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Capítulo 3 INGRID

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La niña está de pie sobre un campo de vides mientras tiembla la tierra debajo de ella. Ingrid la observa. Quiere salvarla, pero es la misma niña quien provoca el temblor.

Todo se mueve, incluso las vides, profundas y verdes, que se deslizan y se dispersan por el suelo y cubren a la niña, hasta que ella misma se transforma en la tierra. Entrelazada con las ramas verdes, la arena y el barro suben por sus extremidades y la consumen.

La pequeña está rodeada por espíritus, seres como elfos que danzan con ella hacia el interior de la tierra, cayendo en lo profundo de un mar de tentáculos de ramas.

Ingrid quiere salvar a la niña; le llama y corre hacia ella, pero ahora el suelo cede bajo sus pies, la vegetación la rodea con su follaje, empujándola hacia abajo también. Ingrid grita un nombre que retumba. “¿No puedes detener esto?”

Sabe que la niña puede hacerlo.

Ahora Ingrid alza las manos para evitar ahogarse. Su vida comienza a alejarse de ella. Ve imágenes de aquellas personas a las que lastimó, pesadillas del daño que causó a todos los que fueron importantes para ella alguna vez. Elimina estos pensamientos y se hunde, sola, en el vientre de la tierra.

Ingrid se despertó de un sobresalto con los dedos rasguñando el asiento delante de ella. Trató de aferrarse al último pedacito de vida que le quedaba, aunque se hubiera convertido en un mal sueño.

El tren se detuvo haciendo un chirrido y, al desacelerar, Ingrid cayó hacia adelante. Cuando abrió los ojos, vio a los pasajeros que atravesaban el pasillo con sus equipajes. “Estación Cerbère”, anunció el altavoz. “Cerbère”.

“Scheisse”. Ingrid levantó la cabeza y se enderezó. ¿Tan pronto? ¿Qué ha pasado? Hacía unas pocas horas había pasado por París y ahora tenía que descender del tren rápidamente.

Ingrid se frotó los ojos para despabilarse y se sacó los mechones de cabello que caían sobre su cara. Luego se puso de pie y se apresuró entre los pasajeros para poder salir.

Al pasar por el baño, se miró nuevamente al espejo. Todavía había rastros de tensión en su rostro pero, por lo menos, había dormido bien esta vez.

Soltó su cabello largo y castaño, dejándolo caer prolijamente detrás de la espalda y se arregló la camisa blanca que apretaba sus senos pequeños.

Con determinación, Ingrid regresó al asiento, agarró su equipaje, se dirigió a la salida y bajó a la plataforma.

Caminó enérgicamente a través del ruido de la estación y sintió que el hormigón del suelo era sorprendentemente suave bajo los pies, mientras la densidad de la pesadilla que había tenido hace unos instantes se iba diluyendo en el cuerpo. Un cielo pálido cubría las montañas de color verde en todas direcciones y la neblina de la mañana acarreaba el aroma del mar. Ingrid se acercó a la terminal de paredes color ocre. A pesar de estar exhausta, reconoció al fotógrafo al instante. Llevaba puesto un conjunto naranja que resaltaba en la tenue luz de la mañana, como una calabaza entre la hierba.

“Busca al hombre que viste de un tono naranja de mal gusto”, le había dicho Franz el día anterior cuando le llamó al móvil. “Es lo que él me pidió que te dijera. Dijo que lo reconocerás sin problema”.

Perderlo de vista era imposible, pensó Ingrid, cuando vio a este hombre inglés de unos treinta y tantos años de pie contra la pared. Todo indicaba que era alguien que amaba llamar la atención: su cabello castaño claro se dejaba ver debajo de un sombrero ancho de paja, era muy alto y vestía un mono de color naranja furioso.

“Hola”. Ingrid dejó caer la bolsa al suelo. “¿Eres el fotógrafo que Franz ha contratado?”

“Y tú debes ser Ingrid”, dijo y sonrió. “Ha funcionado el color naranja, ¿cierto? Es mucho mejor que una etiqueta o un cartel ridículo”.

Ingrid asintió, mientras examinaba a este hombre que tenía enfrente y que parecía una luz de neón viviente. Su apariencia distaba mucho de lo que podía verse en España, o al menos de la España que ella recordaba.

“Encantado de conocerte. Soy Roger Watts, pero puedes llamarme sólo Roger”.

“Encantada”. Ingrid simuló una sonrisa. “Tendríamos que buscar el próximo tren”.

