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Capítulo 4 DUENDE

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Al llegar la luz tenue de la mañana de Málaga, Duende oyó que su padre silbaba un acompañamiento de Maria Callas, cuya voz alcanzaba las notas más altas de Madame Butterfly, sonando en el tocadiscos.

Habían pasado dos meses desde la muerte de Oma. Duende oyó el ruido seco de los pasos de su padre en el pasillo y luego los golpes en su puerta, antes de que él la abriera. “Wach auf!” gritó. “¡Levántate!”

La voz de su padre interrumpió los sueños de Duende. Una ballena que la transportaba y tragaba el mar entero y su abuela envuelta en una capa brillante de vides color esmeralda, pronto se ocultaron detrás del telón de su mente. Duende deseó que estás imágenes se quedaran con ella.

“¡Levántate!” repitió su padre.

A veces, Maria Callas resultaba ser un alivio sorprendente que lograba detener los aires de importancia del padre de Duende. Pero, la mayor parte del tiempo, sus palabras insistentes en alemán traspasaban el descanso de su hija, como palas cavando entre las piedras. Cavaba y cavaba, hasta convertir a cada piedra en un soldado que se levantaba y marchaba a través del último corredor oscuro del alba.

Aquella mañana no fue la excepción: mientras se dirigía a la cocina con el uniforme puesto, lista para irse a la escuela, Duende sintió el aroma del agua de colonia de su padre y el perfume intenso de la crema de afeitado.

Mutti hervía los huevos y tostaba el pan en la cocina. Mientras tanto, su marido, de pie frente al gran espejo de la entrada del apartamento, se acomodaba la camisa perfectamente planchada, la corbata gris y la chaqueta a rayas.

“Hoy es un día importante”, le anunció a Mutti, mientras Duende ponía la mesa. “Una empresa española muy conocida quiere comprar el hotel que acabamos de construir. Después de diez años de construir y vender inmuebles aquí, por fin estamos viendo los resultados de nuestra labor”.

Mutti asintió.

Duende se sentó. Su madre colocó los huevos y el pan tostado sobre la mesa del comedor. Su padre se inclinó sobre ella—como de costumbre—para demostrar que comer huevos duros era un arte sutil; le mostró cómo extraer la yema con la cuchara redonda y cómo llevársela a la boca sin mover la cabeza hacia adelante o hacia atrás. Midió las porciones, le indicó el ángulo exacto que debían formar el pulgar y el índice de su mano para agarrar la cuchara. Duende tragó sin respirar y su padre verificó que los pies estuvieran firmemente plantados sobre el peldaño de la silla y que la espalda se mantuviera erguida.

Lo que más deseaba Duende era escapar de las usuales exigencias de su padre en aquella mañana fresca que ingresaba por las ventanas diseñadas para recibir las temperaturas más templadas de Málaga. Una vez más, le escuchó, pero más le interesaba ir a visitar a su amigo, el hombrecillo del mar, antes de dirigirse a la escuela.

“Hay una única verdad”, dijo su padre, impasible, mientras cogía un trozo de su propio huevo. “¿Sabes cuál es, Duende?”

Pareció esperar que Duende dijera algo, pero ella estaba masticando y no se atrevió a hablar por temor a que su padre la reprendiera por comer con la boca abierta. No quería que él le diera un puntapié o que pusiera el tenedor sobre su boca, así que permaneció callada.

“¿Y?”

En un apuro, Duende se llevó más comida a la boca y negó con la cabeza.

Su padre moduló cada palabra. “Cambio… la vida es cambio”.

Duende asintió.

Volvió a explicar, con el ceño fruncido, la hipótesis que había tratado de probar durante toda su vida, mediante un monólogo que a Duende le resultaba muy familiar: que la vida se trata siempre de cambio manifestado a través de dos acontecimientos obvios: el nacimiento y la muerte de todas las formas de vida; el árbol crece cada día más alto y, mientras cambia el color, caen las hojas y nacen otras nuevas.

