Читать книгу La gran vida - Michael Caine, Майкл Кейн - Страница 8
Оглавление2. Elephant
Supongo que la gran incógnita no es tanto por qué el foco del estrellato se estaba apagando, sino cómo llegó a alumbrarme a mí. Hay una enorme distancia entre Beverly Hills y mi infancia en el barrio de Elephant and Castle, en el sur de Londres, al igual que un plató de Hollywood está muy lejos de mi primera clase de interpretación en el centro juvenil local, cuando la chispa de la actuación prendió en mí por primera vez. La chispa se transformó en la llama de la ambición, mientras que para los demás seguía siendo un chiste, un motivo de guasa. Cuando decía que iba a ser actor, respondían siempre lo mismo: «¿Tú? ¿Y de qué vas a hacer? ¿De bufón?». Y se partían de risa. Si decía que quería subirme a un escenario, replicaban: «¿Para barrerlo?». Yo callaba y sonreía. A decir verdad, solo había ido al teatro una vez, con el colegio, para ver una obra de Shakespeare. Y me había quedado sopa.
Por aquel entonces, leía sin parar biografías de actores famosos, estaba desesperado por descubrir cómo habían metido la cabeza en el mundillo. No resultaban de mucha ayuda. Las personas sobre las que leía no se parecían en nada a mí. Siempre habían visto a su primer actor en algún teatro pijo del West End, de la mano de sus niñeras. Y la historia era siempre la misma: en cuanto los focos se apagaban y subía el telón, sabían que tenían que ser actores.
Mi caso fue un poco distinto. Vi por primera vez a un actor en una sala de mala muerte llamada New Grand Hall, en Camberwell Green. La película era El Llanero Solitario. Tenía cuatro años y había ido a la sesión matinal del sábado, lo más lejos del West End que uno pueda imaginar. Fue duro, muy duro: a la niñera no le habría gustado nada. El jaleo empezó ya en la cola, con todo el mundo colándose y empujando, y cuando nos sentamos comenzó el lanzamiento de misiles de un extremo al otro de la sala. Pero entonces se apagaron las luces, empezó la película, y me trasladé a otro mundo. Me dieron con una naranja en la cabeza y ni me enteré. Me tiraron encima un helado y me limpié sin apartar los ojos de la pantalla. Estaba tan absorto en la historia que al rato apoyé los pies contra el asiento de delante para estirar las piernas, con la mala fortuna de que alguien había desatornillado los asientos del suelo y toda mi fila de asientos se volcó sobre el regazo de los espectadores de atrás. Ellos gritaban y nosotros allí, patas arriba: caos absoluto. Pararon la película. Las acomodadoras vinieron corriendo. «¿Quién ha sido?». Fui delatado sin piedad y, de paso, me llevé una colleja. El orden se restableció y reanudaron la película. Segí viéndola con los ojos anegados en lágrimas. Así supe que había descubierto mi porvenir.
Por supuesto, para entonces yo ya llevaba actuando alrededor de un año. La primera lección de interpretación me la dio mi madre cuando yo tenía tres años. Ella misma escribió el guion, de hecho. Éramos pobres y a veces mamá se retrasaba en el pago de las facturas, así que cada vez que el casero venía a cobrar el alquiler, se escondía detrás de la puerta mientras yo abría y repetía, con gran precisión, mi primera frase: «Mi mamá no está». Al principio respondía muerto de miedo, pero poco a poco fui ganando confianza. Enseguida accedí a un público más exquisito. Cierta vez, incluso, logré convencer al pastor que venía a recolectar dinero para la iglesia del barrio. Sin embargo, no siempre tenía éxito. En otra ocasión sonó el timbre y nos preparamos para la actuación habitual, pero cuando abrí la puerta no me encontré con el casero, sino con un desconocido de pelo largo, alto, con barba tupida y mirada penetrante. Creo que nunca antes había visto una barba y me quedé como un pasmarote, con la boca abierta y mirándolo fijamente. Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
—Soy testigo de Jehová—, dijo fulminándome con la mirada—. ¿Está tu madre en casa?
Apenas pude tartamudear la réplica:
—Mi mamá no está.
No se lo tragó.
—Nene, si dices mentiras no irás al cielo.
Le cerré la puerta en las narices y apoyé la espalda contra ella, temblando. Ya sabía a quién me recordaba: a Jesucristo. Mientras subíamos los tres largos tramos de escaleras que había hasta nuestro piso, le pregunte a mi madre:
—Mamá, ¿dónde está el cielo?
—No tengo ni idea, hijo, pero te aseguro que no muy cerca de aquí —resopló ella.
