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II
El germen de la emigración
ОглавлениеSumadas alegrías y tristezas la cuestión de sobrellevar la economía se hacía cada vez más difícil. En nuestra familia, no obstante, tuvimos un oasis impensado, un toque de suerte que, aunque con cosas pequeñas y trayéndolo de los recuerdos mucho tiempo después nos sacó desde el fondo del alma la frase: “nos cambió la vida”.
Concluida la segunda guerra y después de haber emigrado a los Estados Unidos, volvió al pueblo María, una señora con la que teníamos unos intrincados y lejanos lazos de parentesco. En cierta ocasión la acompañó una amiga que se llamaba Amelia, también emparentada de la misma forma con otras gentes del pueblo. Pasados unos días contaminada o por el agua, o por algún alimento o porque Dios quiso unirla definitivamente a nuestra vida, desarrolló una reacción alérgica que le provocó una irritación de la piel. El médico que la atendió prescribió como medicina unos baños con agua de una vertiente que parecía tener incorporado el sulfato indicado propiamente para sanar el mal. Mi padre, que por ese entonces trabajaba en el trapiche de la familia donde las mujeres se hospedaban, durante todos los días que duró la estancia de Amelia en el pueblo recorría los diez kilómetros necesarios para buscar en barriles el agua medicinal hasta el lugar indicado llamado Sulfatara de Pozilli. Iba por la mañana bien temprano y lo dejaba en la casa donde se hospedaba Amelia. Fue puntual y estricto todos los días, hasta que, pasado más de un mes Amelia se había curado. La mujer fue puntualmente agradecida, le pagó a mi padre por su atención, gesto que fue muy bien recibido y agradecido como correspondía, pero además dijo al despedirse antes de regresar a los Estados Unidos:
“Giovanni, muchas gracias, mientras yo viva a tu familia no va a faltarle nada.”
Y así fue. Desde su partida, y hasta que murió, todos los meses, con la misma inspiración estricta que había tenido mi padre, Amelia enviaba un paquete con ropa para toda la familia. Cosas que nunca antes habíamos podido tener. Y lo seguimos recibiendo aun cuando mi padre ya había emigrado a la Argentina.
Aun así, la economía se estrechaba cada vez más. Andando el año 1949, yo tenía un año y mi padre tuvo una esperanza más cuando lo contactó un propietario que tenía una buena porción de tierra en el Valle Porcino, que corría por la ribera del Río Volturno. Quería contratarlo como capataz de un grupo de personas para trabajar ese campo. El proyecto iba tomando forma y la ilusión de mi padre también. Pero el destino o la divina providencia, o la fatalidad, que siempre maneja los hilos a su antojo, dispuso, veinte días antes de la fecha que se tenía previsto comenzar el trabajo que el señor Nicodemo muriera y junto con él todo el proyecto y la conservación de esas tierras y sus construcciones. Tanto es así que aquellas parcelas en las que se iba a trabajar, están al día de hoy congeladas en el tiempo. En el mismo estado, abandono mediante.
Para mi padre fue el golpe de gracia. Y en medio de la conmoción decidió que era el momento de emigrar. Las circunstancias que rodean a los otros nos visitan de tanto en tanto, se sospecha su llegada y se trata de no pensar en ello para que el momento de abrirle la puerta no llegue nunca. Sin embargo, la conversación sobre la emigración llegó un día a casa. Era cierto que varios parientes, amigos y vecinos lo habían vivido, sabíamos de sus experiencias y sus resultados, pero finalmente ahora estábamos nosotros y especialmente mi padre en el centro de la escena. Como es de imaginarse ya existía un cierto mecanismo humano, una especie de gestor, diríamos aquí en este suelo, que con distinta suerte y distinta honestidad gestionaban la llegada de los emigrantes a sus pretendidos destinos. Distintos países, y la Argentina entre ellos, propiciaban la inmigración y eran comunes los corrillos de pueblo comentándose las ventajas y desventajas de tal o cual lugar remoto del mundo para ir a parar con sus vidas y sus corazones y sus familias, completas o de a partes.
