Читать книгу La gran vida - Michael Caine, Майкл Кейн - Страница 11
Оглавление5. Hola, Alfie
En las montañas Drakensberg no hay manera de gastar dinero, así que regresé a Londres con mis cuatro mil libras prácticamente intactas. Por fin podría arreglar un par de asuntos. Me fui directo a Sheffield para visitar a Dominique. Ya tenía ocho años y, según me dijo su abuela Claire, estaba loca por los caballos (eso no lo había heredado de mí, desde luego). Por primera vez podía hacer algo por ella. Con lo que había ganado en Zulú le compré un poni. Fue el primer paso de lo que acabaría convirtiéndose en una satisfactoria carrera para Dominique, una carrera en la que me siento muy orgulloso de haberla visto triunfar.
Luego, estaba mamá. Seguía viviendo con mi hermano Stanley en la casa prefabricada, pero él se pasaba el día fuera trabajando y ella se quedaba sola, sin mi padre. Se me ocurrió sugerirle que se mudase al piso de Brixton que habíamos ocupado Pat y yo cuando nos casamos. Era propiedad de familiares y estaría rodeada de gente de su edad; era un lugar seguro y tendría buena compañía.
Cuatro mil libras me parecían una cantidad descomunal, y como me entusiasmaba comprobar que quienes me importaban y me habían apoyado —amigos y familia— se beneficiaban de mi buena suerte, me pulí el dinero rápidamente. Dennis Selinger me ayudo a encontrar un asesor fiscal y me convenció de que abriera una cuenta en el banco. El resultado neto fue que acabé con un descubierto de mil libras.
Mientras tanto, se daban los últimos retoques a Zulú. Sabía que, hasta que se estrenase, no tendría oportunidad de participar en otra película, pero había firmado un contrato de siete años con Joe Levine, el presidente de Embassy Pictures, y estaba seguro de que él cumpliría con su parte del acuerdo. Solo había un problema: el contrato era unilateral. Ellos podían rescindirlo cuando quisieran pero, mientras tanto, yo estaba atado a ellos. Así y todo, cuando me convocaron al despacho de Joe, acudí a toda máquina, seguro de que me daría buenas noticias. Joe Levine parecía salido de un departamento de reparto, era lo que todo el mundo tiene en mente cuando piensa en un productor cinematográfico: era bajito, gordo, y fumaba grandes puros.
—Siéntate, Michael —me dijo en cuanto entré—. Sabes que me caes bien, ¿verdad?
Asentí al tiempo que el estómago se me ponía del revés. Imaginaba cómo acabaría aquello.
—Te lo dije, Michael. Te dije: «Acabarás cubierto de oro». ¿No te lo dije?
Volví a asentir. Lo había dicho. Y, conociendo a la señora Levine, era obvio que Joe sabía de oro.
—Bueno, sigo creyendo que eso va a suceder… —hizo una pausa y yo contuve el aliento— pero no en Embassy Pictures.
Solté el aire. Me había mareado. Era el momento de una nueva interpretación. Empezaba a ser muy bueno en eso de hacerme el indolente.
—¿No te he gustado en Zulú? —pregunté.
—Me has encantado, Michael —dijo calurosamente—, pero tengo que decirte una cosa. —Parecía que intentaba darse ánimo a sí mismo—. Debes afrontar el hecho de que… Sé que no lo eres, pero en pantalla pareces… un maricón.
Me quedé perplejo.
—Sé que no lo eres —repitió apresuradamente—. Hay un montón de estrellas que son maricas pero en pantalla aparentan ser muy viriles y todo queda en nada… Pero tu caso es precisamente el inverso. Y da la casualidad de que no es el apropiado. Dicho eso, nunca serás protagonista de una película romántica.
Me levanté.
—Gracias, Joe—dije, y me marché.
Después descubrí que había transferido mi contrato a James Booth.
Para mi sorpresa, aquello no perturbó a Dennis. Como siempre, aprovechó la oportunidad para conseguirme trabajos que mejorasen mi reputación y ampliasen mi rango interpretativo. En mi único papel clásico, interpreté a Horacio en el Hamlet que Christopher Plummer protagonizó para televisión. Yo no tenía formación dramática y siempre me pareció que Shakespeare no era para mí, pero enseguida me atrapó la historia y decidí que, ya que mi aparición en pantalla iba a suponer un problema, aprovecharía para sacar a relucir la ambigua sexualidad de Horacio. Fue una experiencia fantástica y la oportunidad de actuar junto a mi viejo amigo Robert Shaw. Y de conocer a uno nuevo, Donald Sutherland, que interpretaba a Fortinbras. Soy un actor demasiado naturalista para el pentámetro yámbico, pero interpretando a Horacio me sentí seguro. Aunque su papel es relevante, no es el protagonista.
