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Capítulo 2 El norte magnético
ОглавлениеUn momento triunfal de la exploración polar: el descubrimiento del polo norte magnético por parte de James Clark Ross en 1831.
El hecho de que los años durante los cuales el Erebus patrulló el Mediterráneo fueran una época de relativa inactividad para la Marina Real trajo consigo ciertos beneficios. El reclutamiento forzoso era cosa del pasado. Ahora los hombres podían escoger en qué nave querían embarcar. La Marina Real se convirtió en un arma más especializada, más profesional. Y, tras el fin de las guerras napoleónicas, se abrió un área de actividad marítima no militar que ofrecía oportunidades para que los capaces, los aventureros y los mejor preparados utilizasen la superioridad naval británica para perseguir nuevos hitos: ampliar los conocimientos geográficos y científicos de la humanidad mediante la exploración y los descubrimientos.
El ímpetu de este nuevo enfoque procedió principalmente de dos hombres extraordinarios. Uno de ellos fue el polímata Joseph Banks, que era la encarnación misma de la Ilustración. Banks, escritor, viajero, botánico e historiador de la naturaleza, había circunnavegado el globo con el capitán Cook en 1768 y traído consigo una enorme cantidad de información científica, además de mapas de rincones hasta entonces desconocidos del planeta. El otro hombre fue uno de los protegidos de Banks, John Barrow, un funcionario ambicioso y lleno de energía que, en 1804, a la edad de cuarenta años, había sido elegido segundo secretario del Almirantazgo.
Barrow y Banks forjaron a su alrededor un círculo de científicos y navegantes emprendedores. Inspirados en gran medida por el trabajo del naturalista alemán Alexander von Humboldt, su objetivo era contribuir a un esfuerzo internacional para cartografiar, registrar y clasificar el planeta, su geografía, su historia natural, su zoología y su botánica. Serían ellos quienes marcarían el paso de una época dorada de la exploración británica, motivados más por la curiosidad científica que por la gloria militar.
La prioridad de Barrow era la región ártica, que solo se había explorado parcialmente. Desde que John Cabot, un italiano asentado en Bristol, había descubierto Terranova en 1497, había surgido un intenso interés en descubrir una ruta norteña hasta «Catay» (China) y las Indias que compitiera con la ruta por el sur doblando el cabo de Hornos (en esa época, dominada por españoles y portugueses). Desde su escritorio en las oficinas del Almirantazgo, John Barrow fue el principal defensor de esta causa. Utilizó todos los contactos concebibles y se sirvió de su influencia de todas las maneras imaginables para impulsar la exploración. Defendía que, si la Marina Real descubría un paso del Noroeste que uniera los océanos Atlántico y Pacífico, los beneficios para Gran Bretaña en términos de viajes más seguros y cortos hacia y desde el lucrativo Oriente serían inmensos.
Alrededor de 1815, el año de la batalla de Waterloo, unos balleneros —los héroes olvidados de la exploración polar y, además, los únicos que se adentraban con frecuencia en las aguas de los océanos Ártico y Antártico— regresaron del norte con noticias de que el hielo se estaba rompiendo alrededor de Groenlandia. Uno de ellos, William Scoresby, opinaba que, si se atravesaba la masa de hielo que se extendía entre las latitudes de 70 y 80o N, luego las aguas estarían despejadas hasta el mismo polo, lo que ofrecía la tentadora perspectiva de un paso marítimo al Pacífico. Utilizó pruebas de la existencia de ballenas arponeadas frente a Groenlandia, con los arpones todavía en el costado, al sur del estrecho de Bering, para respaldar sus argumentos.
Barrow, que se sentía atraído por la idea de un mar polar sin hielo, convenció a la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural que ofreciera una serie creciente de recompensas a todo aquel que penetrase en las aguas del Ártico. Estas iban desde las cinco mil libras para el primer barco que alcanzara los 110º O hasta un premio de veinte mil libras por descubrir el propio paso del Noroeste. Con el apoyo de sir Joseph Banks, Barrow fue a continuación a hablar, en conjunto con la Real Sociedad, con el primer lord del Almirantazgo, Robert Dundas, 2.o vizconde de Melville, con la intención de que aprobara dos expediciones árticas financiadas con dinero público: una con el objetivo de dar con un paso por mar del Atlántico al Pacífico y la otra con el de dirigirse al Polo Norte para comprobar si era cierto que, más allá del hielo, las aguas estaban despejadas.