“El cambio ocurre incluso en formas inertes, como cuando mi hermana escondió una rebanada de pan debajo de su cama durante la guerra y tiempo después la encontré convertida en una masa azul de moho polvoriento”. Su discurso cobró mayor fuerza, al igual que el deseo de Duende de huir.

“Incluso el cambio cambia”. Se inclinó hacia adelante e hizo lo que siempre le decía a su hija que no debía hacer: apoyó la cabeza sobre las manos y los codos, sobre la mesa.

Duende acabó de comer su pan y apartó a un costado las últimas migas, antes de que su madre le retirara el plato y lo llevara a la cocina.

“Hay variables imprevistas que influyen en la causa original de las cosas”, continuó su padre. “Una piedra puede parecer inmóvil, pero está cambiando todo el tiempo. Cada una de sus moléculas se está modificando. Las nubes, también, cambian todo el tiempo; la lluvia que producen se transforma, con los rayos del sol, en un arco iris”.

A Duende le atrajo la palabra “arco iris”. Mientras Mutti lavaba los platos en la cocina, la niña se imaginó a sí misma como un arco iris atravesado por los rayos cálidos del sol.

Sin embargo, esta sensación duró poco. Su padre, satisfecho, golpeó la mesa con las manos, dando por terminado el asunto y los colores radiantes del arco iris se apagaron en los rincones de la mente de Duende.

“Es hora de que Duende se marche a la escuela, Heinrich”, dijo Mutti desde la cocina, desde donde se oía el ruido del agua corriendo.

Ja, ja. Ya he terminado. Ahora puedes marcharte, Duende. Yo también tengo que irme al trabajo”. Volvió a mirarse al espejo, se limpió cuidadosamente la boca y se puso el abrigo. Luego, salió.

Inmediatamente, Duende se abrochó el abrigo de grandes botones azules, colocó el almuerzo en la mochila y luego de despedirse de su madre con un beso, se unió al resto de estudiantes y padres que llenaban de vida la estrecha calle del pequeño pueblo de Málaga en el que vivían.

Al llegar a la esquina de la calle, sus pasos apresurados se convirtieron en una corrida hacia el mar. Quería saludar a esa vasta masa de agua que rociaba el aire con sal cada noche en sus sueños. Si se apresuraba, llegaría a la escuela sin demora.

El sol rozaba la cresta de las olas en permanente movimiento. Duende, de brazos cruzados para protegerse del viento, observó cómo la mañana se iba asomando. Escuchó un sonido agudo que le era familiar y entonces apareció. Parecía como si viniera de lejos, desde el interior del mar. Se acercó a ella dando volteretas, un torbellino de arena y agua girando en círculos alrededor de Duende.

Duende cerró los ojos, envuelta por el polvillo. Sintió que una calma inusual la abrazaba lentamente, seguida del roce de una mano rugosa que ya conocía. “Hola”, dijo una voz. Con los ojos todavía cerrados, Duende podía sentir la sonrisa de su amigo. Era la misma sonrisa que se repetía en cada encuentro y que ahora pudo ver nuevamente al abrir los ojos, delante de este ser fuera de lo común.

Él no era un amigo como cualquier otro. Tenía los ojos pequeños, una nariz grande y ancha, y la cabeza estaba cubierta de pelo áspero y enredado. Su piel estaba hecha de tierra y arena. Tenía los pies invertidos hacia atrás; el resto del cuerpo estaba en su lugar.

“Me alegra verte de nuevo”, le dijo a Duende.

Si no le hubiera conocido antes, se habría asustado al ver esas manos finas y largas tocando su hombro, o esos pies estrechos con forma de red. En cambio, le resultaban familiares. Muy familiares.