Decidido a la fuerza o por convicción y con las pocas herramientas que tenía al alcance de la mano mi padre comenzó a debatirse el mejor destino posible. No solo se debatía contra él mismo para terminar tomando la decisión, también, en un silencio de ambos, se debatía con mi madre, que desde ese momento y hasta que murió tuvo la convicción que aquel arranque, aunque lógico de mi padre, no era la mejor opción. Era una negociación intrincada, con probables malos resultados, en la que mi padre propuso un plan por el cual iba a emprender el viaje, fijaba una residencia y un trabajo más o menos estable, luego llamaría a mi hermano Ángel para que se estableciera con un trabajo y con suerte hacer una diferencia de dinero y luego volver. Las idas y vueltas de conversaciones y opiniones no fue muy expedita pero ya en el año 1951, mi madre aceptó no por convicción si no por la necesidad de poner en la balanza también las razones de mi padre. A estas alturas de las condiciones económicas se lo veía por cualquier rincón de la casa meditando y repitiendo que “ya no se podía trabajar, siquiera, por la comida”.
Los destinos que barajaba eran los Estados Unidos, que fue el primero en descartar pues requería personal más calificado. También teníamos parientes y vecinos en Brasil, Venezuela y la Argentina. Aquí, en el año 50 había llegado el tío Fortunato, hermano de mi madre. Se había instalado en la localidad de Villa Clara, en el partido de Florencio Varela. Junto a otros paisanos habían construido una habitación. Bastante precaria y apenas lo suficiente como para dormir y llevar a cabo las cuestiones domésticas más imprescindibles. Fue entonces el tío Fortunato quien, con alguna impensada habilidad, convenció a mi padre que era éste el mejor destino. Mejor que cualquiera de los que otros amigos, vecinos y parientes pudiera haber podido recomendarle. Puestas así las alternativas mi padre cabildeó con sus sueños y sus esperanzas durante algún tiempo. Se debatió con el pacto que hizo con mi madre, con su futuro y sin tenerlo nunca demasiado en claro partió en el buque Florida de la empresa naviera ELMA, desde el puerto de Nápoles rumbo a la otra parte del mundo, y rumbo a la otra mitad de la vida, la de él y la mía.
Viajó junto a su hermano y en vano fueron las precauciones que tomaron al llegar a Nápoles. Era sabido que aquella ciudad hospedaba toda la astucia para quedarse con bienes pequeños o grandes de los ocasionales visitantes, y de los propios. Mi padre recomendaba a su hermano y su hermano a él que estuvieran muy atentos porque las trampas aquí eran continuas, imprevistas y solapadas. El maletero se acercó con su zorra y se ofreció a acercar el baúl que llevaban hasta embarcar. “Tengamos cuidado”, se aconsejaron mutuamente y mientras uno quedó en la cola esperando con el baúl y el otro fue a solicitar la oblea para despachar el equipaje. El caso es que el maletero negoció tres liras con mi padre por el acarreo del baúl y siguió negociando hasta que llegaron a un precio final de dos liras. Luego el maletero hizo lo propio con el hermano, que negoció de igual manera, ignorando que mi padre ya había pagado mientras esperaba haciendo la otra fila. Cuando los dos hermanos volvieron a unirse para embarcar, ambos se jactaron del regateo que le hicieron al maletero, y de esa forma se enteraron como habían pagado dos veces, con sobreprecio incluido y por el mismo servicio.
