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CAPÍTULO 1 MALTRATO INFANTIL, SISTEMA DE PROTECCIÓN INFANTIL EN COLOMBIA Y DESARROLLO DE LOS PROGRAMAS DE ATENCIÓN AL MALTRATO INFANTIL: ASPECTOS HISTÓRICOS PROTECCIÓN INFANTIL EN COLOMBIA
ОглавлениеEl maltrato contra niños, niñas y adolescentes (NNA) ha sido constitucional con la historia de la humanidad. De hecho, DeMause (1982) describe el infanticidio como la primera fase de la historia de la niñez. En esa época, desde la antigüedad hasta el siglo IV, era natural sacrificar a un niño para adorar a un dios o por anormalidades congénitas (Chadwick, 2011).
La visibilidad del niño1 y de la niñez es un fenómeno reciente. Aries (1962) describe que en la Edad Media de Europa los niños no tenían un lugar diferenciado dentro de la sociedad, por lo que se criaban insertos dentro de los espacios del mundo adulto, los cuales variaban según la posición social de la familia. Por ejemplo, los hijos de los nobles eran amamantados por nodrizas, quienes los devolvían a las familias después de los primeros tres años de vida. También, se ha sostenido que la alta mortalidad infantil de esas épocas influyó en la disminución del valor social de los niños. En el Medioevo, la infancia era concebida como «la edad del pecado o la edad del error» (Noguera, 2003, p.76), ya que «es una etapa opuesta a la razón», donde se expresa la naturaleza animal del hombre. Ese tipo de concepciones facilitaron el maltrato infantil.
La concepción moderna que se tiene de la familia y del niño en las sociedades occidentalizadas es relativamente reciente en la historia. Según Manrique, esta se consolida:
A partir de la modernidad, con el matrimonio y el amor como eje de la relación marital, y se establece ya de forma clara una dualidad en la familia, como institución del orden social: reproducción, economía con responsabilidades y necesidades derivadas de las exigencias del Estado moderno. Pero también como organización del ámbito privado, que graba en las mentes y los cuerpos de los individuos una forma de ser, una identidad y por tanto, una representación del mundo. (2007, p. 293)
Los principios filosóficos que permiten el posicionamiento de la modernidad, la libertad, la igualdad, la dignidad y la fraternidad no aplican por igual para todas las personas: se circunscriben solo para algunos hombres de cierta clase social en los espacios públicos. En el mundo privado, los niños siguieron siendo formados bajo preceptos religiosos y bajo la autonomía de las familias en alianza con la naciente institución de la escuela.
Según Manrique (2007), en los siglos XVIII y XIX se produce una clara separación de los espacios público y privado y se convierte a la familia en el espacio privado por excelencia y en donde se consagra la opresión de la mujer y de los niños por el poder del hombre. Galvis considera que, aunque la niñez jugó un papel en el nacimiento de la sociedad democrática moderna, su regulación se siguió haciendo bajo los preceptos de la patria potestad. Este mandato, instaurado desde la antigüedad, «establecía la sumisión incondicional de los miembros del grupo familiar al patriarca o páter familias» (2006, p. 91). Sáenz, Saldarriaga y Ospina también consideran que en la modernidad la infancia fue escindida. Por un lado, el proceso de secularización se dio en lo Estatal —lo público— y eso permeó la forma de transmisión del conocimiento para los niños y las niñas; pero, por el otro, la vida y los espacios privados —la familia y los niños— seguían siendo asuntos de la religión ajenos a la injerencia del Estado (1997). De tal modo que, al interior de las familias, que es donde se produce la mayor cantidad de maltrato infantil (MI), la desprotección seguía siendo la regla.
Con el nacimiento de la infancia en las sociedades occidentalizadas de tradición grecojudeocristianas, desde hace aproximadamente 3 siglos, «el niño» adquiere una valoración diferente al estatus que tenía en la Edad Media. A este se le reconoce, entre otras, el valor económico de la niñez, una importancia central del niño para cohesionar el espacio familiar (el mundo de lo privado del nuevo orden social), la importancia de su instrucción y también se consolida la imagen del niño ángel (Noguera, 2003). Estos dos últimos elementos también se asocian con la normalización del MI.