“Tú eres una de los nuestros”, le había dicho en una ocasión, aunque ella no comprendiera lo que quería decirle. “Soy un duende, un espíritu de la naturaleza, como tú. No me parezco a ti porque cambio de forma cuando lo deseo. En lo que a ti respecta, estás aprendiendo a ser un duende de forma humana por primera vez”.

Duende se preguntó si estas palabras tendrían algo que ver con lo que su padre le había dicho acerca de su nombre. ¿Ella era un fantasma, aunque no lo pareciera? ¿De verdad era como él? ¿De dónde venía su amigo?

Duende pronto alejó estos pensamientos y se relajó en la calidez de la presencia de su amigo. Él era como un hermano para ella. Un hermano que se le anunciaba con un silbido y el sonido de una ráfaga de viento. También era más bajo que ella, tenía las orejas puntiagudas y un extraño cono sobre la cabeza. Sin embargo, todos estos rasgos inusuales perdían importancia cuando miraba a Duende con esos ojos que eran capaces de verla en su totalidad, tal como era.

Duende se rio como si le hicieran cosquillas, hasta que llegó el momento de irse.

“Nos vemos”, dijo el hombrecillo y, otra vez, así como había llegado, desapareció con el viento, girando alrededor de Duende y, con un silbido agudo, emprendió el regreso hacia el mar.

“Nos vemos”, respondió Duende con profunda alegría. Sabía que volverían a verse. “Nos vemos”.

* * *

Una semana más tarde, Duende estaba sentada sobre las rocas que sobresalían del mar y apuntaban a la primera niebla de la mañana que recién comenzaba. Esperó a que su amigo rugoso volviera a aparecer, como un viento repentino que la rodeara con sus brazos y a que unos dedos ásperos la tocaran por la espalda.

En su lugar, cientos de pájaros trinaron su canción en un coro que también integraba el sonido estrepitoso de las olas rompiendo contra las rocas y Duende, para hacerle notar a su amigo que estaba allí, añadió su propio silbido a la canción de la naturaleza.

En pocos segundos, del océano se elevó una fuente de agua hacia el cielo y produjo un sonido como un rugido que obligó a Duende a retroceder. Un deseo intenso, ancho y eterno, se ancló en su pecho y en la profundidad del mar, la envolvió e hizo eco contra las rocas.

“Duende”. Oyó su nombre proveniente de la profundidad del sonido.

Giró en todas direcciones, tratando de ver o situar el sitio donde resonaba esta voz. El sonido era como de otro mundo.

Su amigo no se veía por ninguna parte.

En su lugar, oyó, “Ven aquí dentro”.

¿Dónde? Duende pensó. ¿Dentro de dónde?

Ahora los pájaros habían cesado su canto, o, por lo menos, Duende ya no podía oírlos. En esa mañana cálida, permaneció de pie, helada, con los puños apretados y sus ojos bien abiertos llenos de asombro y miedo.

“Aquí”, respondió la voz con un sonido agudo, al mismo tiempo que una larga mano se elevó por encima de la fuente de agua sobre el mar.

Duende se estremeció, atónita.

“Vamos”, escuchó nuevamente.

Volvió a mirar alrededor, oliendo el aire y presintiendo esa presencia a la que se había acostumbrado, pero no había nada. Tan solo esta voz que repetía, una y otra vez, el mismo pedido, ven aquí dentro.

La mano descendió al mar y Duende cerró los ojos, soltando la expectativa de lo conocido y se armó de valor. Despejó cualquier temor o duda acerca de la mano y la voz y se dejó caer en lo profundo del vasto cuerpo de agua. Sabía cómo volar con el espíritu de una forma en que los niños y los adultos no podían comprender.

Al llegar, su amigo estaba allí, esperándole. “Duende, me gusta tu nombre”, le dijo lentamente, en un borboteo de agua y viento, como si él mismo fuera el mar, pero no del tipo al que Duende estaba acostumbrada. Su voz provenía de un lugar oscuro y profundo, como el llanto nostálgico de una ballena, cuyo eco Duende había escuchado resonar contra las rocas y reverberado en su interior.