Debuté en un escenario a los siete años, en la función de Navidad del colegio. Estaba muy nervioso, pero cuando hice mi aparición el público estalló en una carcajada. Me encantó. No está nada mal, pensé. En ese momento me di cuenta de que tenía la bragueta bajada. Muchos años después, preparándome para interpretar a un psiquiatra en Vestida para matar (un psiquiatra homicida y travestido, para más señas), leí algunos estudios psiquiátricos y una de las conclusiones me impactó especialmente: sugería que todos nos convertimos en lo que más tememos. Durante mi infancia padecí un miedo escénico agudo. Cuando recuerdo lo tímido que era entonces me doy cuenta de lo acertado de esa teoría en mi caso. Yo no era uno de esos chavales que hacen monerías delante de cualquiera. Si venía un extraño a casa, me parapetaba tras las cortinas hasta que se marchaba. Era el niño más tímido del mundo, hasta el punto de que me hice actor para superar ese miedo a enfrentarme a los demás. Cuando actúas, proyectas hacia el público un papel y mantienes a tu verdadero yo tras las cortinas. Durante la promoción de Harry Brown, un periodista me preguntó a qué personaje me parecía más: a Alfie, a Harry Palmer o a Jack Carter. Contesté: «Jamás he interpretado a nadie ni remotamente parecido a mí». No parecía entenderlo. Así que añadí: «Los conozco a todos, pero no soy ninguno de ellos».
Mi primera aparición pública tuvo lugar en el ala benéfica del hospital St. Olave’s, en Rotherhithe, en donde vine al mundo el martes 14 de marzo de 1933. No fue un comienzo fácil. Y probablemente tampoco fui el bebé más guapo del mundo, en contra de la opinión de mi madre. Me pusieron Maurice Joseph Micklewhite por mi padre, y nací con blefaritis, una enfermedad ocular leve pero incurable, no contagiosa, que hace que los párpados se inflamen. Nunca le pregunté a Robert Mitchum si también la padecía. Pero como muchas cosas que en principio parecen un inconveniente, aquello acabó siendo una ventaja: en pantalla, los párpados caídos me daban un aire somnoliento y apático. Por supuesto, cierto aire desabrido puede resultar atractivo. Pero, en lo tocante a la apariencia, mis orejas tampoco pasaban desapercibidas. Aquello nunca supuso un problema en la carrera de Clark Gable, pero mi madre estaba decidida a que nadie se burlase de mí y cada noche, durante mis primeros dos años de vida, me pegó las orejas a la cabeza con esparadrapo antes de acostarme. Funcionó, sí, pero me resisto a recomendárselo.
Así que ese era yo: ojos ridículos, orejas de soplillo y, para colmo, raquítico. El raquitismo es la enfermedad de los pobres, una falta de vitaminas que debilita los huesos. Aunque acabé superándolo, todavía hoy tengo los tobillos endebles. Cuando empecé a caminar, los tobillos no soportaban mi peso, de modo que me vi obligado a usar zapatos ortopédicos. Ah, y también tenía un tic facial incontrolable. Sinceramente, la actuación era lo último en lo que nadie habría pensado al verme.
Puede que fuésemos pobres. Puede que yo fuese tímido y, al menos en mis primeros años, bastante feo; pero cuando miro atrás, me doy cuenta de la suerte que tuve. No recuerdo haber pasado nunca hambre o frío, ni haber ido desaseado, ni sentirme poco querido. Mis padres eran de clase obrera y trabajan duro para poder darnos un hogar a mí y a mi hermano Stanley —que nació dos años y medio después que yo—. Papá era medio gitano. Dos ramas de la familia, los O’Neill y los Callaghan (dos mujeres apellidadas así firman en mi certificado de nacimiento), habían emigrado desde Irlanda y habían acabado en Elephant porque se dedicaban a la venta de caballos y allí había un gran mercado. Mi padre no se incorporó al negocio; trabajaba como mozo en la lonja de pescado de Billingsgate, al igual que generaciones y generaciones de Micklewhite antes que él durante cientos de años. Se levantaba a las cuatro de la mañana y pasaba las siguientes ocho horas acarreando cajas de pescado congelado. No era una ocupación que le apasionase pero, aunque era un hombre muy inteligente, no tenía estudios y el trabajo físico era la única salida. Los puestos de trabajo en Billingsgate estaban muy cotizados, era un empresa sindical, así que solo podías conseguir un empleo si un familiar tuyo trabajaba allí. Mi padre me dijo una vez, con cierto orgullo, que cuando fuese mayor podría conseguirme trabajo sin problema. No osé responderle que antes prefería la muerte.
Incluso sin estudios, papá era una de las personas más brillantes que he conocido. Se construyó una radio de cero y leía biografías a todas horas. Se interesaba mucho por la vida real de las personas. Murió cuando yo tenía tan solo veintidós años, no llegué a conocerlo como adulto, pero hasta entonces nos llevamos muy bien. En muchos sentidos, era mi ídolo. Mi madre siempre rompía a llorar en Navidad. Me miraba y decía: «Eres igual que tu padre». A lo que yo respondía: «Sí, lo soy». Mi carácter es calcado al suyo: él fue un chaval duro, como yo. Cuando pienso en su vida, me conmueve tanto talento desperdiciado (no solo el suyo, sino el de generaciones y generaciones de su familia y de familias como la suya) en trabajos manuales no cualificados. Y aunque sé que ahora el mundo es un lugar mejor, que los chicos como mi padre tienen al menos la oportunidad de ir a la escuela y aprender algo, sigo pensando que estamos fallando a todos aquellos que no encajan en el sistema educativo. Lo sé porque yo tampoco encajaba.