A Robert Dundas, esta sugerencia debió de parecerle una oportunidad caída del cielo. Dundas era un escocés cuyo padre se había hecho tristemente célebre por ser el primer ministro de la historia del país en ser defenestrado por malversación de fondos públicos, y llevaba seis años en el Almirantazgo, la mayoría de los cuales los había pasado luchando contra los recortes de presupuesto aplicados a la Marina Real. La propuesta de Barrow ofrecía un medio de mantener a algunos de los barcos existentes ocupados y, de ese modo, ayudaba a contrarrestar las críticas de que la Marina Real tenía tantos barcos que no sabía qué hacer con ellos. Por consiguiente, acogió de muy buen grado las propuestas de Barrow.
El Almirantazgo propuso el liderazgo de una de las expediciones a un marinero escocés, John Ross. John era el tercer hijo del reverendo Andrew Ross y procedía de una familia que vivía cerca de la ciudad de Stranraer, en Wigtownshire, cuyo excelente puerto natural era una parada habitual para los barcos de la Marina Real. En aquella época era habitual que las familias permitieran que sus hijos se alistaran en la Marina para completar su escolarización, y John se había incorporado a filas como voluntario de primera clase a la edad de nueve años. Para cuando tenía trece, había sido transferido al Impregnable, un buque de guerra de noventa y ocho cañones. A partir de ese momento, había emprendido una carrera distinguida y había participado en numerosos combates. A finales de 1818, cuando le llegó la carta que lo nombraba líder de la expedición en busca del paso del Noroeste apoyada por el Almirantazgo, tenía cuarenta años, contaba con el respeto de sus colegas y había pasado la mayor parte de su vida al servicio de la Marina.
Ross, que recibió el mando del HMS Isabella, hizo uso de cierto nepotismo e incorporó a la expedición a su sobrino de dieciocho años, James Ross. Inspirado y animado por el ejemplo de su tío, James se había alistado en la Marina Real al cumplir los once años y había sido aprendiz de su tío en el Báltico y el mar Blanco, frente al norte de Rusia. Se incorporó al Isabella como guardiamarina, que, tradicionalmente, suponía el primer paso para convertirse en oficial.
James era alto y fornido y había aprovechado bien su carrera en la Marina. Había aprendido mucho sobre los últimos avances científicos, especialmente en los campos de la navegación y el geomagnetismo. La habilidad de entender y utilizar las fuerzas magnéticas de la Tierra constituía uno de los grandes trofeos de la ciencia a principios del siglo xix, y James Clark Ross (añadió el «Clark» más adelante, para distinguirse de su tío) tendría un papel clave en su investigación.
Al mando del HMS Trent, uno de los barcos a los que se confió la misión de alcanzar el Polo Norte, estaba John Franklin que, con treinta y dos años, era también un marinero profesional. Como John Ross, había entrado en combate durante las guerras napoleónicas, en las que se había visto obligado a entrar en acción de súbito a bordo del HMS Polyphemus en la batalla de Copenhague, con tan solo quince años. Después había sido guardiamarina con Matthew Flinders durante una expedición que cartografió buena parte de la costa de Australia (o Nueva Holanda, que es como se la conocía entonces). El joven Franklin había aprendido mucho de Flinders, quien, a su vez, había adquirido buena parte de sus conocimientos del capitán Cook. Antes de cumplir los veinte años, Franklin había ganado más experiencia de combate como oficial de señales en el HMS Bellerophon durante la batalla de Trafalgar. A los veintidós años ya era teniente. Cuando James Ross, de una belleza sobrecogedora, se encontró por primera vez con el orondo John Franklin, prematuramente calvo y de cara redonda, en Lerwick (en las islas Shetlands) en mayo de 1818, cuando el Isabella y el Trent se preparaban para zarpar hacia el Ártico, debió de contemplarlo como una especie de héroe. No podía saber entonces que sus caminos volverían a cruzarse en el futuro, ni que sus nombres estarían íntimamente ligados a la dramática historia del HMS Erebus.