“Ven conmigo”, le dijo su amigo, el espíritu de la tierra, alejándose y girando los pies hacia Duende, en dirección contraria a la que ella esperaba.

Se comportaba de manera muy extraña, pero a la niña no le importaba. El hombrecillo estaba de pie sobre una cama de algas, semejantes a largas vides danzantes que irradiaban una luz verde claro hacia el lecho marino. Duende vislumbró el contorno de su amigo y no tanto los rasgos exactos, hasta que este se dio vuelta hacia ella y comenzó a emanar un resplandor dorado desde los huesos.

¿Era la mano del hombrecillo la que había salido del mar? pensó de repente al ver que su amigo le extendía la mano. ¿Cómo había logrado transformarla en algo tan grande si la mano que ahora sostenía la suya era nudosa y huesuda?

No había tiempo para responder estas preguntas. Él la atrajo hacia sí. Ella dudó unos instantes. ¿Adónde se dirigía? Los juncos que bailaban en el fondo del mar los rodearon en un movimiento agitado, haciéndole cosquillas a Duende al principio, pero luego los empujaron hacia abajo, dentro de la tierra.

Duende tembló ante la idea de descender por debajo de estas aguas, pero su amigo le sujetó la mano con firmeza y las plantas verdes del fondo del mar los empujaron juntos hacia abajo con una fuerza que no pudo resistir. Un agujero sin fin se abrió debajo de sus cuerpos, despejando la tierra y la arena a su alrededor, mientras que el centro de la tierra los succionó más y más, a un ritmo acelerado.

Duende permaneció con los ojos abiertos, demasiado asustada para ver lo que le estaba ocurriendo. En un momento, su cuerpo comenzó a arder a la velocidad del descenso, hasta que tuvo la seguridad de que no quedaba nada de ella, salvo cenizas que caían al núcleo de la tierra. Apretó más fuerte la mano del hombrecillo, para asegurarse de que todavía tenía forma, de que su cuerpo y sus extremidades aún estaban funcionando. Ahora podía sentir su propia forma, el corazón pulsándole la sangre y pensó que no podía resignarse a quedar atrapada en ese sitio de no retorno.

“Estás yendo a tu hogar”, le susurró, de repente, su amigo, mientras continuaban descendiendo aceleradamente a través de las capas de la tierra.

Duende pareció sacudirse al escuchar estas palabras y de repente olvidó el miedo, aunque, en realidad, estaban descendiendo tan rápidamente que no le era posible desplazarse en otra dirección que no fuera hacia abajo. ¿Mi hogar? Recordó las palabras de su padre, quien le había dicho que ella era el espíritu de la tierra o, al menos, eso significaba su nombre. ¿Su hogar estaba dentro de la tierra? ¿Dónde estaba yendo?

Estos últimos pensamientos aterrizaron de un golpe cuando los pies por fin tocaron el suelo que no había sentido durante un buen rato. Su amigo le soltó la mano y tembló de miedo, sin querer abrir los ojos.

“Mira. Este es tu hogar”, le dijo.

Lenta y cuidadosamente, Duende abrió los ojos y vio un sitio de misteriosa calma, diferente a todo lo que alguna vez había sentido. Estaba en otro mundo.

“De aquí vienes”, le dijo su amigo.

¿De aquí he venido? pensó Duende, acostumbrándose a este nuevo espacio. Una luz resplandeciente se filtraba a través de un río serpenteante con brazos de color dorado que se perdían en todas direcciones. Encima de sus cabezas, se erigía una cueva de gran altura con imponentes columnas de cristal. A la distancia, podía divisar una ciudad, o lo que parecía ser una ciudad.

¿Dónde estoy? se preguntó Duende, percibiendo al mismo tiempo que todavía estaba ardiendo, aunque el cuerpo se hubiera acomodado a las altas temperaturas. El calor le atravesaba la piel, sin disolver por ello su forma.