Con el avance de la modernidad se da una modulación de la patria potestad, pero el padre sigue ejerciendo «poder sobre el hijo por derecho y representación, con el fin de subsanar las carencias temporales del hijo varón y las permanentes de la mujer en virtud de su feminidad» (Galvis, 2006, p. 94). A pesar de la apuesta de Rousseau, en particular en su novela-ensayo El Emilio, la categoría jurídica de la patria potestad no varió significativamente. Por el contrario, con la industrialización, las condiciones generales del niño, en especial para los más pobres, se deterioraron. El niño se incorporó en condiciones infrahumanas al proceso de producción industrial.
A su vez, en nuestros contextos, según Arévalo, Ciro y Gutiérrez:
Históricamente ha existido una relación entre la pobreza y la «protección social», la cual ha tendido puentes para su mitigación a través de prácticas como «la medicalización, la educación, la legislación, la filantropía, la moralización y la higienización». (2006, p. 185)
Las familias y personas que viven en condiciones de extrema vulnerabilidad social históricamente han sido un objetivo de las políticas de la protección social. Hay referencias desde la época de la colonia en 1565 sobre iniciativas para la creación de refugios a madres desamparadas (DANE, 2004; Barrios et al., 2007).
Los inicios de lo que a futuro serían las políticas de protección social se gestaron a inicios del siglo XVI bajo la regencia de la Iglesia católica. Las instituciones eclesiásticas promovían una «economía de la salvación» mediante la práctica de obras pías y limosnas. La asistencia a los pobres desde el siglo XVII emergió como una práctica institucional para el control social y la reafirmación de las dinámicas de colonización; de esta forma, se crearon hospicios para las mujeres, hospitales para los pobres y sitios de acogida para los recién nacidos abandonados (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
En Santafé de Bogotá, el aumento de los niños y mujeres abandonados fue más relevante a partir de la segunda mitad del siglo XVII debido al fenómeno del mestizaje que se dio entre los hombres blancos con las mujeres indias, a quienes se les consideraba indignas para el matrimonio, pero que se objetivaron para satisfacer las necesidades sexuales. Instituciones como el Hospital San Juan de Dios emergieron como sitios de acogida para estas poblaciones (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
La pobreza dentro del Nuevo Reino de Granada no tenía una connotación negativa, ya que se comprendía como un producto de las leyes de Dios. Así, su presencia era armónica con la «economía del beneficio», mediante la cual, a través de la ayuda a los pobres, se exculpaban los pecados y se lograba la aprobación de la Iglesia. La caridad era, por tanto, un valor apreciado dentro de esta sociedad (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
La caridad a los desfavorecidos se entendía en las épocas coloniales como una forma de protección contra la ira divina. Se temía a los castigos expresados a través de las pestes, las tragedias ambientales, las tasas de mortalidad infantil altas, entre otros. Por lo tanto, la mendicidad se ejercía públicamente y la caridad tenía canales formales de financiación a través de testamentos o fondos de cofradía. Sin embargo, dentro de los desfavorecidos existían poblaciones privilegiadas sobre otras, como, por ejemplo, doncellas huérfanas o viudas de soldados (Ramírez, 2006; Barrios et al., 2007).
