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CAPÍTULO 4
UN DÍA AL AIRE LIBRE

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Año 1940.

Hacía muy poco que vivían en El Rancho sobre el río Gelvez. De a poco su abuela y Ana se habían acostumbrado a esa vida solitaria, en esa geografía difícil, en los remolinos que su vida les presentaba, destino caprichoso el de ellas. Roque había contratado a tres isleños que mantenían a raya a la exuberante vegetación de las islas. De sol a sol había que podar arbustos, trabajar las zarzamoras que se entrelazaban a los árboles pretendiendo ahogarlos. Las mismas glicinas que eran tan hermosas con sus ramilletes a comienzos de la primavera azulando el monte, se prendían también a otro tipo de árboles queriendo extraer toda la savia y vivir de ellos. Limpiar la hojarasca que tapaba los caminos interiores de las quintas, era tarea diaria. Como siempre dice la gente de las islas, la naturaleza se ve avanzar y si no se la detiene a tiempo, convertiría todas las quintas en algo semejante a una selva tropical.

El día había amanecido brillante y Ana y Roque prepararon en el muelle una especie de pícnic con una canasta que les preparó la Oma, se proponían pasar toda la tarde pescando y tomando sol. Extendieron un mantel y Roque mientras tanto preparó las cañas. Mientras comían, Roque como acostumbraba le dijo a Ana:

—Os tengo que contar lo que les pasó a los García.

—¿Quiénes son? —preguntó Ana.

—Unos que viven en una casita sobre el arroyo Abra Vieja —respondió Roque.

—¡Ah! sí, los conozco. La señora es muy amable. La encontré varias veces en la estación fluvial —le comentó Ana.

—El marido trabaja en las oficinas del poder judicial de San Isidro. Viaja todos los días en la primera lancha y regresa en la última —le dijo Roque.

—¿Es abogado?—preguntó Ana.

—Que va —respondió Roque—. Si el pobre apenas sabe leer, pero con ese trabajo mantiene muy bien la casa. Creo que es encargado de repartir la correspondencia que llega al juzgado. La cuestión es que la semana pasada se prepararon porque fueron invitados al casamiento de la hija del director del Juzgado, un fiscal muy conocido. La ceremonia se realizaría en la catedral de San Isidro.

—¿Y qué pasó? —preguntó Ana.

—Qué no les pasó —le contestó Roque—. De todo, les pasó de todo. A mí me lo contó el marinero del capitán de la Interisleña. Bueno, se prepararon. Como la señora pensó que los novios por su posición tendrían demasiados regalos, les preparó unos dulces para que los disfruten en el viaje de bodas. La señora García parece que es una excelente repostera. Desde el día anterior estuvo preparando la ropa que se pondrían para el evento. Ya había enviado el traje que usaba todos los días su marido a la tintorería y el vestido de ella, que cuando se lo fue a probar notó que le quedaba muy apretado, pero con un chal solucionó la cuestión. Lucrecia García envolvió con prolijidad la bandeja con los dulces. Tomarían la lancha de las 18:30 horas y luego el tren que los dejaría a una cuadra de la catedral. Como el tren estuvo parado media hora por un desperfecto, llegaron cinco minutos antes del comienzo de la ceremonia. La iglesia estaba abarrotada. Ese casamiento representaba un acontecimiento social muy importante.

A la entrada del templo una joven ubicaba a los invitados. Cuándo los vio parados en la puerta, les preguntó:

—¿Son familiares del novio o de la novia? —La señora García pensó. Primero no eran familiares de ninguno de los dos y así se lo comunicaron a la señorita.

—Perfecto —agregó—. ¿Pero son amigos tal vez de alguno de ellos? —Esta vez intervino el señor García.

—Solo conocidos del padre de la novia.

—Pueden tomar asiento a la derecha del pasillo —agregó la señorita.

Los García se dirigieron por el pasillo lateral y, como todos los asientos estaban ocupados, se sentaron en el primer banco que estaba libre. La joven organizadora del evento se acercó y les dijo que ese sitio estaba reservado para los padres de la novia. Justo en ese momento, se abrió la puerta central y se vio a la novia parada junto al jefe de Eugenio que comenzaban a caminar sobre la alfombra roja, mientras la marcha nupcial de Mendelssohn se escuchaba en todo su esplendor.

Ana notaba como su amigo Roque exageraba su relato. Hasta lo teatralizaba. Pero ella estaba extasiada escuchándolo, como todo lo que su amigo le contaba, aunque no fuera cierto.

Los García se quedaron sentados en el mismo banco. Lucrecia sosteniendo su bandeja con sus manos enguantadas y la abuela de la novia y su madre se ubicaron con ellos. Cuando el padre de la novia entregó a su hija frente al altar, se dirigió al primer banco. Cuando vio a García no entendió nada. ¿Qué hacia ese empleado en la boda de su hija?

—Permiso, este es mi lugar —les comunicó el jefe.

—Muévete mi amor —le dijo Eugenio a su mujer—. Se tiene que sentar mi jefe.

—¿Qué hace acá? —le preguntó su jefe.