Por aquel entonces, mi padre formaba parte de una nueva generación de trabajadores que no confiaban en recibir ningún tipo de ayuda; se limitaban a procurar salir adelante junto a sus familias. Nací en plena Depresión, todo el mundo se dejaba la piel para sobrevivir. Mi padre leía la prensa a diario, pero no recuerdo haberlo visto nunca discutiendo de política, y tampoco era miembro de ningún sindicato ni militante de causa alguna. De hecho, no votó en su vida. Se veía totalmente fuera del sistema y, aunque se benefició de los fondos del estado de bienestar, de la seguridad social y de las medidas de la Ley de Educación de 1944 (todas ellas reformas sociales destinadas a mejorar las condiciones de la clase trabajadora), siempre fue de la opinión de que nadie salvo él mismo podía asistirlo. Su desencanto hacia la sociedad influyó en todo lo que hizo. Un ejemplo aparentemente cogido por los pelos: tenía alquilado un equipo de radio por el que pagaba dos chelines y seis peniques a la semana, cuando podía haberse comprado su propio equipo por cinco libras. Al cabo de los años se dejaría al menos cien libras en ese alquiler, pero carecía de la confianza suficiente como para dar el salto e invertir en algo que le habría ahorrado un buen dinero.
La graduación de mi hija Natasha, en la Universidad de Mánchester, fue una de las cosas que más orgullo me han causado jamás. Fue la primera de la familia en ir a la universidad. Para sus hijos —mis nietos— será lo normal. Mi padre pertenecía a una generación que no dejaba traslucir sus emociones lo más mínimo, pero sé que también se habría sentido muy orgulloso.
Años después de la muerte de papá, y en un mundo totalmente distinto, fui a la fiesta de cumpleaños del hijo de mi amigo Wafic Saïd, el magnate de fama internacional que fundó la Saïd Business School en la Universidad de Oxford. La fiesta tuvo lugar en un moderno salón de celebraciones ubicado en lo que fue la antigua lonja de Billingsgate. Sentado allí, dando sorbitos a una copa de champán y comiendo caviar, me di cuenta de que frente a mí veía el lugar exacto donde se emplazaba el puesto de pescado de mi padre, allá donde yo solía ayudarlo los fines de semana. Junto a mí se encontraba la princesa Miguel de Kent, que charlaba animadamente.
—¿Conoce al presidente Putin? —me preguntó, y era como si su voz me llegase desde un lugar muy lejano.
—No, no lo conozco.
Se inclinó hacia mí y tocó mi brazo.
—Tiene usted los ojos llorosos.
—Se me ha metido algo —mentí, echando mano de mi pañuelo.
Para mi padre, lo único bueno de su trabajo en Billingsgate era que le permitía salir a mediodía y pasarse a ver a los corredores de apuestas. Era un jugador empedernido. Su sempiterna mala suerte en las carreras de caballos fue la causa principal de mis primeras actuaciones en la puerta de casa. Era mamá quien se ocupaba de que no nos faltase de nada. Dedicó su vida entera a mi hermano y a mí y se aseguró de cubrir todas nuestras necesidades, aunque vivíamos en un mundo de segunda mano. Ropa de segunda mano y zapatos de segunda mano, una idea pésima cuando aún te están creciendo los pies. A los cuatro años ya había superado el raquitismo, posiblemente gracias a subir y bajar a la carrera los cinco tramos de escaleras que había entre nuestro piso y el único aseo del edificio, que se encontraba en el jardín y que compartíamos con otras cuatro familias. Desarrollé unas piernas y una vejiga extraordinariamente resistentes, pero lamenté tener que prescindir de los zapatos ortopédicos. Al menos aquellos sí eran de mi talla.
Cuando llegó el momento de empezar a ir al colegio, casi todos mis problemas físicos se habían solucionado. O, mejor dicho, habían revertido. De ser un adefesio había pasado a ser una auténtica monada. Tanto que mi maestro en el John Ruskin Infants’ School se fijó en mi ensortijado cabello rubio y mis grandes ojos azules y me bautizó como «el ricitos». Grave error. Tras dos o tres días encajando golpes y patadas de los otros niños, mi madre irrumpió en el patio del centro con paso marcial. Me espetó: «A ver, ¿quiénes son los que te pegan?». Los señalé. Después de aquella somanta de palos, se acabaron mis problemas. Pero no me hacía ninguna gracia que tuviera que ser mamá quien me sacase las castañas del fuego, así que pregunté a papá qué debía hacer. «Pelea», me dijo inmediatamente. «Perder no es humillante. Lo humillante es ser un cobarde». Se arrodilló ante mí, levantó los puños y me pidió que le pegara. Pillé la idea bastante rápido. Después de eso nadie volvió a molestarme.