Hoy en día, las películas y el teatro son mundos mucho más fluidos y la gente viene y va de uno a otro. En mis tiempos, el teatro era una especie de entrenamiento para las películas; ahora, hay grandes estrellas de cine que se embarcan en obras teatrales porque nunca antes lo habían hecho. Eso puede desembocar en impresionantes éxitos: me dejó estupefacto el Hamlet de Jude Law, creo que es uno de los mejores que he visto en mi vida, pero está claro que no lo hizo por razones económicas. En mi caso, aprendí todo lo que pude en el teatro y no me gustaría tener que volver. No quiero ser actor teatral, pero voy mucho al teatro y me encanta lo que se hace ahora no solo por la fabulosa calidad de las actuaciones sino también por la de las producciones de dramas y musicales. Hace unos años fui a ver A Chorus Line y me gustó mucho, pero la nueva producción que vi hace poco en Nueva York es simplemente sensacional, y el nuevo show de Andrew Lloyd Webber, Love Never Dies, que no cosechó mucho éxito entre la crítica, es uno de los mejores espectáculos visuales que he presenciado jamás. Yo lo veo tal que así: el teatro fue una mujer que yo quise y que me trató como a una mierda, mientras que las películas resultaron ser una amante con la que podía hacer lo que quisiera… Y estaba a punto de comprobarlo.
Cuando volvimos del rodaje en Dinamarca, ya estaban en marcha los preparativos para el estreno de Zulú. Entrevistaron a Jack Hawkins, que hacía el papel del misionero Otto Witt en la película, y advirtió: «Presten atención a un nuevo actor llamado Michael Caine». Fue muy generoso, todo un detalle. El día siguiente recibí otro halago de la novelista irlandesa Edna O’Brien, que en aquel momento estaba escribiendo una serie de artículos diarios sobre los hombres más atractivos de Londres. Yo era Mr. Viernes. Estuve a punto de recortar la columna y enviársela a Joe Levine.
Se acercaba el estreno y tenía que decidir quién sería mi acompañante femenina. Había muchas candidatas, pero ninguna especial, y entonces me di cuenta de que debía ir con mi madre. Corrí a Brixton para proponérselo y me quedé bastante chafado cuando se negó en redondo. «¿Por qué no?», inquirí. Me sentí herido. Al fin y al cabo, solo gracias a ella había conseguido mantenerme a flote todos aquellos años. Ahora quería que me viese en mi momento triunfal, pero no hubo manera de convencerla. Acabé desistiendo y me prometí volver al día siguiente para contárselo todo con pelos y señales.
Concentré toda mi atención en el atuendo. El director Bryan Forbes me había presentado a Doug Hayward, un excelente sastre, una de las figuras principales del mundo de la moda de los años sesenta y alguien que se convertiría en un amigo para toda la vida. Sabía que necesitaba un traje de gala para el estreno, pero también sabía que no me lo podía permitir, así que acudí a Doug e hicimos un trato. Ambos teníamos la misma talla, de manera que compré uno de sus magníficos trajes a mitad de precio y acordamos que lo compartiríamos. Como solo teníamos un traje para los dos, Doug no podría asistir al estreno de Zulú. De hecho, hasta mi siguiente película, cuando al fin pude permitirme mi propio traje, nunca llegaron a vernos juntos en eventos de postín.
Tengo un recuerdo borroso de gran parte de aquella noche, pero lo que sí que recuerdo con claridad es el momento en el que salí del Rolls Royce alquilado, con una chica del brazo. La multitud me aclamaba, las bombillas de los flashes se consumían y, mientras se aclaraba la humareda y yo recorría la alfombra roja, vi una cara conocida entre la multitud. Era mamá, con su viejo sombrero, apenas contenida por un fornido poli, intentando ver por un segundo a su propio hijo. Nunca he olvidado ese momento. No lo olvidaré jamás.
Se estrenó Zulú y empezaron a pasar cosas. Una noche estaba cenando con Terry Stamp en el Pickwick Club, uno de aquellos restaurantes de moda que brotaban como setas en los sesenta. Me gustaba. Para empezar, no hacía falta llevar corbata, que en aquella época era una de las normas que los restaurantes ingleses empleaban para mantener a distancia a tipos como yo. Aquella noche en concreto, Harry Saltzman, responsable junto a Cubby Broccoli de las películas de James Bond, entró con su familia. Cuando Terry y yo estábamos terminando de cenar, nos hizo llegar una nota en la que me preguntaba si me apetecía tomar un café rápido con él. Me acerqué y me senté a su mesa. Venían de ver Zulú.
