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Capítulo 5 Nuestro hogar en el sur

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Hobart en 1840, hogar de una mezcolanza de colonos libres y de convictos. La llegada del Erebus en agosto de ese mismo año causó un gran revuelo local.

En 2004, durante una visita a Tasmania, leí el libro Viajeros ingleses de Matthew Kneale. Aunque hay mucho humor negro y excelentes descripciones en esta historia de un emigrante del siglo xix a Tasmania, el libro constituye también una elocuente denuncia de la rigidez y la crueldad de las certezas victorianas, las mismas certezas que motivaron a Barrow, a Ross, a Sabine y a Minto, y a Melville, Von Humboldt, Herschel y a todos los grandes personajes que dominaron la vida y la época del HMS Erebus. El espíritu de la Ilustración estimuló a estos hombres, inteligentes y de viva curiosidad intelectual, a explorar y descubrir, a ampliar las fronteras del conocimiento humano, convencidos de que cuantas más cosas midieran, rastrearan, calcularan y anotaran, mayores serían los beneficios para la humanidad. Pero este sentido del deber también contenía implícitamente una sensación de superioridad que, en su peor faceta, alimentaba el lado oscuro de la creciente confianza en sí mismo que sentía el Reino Unido. Y en ningún lugar estaban más claramente definidas las luces y las sombras de la Gran Bretaña victoriana que en la colonia gobernada de forma independiente a cuyas orillas llegó el HMS Erebus más de tres meses después de zarpar de Ciudad del Cabo. La Tierra de Van Diemen tenía una población de 43 000 personas, y 14 000 de ellas eran convictos.

A bordo del HMS Erebus en su trayecto a la bahía de la Tormenta, más allá del faro de Iron Pot y tras adentrarse en el refugio que ofrecía el estuario del Derwent, había hombres que habían destacado en muchos viajes y en diversos campos, que habían dominado el arte de la navegación en las aguas más difíciles del planeta y que llevaban con ellos cajas —y, de hecho, camarotes enteros— llenos de pruebas científicas. En tierra, había muchos miles de hombres y mujeres que habían sido forzados a abandonar su país natal tras haberse juzgado que eran criminales natos, moralmente insalvables e incapaces de rehabilitarse. Thomas Arnold, el famoso director de la escuela Rugby, encarnaba esta actitud inmisericorde y la expresó sin ambages en una de sus cartas: «Si colonizan con convictos, estoy convencido de que la mácula no solo perdurará durante la vida de estos, sino durante más de una generación; de que ningún convicto o hijo de convicto debería ser jamás un ciudadano libre […]. Es la ley de la Providencia Divina, que no está en nuestras manos cambiar, que los pecados del padre pasen al hijo por la corrupción de su estirpe». El destinatario de esta carta era el entonces teniente del gobernador de la Tierra de Van Diemen, sir John Franklin.

Mientras el Erebus navegaba hacia el puerto de Hobart a mediados de agosto de 1840, su capitán expresó alivio y comparó «el bello y frondoso paisaje a ambos lados de las amplias y plácidas aguas del Derwent» con «las desoladas tierras y el turbulento océano que acabábamos de dejar atrás». El lugar también resultó agradable a la vista para McCormick: «Las cercanías de la ciudad de Hobart son muy pintorescas». Las reflexiones del sargento Cunningham, en cambio, son bastante diferentes: «Siendo esta la Tierra de Van Dieman [sic], no puedo evitar pensar […] cuántos desdichados la habrán habitado […] con el corazón lleno de melancolía al saber que habrían de terminar sus días en ella, desterrados de la sociedad y extranjeros para su patria, separados de sus esposas, padres, amigos y de todos los vínculos que unen a un hombre con este vano mundo sublunar. Aparté la vista agradecido al pensar en lo mucho mejor que era mi situación que la de miles de mis congéneres».

El debate sobre si el lugar en el que desembarcaron debía llamarse Tierra de Van Diemen o Tasmania se cerró a favor de esta última opción quince años después, en 1855. No obstante, existía un nombre todavía anterior: Lutruwita, que era como los aborígenes conocían la isla y como la habían llamado desde hacía al menos mil años; esta denominación fue rechazada. Con la llegada de los presos, se expulsó a la población local. Para cuando llegó la expedición de Ross, el brutal proceso de arrancar a los habitantes autóctonos de sus tierras prácticamente había acabado. Aquellos que seguían con vida fueron confinados a una misión aborigen en la isla Flinders, al norte de la isla principal, donde se les enseñó a comportarse como ingleses.

La clase educada de Hobart —los que conocían las costumbres inglesas— probablemente supo de la expedición antártica mucho antes de que llegara. Los periódicos locales siguieron sus preparativos con gran interés. Sería, después de todo, una de las empresas más audaces y prestigiosas que habían presenciado desde que se había establecido oficialmente la colonia, dieciséis años antes. Se especulaba casi a diario sobre cuales serían los objetivos de la expedición —encontrar el polo sur magnético, descubrir un nuevo continente, llegar más al sur de lo que nadie había llegado antes— y sobre sus posibilidades de alcanzarlos. The Hobart Town Courier

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