Pelearse en el colegio era una cosa y las escaramuzas del Llanero Solitario contra los malos cada sábado por la mañana, otra, pero la auténtica bronca estaba a la vuelta de la esquina. Mi hermano y yo tuvimos conocimiento de ella cuando nuestra madre se sentó con nosotros y nos dijo que tendríamos que irnos a vivir al campo porque un señor muy malo que se llamaba Adolf Hitler quería bombardear nuestra casa. Nosotros no entendíamos nada. No conocíamos a ningún Adolf. ¿Cómo podía saber él dónde vivíamos? Poco a poco, la realidad de la guerra fue calando en nuestro pequeño mundo. Primero fueron las máscaras antigás. Nos las entregaron en la escuela y cuando te las ponías parecías Mickey Mouse. Nos las probamos para ver si encajaban bien y yo, al igual que el resto de la clase, salí corriendo al patio con ella puesta. Casualmente, la válvula de aire de la mía estaba obstruida y caí redondo, desmayado, por la falta de oxígeno. Al parecer, no di la talla y, para mi vergüenza, me mandaron a casa. Aquello me pareció tremendamente injusto y despertó en mí una aversión al olor del caucho que aún hoy perdura.
Nunca olvidaré el Día de la Evacuación. Mi padre se pidió el único día libre de su vida para venir a casa y despedirse. Stanley y yo vestíamos nuestras mejores galas, unas peludas camisas de lana. En la vida me había picado tanto una prenda (hasta que entré en el Ejército). Los cuellos nos ahogaban y nos prendieron en las chaquetas una etiqueta con nuestro nombre. Hasta el momento en que fuimos al patio del colegio, mamá hizo como que todo aquello era un juego. Pero entonces una de las madres empezó a llorar, y luego otra, y finalmente todas —incluso la nuestra—, y entonces nos dimos cuenta de que aquello no era ningún juego. Partimos en fila india, yo agarrando con fuerza la mano de mi hermano. Me di la vuelta para ver a mi madre por última vez, agitando su pañuelo y llorando… y metí el pie hasta el fondo en una mierda de perro gigantesca. Fui objeto de inmisericordes abucheos y silbidos y me mandaron, solo, al final de la fila. Caminaba con las lágrimas resbalando por mis mejillas, y aquello debió de despertar la compasión de una de las profesoras, que se me acercó, me dio un abrazo y me dijo:
—Trae suerte. —Mi mirada denotaba tanta incredulidad que insistió—: En serio. Ya verás.
Aquello creó cierto precedente, porque, años más tarde, cuando rodaba la escena inicial de Alfie, caminando por el paseo junto al puente de Westminster, repetí la operación. El director, Lewis Gilbert, gritó «corten» y se volvió hacia mí, que saltaba a la pata coja para cambiarme el zapato afectado.
—Trae buena suerte —me dijo.
—Lo sé —repliqué—. Ya me lo dijo mi maestra.
Y procedimos a rodar la segunda toma de la película que me convertiría en una estrella. ¿Lo ven? Hay que confiar siempre en las maestras.
Aquella primera evacuación no se prolongó demasiado. Stanley y yo fuimos los últimos niños que quedaron en el punto de reunión de Wargrave, Berkshire, y hubo de rescatarnos una encantadora mujer que nos condujo en un Rolls Royce hasta una casa inmensa. Una vez allí, nos colmaron de atenciones, pastel y limonada. Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad. Efectivamente. Al día siguiente apareció por allí un funcionario metomentodo graznando que estábamos demasiado lejos de la escuela y que nos separarían y llevarían a otro sitio.
A Stanley lo acomodaron con una enfermera del barrio y a mí me acogió una pareja de sádicos. Mamá no podía venir a visitarme porque los alemanes bombardeaban las vías del tren. Cuando al fin pudo hacerlo, me encontró cubierto de llagas y famélico. Las personas que acogían a los evacuados recibían una compensación económica para cubrir los costes de manutención, y mis anfitriones decidieron ahorrar lo máximo posible: mi dieta consistía en una lata de sardinas diaria. Y lo que es peor, solían pasar fuera los fines de semana y me dejaban encerrado en un armario, bajo las escaleras. Nunca lo olvidaré: sentado en la oscuridad, hecho un ovillo, llamando a mi mamá con lágrimas en los ojos. El tiempo dejaba de existir. La experiencia me traumatizó tanto que sigo teniendo fobia a los espacios pequeños y cerrados, y aborrezco cualquier forma de crueldad hacia los niños. Todas mis acciones benéficas tienen como destinatarios a los niños, y muy especialmente a la NSPCC1. En resumidas cuentas, todo aquello me convenció de que prefería las bombas que estar encerrado en el armario. Por suerte, mi madre estuvo de acuerdo y nos llevó a Stanley y a mí de vuelta a Londres, decidida a no volver a separarse de nosotros.
El bombardeo de Londres estaba en su apogeo y me dio la impresión de que Adolf Hitler había descubierto nuestra dirección. Las explosiones se escuchaban cada vez más cerca. Cuando las bombas incendiarias convirtieron Londres en pasto de las llamas, mi madre decidió que ya era suficiente. Llamaron a mi padre para servir en Artillería y mi madre nos llevó a North Runcton, en Norfolk, en la costa este de Inglaterra.