Es una tarea difícil atar los cabos entre un tiempo y el otro. Mucho uno se vale de los testimonios de los otros y de los recuerdos propios y ajenos. Los míos del año 1951 y de los años anteriores se han perdido en la endeblez de la memoria. Un poco por eso y un poco por su ausencia han provocado que no tenga recuerdos de mi padre viviendo en Italia. De manera que fui creciendo escuchando los relatos de mi madre y de mis hermanos contándome cómo y quién era él. En su ausencia mi madre ya no trabajaba como lo hacía antes, a su par. Ahora trabajaba como si fuera él. Con la tierra y en lo que hiciera falta, con astucia y con inteligencia. La mayor parte del tiempo yo quedaba al cuidado de mi hermana Livia, que emprendía su tarea con dispar eficacia. Aún en la debilidad de los recuerdos de aquel tiempo viene a la memoria un libro de mi hermana en el cual vi una ilustración de caballos y vacas que hacían referencia a la Argentina. Es mi más antigua referencia al recuerdo de este país, con mi hermana indicándome con su dedo que ahí estaba papá.
No es el único recuerdo que une mis pocos años con mi hermana. Una tarde, estando en casa de mis abuelos paternos, en una terraza y mientras los más grandes separaban la espiga del trigo, yo jugaba con una cuchara y tierra. Por la llamada vía, que era una calle de piedras sueltas, pasaba mi primo Emilio, jugando con un paraguas. Al tiempo que me arrimé al borde y le anuncié que iba a tirarle la tierra que portaba en la cuchara recuerdo que me asomé y sentí dos manos fatales que se posaron en mi espalda un poco con inconsciencia y otro poco con diversión. Recuerdo que me asomé a la fuerza un poco más y que caía al vacío y que veía el paraguas de mi primo que se me acercaba en el sentido inverso. Las dos manos de Cenzino, hijo de mi tía Aída, hermana de mi padre por el segundo matrimonio de su madre, me enviaron a aquel precipicio incierto y después no me acuerdo de nada más.
Mi tío Pedro me llevó aún inconsciente a lo del doctor Gaetano Debboli, y llamó a mi madre a los gritos propagando el eco por el valle, que era siempre una excelente vía de comunicación, a través de la cual se preguntaban y se respondían cosas. Así llamaron a mi madre. Además del susto, un poco de miedo y los reproches que años después mi padre le hizo a mi madre endilgándole cierta culpa, lo único que quedó como consecuencia fue una cicatriz que me acompañó para siempre y un salvoconducto para protegerme de cualquier coscorrón.
Mi padre, del otro lado del océano, no tardó en enterarse del accidente. La correspondencia tenía cierta puntualidad mes por mes. Mi madre escribía sobre nuestro crecimiento y él sobre su aventura americana. Lo interrogaba sobre el avance del pacto convenido, y él contestaba sobre sus trabajos. Tal como había estado planeado se instaló en Villa Clara, junto al tío Fortunato y los otros paisanos en la precaria habitación.
La llegada de mi padre hizo involuntariamente más incómodo el lugar, pero la providencia al poco tiempo les acercó una oferta de trabajo en las quintas de verdura cerca de La Plata, en Arturo Seguí. Y allí se trasladaron todos.
Sin embargo, pasado algún tiempo de trabajar junto al tío Fortunato en la quinta de Arturo Seguí, mi padre pasó a trabajar en la fábrica textil Amat de Monte Grande. Siguiendo con la correspondencia mi madre le reportaba sobre las nuevas ausencias del pueblo y él contaba sobre los avances y consecuencias del “sindicalismo argentino”. Entre los trabajos que realizaba en Amat junto con otros tres compañeros debían acarrear fardos de hilados por cada extremo, subirlos a las zorras y estibarlos en los depósitos. El caso era que, puntualmente y a su turno cada uno de los otros tres se turnaban para ir al baño. O sea, al final de cuentas los fardos no se movían de ninguna manera, entonces Giovanni se ofrecía a tomar él mismo de dos puntas y realizar el trabajo, reemplazando al compañero ocasional urgido en el baño. “No, eso no se puede”, le dijeron la primera vez, en tono un tanto de amenaza y otro tanto de pedagogía. “Non capisco”, insistió, “soy yo el que hago fuerza doble”. Una vez más lo advirtieron y en el baño ya no lo amenazaron más, si no que con algunos golpes le explicaron una mezcla de supuestas conquistas sociales, ir al baño sin necesidad, el uso de la fuerza para hacer entender lo que no se puede y que había un nuevo tiempo y forma para tratar al obrero. “Non capisco” volvió a escribir en sus cartas, junto con una frase muy premonitoria para los tiempos políticos, económicos y culturales que vendrían: “Esta gente va a tener problemas”.