En el siglo XVIII se produjo un cambio en el entendimiento social de la pobreza. Esta dejó de comprenderse como una consecuencia divina y se apropió como una problemática social dependiente de los mismos pobres. Esto en las colonias fue un impacto del proceso de modernización de la administración pública que se produjo al interior de las ciudades europeas. La mendicidad empezó a reprimirse y en Santa Fe la movilización de los indios dentro de las áreas centrales y administrativas se restringió por considerarlos peligrosos, perezosos y proclives al vicio de beber chicha, por esto solo podían circular en los días de mercado. En esta época, en los hospicios se enseñaba artes y oficios a los pobres. Se cree que para 1774, lo que hoy corresponde a los habitantes de la calle, en Santa Fe pudo representar el 3 % del total de la población, es decir, un total aproximado de unas 500 personas. En síntesis, los pobres se convirtieron en un posible peligro para la sociedad y su control mediante su censo y ubicación en hospicios representaron expresiones de las políticas formales de su abordaje (Ramírez, 2006; DANE, 2004; Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
Con la Independencia, el entendimiento anterior de la «protección social» se mantuvo incluso hasta la segunda década del siglo XX. Durante todo el siglo XIX se acentuó la estigmatización de los pobres y se les adjudicó una conexión directa con la delincuencia y con bajas condiciones higiénicas y de salud. La asociación entre el Estado y la Iglesia en cuanto al manejo de las «políticas sociales» se mantuvo y los pobres nunca alcanzaron el estatus de ciudadano por ser sirvientes domésticos, jornaleros o vagos, de acuerdo con los lineamientos de la Constitución de 1831 (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
En general, la extensión del siglo XIX dentro del nuevo Estado granadino se caracterizó por un deterioro económico, y la protección a los pobres tuvo un carácter de asistencia pública con un enfoque eminentemente caritativo, sin ningún interés estatal por combatir o superar la pobreza. Además, se incrementó la restricción a mendigar porque se impuso un permiso legal para poderla ejercer; de hecho, las personas en situación de pobreza se clasificaban como pobres válidos, pobres vergonzantes, pobres laboriosos, vagos e indigentes (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
Según Ortiz (2004), con la Independencia hubo un deterioro de las condiciones sociales del apoyo a los niños huérfanos y abandonados. De hecho, las guerras de independencia incrementaron la cantidad de niños sin padres y las escasas instituciones de la colonia para ellos se expropiaron y se cerraron. El Hospicio Real, que acogía a una importante cantidad de niños, se cerró, por lo que se desplazó a su población infantil a la calle, quienes se organizaron grupalmente para su supervivencia; así surgió la denominación de chinos de la calle y, después, gamines (Barrios et al., 2007).
Al interior de la primera República Liberal de la segunda mitad del siglo XIX se produjo, según Rodríguez (2006), dentro de los sistemas de protección social, una modernización de la caridad. El Estado adquirió un carácter federal y se descentralizó la administración económica. Se entendió que la Iglesia estaba aliada con el Partido Conservador, por lo que la asistencia social debió administrarse a partir de la beneficencia pública, lo cual se reglamentó oficialmente mediante un código en 1869. Sin embargo, esto no cambió el enfoque de abordaje de la pobreza, por lo que se mantuvieron los preceptos de la caridad privada al interior de las instituciones y los recursos públicos (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007).
De acuerdo con Ortiz (2004), la resocialización de los niños de la calle se dio hacia 1858 con la reapertura del Hospicio Real, con una capacitación para ellos como lustrabotas. Esto solo funcionó hasta la prohibición de este oficio para quienes no se encontraran formalmente inscritos (Barrios et al., 2007). Sobre la reapertura del Hospicio Real, Cordoves (2006) relata lo siguiente:
Al principio tropezaron con la casi imposibilidad de recluir algunos de los centenares de chinos vagabundos entregados a los vicios más repugnantes, vestidos de andrajos, durmiendo donde les cogía la noche, ejerciendo la ratería en todas las formas y, lo peor, esparciendo el letal contagio con los muchachos que no saben para donde vienen ni para donde van. (p. 1456)
El Hospicio Real en 1883 fue asignado a las Hermanas de la Caridad y fue soportado económicamente por la Beneficencia de Cundinamarca, según Ruíz, Hernández y Bolaños (1998).
