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Capítulo 2 DUENDE, Málaga, España, 1983

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En la pequeña casa donde vivía en Málaga, una niña de ocho años escuchaba atentamente. La voz del espíritu de su abuela, tan etérea como el último llanto de un violín, susurró su nombre, Duende.

Sentada en el sofá, la niña sonrió. La imagen de su abuela la observaba desde el cuadro colgado en la pared, por encima del piano, la mesa de la cocina y otras tres mesas bajas distribuidas por el apartamento. Duende movió el cuadro ubicado encima del piano utilizando solo el pensamiento y su cuerpo experimentó una sensación de calor. Su abuela, a quien ella siempre había llamado Oma, le sonrío desde el cuadro al ver sus poderes mágicos.

La niña nunca había conocido a su abuela. Nunca se habían encontrado, excepto cuando Oma la visitó al nacer. Apenas sabía que su abuela había insistido en darle ese nombre. No conocía a ninguna otra persona llamada Duende; nadie le daría ese nombre a un niño.

“Sabes que tu abuela te dio el nombre de Duende por una razón”, le dijo su padre. Se sentó en el otro extremo del sofá de color blanco gastado en el que nadie podía sentarse sin su permiso. “Nunca olvidaré aquellos días”.

Tenía un aire más solemne que lo habitual, después de haber regresado de Alemania, a donde había asistido al funeral de su madre, la abuela de Duende. Por su parte, Mutti, la madre de la niña, deshacía la maleta de su marido en la habitación. Duende y su padre estaban sentados incómodamente en el sillón, mientras afuera la luz de la tarde se volvía cada vez más tenue.

Duende sufría al ver a su padre tan triste, pero sentía el consuelo del espíritu de su abuela, el cual se había manifestado con mayor fuerza, sobre todo, después de su muerte.

“Fue muy extraño que tu abuela estuviera tan resuelta a llamarte Duende”, dijo su padre. “Era una mujer muy poderosa. Y siempre lograba lo que se proponía, incluso tu nombre”.

Miró, impasible, hacia la ventana delante de él y asintió con la cabeza, como para afirmar lo que acababa de decir. “Es una pena que no hayas podido conocerla”.

“Lo sé”. Duende observó a través de la ventana a su vecina Latia, quien la saludaba desde el porche de su casa.

Latia bailaba con el cabello volando alrededor; sus rizos negros giraban y giraban y todos los vecinos la veían. Duende le devolvió el saludo con un gesto rápido, para que su padre no lo notara.

Ajeno al baile de Latia, el padre de Duende esbozó una sonrisa. Era, probablemente, la primera vez que lo había hecho desde que había vuelto del funeral de Oma. “Tu abuela viajó treinta y ocho horas desde Alemania hasta estas costas españolas, con tu nombre escrito en un libro”.

Duende se enderezó y lo miró fijamente. ¿Treinta y ocho horas cargando un libro? ¿Solo para mí? ¿Por qué?

“Mi madre no había dormido durante días”, agregó su padre, hablando ahora con vehemencia. “Tu nacimiento significaba tanto para ella. Tú fuiste el comienzo de una nueva generación en la familia. Solía decir que tú ibas a honrar nuestro apellido, aunque no estoy seguro de qué quería decir con esto”.

El espíritu de Oma estaba ahora detrás de Duende, su presencia como una caricia en la espalda de la niña, produciendo un agradable escalofrío. “Nuestro apellido significa vino”, susurró el espíritu de Oma.

Duende se volvió hacia donde provenía el sonido, sorprendida al escuchar a su abuela hablar con voz tan clara, como si realmente estuviera allí. “No olvides lo que te he dicho”, continuó la voz etérea.

¿Olvidarme? ¿Olvidarme de qué? La niña se sintió, de repente, atrapada entre dos conversaciones, una las cuales su padre ignoraba por completo.

“Tu abuela deseaba tanto venir aquí que incluso ya había hecho la maleta semanas antes de coger el tren; había dejado todo cuidadosamente limpio y listo dentro de la maleta”, prosiguió su padre.

Duende volvió a dirigir la mirada a su padre. “Pero eso es una locura”, espetó Duende. Sintiéndose avergonzada de sus palabras, se hundió en el sofá. Seguramente, Oma podía escucharla.

“¡Duende!” la reprendió su padre.

Volvió a dirigir la mirada a la ventana y se calló. Latia ya no estaba en el porche y Duende deseó que su padre dejara de insistir con los recuerdos de una mujer a la que ella nunca había conocido. Prefería inventarse las propias historias acerca de su abuela.

“Quizás, a través de tu nombre, te transmitió un poco de su sabiduría”, dijo su padre.

Duende observó su reflejo en la ventana. ¿Por qué se le había aparecido Oma? ¿Qué quería?

