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Capítulo 1 INGRID, Munich, Alemania, 2003

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A veces, Ingrid oía la canción desde algún lugar en lo profundo de su ser. Sin embargo, ahora era apenas perceptible, dado que su cabeza era un parloteo interminable de obligaciones y la determinación de ser alguien que todavía no era.

Este momento no era la excepción, mientras escuchaba un sonido entrecortado en la línea de teléfono.

“¿Hola?” dijo en un español que no había usado en años. Su jefe la observaba a través de las paredes de vidrio de la oficina de su revista, Die Kelter, llamada The Wine Press en su edición británica.

“¡Franz!” lo llamó Ingrid. “¿Estás seguro de que no estoy comunicándome con algún sitio remoto en el Congo?”

Con un montón de papeles apilados delante de él, Franz sonrió mientras levantaba el bigote.

Ingrid intentó hablar nuevamente con voz más alta. “¿Hola?” dijo con cierta fuerza.

“Señora”, la voz de un hombre finalmente interrumpió en la línea.

“Señorita”, lo corrigió Ingrid, apoyada sobre su escritorio impecable.

“Perdón, señorita. ¿Puede oírme ahora?”

“Lo oigo. Continúe”.

“Seguramente su editor ya le ha dicho…”

“Nada. No me ha dicho nada”.

“Esto aquí es un desastre”, dijo. “Nunca he visto nada similar. Es mi viña. Mis vides están creciendo en forma espontánea. Cada día crecen más y más. Están fuera de control. Ingrid alejó el teléfono. Trató de comportarse lo más profesionalmente posible, a pesar de que Franz le había transferido la llamada sin explicación alguna.

“Han crecido sobre la casa y los campos”.

Ingrid no era la única que estaba escuchando al señor Ramos. Todo el mundo en la oficina parecía estar oyéndolo. En esta oficina pequeña con grandes ventanas, las mesas estaban muy juntas.

“¿Por qué no poda las viñas?” preguntó Ingrid.

Franz, atento, asintió al escucharla.

“Señorita, por supuesto que lo hacemos, todos los días, pero crecen muy rápido. Delante de mis ojos. Todos los días. No lo creerá, pero es cierto”.

En su mente, Ingrid no dudó acerca de la realidad de los hechos, pero lo que el señor Ramos quería de ella aún no estaba claro.

“¿Cuándo comenzó esto?” preguntó.

“Hace una semana aproximadamente. Quizás dos. No sabría decirle”.

“¿Cómo que no lo sabe?”

“Bueno, comenzó lentamente y no le di mayor importancia. Pero luego…”

La voz del señor Ramos se debilitó.

“¿Señor?” Ingrid esperaba no haber perdido la comunicación.

“Señorita, debe venir aquí”.

Al escucharlo de nuevo con claridad, se dio cuenta de que no había manera de evitar esta curiosa conversación. Si Franz hubiera querido hacerse cargo, lo hubiera hecho.

Ingrid miró a su editor otra vez. ¿Tendría alguna idea acerca de la naturaleza de esta potencial historia?

“¿Dónde vive?” preguntó Ingrid.

“En Málaga, en la montaña. No veo…”

El hombre prosiguió, pero todo lo que pudo escuchar Ingrid fue la palabra “Málaga” repitiéndose una y otra vez en su mente. Se enderezó delante de su escritorio. ¿Málaga?

Tragó saliva mientras las viejas canciones resonaban en su memoria. En su mente visualizó a una niña de pie sola frente al mar. Estaba perdida y sufría. Ingrid se colocó la mano sobre el pecho. Hubiera preferido que todos aquellos recuerdos permanecieran ocultos. ¿Málaga?

“Su revista ofrece la mejor cobertura sobre vinos en Europa”, dijo el hombre. Ingrid miró fijamente el póster de Die Kelter sobre la pared. El calor de su mano presionaba su corazón que latía agitado.

“Otras revistas le darían un tratamiento sensacionalista al asunto”, continuó el señor Ramos. “Inventarían que estoy tratando de venderle una historia a la industria del vino. En cambio, yo conozco vuestra revista…”

“Nunca hemos cubierto nada similar, señor Ramos”. Ingrid se concentró nuevamente en el presente.

“Lo sé. Pero vosotros contaréis la verdad. La historia real”.

Franz estaba ahora de pie en la entrada de su oficina. Seguramente, pensó Ingrid, ya había escuchado la historia del señor Ramos antes de pasarle la llamada.