La situación social de los pobres se deterioró aún más en la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia de varias guerras civiles. En 1886 se formuló la Constitución Política, que continuó la exclusión de los derechos políticos a los más marginados. Desde 1880 hasta 1930, la corriente política hegemónica fue la conservadora, cuyos líderes siguieron tomando como ejemplo los lineamientos de la asistencia de los países europeos; por eso, a este periodo se le llamó el asistencialismo importado, que incluyó la subvención de asilos, hospicios y otras actividades de beneficencia. En 1886 también se creó la Junta Central y los Departamentos de Higiene, los cuales tenían funciones policíacas ejecutadas por la policía. Los pobres paralelamente resolvían sus problemas de salud a través de iniciativas de beneficencia privadas, administradas por la Iglesia o mediante prácticas altruistas médicas. Los hospitales concebidos como de caridad eran la representación emblemática del modelo, aunque la beneficencia también incorporaba orfanatos, ancianatos, asilos para personas con problemas mentales, comedores comunales, entre otras. Las juntas de beneficencia fueron usadas por líderes para acceder a otros cargos públicos (Rodríguez, 2006; Hernández y Obregón, 2002; Barrios et al., 2007).
El recorrido histórico inmediatamente presentado del precario «sistema de protección» infantil hasta finales del siglo XIX en Bogotá dio cuenta de cómo este estuvo fundamentado en preceptos caritativos desarrollados desde instituciones privadas religiosas. Las acciones inicialmente se enfocaban en dar un soporte piadoso a madres desprotegidas y a sus hijos, así como a huérfanos y a niños abandonados y después a los niños de la calle, quienes rápidamente se asociaron con la delincuencia juvenil. A partir de esto último, las actividades de hospicio tuvieron la función de control social sobre dicha problemática.
Volviendo a los espacios europeos, las circunstancias de deterioro de las condiciones de vida de muchos niños en el primer cuarto del siglo XX, específicamente de quienes estaban por fuera del núcleo familiar, fueron las que generaron, desde el hacer de organizaciones de la sociedad civil, el posicionamiento de la protección del menor en situación irregular (por fuera de su familia). Los lineamientos de la protección infantil se adoptaron en la Carta de Ginebra, los cuales se aprobaron en la quinta asamblea de la Sociedad de las Naciones en 1924.
El final de la Segunda Guerra Mundial con la puesta en escena del holocausto judío por parte del nazismo y la destrucción masiva de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki por la bomba atómica generó la creación de un mecanismo de regulación transnacional: el Sistema de las Naciones Unidas. Con este, se posicionó el discurso de los derechos humanos. Los derechos del niño se establecieron en la Declaración de los Derechos del Niño, proclamada en 1959, la cual es ratificada en la Convención sobre los Derechos del Niño, de 1989. Según esos instrumentos jurídicos de carácter internacional, los niños/as «se convirtieron en sujetos titulares de derechos y obligaciones en los cuales se funda la democracia contemporánea» (Galvis, 2006, p. 109). Sin embargo, Galvis opina que «no existe consenso sobre los alcances de la titularidad de derechos y el debate continua» (Galvis, 2006, p. 109).
Como se expuso previamente, en Colombia el concepto de protección a la infancia se posicionó desde el Estado a partir de finales del siglo XIX a través de programas de beneficencia, los cuáles siguen basados en la caridad cristiana, ahora insertados en políticas estatales. Este es el caso de los programas generados desde la medicina preventiva, como La Gota de Leche, que oficialmente empezaron en 1917 bajo el apoyo de la Sociedad de Pediatría y con el liderazgo del Doctor Calixto Torres Umaña (Rodríguez, 2007). También, se posicionaron los programas Sala Cuna en la década de los cuarenta (De la Rosa, 1944). En 1946 se creó el Consejo Nacional de Protección Infantil (Sociedad de Pediatría, 1963). Este tipo de programas generados desde la pediatría social demuestran interés de los pediatras en el abordaje de problemáticas sociales que influyen en el bienestar y la salud de los niños, especialmente en el ámbito nutricional y que guardan estrecha relación con altas tasas de mortalidad infantil.