Como muchos de los mandos navales de la época, Franklin era un polímata culto que mostraba un especial interés en la ciencia del magnetismo. Esta era su primera misión al Ártico y se la tomó muy en serio. Andrew Lambert, su biógrafo, valora qué le rondaba la cabeza en aquellos momentos: «Puede que no tuviera pedigrí universitario, ni el estatus de un miembro de la Real Sociedad, pero había viajado por todo el mundo, hecho observaciones y combatido a los enemigos del rey. Era alguien y, si a la empresa le aguardaba un futuro brillante, era posible que obtuviera un ascenso». Por desgracia, la expedición, que él esperaba que alcanzara el extremo oriental de Rusia, no superó una tormenta entre los icebergs cerca de Spitsbergen, y John Franklin regresó a Inglaterra al cabo de seis meses.
La expedición de John Ross al paso del Noroeste gozó, en un principio, de mejor fortuna. Tras alcanzar los 76º N y cruzar sin percances la bahía de Baffin, el Isabella y su compañero, el Alexander, se encontraron en el extremo de un cabo en la zona noroccidental de la bahía. Era la boca del estrecho de Lancaster, que luego se conocería como la entrada del paso del Noroeste. Pero fue también allí donde Ross cometió un grave error que se demostraría una mácula permanente para su reputación. Al mirar hacia el oeste desde el cabo, llegó a la conclusión de que no se podía pasar por el estrecho, porque parecía que más adelante había unas altas montañas. Pero lo cierto es que no eran montañas, sino nubes. Tan convencido estaba de lo que vio, empero, que no solo no ordenó subir a cubierta a ningún oficial para que confirmara lo que había visto (todos estaban abajo, jugando a cartas), sino que incluso bautizó la imaginaria cordillera con el nombre de montañas Croker, en honor al primer secretario del Almirantazgo. Fue un episodio muy extraño. A continuación, Ross ordenó que el barco diera media vuelta y pusiese rumbo a casa, aunque no sin antes echar sal en la herida al bautizar aquel golfo imaginario como bahía de Barrow. Cuando se reveló el error, Barrow montó en cólera y jamás volvió a confiar en John Ross.
Pero el paso del Noroeste aún ejercía su potente seducción y el siguiente objeto de la generosidad de Barrow fue William Edward Parry, capitán del segundo barco de la expedición de Ross, el Alexander, al que se invitó a realizar un nuevo intento. A los treinta años, Edward Parry, que era como se lo conocía, era más joven que John Ross o John Franklin, aunque había formado parte de la Marina más de la mitad de su vida, pues se había alistado a los trece años. James Clark Ross fue de nuevo alistado a la expedición como guardiamarina. Otro de los oficiales del Alexander era un norirlandés al que todos respetaban llamado Francis Rawdon Moira Crozier. Él y James Ross iban a convertirse en amigos para toda la vida y, al igual que Ross, Francis Crozier tendría un papel muy importante en el destino del Erebus y de su barco gemelo, el Terror.
La expedición de Parry partió con dos barcos, el Hecla y el Griper, en lo que se demostró uno de los viajes más fructíferos al Ártico. No solo atravesaron el estrecho de Lancaster, con lo que borraron de un plumazo las montañas Croker del mapa, sino que, además, se adentraron profundamente en el paso del Noroeste. Tomaron la decisión sin precedentes de pasar el invierno en una desolada isla, hasta entonces desconocida, muy al oeste, que bautizaron, en honor del patrocinador de la expedición, con el nombre de isla Melville. Por fortuna, iban bien preparados. Se proporcionó a cada hombre una manta de piel de lobo para pasar la noche y se extremó el cuidado de los suministros, entre los que había esencia de malta y lúpulo Burkitt, y zumo de limón, vinagre, chucrut y pepinillos para prevenir el escorbuto. Para cuando Parry y sus barcos regresaron al estuario del Támesis en noviembre de 1820, habían descubierto cientos de kilómetros de territorios y aguas previamente desconocidos.
Mientras tanto, Barrow ofreció una nueva oportunidad a John Franklin, a pesar de lo poco que había logrado su expedición al Polo Norte. Se le entregó el mando, conjuntamente con George Back y el doctor John Richardson, de una expedición terrestre para cartografiar el río Coppermine, que fluía hacia el norte, hasta su desembocadura en el Ártico. Era un territorio salvaje y difícil y, teniendo en cuenta que Franklin había pasado toda su carrera en el mar, quizá no era el hombre ideal para encabezar una expedición terrestre tan exigente. Peor aún, estaba lastrado por el pesado equipo que necesitaba transportar para cumplir con las obligaciones científicas de la misión.