Pero mi padre no solo escribía. Entre una y otra carta, y por otras vías, enviaba dinero con cierta regularidad. En cuanto se podía todos los que emigraban tenían, por decirlo de alguna manera, la imperativa necesidad de demostrar que su aventura no había sido en vano y que podían ayudar a los que habían quedado del otro lado del mundo, con la esperanza de mejorar su vida. Así y todo, había excepciones. Tal fue el caso de Carmelo, que, ya establecido de buena forma en su nueva patria, divirtiéndose con todo lo que podía tener a su alcance, fue advertido por sus paisanos sobre que su familia en Montaquilla no lo estaba pasando bien y no encontró mejor manera que consolarlos y ayudarlos escribiéndoles: “Querida familia: coman y beban felices, no se preocupen por mí”.
Un buen día, entre carta y carta de papá, llegó la noticia de que ahora iba a partir, a sus dieciséis años, mi hermano Ángel. Era el año 1952. El tío Fortunato había mandado a llamar a su esposa María Antonia y a su hija Ana, y para completar el contingente se decidió que se sumara Ángel. El plan de mi padre continuaba entonces su curso, y mientras mi madre se desgarraba un poco más en su soledad y en su silencio yo me hacía dueño de ella en la misma proporción. Ella andaba de aquí para allá todo el tiempo, entre el trabajo del valle y el de la casa. Debo confesar que el aseo de la casa no era una tarea prioritaria en tanto la manutención económica no le dejaba el tiempo suficiente. La cocina donde comíamos humeaba casi todo el tiempo y teñía todo de color amarillo sin pausa. Para paliar esos efectos, de tanto en tanto mamá, con los métodos a su alcance, se disponía a pintar. Las herramientas eran una rama lo suficientemente alta para llegar hasta los cielos de la casa y en la punta unas cuantas flores de choclo convenientemente anudadas. El pincel casero se sumergía en cal viva disuelta en agua y entonces ahí arremetía doña Filomena con toda su alma, su silencio y con los recuerdos de su marido en el otro lado del mundo, pintando la pared, salpicando el piso, los muebles y todo lo que se le cruzara en este bendito mundo, y lo repetía años después cuando el humo volvía a dejar sus rastros, y otra vez más esperando que Don Giovanni se decidiera a que las cosas ya estuvieran en condiciones y sea el momento oportuno de volver y estar todos juntos otra vez.
Trabajar la tierra y cualquier otro trabajo era para mi madre una cuestión natural, que por pesado que fuera no la aquejaba y lo desempeñaba con naturalidad. La preocupación más terrenal y seria era pagar los impuestos. En Italia la mayoría de los bienes estaban gravados con impuestos y era necesario ser puntual porque caso contrario quedaba expuesto a perder el bien gravado. Se pagaba impuesto por la casa, por la tierra, y también por los animales, de los cuales quedaban a salvo el perro de “guardia” y las gallinas. Cuando llegaba el vencimiento y el efectivo no alcanzaba, doña Filomena acudía a la lana del colchón, la canjeaba por dinero, cancelaba la obligación y rellenaba el hueco con la chala del choclo. Con mi madre nos sentíamos a salvo de todo y no era que la alternativa de no estar con su hombre le había agudizado el ingenio. Su habilidad para saltear las dificultades le era innata, y mi padre durante el resto de su vida pudo valerse de esa habilidad al tiempo que era ella quien siempre lo ponía en primer plano.