De acuerdo con Hernández y Obregón (2002), la historia de la protección social en Colombia inició su segunda fase desde la segunda década del siglo XX, con el inicio de la industrialización y el pago asalariado de los trabajadores, así como con el desplazamiento de los campesinos a las ciudades. Por esto, el Estado asumió el abordaje de las problemáticas sociales como un producto de la modernización del mismo. Estos autores describen una sinergia entre la higiene pública y la economía, facilitada por la producción, industrialización y comercialización del café (Barrios et al., 2007).
Sin embargo, los cambios subsiguientes en el siglo XX dentro del sistema de protección social poco afectaron los lineamientos de la protección a la niñez. Es decir, la siguiente trasformación de la protección social, que sintéticamente incluyó la irrupción de la clase obrera y la creación de sindicatos, la creación de asociaciones de comerciantes e industriales (Hernández y Obregón, 2002) y la incorporación de los principios del aseguramiento con la clasificación de distintos tipos de trabajadores (Rodríguez, 2006) llevó a lo que Hernández (2020) en términos de salud denominó como la fractura originaria de los servicios de salud en Colombia.
Tampoco hubo trasformaciones significativas del enfoque asistencialista dentro del sistema de protección de la niñez en Colombia durante el tercer periodo histórico del sistema de protección social del país. Este fue producto de la globalización financiera con la implementación del modelo de competencia regulada en salud. A su vez, dichos lineamientos tuvieron condicionantes transnacionales que seguían los preceptos del consenso de Washington, facilitado por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. A través de lo anterior, se asumió la política de reducción del Estado y la descentralización administrativa, con lo que se le dio mayor responsabilidad a las administraciones locales y se fomentó la participación comunitaria (Rodríguez, 2006; Hernández y Obregón, 2002; Barrios et al., 2007).
El recorrido histórico institucional de asistencia para los niños huérfanos, abandonados o que viven en la calle da cuenta de muchas de las instituciones que se crearon en el siglo XX para atender a este tipo de poblaciones. Al respecto, en Bogotá se han referenciado:
La conformación en 1930 del Instituto Tutelar y la Escuela de Trabajo; en 1934 el Amparo de Niños; en 1935 las Granjas del Padre Luna; en 1944 el Dormitorio Lourdes, en 1949 el Instituto Montini; en 1950 la Escuela del Redentor; en 1960 la casa maternal Rosa Virginia, y; en 1966 la Residencia Juvenil de Niñas a cargo de las Hermanas del Buen Pastor. (Ruíz, como se citó en Barrios et al., 2007 p. 56)
En 1968 se creó el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Ley 75) y en 1989 se aprobó el Código del Menor, que se sancionó 7 días después de la Convención (Galvis, 2006) y, aunque reconoció los derechos de la niñez, predominó en este la doctrina de la situación irregular. En Colombia, el posicionamiento legislativo del discurso de los derechos del niño solo se hizo realidad en el 2006 mediante la Ley 1098 de 2006 o Código de la Infancia y la Adolescencia. De modo que pasó más de un siglo para que en el país jurídicamente se pasara del «menor como objeto de protección» a los «niños/as como sujetos titulares activos de derechos». Se insiste en que esa transformación jurídica y legislativa de la niñez ha sido el resultado del posicionamiento progresivo en la esfera internacional del discurso de los derechos humanos, que gradualmente ha permeado a la infancia.
La incorporación de la Convención de los Derechos del Niño en la legislación colombiana a través de la Ley 1098 es un adelanto significativo; sin embargo, ese paso no garantiza el cumplimiento de mandato de la protección integral, aunque permite posicionar un ideal utópico y, por tanto, posible. Un ejemplo de lo anterior es que en octubre de 2006, la administración del Distrito Capital de Bogotá publicó la Resolución 1001, que reglamenta los programas e instituciones de educación inicial. Dentro de los lineamientos del proceso pedagógico sobre la garantía de derechos se considera la promoción del aseguramiento en salud y el derecho a la alimentación, al nombre y a la protección contra cualquier tipo de violencia. Sobre el cuidado calificado se incluyen la promoción de la lactancia; la suplementación con micronutrientes, de la salud oral y del buen trato; la verificación de la vacunación; el seguimiento al crecimiento y desarrollo, y el manejo de enfermedades frecuentes (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2006).