“¿Puede darme su número?” dijo Ingrid. Quitó la mano apoyada en su pecho para escribir. “Debo hablar con mi jefe. Le llamaré luego”.

Cuando acabó la llamada, se acercó a Franz, quien cerró la puerta detrás de ella y se volvió a sentar en la silla de su escritorio, al mismo tiempo que retorcía el borde de su bigote.

“¿Por qué me pasaste a mí la llamada?” preguntó Ingrid, sorprendiéndose a sí misma por el cambio repentino en su comportamiento. “No cubrimos historias sensacionalistas. ¿Y por qué a mí? Soy una editora, no una reportera”.

“No, no escribimos este tipo de historia”, asintió, inclinándose contra el respaldo de la silla, “pero le debo un favor a un amigo viticultor. Es muy amigo del señor Ramos y me pidió que investigara este asunto. Digamos que te necesito para que escribas esta historia. Además, hablas español y has vivido en España”.

Ingrid tomó asiento y cruzó los brazos.

“¿Acaso no estoy haciendo un buen trabajo como editora?”

“Estás haciendo un gran trabajo. Tengo que decir que últimamente has estado muy estresada, pero tu trabajo es excelente”.

“Enviarme afuera para cubrir una historia sensacionalista me suena a que quieres darme un puesto de menor categoría”, dijo Ingrid ladeando la cabeza.

Franz se inclinó hacia adelante.

“No es así. Solo que eres perfecta para este trabajo”.

Una avalancha de recuerdos la asaltó. Visualizó nuevamente a la niña, esta vez dentro de un gran edificio. Solo Ingrid sabía lo que había dejado atrás en España.

“Me alegra que estés lista para esta tarea”, dijo, totalmente indiferente a su descontento. “De hecho, ya tengo tu billete de tren”.

“¿Billete de tren?”

“Lo sé, es un largo viaje. Pero no había ningún billete de avión decente de último momento y el tren está a muy buen precio”.

Franz, quien parecía alto incluso sentado, abrió su cajón y sacó un sobre. La lámpara del escritorio titiló mientras la luz del sol de la tarde brillaba como una aureola sobre su cabeza calva, aunque, en ese momento, no se parecía en nada a un ángel.

Scheisse”, Ingrid se dijo a si misma, deseando poder borrarle esa sonrisa de la cara. Él era muy tacaño y ella no tenía interés en ir a ninguna parte. Ingrid respiró profundamente.

“Sales mañana”, dijo Franz. “Te reunirás con el fotógrafo, un hombre llamado Roger, en Francia, exactamente en Cerbère, cerca de la frontera. Me ha estado insistiendo en dejarle hacer fotografías para la revista. Además, ha estado viajando a través de Europa y desea trabajar gratis. El señor Ramos aceptó ir a buscarlos a la estación y llevarlos a su viña. Costará menos si ambos se quedan en su casa y tú puedes descansar un poco mientras dure tu estancia”.

“¿Quién se encargará de hacer mi trabajo de edición?” preguntó Ingrid, aún con la esperanza de disuadirlo de enviarla a España.

“Sabes que tenemos otros editores. Tendrán que trabajar más duro”. Se puso de pie y le entregó el billete. “Mira, tómalo como un favor. Puedes disfrutar de unos días en la playa luego. ¿Qué alemán no quisiera ir a la playa? Sea como sea, no tienes mucho tiempo. Indícale a Gitta las tareas que deberá realizar”.

El temor y el shock de Ingrid se transformaron en confusión dada la rapidez con que pasaba todo. Se sintió atrapada. Málaga. Málaga. Miró fijo a Franz mientras se dirigía a la puerta.

“Me lo agradecerás más tarde”, le dijo él.

Quiso decirle que estaba equivocado, que necesitaba quedarse, no irse. En su lugar, tomó sus cosas y salió de la oficina, después de haberle dado a Gitta todas las instrucciones necesarias para llevar a cabo durante su ausencia.

Una vez en la calle, Ingrid atravesó la carnicería y la panadería y continuó caminando sin rumbo. En general, adoraba el aroma del pan recién salido del horno, pero en ese momento ni siquiera lo notó. Algo la seguía y no eran aquellas viejas canciones—aunque volvieron a ella de manera sutil—sino lo que significaban.

Caminó hacia el parque y se detuvo bajo un árbol. Quiso golpearlo para liberar la tensión que crecía con fuerza en su interior. Pero no era su estilo golpear nada. ¿De qué le serviría?

Todo lo que quería era un sueño reparador y no un trabajo en España—y de todos los lugares posibles, no en Málaga—sino tan solo descansar profundamente. Desde hacía algunos meses, se sentía muy ansiosa.