Al final, Franklin cartografió muchos territorios desconocidos a lo largo del curso del río y de la costa del Ártico, pero postergó demasiado su regreso y, en consecuencia, sus hombres se vieron atrapados en unas condiciones meteorológicas terribles con la llegada del invierno. Las reservas de alimentos se terminaron y se vieron reducidos a comer bayas y líquenes cuando daban con ellos. Franklin recordaría más adelante que un día «toda la partida se comió los restos de sus zapatos viejos [mocasines de cuero sin curtir] para fortalecer el estómago ante la fatiga de la jornada de viaje». Las terribles condiciones en que se hallaban provocaron agudas divisiones. Diez de los voyageurs canadienses que los acompañaban (comerciantes de pieles que también actuaban como exploradores y porteadores) murieron en el trayecto de regreso y se cree que uno de los que sobrevivió, Michel Terohaute, lo hizo recurriendo al canibalismo. Más tarde, mató de un tiro a un miembro británico de la expedición, el guardiamarina Robert Hood, antes de que él mismo fuera abatido a manos del doctor John Richardson, segundo al mando de la partida.
En aquel momento, algunos consideraron que el caos y la desorganización al final de la expedición era consecuencia de la obstinación de Franklin, quien se había negado a escuchar a los voyageurs y a los inuits locales. Más recientemente, el editor de una edición de 1995 del diario de Franklin lo describió como «un perfecto ejemplo de la cultura imperial, no solo en sus muchos aspectos positivos, sino también en sus dimensiones menos generosas». Pero, cuando llegó a casa un año después y narró su versión de la lucha por la supervivencia, su libro se convirtió en un bestseller y, lejos de recibir críticas por haber puesto a sus hombres y a sí mismo en peligro, John Franklin se convirtió rápidamente en un héroe popular: el hombre que se comió sus botas.
El ataque múltiple en pinza sobre el paso del Noroeste organizado por Barrow había dado resultados y, aunque no había tenido éxito a la hora de descubrir el paso en sí, había capturado hasta tal punto la imaginación popular que hombres como Parry, Franklin y James Clark Ross se estaban convirtiendo en estrellas de un nuevo firmamento: un mundo donde los héroes no luchaban contra el enemigo, sino contra los elementos.
En 1824, mientras el Erebus se acondicionaba con discreción en un rincón del suroeste de Gales, dos de las otras bombardas, el Hecla y el Fury, iban a entrar de nuevo en combate contra el hielo. Impresionado por su resistente diseño y sus cascos reforzados, Edward Parry, el explorador del momento, los eligió para encabezar un nuevo asalto al paso del Noroeste.
Este nuevo viaje representaba un avance para el joven James Clark Ross, alto, envarado y con una mata leonina de espesos cabellos negros, pues fue nombrado segundo teniente del Fury. La expedición en sí, no obstante, no tuvo éxito. En primer lugar, el grueso hielo de la bahía de Baffin impidió el avance de los barcos. Intentaron remolcarse a sí mismos clavando anclas en el hielo y tirando del barco recogiendo los calabrotes, pero esta era una técnica muy peligrosa, que, según admitió el propio Parry, podía acabar terriblemente mal: en una ocasión, explicó, «tres marineros del Hecla fueron derribados de una forma tan repentina como si les hubieran disparado cuando el ancla se soltó de súbito». Luego el Fury encalló en la costa de Somerset Land y tuvo que ser abandonado. Tras solo un solo invierno, se tomó la decisión de regresar a casa.
Barrow, sin embargo, aún tenía una confianza inquebrantable en Parry. Con el entusiasta apoyo de sir Humphry Davy, de la Sociedad Real, le confió un intento de llegar al Polo Norte. El otro hombre del momento, James Clark Ross, fue nombrado segundo de Parry. También a bordo iban el amigo de Ross, Francis Crozier, y un nuevo cirujano adjunto, Robert McCormick, que tendría un papel importante en las subsiguientes aventuras de Ross.
