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JÜRGEN

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—Soy Alice Barday, la amiga de Nela.

¿Es una broma? Tiene que ser una jodida broma. Cuando oía hablar a Nela de su amiga, imaginaba a otra persona, una amiga delgaducha y bajita, compañera de sus clases de historia, o yo qué sé, todo menos una mujer así. El pelo castaño recogido en un moño prieto que tiraba de su rostro hacia atrás y unos ojos marrones, del color de las hojas en otoño. No demasiado alta, pero lo suficiente para que admirara sus largas piernas bajo los amplios pantalones de vestir. Sus mejillas, cubiertas de pequeñas pecas y una sonrisa llena de hoyuelos dedicada a Nela. El penitente conquistador que llevaba dentro dio saltos y aplaudió tanto, el muy cabrón, que no dejó que oyera (en realidad sí lo oí, pero bastaba con ignorarlo), era la «amiga de Nela», intocable.

Lo que menos esperaba al regresar a casa, después de tanto tiempo, en busca de paz y tranquilidad, era que esperábamos visita al día siguiente: la amiga inglesa de Nela iba a pasar unos días en Waldhaus, antes de que mi sobrino naciera y, ante mi sorpresa, Soren se lo había permitido a ambas.

Allí estaba ella, Alice Barday, con sus pantalones de pinzas azul marino y su camiseta de los Rolling bajo una chaqueta del mismo tono apagado que sus pantalones, con los ojos entornados escrutando mi cara, la barbilla levantada, su desconfianza pintada en el rostro y su moño tenso anudado con fuerza. A primera vista parecía una chica estirada y tímida, pero ahora que veía sus gestos sencillos y la forma de bajar la mirada, me cuadraba más con el carácter de Nela.

—Encantado, Alice —dije tras darle un suave beso en la mejilla. Al hacerlo, rocé su cuello con la barbilla y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Su piel era suave y sin perfumes.

—Deja que te ayude con las maletas —reaccioné al fin con frialdad. Sin dejar que ella contestara, cogí sus cosas.

Allí estaba yo, huyendo de una vida de desenfreno, juergas y mujeres, para encontrarme con una monada inglesa de ojos increíbles entre el dorado y el castaño. Tal vez estar en casa unas semanas no sería tan aburrido como pensaba y podría distraerme haciendo claudicar a aquella estirada inglesa.

—Heiner nos espera fuera —ordené mientras las dos me seguían entre chillidos y risas. El camino a casa se iba a hacer largo.

El arte del amor

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