De todas maneras, el mundo seguía girando. Puntualmente cada 16 de agosto de cada año el pueblo le rendía culto a su patrono: San Roque. Toda la gente salía a las calles y por dos o tres días cada cual se corría un poco de sus preocupaciones meridianas y comía y bebía en comunidad, con afecto y sin memoria. La fiesta se financiaba en parte con la vida de un chancho que durante un año andaba sin rumbo por el pueblo, alimentado con la generosidad de los vecinos y sacrificado con gusto para ser vendido en partes. Alguna vez llegó a la festividad el Obispo y hubiese seguido viniendo si no se hubiera sorprendido por la velocidad de los caballos que tiraban el carro con la misión de llevarlo hasta el pueblo desde la estación ferroviaria.
El encargado de traerlo era muy reconocido por la habilidad para conducir. Utilizaba un método poco convencional, pero eficaz. Les profería a los caballos unos insultos convenientemente hilvanados unos con otros que en su recorrido recordaban a sus antepasados, a sus partes íntimas y a la humanidad toda, con sus Cristos, sus madres y otros dioses. Pecado o virtud el asunto era que el artilugio surtía efecto y los animales andaban a muy buen paso. Sin embargo, cuando le encomendaron conducir al Obispo hasta el pueblo le exhortaron hasta el último momento que dejara de lado esa técnica en este viaje, y si fuera necesario, que el carro transitara a paso lento. Sin embargo, la impaciencia del obispo ofició de detonante para que el carrero volviera a su método para acelerar el paso. A poco de andar comenzó quejarse discretamente por la lentitud del paso, el carrero le hizo saber sobre su adecuada forma de acelerar, pero dada la gravedad de la invocación de insultos y blasfemias, y la autoridad del pasajero, se excusaba de ponerlo en práctica esta vez, a menos que el obispo concediera el permiso. El obispo, hastiado un poco del calor, del polvo y la tardanza, concedió. Cuando llegó al pueblo confesó que jamás había escuchado, ni aún en los creyentes más insurrectos y rebeldes, barbaridades tan variadas, de tan elevado tono ni tan eficaces.
No solo algunos miembros de la Iglesia, de tanto en tanto participaban de la fiesta. Era infaltable la banda de música que asistía a condición que los vecinos del pueblo ofrecieran sus casas y a cada cual de los ejecutantes no le faltara lugar donde comer y dormir. Esta ocasional organización para distribuir cuartos no estaba exenta de errores, algunos de los cuales resultaban peligrosos. En una de las noches de la fiesta, terminada la parranda, Jeremía Ricci y su mujer retornaron a su casa. Se dispusieron a acostarse y lo hubiesen concretado de buena gana sino fuera porque la mujer se encontró en su cama con dos de los músicos durmiendo en el cuarto de la casa que creyeron que se les había asignado. Después de ejecutar sus instrumentos llegaron a la casa equivocada que como era habitual permanecía sin llaves ni trabas en la puerta, entraron con naturalidad y sencillamente se acostaron. Jeremía Ricci creyó que era una broma de su mujer, pero antes que los gritos derrumbaran los muros de la casa se hizo presente en el cuarto, escopeta en mano y apuntando alternativamente a uno y a otro músico. “Somos los músicos, somos los músicos”, repitieron hasta que Jeremía comprendió la situación.