“Perfecto. Era justo lo que estaba pensando”.

La enorme mochila de Roger, de esas que se llevan a la jungla, contrastaba con la de Ingrid y con su maleta, dentro de la cual había guardado el libro que le había dado su padre.

Ingrid iba delante de Roger para distanciarse del color naranja. Caminaron hacia el siguiente tren con destino a España. Los vagones oxidados estaban pintados con líneas negras y amarillas, y las ruedas cargaban el peso de décadas.

Ingrid recordó que había viajado ya en uno de estos trenes cuando era niña. Con el corazón latiéndole fuerte, subió al tren primera, seguida de Roger quien, luego de rozar la bisagra de la puerta con su enorme mochila, tuvo que agacharse para no darse la cabeza contra el cielo raso, antes de acomodarse en unos de los seis asientos de cuero del pequeño vagón. Ingrid pensó en lo difícil que resultaba ser tan alto.

“¡Qué buen tren español nos hemos conseguido!” Roger dejó caer su mochila al suelo y se recostó para probar el respaldo del asiento. “Bueno y viejo. Ya no fabrican trenes semejantes. Es probable que este sea uno de los últimos. Me sorprende que sigan utilizándolos”.

Ingrid colocó su equipaje en el compartimiento ubicado encima de la ventanilla y se sentó frente a Roger, cuyo entusiasmo era evidente. A través de la ventanilla, afuera del tren, una niña con un sombrero de estilo country atado a su cuello caminaba de la mano de su madre. Dos adolescentes se besaban, mientras un hombre que vestía un elegante traje negro y unos zapatos de cuero brilloso levantaba la mirada hacia la señal de partida y luego, con el ceño fruncido, volvía la mirada a su reloj de pulsera.

Dentro del vagón, los pasajeros parecían tranquilos y a gusto, pero Ingrid aún se sentía un poco mareada. Intentó controlar los nervios focalizándose en algunos detalles: el aroma del cuero de los asientos, mezclado con el del aire rancio y húmedo que llenaba el vagón; el brillo de las frentes sudorosas de los pasajeros; y las gotas de sudor bajo sus brazos.

Ingrid comenzaba a relajarse justo cuando una mujer robusta que lucía una falda estampada de color naranja y celeste, y un sombrero de plumas de pavo real, se instaló al lado de Roger y dijo con voz fuerte, “Buenas tardes, Meine Damen und Herren. Me llamo Maria Maria”.

Sin detenerse, continuó diciendo que su verdadero nombre era Margareta—Margareta de Austria—­­que desde que había visto la película “Sonrisas y Lágrimas” (N. del T.: En Hispanoamérica, dicha película de 1965 se tradujo con el título “La novicia rebelde”.) había decidido llamarse doblemente Maria, para que su nuevo nombre tuviera musicalidad.

“Soy camarera por la noche, pero durante el día, actriz. Una muy buena actriz. Y también soy cantante”, dijo, gesticulando con las manos. “Y ahora voy a España para cantar ópera en las zarzuelas. Toda mi vida he querido esto y ahora…”, enfatizó, con acento alemán. En su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia como su pecho orgulloso.

Por un breve instante, volvieron a Ingrid imágenes de una danza intrépida y salvaje y también regresó esa voz que escuchaba de niña. Este flashback se esfumó en cuanto Ingrid comenzó a preguntarse cómo alguien con una voz tan chillona como la de Maria Maria podía cantar profesionalmente y nada menos que ópera.

“Adoro cantar ópera. Es como tocar el cielo con las manos”, dijo Maria Maria. La falda multicolor se fundió con el mono de neón de Roger. Al verlos, daban la impresión de estar viajando juntos.

“Discúlpeme”. Maria Maria apartó el vestido de la rodilla de Roger y lo acomodó sobre sus piernas.

“No es nada”, dijo Roger, sonriendo.

Mientras tanto, Ingrid contemplaba un paisaje que le era familiar. Hacía mucho tiempo desde la última vez que había visto un mar como el de Cerbère. Esta imagen le ayudó a calmarse. Cerró los ojos y se dejó llevar por sus sueños. Aún podía sentir las vides que sobrevivían dentro de ella, así como la ansiedad que se había intensificado en los últimos meses antes del viaje.

¿Qué le había ocurrido?

Ingrid había sido una mujer tranquila—un poco tensa quizás, pero nada que fuera grave—hasta que un día comenzó a sentirse cada vez más agitada y sobrepasada durante meses, antes de que Kazik rompiera con ella, diciéndole que no podía continuar con la relación. A veces, Ingrid se despertaba en el medio de la noche, temblorosa y sudando de miedo.

