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JÜRGEN

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Encerrado en el estudio, oía el incesante parloteo de mi cuñada y esa chica mientras recorrían la casa. Cotilleé la mesa de Soren, llena de papeles, artículos de obras subastadas en países de nombres impronunciables, catálogos de colecciones y, junto a todo, muestras de color rosa y beis, fotos de flores y papel de colores. La decoración para el cuarto del futuro Müller parecía acaparar la mesa de mi hermano. Cuando Soren volviera, esperaba que pusiera orden y tirara todo a la basura.

Como si lo hubiera invocado como al mismo demonio, la puerta se abrió y él entró con paso decidido. Con el paso de los años nos parecíamos más y más, él quizá un poco más rubio y con los ojos azules en lugar de verdes, como los míos. Él era idéntico al rostro de los retratos de la escalera, al de todos los Müller, al de nuestro padre. Era así como debía ser, Soren es el heredero de todo.

No me equivocaba, al ver su espacio lleno de porquerías ñoñas, ladeó la cabeza con fastidio y colocó la papelera al final de la mesa. Con el brazo arrastró todo hasta que cayó en el cubo.

—¿Ya está aquí la chica? —preguntó Soren, como si desconfiara de que me hubiera portado bien y hubiera llevado a Nela a buscarla al aeropuerto. Ni un saludo, ¿para qué?

—Sí, hermanito, anda por ahí con tu mujer. ¡Joder, lo que hablan!

Soren sonrió, quizá porque Nela llenaba su carácter callado y reservado con interminables frases y sonrisas, ya no quedaban apenas silencios en la casa.

—¿Cómo está Alice? —preguntó Soren y, al hacerlo, la sorpresa se reflejó en mis ojos. ¿De verdad le importaba a mi hermano o era por Nela?

—Muy buena —contesté con una sonrisa que lograba siempre desesperarlo. Al acercarse, golpeó mi hombro para llamarme al orden.

—Sabes que no era eso lo que preguntaba, Jürgen. «Le vendrá bien a Nela tenerla por aquí», y punto, eso debías contestar. Aléjate de ella, se casa el mes que viene y, si le jodes la boda a su amiga, Nela te matará. Y nada de fiestas, ni amiguitas medio desnudas recorriendo la casa.

Ambos recordábamos el momento en que conocí a Nela en aquel mismo estudio, yo con una rubia colgada de mi cuello y ella, con su habitual timidez, me caló al instante con una sola mirada.

—He cambiado, hermanito —afirmé muy serio porque así lo sentía, o al menos eso quería pensar. A punto de sonreír, sé que Soren me dejó de prestar atención al minuto al ver el maletín en el que estaba el cuadro. Sus ojos brillaban con interés—. Ahí tienes tu juguete, ¿tienes comprador?

—Sabes que podemos permitirnos quedarnos con él.

—Lo dices porque no sabes lo que pagué por él…

Casi con reverencia saltó los dos clics de seguridad del maletín y con las dos manos cogió el lienzo con admiración. Era pequeño y eso permitía no tener que enrollarlo, era tan antiguo y delicado que lo trataba con sumo cuidado y admiración. La luz de invierno, que entraba por los ventanales y arrojaba destellos sobre las paredes llenas de libros, nos permitía observarlo con detalle. Los bordes estaban comidos por el tiempo y el color amarillo, tan característico de las viejas obras, lo cubría y difuminaba. Soren me miró complacido, con una sonrisa de triunfo. Su mirada en ese momento fue adrenalina pura, poder y victoria.

—Jürgen, ¿te costó mucho sacarlo de Roma?

—No demasiado, tuve que sobornar a algunas personas, pero fue fácil. Había otros hombres en la puja que no se tomaron muy bien que los Müller nos lo lleváramos. —Distraído, me acerqué hacia la pared de libros que llegaba hasta el techo.

—¿Debemos preocuparnos? —preguntó Soren, inquieto.

El mercado del arte negro era así, grandes familias pujábamos por obras robadas o desaparecidas para luego venderlas a su vez por el doble de lo que se había pagado. Los Müller éramos eso, cambiantes de arte o marchantes desde tiempos del abuelo. Unas veces más honestos que otras. Arruinados tras la primera gran guerra, nuestra familia había encontrado la manera de subsistir y encontrar el beneficio de los conflictos en Alemania. Tras un golpe de suerte, en la segunda gran guerra, el abuelo se hizo con obras de arte que sobrevivieron al expolio nazi, siempre al margen de la política y de los horrores que rodeaban al país. Todas fueron escondidas en los sótanos del castillo de la otra orilla del lago, en Neuschwanstein, y él solo tuvo que ir a recogerlas cuando la guerra terminó.

—No creo, pero en la puja estaba Andréi.

Andréi era todavía el marido de nuestra hermana, Meike. Se habían separado un año antes cuando ella se enamoró del guardaespaldas de Soren. La enemistad entre ambas familias era desde entonces insalvable.

Soren iba a preguntarme algo cuando la puerta se abrió de golpe y las dos mujeres irrumpieron en el estudio.

—¡Soren, has vuelto! —gritó Nela. A la carrera se colgó del cuello de mi hermano.

Para cualquiera que conociera a Soren eso era como un milagro cada vez que lo veíamos, me alegraba por él, pero a veces el carácter de Nela desprendía tanto cariño y corazones que me ponía malo.

Detrás de ella, con cierta timidez, entró su amiga inglesa. Enseguida percibí sus mejillas rojas y el movimiento nervioso de sus manos.

—Alice, me alegra verte.

Soren la saludó desde lejos y ella no hizo ademán de acercarse. Conocía como todos las neuras de mi hermano: si él no mantenía contacto físico, nadie podía tocarlo, una de las grandes herencias que había dejado el cabrón de nuestro padre. Los tres recibíamos sus golpes, pero Soren fue su blanco más veces de las que podía recordar. Un niño solitario y callado, huía de la gente y de nosotros, hasta que Nela entró en Waldhaus.

—Yo también, Soren, te agradezco mucho que hayas permitido que os hiciera una visita. La casa es… ¡es preciosa!

Me dieron ganas de reír a carcajadas, la tímida Alice evitaba mirar en mi dirección desde que entró por la puerta. ¿Huía de mí?

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