A todo esto, comenzó la ceremonia.

—Estamos acá reunidos para celebrar la boda de… —comenzó.

—¿Quién lo invitó? —irritado preguntó el padre.

—Usted —contestó García—. ¿No se acuerda? Me dio la tarjeta el martes cuando estaba por subir al ascensor.

—Es un imbécil. ¿No leyó el sobre? Era para que lo lleve al ingeniero Magaña del quinto piso.

—Sí —respondió García—. Usted me lo dio y yo pensé…

—Por favor cállese ahora, después hablamos.

Como el jefe de Eugenio estaba tan molesto, empujó a la señora García para dejar más lugar a su esposa. Lucrecia trastabilló y la bandeja se cayó abriéndose y los dulces comenzaron a rodar hacia atrás. Ella juntó los que pudo.

Mientras tanto el sacerdote continuaba. Cuando el jefe de García vio los dulces rodando por el corredor central se puso furioso. Los novios se dieron la vuelta para mirar hacia el primer banco desde donde el jefe estaba gritando a su empleado diciendo: «Lo juro, después lo vamos a hablar».

El órgano comenzó a ejecutar el Ave María en la entrega de anillos.

—Señora, señora, escuchó Lucrecia. Se dio vuelta y vio que la llamaban del tercer banco.

—¿Qué les puso? Adentro, a los dulces.

—Ah —respondió Lucrecia, crema pastelera.

Del otro lado del pasillo, otra señora dijo:

—Pero tiene un poco de licor, ¿no?

—Sí —contestó un señor—. Parece sabayón.

—Con este anillo, yo te desposo y prometo cuidarte… —Mientras tanto el sacerdote continuaba.

—No señor, Sabayón no es. Lo que tiene es tan solo un poco de alcohol en la crema —respondía la señora García.

—Y por arriba, ¿qué es? —preguntó una voz que venía de la quinta fila.

Lucrecia que a todo esto ya se sentía una chef con una estrella Michelin.

—Es cremor tártaro y un poco de merengue italiano —dijo Lucrecia.

Desde el penúltimo banco, un joven muy apuesto comentó.

—Yo le hubiese puesto solo merengue y hubiese evitado el cremor.

—La cocinera soy yo —gritó Lucrecia.

La novia para esas instancias ya estaba llorando. Nadie estaba atento a su ceremonia.

—¡Están buenísimos! —agregó otra chica jovencita.

Desde el altar el sacerdote en voz muy alta dijo:

—Señores por favor, más respeto. Estamos en la casa de Dios.

—¿Qué dijo el sacerdote? —preguntó una señora.

—Que es merengue italiano —le contestó una ancianita.

—María Mercedes Troglio. Te entrego este anillo como prueba de mi amor y yo también prometo cuidarte y amarte….

—¿ Y cómo se hace el merengue italiano?

—Y ya entregado los anillos, yo los declaro marido y…

García que a todo esto estaba cada vez más entusiasmada dijo:

—Mire usted, se prepara un almíbar y aparte se baten las claras a punto de nieve…

En ese momento el padre de la novia se acercó al grupo y los increpó.

—Señores, esto es una verdadera vergüenza. Si querían arruinar la ceremonia, ya lo han logrado.

—Pero usted tiene que entender. Yo a esta mujer no la voy a ver más y quiero la receta —comentó un caballero del fondo.

—Puede besar a la novia. Que el hombre no desuna lo que Dios ha unido… —seguía recitando el sacerdote.

—Ah, García. El lunes a primera hora tenemos que hablar seriamente en el juzgado.

Sí señor —respondió García.

Cuando iban saliendo García se acercó a su mujer y le dijo en el oído:

—Has oído, quiere hablar conmigo. Yo escuché que están buscando a una persona para suplantar a alguien en el quinto piso.

—¿Y te lo darán a ti? —respondió Lucrecia.

—Y de qué va a querer hablar, si no es de eso mujer —le contestó su marido—. Te digo que los dulces te salieron como nunca…

—¿Y qué les pasó a los García? —preguntó Ana.

—A García lo despidieron inmediatamente. Primero fue un gran drama. Se lo pasaban llorando y un día Lucrecia recibió una carta en donde le comunicaban que tenía que presentarse en el hotel Alvear para dirigir la sección de repostería —le contestó Roque.

—Y… ¿Cómo consiguieron la dirección?, ¿quién la mandó? —preguntó Ana.

—Te acuerdas que un joven sentado en el último banco le pidió la receta. Fue preguntando y llegó al juzgado donde le dieron la dirección del matrimonio García. ¿Has visto Ana? No hay mal que por bien no venga.

—Qué lindo, lo que me has contado Roque —dijo Ana.

Como todas las historias que le contaba Roque, no sabía si eran ciertas o se trataba de esa imaginación tan fértil que tenía su amigo, pero eran historias tan lindas que Ana no perdía detalle. Y sin haber pescado nada se fue pasando la tarde, mientras los abejorros seguían su trabajo entre las flores de la costa.

Sudestada. Aguas turbias

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