Su padre señaló a través de la ventana. “Cuando tu abuela llegó aquí a Málaga, tu madre estaba allí, saludándola con un vientre enorme. Tú ibas a nacer más tarde, sabes, y a Oma no le gustaba esperar. Solamente tenía unos días antes de tener que regresar a Alemania”.

Duende escuchaba atentamente. Sintió cómo el enfado crecía dentro de ella: no fue su culpa haber nacido más tarde.

“Tuvimos que acelerar tu nacimiento”, le dijo su padre. “Tu madre ingirió altas dosis de aceite de ricino durante tres días sin comer. Finalmente, naciste el 20 de noviembre de 1975, el mismo día en que el general Franco, el viejo dictador, fue pronunciado muerto”.

Duende no comprendió lo que era el aceite de ricino ni qué tenía que ver con el general Franco, de quien apenas había oído hablar.

“Tu nacimiento tenía que ver con la libertad, solía decir Oma”, dijo su padre con seriedad. Se enderezó en el sofá. “Tu abuela así lo sentía. Por eso insistió con tu nombre, Duende. Tu madre quería darte un bonito nombre alemán, pero en la sala de parto, Oma declaró: Esta niña se llamará Duende. No hay un nombre mejor para ella. Y así fue”.

“¿Qué nombre quería ponerme Mutti?” Duende quiso saber, a medida que se involucraba en la historia.

“Eso no es importante ahora, ¿no te parece?”

La niña tensó la boca al escuchar esta respuesta.

“Tu madre no era lo suficientemente fuerte como para oponerse a tu abuela”, dijo, justo cuando Mutti apareció en el salón, como una sombra en el fondo. “Nunca lo fue”.

“¡Heinrich!” se enfadó al escuchar el último comentario de su marido y volvió a la habitación antes de que él pudiera responderle.

De todas maneras, el padre de Duende estaba demasiado absorto en sus recuerdos como para reaccionar a los comentarios de Mutti.

“Quizás aún no lo comprendas, pero tu nombre es una palabra que significa fantasma, gnomo o espíritu terrestre. Significa el espíritu de la tierra”.

Duende miró a su padre, perpleja. ¿Era ella un fantasma? ¿Acaso era como su abuela, un espíritu que la perseguía? ¿O era más bien como su amigo, un hombrecillo de aspecto peludo, que vivía en el mar y era completamente distinto a todo lo que conocía, aunque su apariencia era más contundente que la de un espíritu?

La niña sonrió al recordar los momentos en los que había visto a este hombrecillo acercándosele cuando ella estaba de pie frente a la orilla del mar. La última vez que se habían visto, él había bailado de pura alegría al encontrarla.

“No olvides quién eres”, le había dicho él. “No olvides que eres un espíritu de la tierra como yo”.

¿Cómo podía Duende olvidar algo que, en primer lugar, nunca había comprendido? No comprendía ni la mitad de lo que él le decía, al igual que no comprendía los comentarios de su padre acerca du su nombre. Pero no le importaba. Le gustaba ver al hombrecillo que desprendía el aroma del mar.

“Bueno”, la voz de su padre la devolvió a la realidad de repente. En su mente, aún podía sentir el aroma de la sal marina. “Es hora de cenar”.

La madre de Duende estaba ahora en la cocina, ajena a cualquier vestigio de aroma a sal marina. Su padre ya estaba en la cocina cuando Duende se puso de pie y, al mirar hacia la ventana, en lugar de ver su reflejo, vio el de su abuela que la observaba a través de unas extrañas ramas de viñas.

* * *

Algunas noches más tarde, el espíritu de Oma volvió a aparecérsele a Duende. Su aliento le hizo cosquillas en la nuca a la niña, despertándola. “Sigue el sonido de los niños gitanos”, le dijo. Duende abrió los ojos lentamente y vio una nube azul grisácea por encima de la cama. La nube se transformó en una bola de luz que giraba y en la cual se dibujaba el rostro de Oma.

Era la primera vez que Duende veía el espíritu de su abuela tan cercano y tan nítido. Pero ahora estaba recostada en la cama; abría y cerraba y volvía a abrir los ojos para confirmar que de verdad se trataba de una aparición. Porque sabía que solo era eso.

“Ya vete. Yo te cuidaré, pero vete, sigue a los gitanos”. Oma habló sin mover los labios. “Es tiempo de que aprendas lo que es la libertad”.

Oma—o el espíritu de Oma—era tan insistente que, sin hacer ninguna pregunta, Duende se deslizó fuera de la cama. No sabía cómo podría escapar de la habitación ubicada en el segundo piso sin despertar a sus padres. Sin embargo, el interés por seguir los deseos de Oma y también los suyos era mayor que la preocupación por ser descubierta. Se dirigió de puntillas al armario de herramientas, contuvo la respiración y encontró una cuerda de soga que había visto allí antes. La ató a una de las patas de metal de la cama, atenta a cualquier movimiento que pudiera provenir de la habitación de sus padres.