En ocasiones me da por pensar que la segunda guerra mundial es lo mejor que me ha pasado nunca. Para un mocoso de la calle muerto de hambre como yo, Norfolk era un paraíso, comparado con la niebla densa y la suciedad de Londres. Cuando llegué allí, estaba hecho un tirillas, pero al cumplir catorce años ya había dado el estirón hasta el metro ochenta, como un girasol. O una mala hierba. Debido al racionamiento no había azúcar, dulces ni pasteles; nada artificial. Muy al contrario: buena comida, complementada con conejos de campo y huevos de gallineta. Y todo era orgánico, porque los fertilizantes químicos hacían falta para fabricar explosivos. En consecuencia, mis años de juventud fueron inesperadamente saludables. Vivíamos apretujados junto a otras diez familias en una vieja granja, pero teníamos aire libre, buena comida y, lo mejor de todo, podíamos corretear a nuestras anchas por el campo. Yo solía salir con un grupo de evacuados, porque las madres del pueblo no permitían a sus hijos jugar con nosotros: les parecíamos muy rudos y nuestra forma de hablar les generaba suspicacias, por decirlo suavemente. Hoy en día lo pienso y, sí, creo que éramos unos auténticos vándalos. Saqueábamos huertos, robábamos la leche de la puerta de los vecinos y nos pasábamos el día peleándonos con los chicos del lugar. Pero todas aquellas experiencias transformaron mi vida. Adoraba el campo porque había acabado allí, y adoraba Londres porque lo había dejado atrás.
Tras seis meses en Norfolk, mi padre volvió a casa con dos semanas de permiso. Nosotros esperábamos que nos relatase sus batallas contra los alemanes al estilo del Llanero Solitario, pero él estaba agotado. Nos dijo que venía de un sitio de Francia que se llamaba Dunkerque. A nosotros aquel nombre no nos dijo nada por aquel entonces, pero hoy en día me imagino el infierno que debió de vivir allí. Cuando acabó el permiso lo destinaron al norte de África con el Octavo Ejército para luchar contra Rommel. No volvimos a verlo en cuatro años.
Y la guerra alcanzó incluso al aletargado Norfolk. Estados Unidos se sumó al conflicto y de pronto vivíamos rodeados de siete enormes bases para bombarderos del Ejército del Aire estadounidense, espectadores en primera fila de la guerra aérea. Desde tierra veíamos a los aviones alemanes atacando a nuestros propios cazas. Fuimos testigos de sus mortales resultados: uno tras otro, los aviones caían en picado y se estrellaban en los campos que nos rodeaban. Nunca se me había ocurrido relacionar las batallas que veía en las películas con la vida real. Ahora, cuando nos acercábamos hasta los aviones abatidos, a menudo antes que la policía o la Guardia Nacional, veía cadáveres por primera vez.
Quizá Hitler no llegó a invadirnos, pero los americanos, ciertamente, sí que lo hicieron. Los pueblos y aldeas de Norfolk estaban infestados de despreocupados y afables aviadores americanos que masticaban chicle, parecían pensar que todo aquello era una guasa y asombraban a los lugareños con su generosidad y sus ganas de diversión. Todo lo que yo sabía sobre los Estados Unidos lo había aprendido en mis visitas semanales al cine, y aquellos valientes jóvenes fueron los primeros americanos que conocí de primera mano. Fue el comienzo de un romance con los Estados Unidos y sus costumbres que ha perdurado durante toda mi vida.
Pero no solo me eduqué a través del cine. Tuve mucha suerte con mi maestra en la escuela primaria: la señorita Linton, una marimacho, fumadora empedernida, bebedora de whisky, y también una gran influencia positiva. Ahora que lo pienso, probablemente era lesbiana y quizá me consideraba el hijo que nunca tuvo. Y también supo ver algo en mí, me animó a leer vorazmente, me enseñó matemáticas a través del póquer, y un día inolvidable atravesó a toda velocidad la pradera del pueblo, ataviada con su indumentaria académica, para comunicarme que, tras superar el examen, me habían concedido una beca para hacer el bachillerato en Londres. Yo era el primer alumno de la escuela local que lo lograba. Mi madre había encontrado un trabajo como cocinera y nos habíamos mudado a las dependencias del servicio de una casona llamada The Grange, en las afueras del pueblo. Comparado con Elephant and Castle, aquello era un lujo inimaginable: luz eléctrica, cocina totalmente equipada, comida de primera categoría e inagotable (nos dejaban las sobras) y agua corriente, fría y caliente. Incluso tenían un piano en la sala de visitas, con un lateral en forma de arpa, nada que ver con los armatostes que yo había visto en los pubs de Londres.