Como puede leerse, el contenido en detalle de esa reglamentación se refiere a lo que, según la Convención de los Derechos del Niño, es parte de los derechos de supervivencia y de protección. Es decir, esa norma está más cerca a la doctrina de la situación irregular que a la de la protección integral. Seguramente las condiciones en las cuales viven los niños y niñas usuarias de las instituciones de educación temprana del Distrito Capital hacen que en ese momento este tipo de abordaje legislativo fuera el pertinente; no obstante, esto condiciona una práctica social más cerca de la asistencia que del abordaje desde la garantía de los derechos del niño. Barrios, Díaz y Koller (2013) documentaron, mediante un estudio de corte etnográfico con inserción de los investigadores dentro de una institución vinculada al sistema de protección infantil en Colombia, que los preceptos que regulan la práctica cotidiana institucional básicamente son de tipo asistenciales.
Desde el último cuarto del siglo XX, las transformaciones socioeconómicas, en particular la dinámica del mercado laboral, ha generado grandes modificaciones en los espacios familiares. La pauperización de la cantidad y calidad del trabajo han venido desplazando al hombre de su condición de proveedor «natural» de la familia, y la mujer, antes confinada a la casa, ha tenido que desplazarse al mercado de trabajo. Esto se ha asociado a un incremento en las tasas de violencia intrafamiliar por parte del hombre, quien intenta ratificar por esta vía su supremacía en la familia. Lo anterior, también en deterioro de las tasas de maltrato infantil (Jelin, 1994).
Igualmente, se produjo un proceso de urbanización con reestructuraciones de la familia para ajustarse a la precarización económica. En particular, en las familias más pobres es común la convivencia de varias generaciones y núcleos familiares insertos dentro de una «nueva forma de familia extensa», que convive bajo un mismo techo para optimizar los escasos recursos monetarios (Pachón, 2007). Las nuevas dinámicas familiares condicionadas por el hacinamiento, la pobreza, la subordinación, las nuevas relaciones de género, entre otras, son proclives a la desprotección de los niños.
Los sistemas de protección social se pueden concebir como una compleja articulación entre concepciones, leyes y dinámicas institucionales insertas dentro de los Estados con la intención de gestar bienestar a todos los ciudadanos, por lo que su equilibrio debe tener en cuenta los aspectos políticos, los recursos económicos y las necesidades cotidianas de las familias para responder al balance entre la economía y los requerimientos de la sociedad (Rodríguez, 2006; Barrios et al., 2007). A su vez, la protección social aplicada a la protección infantil se entiende como la garantía que la familia, la sociedad y el Estado le dan a la niñez para su protección integral, es decir, «el reconocimiento de los niños como sujetos de derechos, la garantía y cumplimiento de los mismos, la prevención de su amenaza o vulneración y la seguridad de su restablecimiento inmediato» (Sociedad Colombiana de Pediatría, 2011, p. 20).
Según la Constitución Política, Colombia es un Estado social de derecho, por lo que su responsabilidad trasciende la garantía de los derechos civiles y políticos. Esta condición incorpora también la garantía de los derechos sociales, económicos y culturales, por lo que sus ciudadanos deben tener acceso a la seguridad social, la vivienda, la alimentación, la salud y la educación. Si lo anterior se cumpliera, en teoría estarían dadas las condiciones básicas para que se generara el desarrollo integral de todos los niños, niñas y adolescentes colombianos (Barrios et al., 2007).
