primero».

Yo estaba a punto de comprobar hasta qué punto era así.

Volví a Inglaterra, acababa de publicarse mi libro y ya era número uno en ventas. Me embarqué en una gira mundial para promocionarlo. Imposible que nada saliera mal, ¿verdad?

Para empezar, promocionar un libro resultó ser igual que promocionar una película, algo que llevaba toda la vida haciendo —y odiando—. La gente suele decirme que las estrellas de cine ganan demasiado dinero. Pues bien, no estoy de acuerdo. Las estrellas de cine solamente se llevan unos cuantos miles de dólares a cambio de una enorme cantidad de trabajo: las horas de maquillaje, las tomas interminables, el oficio, la experiencia, la presión de ser el protagonista… Los millones restantes son por la promoción. Y, créanme, nos ganamos cada céntimo. La primera vez que fui a Estados Unidos para promocionar Ipcress y Alfie, me quedé de pasta de boniato cuando mi responsable de prensa, Bobby Zarem, me sacó de la cama a las seis de la mañana y me dijo que a las siete y media tenía que salir en el programa Today.

—¿A las siete y media? —dije. Había volado la noche anterior—. ¿Y me tengo que levantar a estas horas para salir en un programa nocturno?

Me miró con lástima:

—Es a las siete y media de la mañana, Michael.

—¿Y quién demonios va a ver un programa tan temprano? —exclamé.

Esta vez Bobby fue algo más duro:

—Veintiún millones de personas —dijo—, así que si quieres ser una estrella en América, ¡más te vale madrugar!

Ahora ya estoy acostumbrado a la promoción veinticuatro horas al día, siete días a la semana, pero eso no quiere decir que me guste, y aquella gira no fue una excepción. Consistió, básicamente, en responder —sobreponiéndome al jet-lag— a entrevistas realizadas por periodistas que no se habían molestado en leer el libro, para después subir a otro avión y hacer de nuevo lo mismo en otro país —igual de hermoso y fascinante que el anterior— que solo podía ver a través de la ventanilla del coche en los trayectos de ida y vuelta al aeropuerto. Hubo algunos lugares maravillosos que casi ni vi en aquella gira: Hong Kong, Tailandia, Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos…

Recuerdo que Chris Patter, a la sazón gobernador de Hong Kong, envió a un funcionario para agilizar nuestro paso por inmigración y aduanas y evitar que llegásemos tarde a nuestra cena con él. Nos alojamos en el Regent (hoy ­InterContinental) y Shakira y yo nos dimos un baño en un jacuzzi situado en el rincón más romántico del mundo: el mismísimo tejado del ático, piso treinta. Solo el jacuzzi y la vista panorámica de trescientos sesenta grados de la ciudad. Pasamos horas allí. Fuimos, sin duda alguna, los turistas más limpios de toda Asia.

Espectacular, sí, pero eso fue prácticamente lo único que vimos de Hong Kong. Continuamos hacia Bangkok. Al salir del aeropuerto vimos un Rolls Royce con escolta policial esperando a alguien. Ese alguien éramos nosotros. Nos pareció un poco exagerado hasta que nos incorporamos a la autopista; no había visto cosa igual en mi vida. A nuestros policías les traía al fresco que entrásemos por las vías de salida o saliésemos por las de entrada. Simplemente, nos abrimos paso hacia la ciudad, haciendo en menos de una hora un viaje que normalmente duraba cuatro. Llegamos al hotel Oriental y nos condujeron a la suite Somerset Maugham; ¡un pelín intimidatorio para un escritor novato!

Poco después llegaron Australia, Nueva Zelanda… y Los ­Ángeles, primer descanso en aquel torbellino de gira promocional, marcado por algo que empezaba a ser más y más frecuente en mi vida: un funeral.

De haber buscado signos de un declive inminente, la muerte de John Foreman habría sido uno de ellos. John era mi amigo y fue el productor de El hombre que pudo reinar, una de las películas que más me gustan de las mías. Pronuncié algunas palabras en su funeral; otros, como Jack Nicholson, también hablaron. John Foreman fue una persona muy especial y lo situaría en la categoría de los «casi grandes». En mi opinión, murió justo antes de poder desarrollar todo su potencial, aunque El hombre que pudo reinar es prueba suficiente de su merecida reputación.

Sentado en aquella iglesia abarrotada y escuchando cómo mis amigos honraban la memoria de aquel hombre extraordinario, no pude evitar recordar la película y lo que había significado —y todavía hoy significa— para mí. No solo trabajé con el hombre al que consideraba un dios, el director John Huston, que ha dirigido tres de mis películas favoritas de todos los tiempos —El tesoro de Sierra Madre, El halcón maltés y La Reina de África—, sino que también tuve la oportunidad de interpretar a Peachy Carnehan, un papel para el que Huston contaba con Humphrey Bogart, mi ídolo. Recordé la primera vez que vi El tesoro de Sierra Madre, ese gran clásico sobre un grupo de parias en busca de oro, un sueño tan imposible como para mí lo era en aquel entonces el de ser actor. De adolescente me había identificado totalmente con el personaje de Bogart y de pronto me encontré en una película dirigida por Huston e interpretando un papel que había sido pensado para Bogart. Era como si los sueños imposibles pudiesen hacerse realidad.