La expedición arribó a Spitsbergen en junio y, desde allí, los hombres continuaron en trineos tirados por renos con el objetivo de cubrir unos veintidós kilómetros al día en el camino hacia el polo. Continuaron hacia el norte, viajando de noche y descansando de día para evitar que la nieve les provocara ceguera. Por desgracia, los renos se demostraron poco adecuados para remolcar los trineos y fueron sacrificados y utilizados como alimento; en consecuencia, a finales de julio el progreso de la expedición se había reducido a 1,6 kilómetros en cinco días. En ese momento, se tomó la decisión de abandonar y dar media vuelta. Los hombres brindaron por el rey e izaron el estandarte que habían tenido la esperanza de desplegar en el polo.
Aunque no habían conseguido su objetivo, Parry y sus hombres habían llevado a cabo una gesta notable. Habían batido la anterior marca al llegar a los 82,43º N, a solo unos ochocientos kilómetros del Polo Norte, un récord que se mantendría durante casi cincuenta años. En cuanto a Ross, había sobrevivido cuarenta y ocho días en el hielo y había matado a un oso polar. Sin embargo, el hecho es que otro intento de llegar al Polo Norte había fracasado. The Times declaró en un premonitorio editorial: «En nuestra opinión, el hemisferio sur representa un campo mucho más tentador para la especulación y desearíamos de todo corazón que se organizara una expedición por esas regiones». Eso, sin embargo, no ocurriría hasta mucho tiempo después.
A su regreso, en octubre de 1827, James Ross fue ascendido a comandante, pero, sin perspectivas inmediatas de nuevos encargos, le redujeron su paga a la mitad. No obstante, gracias a su tío, esta situación no se prolongó demasiado. Solo unos pocos meses después, John Ross, que había caído en desgracia ante Barrow y la mayor parte del Almirantazgo tras el fiasco de las montañas Croker, consiguió apoyo financiero para una nueva expedición polar de su amigo Felix Booth, el productor de ginebra. Una de las condiciones que impuso Booth fue que el sobrino de Ross lo acompañara durante la expedición, una condición a la que el brusco y arisco John accedió de inmediato, a pesar de no haberlo consultado de antemano con James. Incluso prometió que James sería su lugarteniente. Por suerte para todos, su sobrino, que estaba en la flor de la vida y necesitaba dinero, aceptó la propuesta.
Booth acordó invertir dieciocho mil libras de la fortuna que había amasado con el comercio de la ginebra en aparejar la Victory; no el legendario buque insignia del almirante Nelson, sino un vapor de ruedas de ochenta y cinco toneladas que se había utilizado antes como transbordador entre la isla de Man y Liverpool. La idea de Ross era que, puesto que el Victory no dependía por completo de sus velas, sería capaz de abrirse paso con mayor facilidad entre la gruesa capa de hielo. La idea tenía su lógica, pero la tripulación empezó a tener problemas con el motor la mañana siguiente, cuando zarparon de Woolwich. Incluso al navegar a toda máquina, solo alcanzaban tres nudos de velocidad. Cuando todavía se encontraban en el mar del Norte descubrieron que el sistema de calderas tenía una fuga importante (uno de sus diseñadores sugirió que taparan el agujero con una mezcla de estiércol y patatas). Aún se avistaba Escocia cuando una de las calderas estalló, al igual que John cuando le contaron lo sucedido: «Como si hubiera estado predeterminado que ni un átomo de esta maquinaria fuera otra cosa que una fuente de vejaciones, obstrucción y maldad». En el invierno de 1829, desecharon el motor entero para alivio general de todos quienes iban a bordo.
A pesar de estos problemas iniciales, continuaron su avance y consiguieron algunos éxitos notables. Quizá ligeramente avergonzado, John Ross condujo a la Victory a través de las inexistentes montañas Croker y emergió al otro lado del estrecho de Lancaster. En su ruta, cartografió la costa oeste de una península al sur, que bautizó como Boothia Felix, cuyo nombre más tarde se abreviaría como Boothia, pero que sigue siendo la única península del mundo bautizada con el nombre de una marca de ginebra. La expedición estableció contacto con los inuits locales, lo que redundó en beneficio de ambas partes. Uno de los inuits quedó particularmente impresionado cuando el carpintero de Ross le fabricó una pierna de madera para reemplazar la que había perdido en un encuentro con un oso polar. La nueva pierna tenía inscrita la palabra «victory» y la fecha.