Entre tantos episodios tragicómicos, repetidos a un lado y al otro del pueblo, típicos y tradicionales y que tan bien reflejó el cine costumbrista italiano, a los cinco años protagonicé uno. Por la puerta de casa pasó una niña, de unos quince años, buscando un anillo que había perdido y preguntando si alguno lo había encontrado. Como si fuera una iluminación del destino creí que era el momento justo para hacer justicia a mi manera con una vecina que más o menos tenía mi misma edad, y que cotidianamente se burlaba de mí. Entonces expuse con mediana convicción y ninguna inocencia, que ella había levantado el anillo del suelo, que yo la había visto y que seguramente lo tenía todavía. El resultado casi inmediato es que todos, conmigo, mi madre, la vecina falsamente denunciada y sus padres fuimos a parar a la comisaría. Al poco tiempo me vi enfrentado a desnudar mi mentira, lo que me provocó creo que la primera conmoción seria en mi conciencia. Mi madre les recriminó indignada a las autoridades cómo podían tomar en serio mis dichos y que fuera la plataforma para generar semejante incordio sin sentido. El caso fue que el anillo en cuestión nunca apareció, pero mi arrepentimiento inútil y mi angustia merecieron la intervención del padrino Antonio Ricci.
Era mi padrino y el de todos mis hermanos, y mi corazón y mis recuerdos le están agradecidos porque se ha ocupado diligentemente de considerarnos, en la ausencia de mi padre, con consejos y cuestiones más terrenales. En aquella ocasión se ofreció a llevarme unos días a su casa, distraerme y despejarme la culpa. Fue una semana inolvidable. Carmela, la esposa del padrino me mimaba con la misma ternura con la que había mimado a sus hijos que ya habían crecido y eran muchachos. Tenían un camión en el que los acompañaba y me mostraban otras partes del pueblo, que era como conocer otras partes del mundo. Así y todo, cuando como parte del recorrido volvíamos a lugares cercanos a mi casa, rogaba al Dios que llevaba adentro que no fuera este el momento de volver al hogar.
Por entonces papá aún no regresaba, ni había planes al respecto ni ninguna novedad al respecto. Sin embargo, tenía un intercambio epistolar con mi tía Aída, su hermana, que lo intrincaban en un laberinto de mentiras que finalmente detonaría en la negativa de mi padre de volver a Italia.
Antes de eso tuve otra marca en la memoria. Al pueblo llegó un nuevo maestro, con su mujer y su hijo. Puntualmente volvía por las tardes, se bajaba del ómnibus y caminaba cuatro cuadras hasta su casa. Tal vez en aquellas oportunidades vi nacer mi vocación comercial prestadora de servicios, de manera que más temprano que tarde me ofrecí a llevarle su cartera y el maestro me recompensaba con algún dulce. No sé si me parecía justo o no, pero me interesaba más perseverar con paciencia buscando recompensas mayores. No me equivocaba porque al tiempo el hombre le compró una nueva pelota a su hijo, y me regaló la usada a mí. Tampoco evalué si era justo o no. La emoción no me dio tiempo porque el corazón se me salía por la boca, cuestión que no me impidió agradecer convenientemente al maestro. La llevé a casa abrazándola con una fuerza inusitada hasta que la dejé en la otra punta de la mesa. Cuando terminamos de cenar nos visitaron mi tío Pedro y su hijo Emilio. Salimos a jugar con él, uno a cuatro metros del otro. Le di mi primer empujón con el pie a la pelota, despacio, cuidadoso. Emilio la devolvió con menos cuidado y con mucha fuerza encaminándola a un destino final por la ladera de la montaña, o vaya a saber por dónde, porque nunca más la vi. La buscamos esa misma noche, mi madre, el tío Pedro, Emilio y yo. La buscó mi madre, al alba, bien temprano, en vano. También yo supe entonces qué era la resignación.