Sin embargo, a pesar de lo enunciado en la Constitución, las familias colombianas más pobres y desfavorecidas tienen pocas probabilidades de facilitar los prerrequisitos básicos del desarrollo integral de la niñez, que se soportan en la garantía de los derechos de segunda generación citados en el párrafo anterior (Barrios et al., 2007). Según Rodríguez (2006), los preceptos de la protección social en Colombia se sustentan en el manejo social del riesgo en contraposición a garantizar los derechos sociales, económicos y culturales según le correspondería a un Estado social de derecho. El enfoque del riesgo se basa en un aseguramiento mixto que incorpora compromisos individuales y privados, dándoles gran responsabilidad a las familias para amortiguar y paliar las condiciones y riesgos que afectan los derechos fundamentales (Holzmann y Jorgensen, 2000; Barrios et al., 2007).
Según el Banco Mundial, el manejo social del riesgo como enfoque predominante dentro de los sistemas de protección se constituye en una estrategia central para la reducción de la pobreza (Holzmann y Jorgensen, 2000). Los riesgos se abordan estratégicamente previniéndolos, mitigándolos cuando ya se ha producido el daño o superándolos cuando ya existen eventos negativos establecidos; las anteriores estrategias están asignadas a un nivel informal cuyos respondientes principales son las familias y la comunidad, al mercado a través de estrategias de aseguramiento privado o al nivel público cuando los dos anteriores niveles son incapaces de responder a las necesidades.
Por esto, existe una amplia variedad de actores participantes dentro de las estrategias de protección social basadas en el manejo social del riesgo que incluyen a ciudadanos, familias, comunidades locales, ONG, instituciones gubernamentales y organizaciones internacionales, entre otras. No obstante, se señala que el papel del sector público, que debería ser fuerte en cuanto a seguros de enfermedad, vejez, desempleo o invalidez, previsión social, políticas fuertes laborales, entre otras, probablemente tenga menor preponderancia en comparación con los sistemas informales y de mercado (Holzmann y Jorgensen, 2000; Barrios et al., 2007).
Este abordaje de la seguridad social, que es el que aplica el Estado colombiano, va de la mano con otros lineamientos teóricos neoclásicos, como los que se aplican dentro del Sistema General de Seguridad Social en Salud, que evidentemente no dan respuesta a las necesidades de protección social de los más desfavorecidos. El análisis de la protección social, a juicio del autor, debe hacerse como un todo. Si no se incorporan elementos más amplios, que incluyan las posibilidades reales de protección de los derechos sociales, económicos y culturales de los grupos familiares, el análisis de sistema de protección de la niñez en Colombia queda solo sustentado bajo las premisas teóricas del discurso de los derechos del niño. Esto condiciona que se desconozcan las condiciones reales de vida de las familias más pobres, excluidas y/o marginadas, las cuales, a su vez, son las que tienen más probabilidades de vivir bajo condiciones que favorecen el multitrauma en la niñez (Barrios et al., 2013).
Legislativamente, la protección de la niñez en Colombia se rige bajo los preceptos de la Ley 1098 o Ley de Infancia y Adolescencia. De forma sintética se puede decir que dicha Ley se fundamenta en los lineamientos de la Convención de los Derechos del Niño, que tiene como principios fundamentales el derecho a la no discriminación, el del interés superior del niño, el derecho a la supervivencia y el desarrollo y el derecho a ser escuchado y considerado seriamente (Sociedad Colombiana de Pediatría, 2011). La Ley 1098 tiene tres apartados o libros: el primero de ellos básicamente establece las premisas para resolver los distintos tipos de vulneración de derechos de los niños, incluida la violencia y el maltrato infantil; el segundo, aborda la responsabilidad penal juvenil, y, el último, se encarga de los aspectos políticos y administrativos del sistema. Así, analizando críticamente el sistema de protección a la niñez desde la legislación, esencialmente en Colombia, sigue abordando las mismas problemáticas como lo hacía hace más de un siglo, es decir, la desprotección, el maltrato infantil y la delincuencia juvenil. Con lo anterior, el autor no desconoce los significativos avances que se han logrado en materia de los derechos del desarrollo y participación con la participación activa de muchos sectores de la sociedad civil, en particular en el área de educación inicial. Solo se pretende resaltar la prevalencia del maltrato infantil, que es el motor de este trabajo.