Pero su mayor logro estaba todavía por llegar. El 26 de mayo de 1831, cuando habían pasado dos años de lo que sería una expedición de cuatro, James Clark Ross organizó una expedición de veintiocho días en trineo a través de la península de Boothia con la intención de descubrir la ubicación del polo norte magnético. Solo cinco días después, el 1 de junio, midió una posición de 89º 90’. Estaba lo más cerca posible del polo norte magnético. «Casi parecía que habíamos conseguido todo para lo que habíamos viajado tan lejos —escribió John Ross después—, como si nuestro viaje y todas sus labores hubieran llegado a su fin y no nos quedara nada más que hacer que regresar a casa y ser felices durante el resto de nuestros días».
El hecho de colocar la bandera del Reino Unido y la anexión del polo norte magnético en nombre de Gran Bretaña y el rey Guillermo IV deberían haber constituido el preludio de un retorno heroico, pero el caprichoso clima del Ártico se negó a cooperar. El hielo se cerró alrededor de la expedición, cuya supervivencia estaba en tela de juicio. A medida que la perspectiva de un tercer invierno atrapados en el Ártico se convertía en una realidad, el júbilo dio paso a una amarga resignación. En junio, James Ross se sentía un triunfador. Solo unos pocos meses después, su tío John escribió abatido: «Para nosotros, la visión del hielo era una plaga, una vejación, un tormento, un castigo y un motivo de desesperación».
Fue mucho peor de lo que nadie podría haber supuesto. De no haber sido por su estrecha relación con los inuits del lugar y la adopción de una dieta rica en aceite y grasas, sin duda habrían perecido. Desde luego, pasarían casi dos años antes de que los Ross y sus compañeros, «vestidos con harapos de bestias salvajes […] y demacrados hasta los huesos», fueran milagrosamente rescatados por un ballenero. Este barco resultó ser el Isabella, procedente de Hull, la nave que John Ross había comandado quince años antes. El capitán del Isabella apenas daba crédito a lo que veían sus ojos. Había asumido que tanto el tío como el sobrino debían de llevar dos años muertos. Tantos habían perdido las esperanzas de volver a verlos que la nación entera quedó conmocionada cuando arribaron a Stromness, en las islas Orcadas, el 12 de octubre de 1833. Cuando llegaron a Londres una semana después, la recepción fue de todo punto triunfal. Su extraordinaria fortaleza, evidente tras sobrevivir cuatro años en el hielo, sus logros científicos y su habilidad como exploradores se celebraron de forma unánime. El hecho de que la expedición hubiera estado al borde del desastre, lejos de desincentivar futuras empresas, aseguró que el Ártico se mantuviera como uno de los principales objetivos que ambicionaba el Almirantazgo y, años después, cambió drásticamente el curso de muchas vidas.
John Ross, a quien se había restituido, recibió el título de caballero. No obstante, su momento de gloria se vio empañado por un desagradable enfrentamiento con su sobrino sobre quién merecía el crédito de haber descubierto el polo norte magnético. James reclamaba ser reconocido como único descubridor, pues él había determinado su posición. Su tío insistió en que, de haber sabido que su sobrino tenía intención de encontrar el polo, lo habría acompañado. Para los que trataban estas cuestiones, era James quien era la estrella ascendente. Comparado con su quisquilloso e impulsivo tío, parecía un hombre de confianza y determinación, cabal. A finales de 1833, fue ascendido a capitán y se le encomendó la tarea de realizar el primer estudio del magnetismo terrestre en las islas británicas.
Apenas se había puesto a ello cuando llegaron noticias de que había doce barcos balleneros, con los seiscientos hombres de sus tripulaciones, atrapados en el hielo en el estrecho de Davis, entre Groenlandia y la isla de Baffin. El Almirantazgo acordó enviar una misión de rescate y, como era previsible, encomendó a James Clark Ross la tarea de dirigirla. Este escogió un barco llamado Cove, construido en Whitby, y nombró a Francis Crozier primer teniente de la nave.