Mi madre, que ya había perdido la cuenta de resignaciones posibles, pretendía no volver a sumar otra y empezó a cargar contra mi padre poniendo en fecha el cumplimiento del pacto. Seguramente todo hubiese estado puesto en su sitio si no hubiese sido por los comentarios que la tía Aída le hacía llegar a los otros hermanos de papá y que más temprano que tarde llegaron a sus oídos. El caso es que con olor a chisme y por motivos desconocidos ponía en duda la honestidad, la intimidad y la lealtad de mi madre. Su intención no tenía siquiera el rango de rumor, nadie más que Aída daba crédito a aquella calumnia, pero la distancia y la comunicación intrincada sembraban el desconcierto y la desazón. Enterada mi madre no arremetió con venganza ni odio, directamente no le daba entidad. Pero con doce mil kilómetros de distancia no estaban dadas las condiciones para que mi padre pudiera poner las cosas en su sitio y separar el chisme de la seguridad. Todos los motivos que pudiera haber tenido para no afrontar la situación adecuadamente, convencido que estaba de la honradez de mi madre, los hubiese considerado válidos ahora. La única solución que al fin de cuentas mi padre encontró era que todos nos encontráramos en la Argentina y continuemos la vida para siempre aquí.
Mamá apenas hizo un intento por convencerlo, el que pudiera caber en una carta más, pero no mucho más que eso y pronto pasó por alto todas las cláusulas del pacto. Entonces Don Giovanni en la Argentina les dio inicio a los trámites para solicitar que mi madre, mis hermanas y yo emigráramos también. Era un paso necesario para que nos otorgaran los pasajes para el viaje y fue aprobado el 31 de enero de 1955. A principios de marzo, mi madre continuó con su parte en Italia. Tuvimos que trasladarnos a Campobasso, donde obtuvo su pasaporte en el que también estábamos incluidos los demás. Desde allí nos trasladamos al puerto de Génova para someternos a los exámenes de aptitud psicofísica. Las cosas parecían estar en su punto, esperando el momento de partir. Para ello faltaba una notificación que nos llegaría confirmando la fecha de partida y el buque asignado. Pero todavía faltaban cosas por resolver. Durante los dos días que duró el examen de todos nos hospedamos en el hotel de la emigración que estaba en las inmediaciones del puerto. Alguien allí nos advirtió de un error en el pasaporte: mi hermana Josefa estaba anotada como Giuseppe, de manera que el incordio llegado el momento haría imposible la partida si no se subsanaba adecuadamente. Entonces volvimos al pueblo y al otro día mi madre tuvo que retornar a Campobasso, con la misión de hacer corregir la “e” por la “a” y darle a mi hermana la identidad que le correspondía.
Tomada la decisión de partir, y más aún, con el carácter de las decisiones de mi madre que no tenían marcha atrás, toda la casa y el ánimo de todos andaba alterado todo el tiempo. Mi madre no entraba dentro de su cuerpo tratando a cada minuto de no dejar nada librado al azar. Los trámites, las cuestiones pendientes y lo que verían sus ojos cuando tuviera delante de ella la vida y el paisaje que la esperaba del otro lado la mantenían en vilo todo el tiempo. La decisión de vender sus propiedades, las que había heredado de su familia, era lo que más la sometía en estado de incertidumbre. A cargo de aquella cuestión quedó el padrino Antonio, el mismo que me había regalado, junto con su familia, una semana en la que conocí otro mundo. Algunas cosas se vendieron y otras quedaron arrendadas y también quedó a cargo de su administración. Muchos años después comprendí el recelo de mi madre en cuanto tenía que hacer efectivo de sus propiedades para invertirlas, recuperarlas, en un lugar que nunca estuvo bien descripto y que no imaginaba. Después de los chismeríos cruzados de Aída, mi padre tenía la intención, por miedo o por la imperativa necesidad de olvidar, de no volver nunca más a Italia, y lo cumplió a pie juntillas. De forma que seguir teniendo propiedades era infértil e inútil. Desde entonces y hasta un tiempo después de habernos instalado en la Argentina, todas las propiedades se fueron liquidando.