La casa era propiedad de una familia apellidada English y su fortuna provenía de una compañía maderera: Gabriel, Wade and English. El nombre se me quedó grabado. Años después, Shakira y yo dábamos un paseo junto al Támesis un domingo soleado cuando pasamos frente a un viejo almacén que, para mi sorpresa, tenía pintado aquel nombre en un lateral. Creo que, por algún motivo, nunca me creí del todo que fuera una auténtica empresa. El señor English era encantador conmigo e incluso se había ofrecido a costearme el bachillerato y la universidad si no conseguía la beca. Yo era un muchacho peculiar, bastante solitario, pero caía bien a la gente, y el señor English a menudo me invitaba a pasar a las dependencias principales de la casa para tomar el té en la sala de visitas. Yo pensaba: algún día, también yo poseeré todo esto… Y la casa de Surrey en la que ahora vivo es, en realidad, su casa, porque he replicado su vida. Y eso incluye también la comida. Como solíamos alimentarnos de las sobras de las cenas de los English, de joven me acostumbré a la caza —faisán y perdiz—, y aquello me condicionó para siempre. Hoy en día me alimento como un terrateniente… ¡pero como un terrateniente que visita Francia a menudo!
A medida que envejeces, te das cuenta de que hay muchas cosas que quizá estés haciendo ya por última vez. Hace un par de años volví a North Runcton con mi hija Natasha. Me habían invitado para inaugurar una placa en el colegio en el que hice mi primera actuación. Nos ofrecieron una gran bienvenida y nos mostraron las instalaciones, que se habían modernizado de manera impresionante, y después nos llevaron a The Grange, donde el actual propietario me permitió atravesar la puerta principal por primera vez. Al igual que el colegio, la casa había cambiado. Las dependencias donde habíamos vivido ahora eran un garaje doble, pero las dos ventanas en voladizo de la sala de invitados desde las que se dominaban los campos circundantes seguían siendo las mismas que cuando el señor English me invitaba a tomar el té. Y allí, en aquel momento, me di cuenta de que gran parte de mí se había conformado en aquella estancia, mientras que otra gran parte lo había hecho en la escuela que acabábamos de visitar. Cuando emprendimos el viaje de vuelta, a medida que nos alejábamos de North Runcton, fui consciente de estar despidiéndome de mi infancia y de personas que, aunque ya llevaban mucho tiempo muertas, habían sido muy importantes para mí.
Gracias a la señorita Linton —y, de no haber aprobado, al señor English— pude hacer el bachillerato. La escuela de evacuados más cercana, Hackney Downs Grocers, era principalmente judía. Yo nunca había visto antes a un judío, pero mi madre me dijo que el corredor de apuestas de papá era judío, y que también lo era Tubby Isaacs, el tipo que vendía a papá sus jellied eels2. Ambos estaban gordos. Mamá también me dijo que los judíos eran tan listos porque comían mucho pescado (yo odiaba todo lo que papá traía del mercado antes de la guerra) y que la mayoría de ellos tenían mucho dinero, lo cual me parecía lógico, dado que papá gastaba casi todo el suyo en las apuestas, y lo poco que le quedaba, en jellied eels. Así pues, me impactó llegar a mi nueva escuela y descubrir que, aunque eran muy listos, aquellos muchachos ni estaban gordos ni eran ricos: eran, la verdad, exactamente como yo. Incluso compartíamos nombre. «Maurice» era un nombre bastante raro en Elephant and Castle, pero allí parecía que todos se llamasen así. Es más, muchos de ellos, además, se apellidaban Morris3. Muy desconcertante todo. La única diferencia apreciable respecto a los chicos con los que había ido antes a la escuela era que estos trabajaban duro. Habían heredado esa actitud de sus padres. Los padres de mi mejor amigo, Morris (no me invento el nombre), estaban obsesionados con su educación y, efectivamente, casi todos los días comían pescado.
Volvimos a Londres en 1946. Fue una época deprimente. Muchas de las calles de mi infancia habían desaparecido y todo estaba cubierto por los escombros de edificios derruidos. Cuando desmovilizaron a mi padre, después de haber luchado durante toda la guerra, desde El Alamein hasta la liberación de Roma, el Ayuntamiento nos reubicó en una casa prefabricada. Años después, durante el rodaje de La batalla de Inglaterra, comí con el general Adolf Galland, el antiguo jefe de la Luftwaffe, que colaboraba como asesor técnico. Yo no sabía si darle un bofetón o felicitarlo por su programa de erradicación de los suburbios, pero habría dado lo mismo: al parecer, todavía no se había enterado de que los alemanes habían perdido. Se suponía que las casas prefabricadas eran un arreglo temporal mientras se reconstruía Londres, pero acabamos viviendo allí durante dieciocho años. Para nosotros, tras el diminuto piso con el aseo en el exterior, aquello era lujo bendito. Aunque afuera siempre olía a plástico quemado —provocado por la limpieza de los puntos de impacto de las bombas— mezclado con el espeso smog que emitían los fuegos de carbón. Las tiendas estaban desabastecidas y se formaban largas colas para comprar lo poco que había. Mis únicas formas de evasión eran el cine y la biblioteca pública. Para los chavales de clase obrera como yo, Estados Unidos eran sinónimo de emoción. Las películas bélicas británicas siempre estaban protagonizadas por oficiales, mientras que en las americanas los personajes principales eran muchachos recién alistados. Y también los escritores británicos escribían sobre oficiales, pero en la biblioteca descubrí Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, y De aquí a la eternidad, de James Jones. Al fin encontraba historias sobre las experiencias de soldados con los que podía identificarme.