Se quitó el pijama azul y blanco a rayas y, en su lugar, se puso unos pantalones marrones, una camiseta oscura y unos tenis para evitar que el pijama se enredara en la cuerda. Finalmente, descendió por la ventana.

Cuando aterrizó en la acera, el espíritu de su abuela había desaparecido. ¿Dónde estaba Oma? ¿Habría sido solo un sueño? Por un instante, Duende pensó en regresar a su habitación y evitar el enfado de su padre.

Pero el miedo repentino se desvaneció y el impulso por cumplir el deseo de su abuela e ir tras el sonido de los gitanos acabó con todas las dudas. Caminó hacia las calles apenas iluminadas y a cuyos costados se podían ver pequeñas casas muy juntas unas de las otras. Los niños gitanos jugaban bajo las luces de las calles que descendían por caminos estrechos. Corrían más allá de los coches sobre la Avenida San Sebastián hacia Las Cuevas, un antiguo barrio gitano que recibía su nombre de las cuevas que antiguamente decoraban—como lunares—las colinas.

Duende observaba todo: un pequeño animal peludo que corría por el borde del muro, arrastrando su rabo blanco y delgado; una fila de hormigas pasando a través de la grieta de un muro color beige; debajo de la sombra de una flor yacían los de una maceta ubicada en el medio de la acera.

El cantar de los gitanos se oía a distancia mientras Duende cruzó con cuidado la gran avenida cuando la luz se puso verde y ascendió por la montaña. Siguió a los niños, quienes desaparecieron tras una bocanada de luz que salía de una puerta sobre la cual se leían las palabras “El Carbonero”.

A medida que se acercaba al tablao, Duende podía oír los sonidos del flamenco cada vez con más fuerza: gritos, palmas y zapateos atravesaban el humo que salía por el arco de la entrada hacia la luz de una farola. El humo acarreaba pequeños espíritus que rodearon a Duende, invitándola a ingresar a un ambiente místico.

Duende jamás había visto tanto humo en una sala. Había mujeres morenas bailando y levantando sus faldas cuyos pliegues eran como las olas turbulentas de un río color rojo intenso, negro sólido, amarillo brillante y naranja. Las bailaoras coqueteaban con la oscuridad frente a un público sentado contra las paredes, alrededor de mesas pequeñas. Las luces que colgaban bajas dibujaban círculos que se movían alrededor de los bailaores.

Duende se introdujo, dubitativa, en el tablao. Un gitano fornido y de baja estatura comenzó a cantar en español. Su canto expresaba la angustia de un pueblo que había jurado nunca olvidar el latir de sus corazones. Un, dos, tres. Un, dos, tres.

“Soy gitano y este puerto está repleto de las lágrimas de mi pueblo… aaay… aaay…”

Su voz se abrió paso en la sala. “Aaay… aaay… aaay… mis lágrimas cálidas caen en un frío mar”. El hombre cantaba desde lo más profundo de su garganta, produciendo el sonido de las cuerdas arqueadas de un cello que resuena.

“Paquito, Paquito”, aclamaba la multitud, pero Duende seguía inmóvil, observando cómo una docena de espíritus bailaban apasionadamente en círculo a su alrededor. Se sentía mareada hasta que Paquito dejó de cantar y rompió el hechizo que la poseía.

“Ven aquí, querida”, le dijo el cantaor, con una voz tan amplia como el océano.

Duende miró a la izquierda, luego a la derecha y hacia atrás. ¿A quién le hablaba? El resto de los niños corría dentro y fuera del tablao, sin prestar atención a la petición de Paquito.

“¡Ven aquí a bailar al compás de la música gitana!”

El hombre ahora miraba directamente a Duende. Sus ojos captaron la mirada de Paquito. Los espíritus se esfumaron y sus rodillas comenzaron a temblar. ¿Yo?

Paquito asintió.

Duende oyó las palabras de su abuela, diciéndole que siguiera a esta gente y aprendiera lo que es la libertad. ¿Eso significaba también seguir a este hombre?

Paquito esperó. El silencio reinaba en el tablao. Los bailaores estaban inmóviles. Duende exhaló profundamente. ¿Oma? ¿Dónde estás?

Tímidamente, caminó hacia Paquito, quien tomó su mano y le presentó a Graciela, la bailaora. “Muéstrale cómo bailar al estilo gitano”, le indicó a Graciela, al tiempo que soltaba la mano de Duende. El sudor de la palma de Paquito se mezcló con el de Duende. Todos los presentes la miraban.