Ingrid intentó no llorar, pero sin éxito. La corteza desgarrada del árbol parecía una piel. Detestaba cómo se sentía. Se dijo a sí misma que debía ser fuerte y no dejarse afectar por Franz.

Después de todo, solo se trataba de un viaje a España. Su corazón se sobresaltó un poco. A España.

Ingrid suspiró. El árbol no se había movido y ella tampoco.

Debía recuperar el control sobre sí misma. Era una profesional. Ingrid era buena en todo lo que hacía y este nuevo trabajo no sería la excepción.

Cuando Ingrid regresó a su casa, el sol de Munich descendía detrás de un grupo de altos edificios y dos coches tocaban el claxon. Subió por las escaleras hacia su apartamento y al llegar, sorprendida, se quedó sin aliento.

Su gata, Mookie, la saludó en la entrada. Ingrid sonrió por un instante y la abrazó. Tenía que encontrar a alguien que cuidara de su gata y hacer ejercicio para poder dormir lo suficiente antes de embarcarse en el viaje del día siguiente… a Málaga.

* * *

A través de la ventana sucia de un café, Ingrid observaba a los pasajeros caminando deprisa en todas direcciones. Eran las dos de la tarde del día siguiente, casi media hora antes de abordar el tren.

Finalmente estaba en la estación después de haber dormido muy mal la noche anterior y de haber hecho ejercicio durante la mañana para disminuir la ansiedad. Ingrid notó que sus muñecas parecían más delgadas semana tras semana, mientras miraba la hora cada cinco minutos.

Franz la llamó para asegurarse de que se encontrara de camino a Málaga. “¿Dónde, si no, creía que estaría?” pensó Ingrid. Le habló brevemente, diciéndole que todo iba bien—tenía tanto la información del señor Ramos como la de Roger—y que no debía preocuparse. Esperaba que Franz no la llamara muy seguido.

Pidió un segundo café. Luego un tercero. Estaba bebiéndolo, sintiendo el aroma y el calor de la taza que calmaba sus manos frías, cuando oyó una voz familiar llamándole por su nombre. Ingrid levantó la mirada para ver quién era y derramó el café sobre la mesa. Era su padre. Su mirada sorprendida reemplazó cualquier palabra que pudiera salir de su boca.

“Tu madre me ha dicho que estarías aquí, así que he pensado en venir a despedirte”, dijo su padre y se sentó delante de ella.

Ingrid deseó no haber llamado a su madre, no haberle dicho que estaría allí en la estación, ni que viajaría a España.

“Deberías estar contenta de ver a tu padre”, dijo e hizo su pedido a la camarera. Ingrid jugaba con la servilleta empapada en café.

Sonrió y miró una vez más su reloj. Dos y diez.

“¿Entonces?” dijo, mirando a su padre. Conversar con él nunca le resultaba cómodo y no era usual en él que apareciera sin avisar. En general, su madre era la que hacía el esfuerzo por acercarse y la invitaba a cenar con ellos una vez por semana. “¿Por qué… por qué has venido?”

Su padre era muy directo al hablar. “Tengo algo para ti”, dijo y le entregó un libro mediano de tapas color crema. “Tu abuela quería que tuvieras esto. Y como estás yendo a España, pensé…”

Ingrid dejó de escucharlo. Su mente estaba en otra parte, sus ojos posados sobre el libro, que le resultaba tan familiar. “¿Por qué ahora?” pensó, a pesar de que ya conocía la respuesta.

“Es un viaje de trabajo, papá. No puedo llevar conmigo un libro así porque sí”.

“Sé que viajas por trabajo. Pero también es cierto que vas a Málaga, donde naciste”.

Ingrid apretó la taza entre sus manos antes de dar otro sorbo. No era necesario que su padre le dijera algo que era obvio.

“Puedo mirarlo cuando vuelva”, le respondió.

Su padre era un hombre muy guapo que se había vuelto canoso antes de tiempo, tenía ojos azul claro y había sido criado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora él miró el reloj. “Son las dos y veinte. Ya tienes que salir. Te acompañaré al tren”.

Ingrid volvió la mirada hacia su padre. Sabía que él insistiría en dejarle el libro, pero pensó que si lograba distraerlo, se le olvidaría.

“Yo pago”, dijo, sacando la billetera. “Tú coge tus cosas”.

* * *

Ambos esperaron en silencio en el andén, con la mirada puesta en el reloj que colgaba sobre sus cabezas. Dos y veintinueve.