Sí, visitaba la biblioteca pública con frecuencia, pero no disfrutaba tanto de los estudios. Tuve que trasladarme de Hackney Downs Grocers a una escuela más cercana a nuestra casa y aquello no benefició ni al personal de la Wilson’s Grammar School ni a mí. La única asignatura que me interesaba remotamente era Francés —y tan solo debido a las falditas de la profesora, que nos permitían vislumbrar sus muslos cuando se sentaba sobre el frontal de su mesa—, de manera que dediqué mi talento creativo al arte de hacer novillos. Todos los días mamá me daba dinero para la comida y yo, siempre que podía, gastaba la mitad en una barra de chocolate para evitar la inanición y el resto en una entrada del cine Tower, en Peckham.
Allí donde los intentos de Wilson’s por educarme fracasaban, el Tower hacía un gran trabajo. Y no solo en lo tocante al cine. Un día llegué a la taquilla con mi chocolatina, como de costumbre. Me disponía a comprar mi entrada cuando la taquillera se inclinó hacia mí y susurró:
—Si me das el chocolate te enseño las tetas.
Casi me da un pasmo. Eché un buen vistazo a su pecho por encima de la ropa. No es que fuera una modelo, pero cuando tienes catorce años casi todas las chicas tienen su encanto.
—Vale —accedí con mi mejor voz grave, y le alargué la chocolatina a través de la ventanilla antes de que pudiese arrepentirse.
Miró a derecha e izquierda. El vestíbulo estaba vacío.
—Aquí las tienes, Romeo —me dijo.
Alzó lentamente un lateral de su suéter, dejando al descubierto un sujetador más bien mugriento. Con un dedo, levantó la copa izquierda, revelando un pezón, primero, y un blanquísimo pecho al completo, después. ¡Era enorme! Lo bamboleó ante mi atenta mirada durante dos segundos, a lo sumo, y volvió a embutirlo en el sostén, se bajó el suéter, agarró la barrita de chocolate y cerró la ventanilla. A medida que recorría el largo, solitario y oscuro pasillo del interior del cine, sentí como la indignación crecía dentro de mí. ¡Había dicho «tetas», en plural! Yo solo había visto una. Y me había quedado sin chocolate. No me pareció justo y me prometí que jamás volvería a pagar a cambio de sexo. Y no lo he hecho. A cambio de amor, sí —en varias ocasiones—, pero esa es otra historia.
Dicen que, como media, un adolescente varón piensa en sexo cada quince segundos. En mi caso, ni se le acerca. Pero, claro, siempre había ayuda a mano, por así decirlo. Recibí otro tipo de ayuda, más constructiva, por parte de un club juvenil llamado Clubland, en Walworth Road, que ofertaba un gimnasio y variedad de deportes para mantener nuestras mentes puras y nuestros cuerpos exhaustos. El programa también incluía duchas frías, pero yo enseguida me percaté de su auténtico propósito. Como ya medía un metro ochenta, me uní al equipo de baloncesto, pero era un desastre: lo único que me interesaba perseguir era a las chavalas.
Estaba loquito por una chica que se llamaba Amy Hood. Un día, subiendo las escaleras del gimnasio, la vi a través del cristal de una puerta junto a las chicas más guapas del club. Tenía la cara pegada al vidrio y, de repente, la puerta se abrió y caí al interior de la habitación. Me puse rojo como un tomate y las chicas soltaron unas risitas nerviosas. Apareció una profesora, me agarró del pescuezo y me dijo: «¡Adelante!», arrastrándome hacia el grupo de chicas. «Eres el primer chico en todo el año». Era mi día de suerte, mis dos grandes intereses en la vida reunidos: ¡chicas e interpretación! Había ido a caer en la clase de teatro.
Nunca me han gustado los críticos, y posiblemente se deba a la primera reseña sobre mí, que apareció en la revista del Clubland. Yo hacía el papel de robot en R.U.R.4, una obra vagamente intelectual de Karel Čapek. No conseguí entender de qué iba. Ni siquiera entendía la única frase que debía pronunciar. Lo que sí comprendí claramente fue el sarcasmo que destilaba el crítico sobre mi interpretación: «Maurice Micklewhite interpretaba a la perfección la dicción anodina, mecánica y monótona del robot». Capullo.
Con malas críticas o sin ellas, yo empezaba a recorrer mi camino, o eso pensaba, al menos. Desde aquel mismo momento hasta que me llamaron para cumplir el servicio militar, no dejé de participar en obras de teatro. Recibí el patrocinio de un tipo que se llamaba Alec Reed, un fanático del cine que todas las tardes de domingo proyectaba alguna de las películas mudas de dieciséis milímetros de su colección en el Clubland. Alec no solo me enseñó todo lo que sabía sobre la historia del cine, sino que también me descubrió los aspectos técnicos. Cada verano, el club al completo se iba de vacaciones a la isla de Guernsey, en la costa sur de Inglaterra, y Alec rodaba un documental sobre el viaje. Para mí fue motivo de gran orgullo ver, por primera vez, mi nombre en los créditos: «Maurice Micklewhite, director». Una vez más, risas entre en el público. Capullos. Pero comprendí que tenían razón. Cuando al fin lograse aparecer en la gran pantalla, tendría que ser con otro nombre.