Mientras Ross y Crozier navegaban con rumbo norte de Hull a Stromness y se adentraban en el Atlántico Norte, el Almirantazgo empezó a buscar barcos de refuerzo por si hacía falta enviar más ayuda. De las dos bombardas que se habían transformado para la navegación polar en las expediciones de Parry, uno, el HMS Fury, había embarrancado en las rocas frente a la costa de la isla de Somerset y el otro, el Hecla, se había vendido años atrás. Eso dejaba solo al HMS Terror, un barco de la clase Vesuvius, construido en 1813, con un largo historial de servicio activo a su espalda, y al Erebus, que aún no había sido probado en ese tipo de aguas. El 1 de febrero de 1836, una tripulación reducida acudió a Portsmouth para quitarle el polvo al Erebus y trasladarlo hasta Chatham, a la espera de que se requiriese su intervención. En el ínterin, el Cove se topó con un tiempo terrible y una galerna lo golpeó con tanta furia que, en general, la gente opinó que lo que impidió que el barco se fuera a pique fue el liderazgo flemático y la gran sangre fría de James Ross. Tras regresar a Stromness para hacer reparaciones, Ross, Crozier y el Cove zarparon de nuevo hacia el estrecho de Davis. Para cuando llegaron a Groenlandia, resultó que todos los balleneros, con la excepción de uno, ya habían sido liberados del hielo.
A pesar de esto, los esfuerzos por efectuar el rescate se consideraron heroicos. Francis Crozier fue ascendido a comandante (que, aunque resulte confuso, es el rango por debajo de capitán) y a James Ross se le ofreció el título de caballero. Para gran desilusión de sus muchos seguidores, lo rechazó, al parecer porque consideraba que el pasar a ser sir James Ross haría que lo confundieran con su conflictivo tío, recientemente ennoblecido.
No obstante, «el hombre más atractivo de la Marina», según Jane Griffin, la futura esposa de John Franklin, tenía, sin embargo, mucho menos éxito en su vida privada. Entre sus muchos viajes, Ross había conocido y se había enamorado de Anne Coulman, la hija de dieciocho años de un adinerado terrateniente de Yorkshire. Ross había hecho lo correcto y escrito a su padre para expresarle sus sentimientos hacia Anne con la esperanza de recibir permiso para visitarla en la casa familiar. Coulman le respondió indignado, acabó inapelablemente con todos los planes de futuro para la relación y expresó su conmoción por que Ross albergara tales sentimientos «por una mera niña que todavía va a la escuela». Pero el señor Coulman tenía otros motivos para oponerse a tal unión. «Su edad [Ross tenía treinta y cuatro años] comparada con la de mi hija su profesión y las muy inciertas y peligrosas perspectivas que tiene ante usted me prohíben siquiera considerar su proposición».
Anne, sin embargo, estaba tan enamorada de James como él de ella. Durante los años siguientes, continuaron viéndose en secreto. La tenaz oposición de Coulman a su matrimonio hizo que Ross escribiera a Anne enojado y frustrado: «No me habría parecido posible que las emociones mundanas pudieran tener una influencia tan grande como para destruir los afectos más profundos del corazón y hacer que un padre tratara a su hija con tal insensibilidad y rigor». Por fortuna, una de las mejores cualidades de James Ross era su persistencia. Cuando decidía algo, no era fácil disuadirlo. Mantuvo el contacto con Anne, y ella con él. Su perseverancia se vería al final recompensada.
El HMS Terror pronto zarpó en otra misión. Abandonó Medway en junio de 1836 como buque insignia de la última ambiciosa expedición de George Back para ampliar los conocimientos sobre el noroeste del océano Antártico. Hacia septiembre ya estaba atascado en el moviente hielo y sufrió su presión durante todo el invierno. Al final, el trozo de hielo se desprendió de la plataforma y, todavía encajado en un témpano flotante, navegó a la deriva hasta llegar al estrecho de Hudson. Con el casco dañado y asegurado con una cadena, el Terror alcanzó por los pelos la costa de Irlanda, donde embarrancó sin más ceremonias.
Antes del desastre, George Back tuvo unas palabras de elogio hacia el Terror que podrían haberse dirigido a todas las bombardas: «Hondo y de gruesa madera como era y, aunque cada acometida hundía el bauprés en el agua, su cabeceo era tan tranquilo que apenas se tensaban los cabos». Su descripción del barco en buen tiempo hace que el sapo parezca un príncipe: «Con los sobrejuanetes y todas las bonetas desplegadas por primera vez, el gallardo barco exhibió orgulloso todo su expandido plumaje y flotó majestuosamente sobre las olas del mar».
El Erebus no tuvo una ocasión similar para impresionar. Aunque había estado sumamente cerca de entrar en acción, al final simplemente había cambiado un muelle por otro. En Chatham se le retiró el aparejo y volvió a engrosar la lista de «ordinarios». Estaba convirtiéndose en el barco que «casi zarpa» de la Marina Real.