“Estamos en el centro de la tierra, tu lugar de nacimiento primario y adonde regresarás algún día”. Al hablar, el hombrecillo se fue volviendo cada vez más grande, mientras que Duende sentía encogerse.

“Eres lo que piensas, sobre todo aquí”, continuó su amigo y le tendió las manos para invitarla a aumentar de tamaño ella también. “Mira”.

Duende se expandió en el espacio de este mundo subterráneo y sintió cómo la propia forma se transformaba en alguien o algo distinto. ¿Qué le estaba sucediendo?

“Ahora te pareces más a mí”.

Duende se estremeció cuando se tocó la cabeza. Había una superficie cónica donde antes estaban sus cabellos. “Eeeee”, intentó decir, pero no podía escuchar su propia voz.

“Aquí no hay sonido”, le dijo el hombrecillo, sonriendo. “Lo que oyes es lo que le estoy hablando a tu mente y no es precisamente tu mente tampoco. Es todo tu ser, toda tú que estás cambiando y no tienes nombre, ni principio ni fin. Tu ‘yo’ es este lugar”.

Duende escuchó atentamente cada una de sus palabras, así como a las aguas doradas que no tenían voz, pero se movían de tal forma que parecían producir su sonido característico.

La niña esperó a que el agua y todo lo demás produjeran algún tipo de sonido, pero no escuchó nada.

“Escucha con mayor atención”, le dijo su amigo.

Cuando le habló esta vez, Duende se dio cuenta, por primera vez, de que la boca del hombrecillo no se había movido. ¿Cómo era posible?

“Escucha”, le dijo nuevamente sin mover los labios.

Duende cerró los ojos y escuchó. Silencio, silencio y más silencio, hasta que una especie de vibración sutil surgió del interior del silencio. Esta vibración la rodeó, como un eco distante que quería alcanzarla y, a la vez, la sentía dentro de todo el cuerpo. Si continuaba esperando, sintió que podría oír aún más. Permaneció inmóvil, presintiendo que un eco se dirigía hacia ella.

Poco a poco, la vibración se fue incrementando, comenzando por los pies y los dedos, los cuales continuaban aumentando de tamaño y estirando su nueva piel, ahora maleable como una red. Cuanto más escuchaba y sentía con el cuerpo, tanto más se expandía para poder abarcar estas sensaciones. Se estaba transformando en ese sitio; los contornos de su figura se iban disolviendo lentamente.

Duende quiso hablar, pero no pudo. El hombrecillo ahora resplandecía como el río y sus brazos alrededor de ella.

“El hogar es más que un sitio”, dijo, apoyándose sobre una enorme pared cristalina, a través de la cual desapareció, dejando la impronta de su cuerpo. Esta marca pronto se desvaneció también y todo lo que quedó no fue sino la voz del hombrecillo, más profunda aún. “Somos los guardianes de la tierra”.

Duende le escuchó y entonces la vibración—que hasta ese momento había sentido como un eco distante—se volvió más cercana e intensa. Sonó con fuerza en sus oídos, pero también en su cuerpo entero que ahora ocupaba este nuevo mundo y posiblemente más.

¿Se había expandido para alcanzar el eco? No era fácil decirlo. Un sonido disonante como un chirrido la sacudió con energía. El cuerpo de Duende, en toda su plenitud, pudo oír o, mejor dicho, sentir todos los gritos y ruidos provenientes de más allá de este lugar de calma.

No le agradó. No le agradó en lo más mínimo. Le hizo recordar a sus padres cuando estaban enfadados con ella, a los niños que estaban solos, a los coches y a un movimiento frenético sin pausa ni sitio para nada de lo que Duende siempre había querido. Allí no había sitio para ser escuchada.

“Poca gente ha sido capaz de escuchar a la tierra”, dijo su amigo, ahora invisible, desde detrás o dentro de la pared de cristal. “Fuera de aquí hay mucho ruido y sin embargo, seguimos intentando proteger esta vida, que a veces no quiere crecer con todo ese bullicio”.