Pero incluso yo era consciente de que mi nombre era el menor de mis problemas. Yo era alto, desgarbado, flacucho y desmañado. Era rubito, tenía la nariz grande, espinillas y acento cockney. Las estrellas de cine de aquella época —Robert Taylor, Cary Grant y Tyrone Power, por ejemplo— tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Incluso los feos, como mi héroe, Humphrey Bogart, tenían el pelo negro, eran naturales, sofisticados y muy atractivos. Ahora es más fácil, por supuesto, pero entonces a nadie se le habría ocurrido darme siquiera el papel del mejor amigo del protagonista. En cierta ocasión, el mismísimo Steve McQueen me dijo que, de haber trabajado en los años treinta, le habría tocado ser «el mejor amigo».
Así pues, ¿cómo logré ser actor? Hasta llegar a Alfie, trabajé muy duro durante diez años en el teatro y la televisión, pero además de saber actuar había que tener el aspecto adecuado. Mírense al espejo. ¿Ven ese blanco sobre el iris del ojo en posición relajada? ¿Ven sus orificios nasales cuando miran de frente? ¿Ven las encías sobre los dientes superiores al sonreír? ¿Su frente es mayor que espacio que hay entre la punta de su nariz y la de su mentón? Si es usted un hombre, ¿tiene la cabeza pequeña? Si presenta alguna de estas características faciales, nunca será el protagonista de una película romántica. Si las presenta todas, sin embargo, probablemente se haga rico protagonizando películas de terror.
En última instancia, todos los años que pasé actuando en el Clubland y, después, en el teatro profesional, no me sirvieron de gran cosa. El arte de la actuación en el cine es, precisamente, el opuesto al de la actuación en el teatro. En el teatro tienes que ser todo lo exagerado, histriónico y aparatoso que puedas, incluso en las escenas más reposadas, algo que solo los mejores actores saben hacer. Por el contrario, el cine consiste en permanecer a dos metros de una cámara bajo una luz cegadora y no dejar que trasluzca el menor atisbo de actuación. Si uno lo hace bien, parece fácil, pero conseguirlo requiere muchísimo trabajo. Es como cuando ves bailar a Fred Astaire y piensas que tú también podrías hacerlo… y no podrías ni en un millón de años.
A lo largo de mi carrera he ido incorporando a mi repertorio algunos trucos muy útiles. Durante un primer plano, mira fijamente solo uno de los ojos del actor que tienes enfrente, no mires a uno y otro ojo porque parecerías taimado; escoge el ojo que haga que tu cara se acerque más a la cámara; si interpretas a un personaje duro o amenazador, no parpadees (¡y no olvides la caída de ojos!); si interpretas a un pusilánime o a un inútil, parpadea todo lo que quieras (solo hay que fijarse en Hugh Grant); y si tienes que hacer una pausa después de que hable otro actor, primero habla y haz la pausa después, de ese modo podrás alargar esa pausa tanto como desees. Por último, el desnudo integral frontal. No lo hagas. En la actuación el control lo es todo, y en cuanto te quedas desnudo pierdes el control de la mirada del público. Pero si, a pesar de todo, insistes en hacer caso omiso de mi consejo en este último aspecto, permite que te haga una última recomendación: no te muevas. Cuando preguntaron al legendario bailarín de ballet Robert Helpmann —al hilo del estreno en Londres del espectáculo de variedades Oh! Calcutta, interpretado por bailarines desnudos— si él se avendría a bailar desnudo, respondió: «Terminantemente, no». Y ante la cuestión de por qué no, repuso: «Porque no todo se detiene cuando lo hace la música». Un hombre sabio.
Incluso contando con la cara adecuada, tienes que irradiar cierto sentido del humor. Creo que soy un buen actor dramático, pero transmito la impresión de que conmigo uno se puede echar unas risas. Se establece una conexión entre el actor y su público que va mucho más allá del papel que interpretas y que no tiene nada que ver con tus dotes interpretativas. Carisma. Lo tienes o no lo tienes. ¿Quién lo tiene, hoy en día? Yo señalaría a Jude Law, Clive Owen y Matt Damon. De entre ellos, me identifico con Jude Law. Al fin y al cabo, se me parece un poco… y ha hecho remakes de dos de mis películas. Y también me identifico con él en otro sentido. La prensa se pasa el día criticando su vida privada. Cuando trabajamos juntos en La huella, un crítico mencionó que se había beneficiado a la niñera, y yo pensé: «Espera un momento… ¡Pero si no se beneficia a ninguna niñera en la película!». Es un actor magnífico, un gran padre… y un poco mujeriego, como lo era yo, aunque quizá yo me lo montaba mejor para que no trascendiera. Pero antaño, cuando mis colegas y yo nos dábamos la gran vida y salíamos con un montón de chicas, no teníamos que vérnoslas con los paparazzi y las revistas de cotilleo, a diferencia de las estrellas actuales. Hoy en día no nos habríamos ido de rositas.