A fines de marzo llegó la notificación oficial. El 1 de abril partíamos del Puerto de Génova, en la nave Giulio Cesare. Tuvimos suerte. Aun cuando viajábamos en tercera clase, era un transatlántico de lujo. Mi madre no tardó mucho en juntar las pocas cosas que teníamos. Alcanzó una valija y un baúl. Nuestra ropa, vajillas y útiles de cocina que en el largo recorrido de los tiempos he tenido la dicha de conservar. También mamá cargó con herramientas de labores del campo, su vestido de casamiento, algunos libros de mi padre, unas pocas fotos y la certeza que nunca más, y aún con la convicción de saber que no era la mejor opción, que nunca íbamos a regresar. A último momento arrimó a la valija y el baúl una bolsa con ovillos de lana y agujas para tejer cosas que nunca tejió, pero de la que no se desprendió hasta que llegamos a Buenos Aires.
En menos tiempo que lo que mamá terminó de empacar, la noticia de nuestro viaje corrió por el pueblo de boca en boca desde nuestras casas vecinas y hasta el valle. Nuestra casa fue un desfiladero de gente. Mi madre tenía veintidós ahijados y todos puntualmente pasaron a saludarnos, sus familias, otras familias y vecinos. Ella misma contaba a unos y a otros, a cuál rincón del mundo íbamos a ir a parar.
Entre 1953 y 1954, mi padre ya se había instalado en Villa Clara. Para aquella época tenía empleo seguro y pudo comprar en cuotas parte de un loteo de tierras que la firma Artaza Hnos. remataba con facilidad para pagarlas. En uno de esos lotes construyó una cocina y dos habitaciones y era el lugar donde finalmente iríamos a vivir. Sabíamos de los avances de la obra por sus cartas mientras aún seguía llegando el dinero que lograba poner a salvo de sus gastos corrientes, sus cuotas para la tierra y los materiales de construcción.
Mientras saludaba a cada cual y agradecía los buenos augurios mi madre tomaba la precaución de no dejar ningún preparativo librado al azar y que el corazón no se le saliera del cuerpo entre tanto alboroto en la casa y la intención de tener todo bajo control. Entre los que vinieron a despedirse llegó la familia Zaccarella. Michele era mi amigo y mi hermana en ocasiones también cuidaba de él. En un rincón de la memoria me ha quedado guardada para siempre la mirada de su madre mientras yo saltaba entre el baúl y la valija y corría por todas partes por última vez en esa casa. Con los instrumentos que me ha dado el paso del tiempo entiendo que la señora María Zaccarella, madre de mi amigo Michele, trataba de preguntarle al destino donde iría a parar, a que rincón del mundo nos íbamos a trasladar.
Esa noche nadie de la familia se durmió ni se acostó. A las cinco de la mañana, Angelo Zaccarella, el tío de mi amigo Michele, nos llevó hasta la estación ferroviaria de Roccaravindola, de allí tomamos el tren a Campobasso y desde allí otro más para llegar al Puerto de Génova. No perdí de vista en ningún momento la tensión que a mamá le daba vueltas por todo el cuerpo y que se le veía en cada uno de los gestos. La responsabilidad la desbordaba y hubiese dado la vida para que en un segundo estuviéramos todos en el otro lado del océano. Pero el viaje era más largo y aún faltaban cosas por resolver.
Andando el año 1949, yo tenía un año y mi padre tuvo una esperanza más cuando lo contactó un propietario que tenía una buena porción de tierra en el Valle Porcino, que corría por la ribera del Río Volturno. La frustración del proyecto fue el golpe de gracia para que mi padre decidiera emigrar.
En el año 1951 mi padre emprendió la aventura americana embarcándose en el buque de carga y pasajeros Florida de la Cía ELMA.
A principios de marzo de 1955 mi madre obtuvo su pasaporte en el que también estábamos incluidas mis hermanas y yo.
El 1 de abril de 1955 partíamos del Puerto de Génova, en la nave Giulio Cesare.
Aquí ya embarcados junto a mi madre, mis hermanas y algunos integrantes de la familia Rossi.
Al partir, en la cubierta del barco, contemplé a mi madre con la certeza de saber de su melancolía y su tristeza y creí que la mejor opción era irrumpir con palabras que rompieran el silencio: “arrivederci Italia.