Graciela se acercó a Duende; las cejas negras y los labios rojos daban a su rostro un aire de máscara. Las muñecas que reposaban en la cintura estaban adornadas con múltiples brazaletes multicolores. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Con una gran sonrisa, levantó los brazos y al golpear las manos unas con otras, produjo un sonido seco. Sonrió, dejando entrever los dientes que le faltaban.

Los ojos de Graciela captaron la mirada de Duende, quien la observaba, helada, esperando una señal para entrar en acción. Con un gesto de alusión, Graciela la invitó a bailar y levantó su falda hasta las rodillas. Duende miró hacia abajo en dirección a sus pantalones y sus dedos pequeños intentaron agarrar alguna de sus prendas. El silencio seguía reinando en el tablao. Los demás bailaores ya no se movían y ahora observaban a la niña, atenta a Graciela.

La bailaora golpeó el piso con la punta del pie. Otra vez. Levantó el talón. Volvió a golpear. Miró a Duende y asintió.

Duende sentía la dureza de los pantalones que llevaba puestos. Le temblaban las manos y se fijó en sus zapatillas. Se sintió muy pequeña frente a esta reina de negros tacones. Estallaron las risas en el tablao, el público comenzó a aplaudir y a exclamar: “¡Qué adorable!” “Mirad a esa pequeña”, “Mirad esos zapatos”.

De repente, un fuerte palmeo puso fin al ruido. El corazón de Duende comenzó a latir con mayor fuerza. Volvió la mirada hacia Graciela, quien reclamó su total concentración. Otro palmeo. Graciela tenía el control del tablao. La niña golpeó los pies contra el suelo. Luego levantó, uno a uno, los talones. Buscó el equilibrio mientras levantaba las manos y las juntaba. Otro palmeo. Levantó sus manos del lado izquierdo, apenas sobre su cabeza, imitando a Graciela.

Duende no se atrevía a sacar los ojos de su maestra.

Nuevamente, palmeó, pero esta vez sus manos sonaron como dos discos de metal oxidado.

Los ojos de Graciela eran dos llamas de fuego. Observa, insistió con la mirada. Palmeó. Ahuecó las manos ligeramente para producir un sonido contundente. Hueco por dentro, sólido por fuera. Las dos manos encajaban como ventosas.

Duende la imitó y reprodujo con las manos un sonido similar. Otro palmeo. Graciela esbozó una sonrisa rápida. Duende relajó los labios y comenzó a palmear y zapatear en simultáneo.

Punta, palma. Punta, palma. Graciela agregó pasos a la secuencia. Duende la seguía sin quitar la mirada. La bailaora le dio su aprobación. Nunca pierdas de vista a tu pareja, parecía decirle a la niña. Esto fue lo que aprendió Duende esa noche. Punta, palma. Punta, palma.

El público acompañaba el ritmo de las bailaoras, cantando cada vez más fuerte, al grito de olé y algunos se unieron al baile. Paquito cantó y Duende se dejó llevar por el baile de los demás, envuelta—otra vez—por una nube de espíritus que bailaban y celebraban con ella.

Duende regresó a su casa poco antes del amanecer, consciente de una nueva luz, como si un hilo la elevara al cielo. Dios, quizás, existía.

Las reglas, sin duda, existían. Las conocía todas. Ensombrecían su vida diaria, a pesar del intento por quebrarlas. Su padre era Dios: la vigilaba constantemente y juzgaba sus imperfecciones. Excepto esa noche.

Esa noche, Duende no sentía la sombra de su padre persiguiéndola. Él no había estado con los gitanos, no había presenciado cuando, de madrugada, Duende había bailado con las manos que dibujaban círculos y espirales en dirección a Graciela; con pies seguros, conscientes de su propia gracia, dominados por el espíritu que habitaba en ellos.

Duende emprendió el camino de regreso por las calles vacías, bailando con sus nuevas alas de ángel. El cielo del amanecer se tiñó de tenues gris y púrpura, y las primeras líneas de nubes de algodón se posaron sobre el océano de Málaga. Duende oyó una voz suave como las nubes. Era la voz de su abuela, que la llamaba por su nombre, “Duende”.

El rostro de Oma apareció tan tenue como su voz pero, por un breve instante, cobró la apariencia de Graciela, salvaje e indómito, e irreconocible.

¿Eres tú, Oma? Duende quiso preguntarle antes de que su abuela se desvaneciera en una capa fina de niebla. Cuando quiso acercársele, ya era tarde. Duende tenía las manos vacías y el corazón, colmado.

¿De esto se trataba? ¿Había sido esa noche una muestra de lo que su abuela había sentido antes de dejar este mundo—cuando decidió llamarla Duende?

Las persianas verdes de varias casas se cerraron cuando el sol asomó su rostro en el cielo. Duende, segura de la aprobación de su abuela, regresó a su casa.

Niña Duende

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