Читать книгу El poder de la derrota - Miguel Ángel Martínez López - Страница 6
ОглавлениеLa profesora
Era costumbre de la zona que los pueblos fueran feos. Éste no era una excepción. Las construcciones se agrupaban anárquicas a los lados de las calles, sin más orden que la numeración de sus portales, y no siempre. Casas de muro de piedra con balconada señorial se alternaban con otras encaladas con portones pintados de verde. No faltaban las construcciones modernas de ladrillo naranja con portales de aluminio, ni los solares cercados con desecho de rasillas y almenadas de afilados cristales de colores. Esa mezcla de estilos, sensibilidades y sobre todo esas ausencias estéticas a beneficio de un sentido práctico que parecen querer provocar desafiando al buen gusto, todo eso era lo que a sus ojos resultaba horroroso.
En esto ocupaba su cabeza cuando el autobús detuvo su marcha y la abandonó en aquel pueblo perdido. Miró a su alrededor y encontró poca cosa. La plaza no era más que un ensanchamiento de la carretera que atravesaba el pueblo. Tuvo que caminar un poco para encontrar a alguien. Eran las tres de la tarde a finales de agosto, hora de siesta o culebrón. Preguntó por su única referencia, la tía Carmela. La cosa parecía fácil, la torre de la iglesia era su guía, bordeando la iglesia y justo detrás, allí estaba su nueva morada.
No conocía a nadie del pueblo, la casa era la de su antecesora, que le había dado la referencia y le había conseguido el alquiler. La tía Carmela era la vecina, una vieja enjuta y briosa que le haría gustosa de ama de llaves a cambio de un poco de conversación. Fue fácil encontrarla. La tía Carmela estaba sentada a la puerta de su casa. No fue necesario preguntar, la esperaban.
El pueblo, siendo bastante vulgar, no carecía de sus peculiaridades. Pequeño pero con Instituto de Enseñanza Secundaria, por su escasez de habitantes importaba de los alrededores tanto a los profesores como a la mayoría de los alumnos. De hecho ella era la única profesora que residía en la localidad, seguramente porque era la única que no tenía carné de conducir.
La casa no estaba ni bien ni mal, nueva pero fea. Con entrada directa a la calle a través de un minúsculo porche que permitía albergar un par de tiestos. El interior le recordó inicialmente el apartamento en la playa, esa especie de bodegón inmobiliario que parece estar amueblado intencionadamente para no cogerle cariño.
Estaba resignada a su destino. Nada podía hacer contra él. Al menos conservaba la esperanza de poder desarrollar una labor profesional digna, pensando, como cualquier profesor novato, que si la España rural seguía sumida en cierto subdesarrollo era porque nadie se había propuesto lo contrario.
La hospitalidad de la tía Carmela le solucionó el problema logístico de la cena, lo que le permitió dedicar la tarde a tomar posesión de sus nuevos dominios. La anterior inquilina, que duró poco allí, dejó la casa como la encontró. Una casa nueva, construida porque algo había que hacer con una inesperada herencia, que encontró en el alquiler a profesores una buena forma de mantenerse. Ya se sabe que las casas vacías se deterioran rápido.
Llevaba consigo pocas cosas que no tardó en colocar en los fríos estantes. Se dio cuenta de la tarea que se le presentaba de convertir su nueva casa en su hogar, hacerla suya, habitarla. Dedicó la tarde en buscar las pocas tiendas del pueblo y comprar una primera tanda de imprescindibles. Limpió el baño y la cocina. Preparó la cama. Comprobó el funcionamiento del televisor que sólo sintonizaba dos canales que repetían continuamente las imágenes del fatal accidente de Diana de Gales (“Pobre mujer”, pensó). Probó el escaso confort de un sillón de orejas de cuero tan frío como el resto del inmueble. Guardó los ceniceros, inútiles para ella, en un cajón, limpió el polvo de los escasos estantes y colocó la foto de sus padres en el principal como gesto definitivo de toma de posesión de su nuevo hogar.
Antes de que la soledad rodeara su pensamiento le alcanzó la hora de la cena y fue a buscar a su vecina, cuya invitación le pareció muy desconsiderado despreciar.
La tía Carmela era una señora vieja, pequeña, delgada, de negro casi riguroso. Reunía en sí una diligencia impropia de su edad y un trato sobrio a la vez que delicado. Sabía escuchar sin preguntar inconvenientes. Esto sorprendió a la invitada que en su excursión comercial había podido experimentar cómo se trata en un pueblo pequeño a un forastero recién llegado. La sensación de ser examinada de arriba abajo, de afuera a adentro, las preguntas impertinentes: ¿y está casada? ¿Y tiene novio?... eso ya lo había podido comprobar. Acudía a la cita con cierta precaución. Sin embargo Carmela era distinta. Era una especie de psicoanalista rural que alimentaba la conversación con frases cortas o simples apoyos verbales para que su interlocutor se sintiera cómodamente en su discurso. De tarde en tarde dejaba caer alguna frase más larga que sonaba a versículo del libro de la Sabiduría. Al volver a casa, la recién llegada concluyó que había conocido a una buena persona.
Se durmió pensando cómo había pasado la velada contando todas sus ideas para decorar la casa y darle un toque mejor. Como en los diálogos de Platón ella expuso todo su pensamiento en una conversación asimétrica donde su interlocutora no aportaba más que “claro”, “y ¿cómo?”, “buena idea”, “no está mal”, “eso está bien”... y recordaba una de las frases sapienciales que se le grabaron: “La gente necesita vestir su casa como vestir su cuerpo, porque es parte de sí misma”. Se arropó enrollándose en la sábana pensando que enrollaba su casa con ella, respiró profundamente y se durmió.