Duende le escuchó con lágrimas en los ojos, aunque ya no tuviera un rostro por el cual pudieran rodar las lágrimas. Solamente existía la sensación de agua, o de tristeza hecha de este líquido. ¿Dónde se encontraba ahora? Este nuevo sitio ruidoso no le agradaba.

“Tú ahora eres mucho más que este espacio”, le dijo la voz. “Estás sintiendo lo que siente la tierra porque ahora eres ella”.

Las lágrimas sin rostro cayeron al río dorado, enfriando las aguas con la tristeza de Duende y su deseo repentino de regresar allí donde la vida aún cantaba con esperanza.

Quería abandonar este lugar, anhelaba el sonido del agua y el llanto de nostalgia de la ballena.

“Vámonos”, le dijo su amigo, quien apareció a través de las rocas como una llamarada y estiró su mano hacia ella.

El tamaño desmesura que había adquirido Duende le impedía ahora alcanzar la mano del hombrecillo y concentró su energía en recuperar la talla de él nuevamente. Bloqueó sus sentidos y extendió la mano hacia el resplandor, mientras se iba encogiendo.

Volver a sentir el contacto con la mano de su amigo la reconfortó, así como el hecho de recuperar su tamaño original.

“Vámonos”, repitió el hombrecillo.

Duende miró alrededor: ese mundo era como un vientre envuelto en un resplandor crepuscular eterno. ¿Cómo iban a escaparse de allí?

“Sígueme”. Su amigo se dio vuelta con los pies de frente a Duende y la invitó a fundirse también en la pared cristalina de la cual acababa de emerger. Ella le siguió y se sorprendió al constatar con qué facilidad podían atravesar el muro.

Poco después, emprendieron el ascenso a la superficie de la tierra, pasando a través de delicadas piedras y arena y niveles de calor decreciente, hasta que, en cierto momento, Duende comenzó a temblar de frío. ¿Acaso se convertiría en hielo antes de alcanzar la superficie?

Duende volvió a agarrarse fuerte de la mano de su amigo para sentir su calor y recuperar la confianza que le daba su presencia. Continuaron ascendiendo a través de las capas terrestres. La presión sobre su cabeza comenzó a aumentar. ¿Ya estaban cerca de la superficie?

Duende se golpeó la cabeza contra una última capa de arena suave. Luego, el agua comenzó a caer lentamente sobre ella. “Ahh”, balbuceó, aliviada al escuchar su voz nuevamente.

El hombrecillo se sacudió la arena e introdujo la cabeza en el agua para eliminarla por completo. A Duende no se le había ocurrido limpiarse. Su alivio era tan grande que ni las aguas le recordaron que aún era esa niñita que todos los días venía a visitar el mar.

“Quiero ir a casa”, le dijo a su amigo.

“Estabas en tu casa, pero comprendo lo que dices”. Le condujo a la superficie del mar y entonces Duende apareció en el aire, brotando a través de una fuente de agua que la depositó sobre las mismas rocas que había escalado esa mañana.

Duende recuperó la forma que siempre había tenido; tanteó sus manos, sus pies, su cuerpo entero. Y luego, lentamente, abrió los ojos, miró a un lado y hacia el otro. Estaba de vuelta.

Los pájaros y las olas de la costa volvieron a corear su canción y una brisa suave le acarició el rostro. Duende echó de menos las manos de su amigo, aunque aún podía sentir en las suyas un cosquilleo que le recordaba el tacto del hombrecillo. Estaba contenta de haber vuelta.

Pronto regresaría a su hogar como si nada hubiera ocurrido. Tan solo una mañana ordinaria en la que una niña de ocho años, de pie frente al mar, había sentido el aroma de la sal y se había dejado transportar por un torbellino a otro sitio.

Niña Duende

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