“¿Qué diablos te pasa?” Kazik solía preguntarle. Ella admiraba la audacia de este hombre al que había conocido en un café. Por primera vez, alguien le había hecho sentir viva, sexual y físicamente animada. No se comparaba con la satisfacción que sentía cuando hacía ejercicio en el gimnasio o cuando descansaba en su casa, sino que se trataba de sentirse realmente viva, como si la vida no consistiera solamente en hacer cosas. Con él, dejaba de lado la rutina; salían a bailar y compartían las noches con amigos.

Hasta que un día comenzó a dormir mal y a discutir con Kazik por cualquier tontería. Siempre estaba nerviosa. Buscó alivio yendo más tiempo al gimnasio y trabajando horas extra en la editorial, modificando—inútilmente—una y otra vez, artículos que ya estaban terminados.

“Más tarde me lo agradecerás”, Ingrid podía oír la voz de Franz al mismo tiempo que el ruido de la puerta del vagón.

Abrió los ojos y vio a una pareja joven que, a diferencia de Maria Maria, tomó asiento sin hacer alarde.

Roger miró la hora y luego hacia afuera. “Son las cinco”, dijo.

Ingrid apretó las manos. Pronto estarían en España… La imagen de la niña estaba presente en ella ahora, así como las vides que les aguardaban.

El conductor hizo sonar el silbato durante varios segundos y las ruedas de metal crujieron sobre las vías. El sol de finales de agosto asomó desde el mar antes de que el tren se introdujera en el túnel de los Pirineos.

* * *

Minutos más tarde, el país que Ingrid había amado tanto en otro tiempo apareció detrás del túnel que separaba España de Francia. El viejo tren avanzó lentamente a través de una ciudad de aguas color verde esmeralda y líneas de botes multicolores amarrados a la orilla. Los pájaros se elevaron hacia el cielo para anunciar el comienzo de un nuevo día, mientras los árboles de pequeña estatura esperaban el saludo del sol de la mañana en las laderas.

“España”, Ingrid balbuceó y su corazón comenzó a latir con más fuerza. ¿De verdad estaba allí? ¿Era posible, después de tantos años? ¿Qué había ocurrido con…? ¿Dónde…? ¡No vayas allí, Ingrid! ¡No…!

Roger se puso de pie y anunció formalmente que sí, efectivamente, estaban en España.

“Estoy bien, estoy bien”, se dijo a sí misma Ingrid con la mano sobre el corazón.

“Tengo algo perfecto para…” Roger comenzó a hablar y luego, al observar a Ingrid, interrumpió su frase. “Estás muy pálida. ¿Estás bien?”

Ingrid elevó la mirada y asintió.

“Bueno, traje algo especial para celebrar la ocasión”. Roger sacó una botella de vino rioja de su mochila, junto con unos vasos de plástico y un sacacorchos. “Imaginad si toda España se hundiera en un desastre y los viñedos no produjeran más esta maravilla, entonces los ingleses se convertirían en los primeros exportadores de vino”, les dijo a todos los presentes que estaban sentados. “¡Imaginaos! ¡Qué vergüenza sería! ¡Brindemos por España y su vino!”

Ingrid apenas le prestó atención. Quería estar en cualquier otro lugar menos ese. Recordó a su padre con el libro de su abuela en la mano. Nunca le había visto hablar con tanta ternura, excepto luego de la muerte de Oma y tiempo después, cuando se mudaron a su ciudad natal en Alemania. Él había rescatado del ático su colección de estampillas de la época de la Segunda Guerra Mundial, así como un volumen sobre el linaje y la historia de la familia. “Jamás olvides de dónde venimos”, le había dicho a Ingrid aquella vez.

Ingrid se preguntaba qué significado tendrían esas palabras, cuando la voz imponente de Maria Maria la devolvió a la realidad dentro del vagón.

“No seas tan pesimista con España y su vino, mi querido”, le dijo a Roger. “Todo estará bien. Con una cancioncilla mía todo estará bien”.

¡Qué sorpresa para Ingrid cuando la mujer aclaró la garganta y dejó salir su normalmente estridente voz con un tono unas octavas más bajas de los normal, tan dulce como el chocolate! “Mi tierra querida…” comenzó a cantar en un tierno español.