—Aquí todos pensamos —dijo Harry— que vas a ser una gran estrella.
Les di las gracias. La opinión de Joe Levine empezaba a ser minoritaria. Entonces, Harry cambió de tema abruptamente.
—¿Has leído Ipcress. Peligro de muerte, de Len Deighton?
—Sí —contesté.
Y era casi cierto, iba por la mitad del libro justo en ese momento.
—Bien —dijo Harry—. ¿Y te gustaría ser el protagonista de la adaptación al cine que voy a hacer?
—Sí —contesté de nuevo.
—¿Te parece bien un contrato por siete años?
—Sí.
—¿Te apetece comer mañana conmigo en Les Ambassadeurs?
Como era de esperar, y en un alarde de originalidad, respondí:
—Sí.
Volví a mi mesa tambaleándome.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó Terry.
—He conseguido un papel protagonista en el cine y un contrato de siete años —contesté casi sin creerme lo que estaba diciendo.
—¡Pero si solo has estado con ellos dos minutos! —dijo Terry.
Baje la vista hacia mi cena, ya fría. ¿Lo había entendido bien? Y entonces llegó el camarero con una botella de champán. La abrió y nos sirvió sendas copas a Terry y a mí. Mire hacia Harry para agradecérselo y él y el resto de comensales de su mesa me devolvieron el brindis:
—¡Enhorabuena!
—Gracias —respondí, básicamente para demostrar que mi vocabulario no se reducía a «sí».
Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, decidí invitar a Terry, que siempre había sido muy generoso conmigo. Pero ya la había pagado Harry Saltzman.
—Gracias —le dije de nuevo cuando pasamos junto a su mesa de camino a la salida.
Harry sonrió.
—Mañana —dijo— ponte corbata.
La noche era joven y Terry y yo nos acercamos hasta Ad Lib, un nuevo club propiedad del marchante de arte Oscar Lerman (casado con Jackie Collins) y dirigido por el brillante Johnny Gold, que se convertiría —sigue siéndolo— en uno de mis amigos más íntimos. Ad Lib era la mejor discoteca que hubiera pisado jamás, y aquella noche di el pistoletazo de salida a mi «vida nocturna» (que no abandoné hasta diez años después). Allí también parecían acontecer hechos extraordinarios. Nos dirigimos a la pista de baile y nos dimos cuenta de que a nuestro lado estaban los Beatles y los Rolling Stones al completo. Creo que algo así no volvió a suceder nunca.
El ambiente en Les Ambassadeurs era bastante distinto. Me puse corbata, el sitio era increíblemente pijo. De hecho, yo era el único don nadie entre los presentes. Harry pidió champán y caviar («De ahora en adelante, Michael, ¡solo lo mejor de lo mejor!») y yo me sumí en el silencio. Estaba totalmente fuera de mi ambiente. Larry me lanzó una mirada y en su cara se dibujó una sonrisa.
—¡Me pregunto que estarán haciendo hoy los ricos! —dijo.
Me reí y me relajé. Era el principio de una vida diferente.
Incluso con un contrato bajo el brazo y dinero en la cuenta bancaria, aún me sentía en medio de un sueño del que podría despertarme en cualquier momento. Por si las moscas, me pegué a Harry Saltzman y al poco tiempo ya estaba invitándome a su casa —más bien, mansión— cada domingo. La comida era buena y la conversación, mejor. Aunque siempre lo pasábamos bien, Harry no descuidaba el aspecto profesional durante aquellas reuniones, y allí fue donde se tomaron muchas de las decisiones concernientes a Ipcress. Harry había dejado muy claro que no buscaba un James Bond como protagonista. En realidad, el aspecto fundamental del antihéroe de Len Deighton era que se trataba de un hombre muy ordinario. Tan ordinario que siempre lo subestimaban. Deighton nunca le puso nombre y aquel fue nuestro primer reto.
—Necesitamos algo soso —dijo Harry.
Se produjo un gran silencio mientras cavilaba.
—Harry es bastante soso —aventuré con la brillantez que me caracteriza.
De pronto, se podía cortar el silencio con un cuchillo. Harry Saltzman me lanzó una mirada asesina. Todo el mundo contuvo el aliento. Harry se echó a reír. Todos nos echamos a reír con él.
—¡Tienes razón! —dijo. Volviéndose hacia mí, añadió—: Mi auténtico nombre es Herschel. Bueno, vamos a por el apellido.
Cuando dejé de temblar, me uní a la conversación pero decidí abstenerme de hacer más agudas sugerencias. Ningún apellido cuadraba. Como siempre, Harry tuvo la última palabra.