“Ingrid, por favor llévate esto”, dijo su padre finalmente, dándole el libro nuevamente.

Ingrid se resistió. Tanto la mochila que llevaba en la espalda como la maleta en el suelo estaban repletas. “No tengo espacio. ¿No ves?” dijo, señalando su equipaje.

“Si no lo haces por mí o por ti, al menos hazlo por tu abuela”, respondió gentilmente su padre. “Además, no es tan grande”.

Ingrid sintió un hormigueo repentino, seguido de un leve susurro en el oído izquierdo, pero lo ignoró apenas escuchó las siguientes palabras de su padre. “Tú lo eras todo para tu abuela”.

Su padre dijo esta última frase de una manera tan suave que le tomó por sorpresa a Ingrid. El tren con destino a Paris y, por último, a España, se detuvo en la estación. Ingrid miró hacia el tren, cuyas puertas ahora estaban abiertas y los pasajeros se bajaron. “Debo irme”.

Su padre le entregó el libro y le dio un beso en la mejilla.

“Es tan terco”, pensó mientras su padre le sostenía la mirada, como queriéndole decir algo más.

Ingrid esperó unos segundos antes de subir al tren—con el libro en la mano—por la puerta más cercana.

Una vez dentro del tren, ocupó tres asientos, decidida a dormir durante todo el viaje. Su padre seguía de pie afuera en el andén. Allí se quedó, hasta que sonó el silbato, el resto de los pasajeros se apresuraron a subir y las ruedas de la locomotora finalmente comenzaron a avanzar.

Ingrid le observó a través del reflejo de la ventanilla, mientras su figura se iba haciendo cada vez más pequeña en la distancia. Amaba a su padre. Pero ahora se encontraba sola. De repente, sintió un nudo de nervios en el estómago y las piernas se le aflojaron.

Ingrid se obligó a sí misma a ponerse de pie y rápidamente se dirigió al baño más cercano. Empujó la puerta que estaba abierta y vomitó en un pequeño lavabo. “Solo es un viaje corto”, se dijo a sí misma. “Cálmate”.

En el espejo vio lo pálida que estaba. La ansiedad de los últimos meses, tantas noches sin dormir sobre todo después de que su ex, Kazik, rompiera con ella: ¿era todo más de lo mismo o se trataba de algo que había ocurrido mucho antes?

El reflejo del espejo le devolvió la imagen de una muchacha asustada, cuyo miedo—que ahora era incontrolable—luchaba por salir. La última vez que había vomitado había sido en el baño de su casa en Málaga, unos días antes de que ella y su familia se mudaran a Alemania. Ahora, con veintiocho años, regresaba a su lugar de origen, con una sensación similar en el estómago.

Deseaba bajarse del tren y volver a Munich, pero las palabras de Franz que resonaban en su mente la paralizaron. “Me lo agradecerás más adelante,” le había dicho. No tenía nada que agradecerle en ese momento. Tendría que haberlo convencido de alguna manera de enviar a alguien más a España y así evitar esa situación.

Se lavó el rostro. Sus ojos se veían muy distantes. ¿Dónde se había ido? ¿Quién era? Y aquella niña, ¿dónde estaba? De repente, los últimos veinte años en Alemania—la escuela, la universidad, el trabajo como periodista—parecían nada comparado con el nudo que tenía en el estómago.

Ingrid regresó a su asiento y posó su mirada vacía sobre el respaldo delante de ella. No podía ir a ninguna parte ni llamar a nadie. No tenía ningún amigo cercano que le dijera que todo estaría bien. Deseó estar en su casa con Mookie en la cama, debajo de la manta que usaba cuando hacía frío.

Revolvió su mochila en busca de pastillas para dormir. Las había puesto allí temprano por la mañana al hacer la maleta. También había hablado con su madre, buscando, en vano, palabras de consuelo. Esto no era una sorpresa para ella, ya que su madre nunca había logrado comprenderla. Tampoco Ingrid compartía con ella sus problemas, aunque su madre ya le había expresado que estaba preocupada por su pérdida de peso.

Llamar a su ex, Kazik, tampoco hubiera sido de mucha ayuda. Él le hubiera dicho que necesitaba alejarse de la ciudad un tiempo y relajarse en las playas de España.

No. No tenía ningún sentido recurrir a nadie, pensaba y se tomó dos pastillas para dormir. Le esperaba un largo viaje a través de Francia, pasando por París y bordeando los Pirineos, antes de llegar a Málaga.

Niña Duende

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