Maria Maria cantaba bien, realmente bien. Pero Ingrid tenía los ojos puestos en Roger, quien miraba fascinado a Maria Maria, claramente cautivado por su voz. Finalmente, Ingrid le dijo: “Abre la botella de una vez, mach schnell”.

“De acuerdo”, le respondió Roger y sacó el corcho de la botella. Con los ojos cerrados, olió el extremo sangriento del corcho. “Ahora sí…”

“Ya termine de oler de una buena vez, señor Inglés” Maria Maria le dijo. “Sírvanos esas copas y bebamos”.

Roger interrumpió su trance, repartió los vasos y vertió en todos ellos una cantidad generosa de vino antes de levantar su copa frente a Ingrid. “Salud. Brindo por nuestro viaje”, dijo. Ingrid deseó ser tan optimista como él.

Ingrid apreciaba el rioja, fabricado con uvas tempranillo y proveniente de barriles de madera de roble. Sabía todo acerca de este vino, más que de cualquier otra variedad, gracias a su tío, a quien había visitado en su viñedo en Italia al poco tiempo de haberse graduado como reportera. Al estar especialmente vinculado con el negocio del vino, le había recomendado presentarse como candidata para el puesto vacante en Die Kelter.

En esta ocasión, Ingrid bebió no tanto por placer, sino para aliviar su tensión. ¿Cuántos tragos necesitaría para lograrlo? se preguntó.

Minutos más tarde, todos los ocupantes del vagón, incluida Ingrid, se durmieron. Largas horas pasaron bajo un cielo de nubes negras y luego una lluvia torrencial golpeó con dureza el techo metálico del tren. Finalmente, las montañas de un exuberante verde oscuro curvaron el paisaje y los campos se tornaron de verde fluorescente al rayo del sol.

Poco a poco, los pasajeros comenzaron a despertarse. Ingrid miró a través de la ventanilla. El paisaje era diferente al del país que ella recordaba, de la España de tierra seca que conservaba la culpa y la pena de su infancia.

Roger retiró cuidadosamente un bolso para cámara del compartimiento superior, tratando de no despertar a Maria Maria, quien dormía con la boca medio abierta, como si estuviera preparada para cantar de nuevo. Luego sacó una gran lente, la limpió con delicadeza y la colocó en la cámara. “Una lente de 70 a 300 milímetros y una lente macro son ideales para hacer bellas fotografías”.

Apuntando hacia Ingrid, intentó tomarle una foto antes de que ella tuviera tiempo de apartarse, absorbida de repente por la imagen de la nieve que caía el día en que ella y su familia habían llegado a Munich veinte años atrás. Recordó a su padre fotografiándolas a ella y a su madre en la nieve, poco después de llegar, al cabo de un largo viaje en coche. No había hablado en todo aquel día. Las gotas que le caían, blancas y suaves, desde el cielo y sobre la boca, parecían mágicas y tenían el poder de limpiar el pasado y ofrecer un nuevo comienzo.

“Ingrid”. Roger la trajo de nuevo al presente. “Estás hermosa. ¿Por qué te escondes?”

Ingrid se cubrió el rostro con la mano. “Por favor, no lo hagas”.

“Querida, él tiene razón”, Maria Maria dijo, despertándose. “Eres muy bella”.

Ingrid, incómoda, miró a Maria Maria y Roger guardó la cámara de nuevo en su bolso, dispuesto a cambiar de tema.

“En este momento, no soy un fotógrafo de tiempo completo”, dijo, mientras reacomodaba su mochila verde en el compartimiento encima de sus cabezas. “En realidad. Soy profesor adjunto de antropología en Oxford. Pero no os preocupéis. También tomo buenas fotografías”.

Al escuchar este comentario, Ingrid no ocultó su sorpresa ni su disgusto. Se consideraba una profesional y pensó que Franz debería haberle escogido otro profesional para trabajar con ella, por más inusual que resultara ser esta tarea que le había asignado.

“Hace cinco años que he estado trabajando durante el verano”, le aclaró Roger, sentándose a su lado, “mayormente en Inglaterra, pero también he hecho algunos trabajos en Gales e Irlanda”.

Sin embargo, no consiguió convencer a Ingrid de su habilidad como fotógrafo con este último comentario.

“Y debo decir que esta es mi primera experiencia como fotógrafo fuera del Reino Unido y para una revista propiamente dicha”, continuó. “Le envié a tu editor mi trabajo hace varios años. Luego, en junio pasado, decidí que quería cambiar el frío y el aburrimiento del norte, para viajar a otros lugares, ver el mundo, por lo menos el sur de Europa, romper con la misma rutina de siempre”.