La otra cosa que hizo de El hombre que pudo reinar una película tan especial fue que Sean Connery me diese la réplica. Trabajar con él fue un auténtico placer y nuestra relación se estrechó más todavía. Al igual que yo, Sean se sentía muy en deuda con John Huston y cuando, años después, supimos que estaba al borde la muerte, nos entristecimos enormemente. Fuimos juntos al hospital Cedars-Sinaí, en Hollywood, para despedirnos de él. Al llegar, nos encontramos a John delirando: «Yo estaba en un combate de boxeo y resulta que el otro tenía unas cuchillas cosidas en los guantes y por eso ahora estoy aquí. Ese tío me ha rematado, por eso estoy aquí». Siguió hablando sobre aquel boxeador durante veinte minutos. Sean y yo nos miramos. Los dos estábamos llorando. Nunca antes había visto llorar a Sean. Nos fuimos del hospital muy afectados, y lo siguiente que supimos fue que John Huston se había levantado de la cama y había hecho dos películas más. Cuando volví a verlo, le dije:

—La próxima vez que vaya a despedirme de ti, si no te mueres tú, te mato yo. No sabes lo mal que lo pasamos.

—Bueno, Michael, ya sabes cómo es esto, la gente lo pasa mal. Y la gente se muere —respondió.

—Vale, de acuerdo. Pero no dos veces.

Volviendo al funeral de John Foreman, hubo risas, hubo anécdotas y hubo lágrimas, y después nos fuimos a Nueva York para hacer otra presentación del libro. Esta vez se celebraba en el restaurante de mi amiga Elaine y entre los invitados estaban Gloria Vanderbilt, Lauren Bacall, David Bowie e Iman —personajes legendarios flotando ante mi jet-lag—. Me costaba pensar, pero eso era lo de menos, porque en todo caso mis labios y mi lengua estaban demasiado cansados para hablar.

Si Chasen’s representaba para mí la vida de Hollywood y era el punto de encuentro con muchos de mis amigos de allí, Elaine’s era su equivalente en Nueva York. Elaine’s es más que un restaurante: es una institución neoyorquina, es casi como una feria. Era el sitio perfecto para presentar un libro porque allí era donde se reunían los guionistas, actores y directores, desde Woody Allen al equipo del Saturday Night Live. La propia Elaine solía revolotear de mesa en mesa comprobando que todos sus clientes estuvieran a gusto. Recuerdo que, una noche, un tipo empezó a molestarme. Apareció Elaine, lo agarró por las solapas y lo tiró al suelo. Ella solita. Protesté:

—No hacía falta ser tan drástica, nos lo podíamos haber quitado de encima de otra manera.

—Nah, ¡me sacan de quicio los capullos! —respondió.

Elaine es una buena amiga y almuerzo con ella cada sábado cuando estamos en Nueva York. Siempre pedimos caviar y paga ella. Con los billetes que lleva en el sujetador. Dice: «Invito yo». Acto seguido, hunde la mano y saca un puñado de billetes.

La fiesta en Elaine’s marcaba el final de la gira, y de Nueva York volví a mi casa, en Inglaterra. Estaba hecho polvo pero, en mi ausencia, habían seguido llegando guiones y tocaba ponerse al día. Al final me recompuse y me senté a leer uno de ellos. Me quedé de piedra. El papel era insignificante, casi ni merecía la pena. Se lo devolví al productor, dándole mi opinión. Un par de días después, el tipo me llamó por teléfono. «¡No, no! ¡No eres el amante, lo que quiero que leas es el papel del ­padre!». Colgué y me quedé un rato allí de pie, desconcertado. ¿El ­padre? ¿Yo? Fui al baño y me miré en el espejo. Sí, ciertamente era el padre quien me devolvía la mirada. En el espejo veía a un actor protagonista, pero no a una estrella. En ese momento me di cuenta de que la única mujer a la que volvería a dar un beso en pantalla sería mi hija.

La diferencia entre un actor protagonista y una estrella de cine (aparte del caché y el camerino) es que cuando una estrella recibe un papel que le interesa, lo modifica para adaptarlo a su persona. Una estrella dice: «Yo nunca haría eso» o «Yo nunca diría eso». Y sus propios guionistas añaden lo que él haría o diría. Cuando un actor protagonista recibe un papel que le interesa, se adapta al papel. Pero hay además otra diferencia, y esa era la que yo sabía que jugaba a mi favor. Muchas estrellas son malos intérpretes, así que cuando los grandes papeles se agotan, desaparecen, insistiendo en que ellos no harán papeles secundarios. Los actores protagonistas deben saber actuar. Si no, acaban desvaneciéndose por completo.

Siempre había sabido que ese momento llegaría. Tenía cincuenta y ocho años. ¿Debía abandonar o continuar? Tenía que pensármelo. La pregunta me rondó durante meses. Me acosaba cada mañana, al abrir los guiones de pacotilla llenos de manchas de café y anotaciones que habían dejado actores más jóvenes antes de rechazar el papel. Me di cuenta de que las cosas iban a ser diferentes a partir de entonces. Más difíciles.

Había alcanzado un momento de mi vida que bauticé como «la dimensión desconocida». El foco del estrellato se apagaba y, aunque la tenue luz de los papeles de actor protagonista empezaba a cobrar fuerza, seguía viéndolo todo muy negro. Hubo sin embargo algunos momentos resplandecientes. De buenas a primeras, como parte de los festejos alrededor del Cumpleaños de la Reina, fui nombrado Comendador de la Orden del Imperio Británico. Un gran honor y una bonita medalla. Acepté la distinción con enorme orgullo. Y entonces un antipático periodista señaló que me habían nombrado comendador de algo que ya no existía. Ni siquiera lo poco que iba bien era del todo perfecto.

La gran vida

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