Básicamente, lo que estaba diciendo era que la fotografía era su hobby. Ingrid sintió preocupación al pensar que el viaje resultaría ser un desastre.

“Me estaba aburriendo. Aparte de mis travesías de verano con mi cámara, mi vida era totalmente predecible. Mi novia, la misma cena de cada noche, los viajes en metro donde todo el mundo está atrapado en su mundo tan pequeño y controlado, incluyéndome a mí. Pero después estuve en Francia y acabo de regresar de Córcega, mi lugar favorito”. Roger levantó la vista como mirando al cielo. “Y ahora estoy aquí”.

Aquí estaba ahora sin problemas, pensó Ingrid.

“Y no te preocupes”, agregó. “Haré un buen trabajo de fotografía. Ya verás. Y nos lo pasaremos bien”.

Roger parecía confundido con el silencio de Ingrid. “¿Y tú? ¿Hace cuánto trabajas para la revista del vino?”

Este tío no entiende cuando debe frenar. Se tomó un momento antes de responder. “Seis años”.

“Un poco más que mis años como fotógrafo”.

Ingrid sintió vergüenza ajena al escuchar semejante comparación.

“Tu editor me dijo que hablas español y que has vivido en España hace unos años”, dijo Roger, incorregible.

¿Así sería todo el viaje? se preguntó Ingrid. ¿Una pregunta tras otra sin parar? ¿Cómo podría explicarle que, por razones personales, España era el último lugar en el que deseaba estar?

“Debe ser increíble estar de vuelta. Yo he querido conocer España desde hace mucho tiempo”.

Ingrid se imaginó a sí misma en su antigua casa, repleta de cajas, unos días antes de mudarse con su familia a Alemania.

“¿Hace mucho tiempo que no has venido o vuelves con frecuencia?”

“Veinte años”, respondió con un gran esfuerzo.

“Veinte. ¡Vaya! Imagino que eras muy pequeña cuando vivías aquí. Ojalá hubiera crecido en un lugar como este. Debe ser muy emocionante regresar, ¿cierto?”

“No”, Ingrid respondió abruptamente. “No me interesa regresar. He venido solamente para realizar mi trabajo”.

Roger se inclinó hacia adelante y notó, por fin, la incomodidad de Ingrid. “Ingrid. Insisto, estás muy pálida. ¿He dicho algo malo?”

Ingrid se sintió inhibida. “Discúlpame”, dijo y salió corriendo.

Ingrid colocó la mano sobre el estómago y con la otra, sostuvo la barra del pasillo del tren. El aire fresco ingresaba por las ventanas abiertas que se sacudían con intensidad. Ingrid quiso evitar ir al baño esta vez.

Las lágrimas amenazaban con caerse. ¿Acaso no era lo suficientemente fuerte? Siempre se había enfocado en su trabajo y en ser la hija perfecta que su padre deseaba. Pero, ahora, se sentía completamente sola.

Cálmate.

El tren aminoró la marcha y se detuvo. A pocos metros de Ingrid, la puerta de su vagón se abrió y Maria Maria salió estrepitosamente. Rodeada de su equipaje, se acercó a Ingrid.

Meine Schätzlein”, dijo, e intentó acariciar el rostro de Ingrid, pero esta se lo impidió. “Todo estará bien”.

Luego bajó del tren y con su robusta presencia descendió en la plataforma desolada del pequeño pueblo al que acababan de llegar. A la distancia, se veía tan solo una vaca.

Cuando Ingrid regresó al vagón, todos estaban en silencio. La pareja y, especialmente, Roger solamente le miraron y parecían preocupados, aunque ya se sentía mejor.

Ingrid se sentó nuevamente y apoyó la cabeza contra el vidrio. El sol iluminó una monumental cruz blanca que indicaba el lugar donde yacían los restos del último dictador Francisco Franco, en un valle al noroeste de Madrid.

El tren continuó por un sendero de molinos que giraban, imponentes, como los de la obra de Don Quijote. Las siluetas negras y nítidas de los toros, que alguna vez habían sido utilizados en las publicidades de jerez y ahora convertidos en verdaderos emblemas de España, completaban el paisaje y contrastaban con el cielo. A la distancia, en cambio, apenas visibles, se asomaban los bosques de olivos con sus árboles que parecían fantasmas, como si estuvieran esperando el regreso de Ingrid.

Niña Duende

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