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ALICE

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Seguí a Nela, después de que ella aplacara la ansiedad de Soren, a través del corredor iluminado por la luz del sol. Nunca había imaginado que la casa tuviera tantas habitaciones. Una puerta cerrada tras otra hasta llegar al extremo del enorme pasillo.

—Es aquí, Alice.

Nela abrió una puerta de madera más clara y pequeña que las demás. Subimos unos pocos escalones de piedra, una alfombra en el suelo evitaba resbalar en ese estrecho ascenso hasta que, de repente, a espaldas de ella, la luz me cegó un momento. Bosque. Esa es la única palabra que me vino a la mente, el verde de los árboles mecidos por el viento. Era la misma vista que tenía desde mi habitación solo que, en esa sala, cristales del suelo al techo en tres de sus paredes hacían parecer que te hubieras internado entre sus ramas.

Nela caminó entre dos largas mesas de madera clara, llenas de botes transparentes, pinceles, paletas y pequeñas muestras. El olor, acetato y disolventes, pintura acrílica y pegamentos. Huele a pasado y una época sin preocupaciones. Pasé los dedos sobre las mesas dispuestas en dos enormes borriquetas mientras, con satisfacción, me entretenía en tocar algún objeto conocido. Volví a tener seis años menos y a entrar en la sala de restauraciones de la universidad. Roberto Márquez, nuestro profesor, nos explicaba la función de cada miembro del equipo de restauración mientras yo miraba al guapo chico que tenía de compañero. Él me guiñó un ojo. Mi primer chico en la universidad. Días más tarde, en una fiesta, fue cuando tuve mi primer contacto con las drogas y la bebida y, a partir de ahí, todo fue mal, muy mal. Los colores se difuminaron a mi alrededor porque ya no me preocupaba captarlos. Murieron para mí cada vez que cogía un pincel entre las manos.

—Es impresionante, Nela, es un estudio completo, aquí en mitad de los bosques.

¡Siempre ha sido tan ordenada! A pesar de los cientos de frascos y soluciones, pequeños bastones y gasas, todo aparece alineado y con un orden concreto. Fue en ese momento cuando lo vi: un cuadro pequeño sobre un caballete, tapado con una sábana de protección para evitar la luz del sol y los cambios de temperatura.

—Este es el cuadro en el que trabajo —afirmó Nela con una sonrisa que conocía de sobra. La niña traviesa que habitaba en ella pareció llamarme para jugar en el patio de los mayores.

Lo descubrió despacio y entornó los ojos con ojo crítico: un lienzo de pequeñas dimensiones, de un hombre mirando de perfil, con la cabeza ladeada y una mirada triste de ojos avellana. Sus ropas, siglo XVI, un jubón oscuro y un sombrero de pintor granate. Esos colores densos y cargados de pigmentos, el sólido negro, la sensación de una capa gruesa formando el manto verde.

Ahogué un suspiro porque no podía creerlo, había visto antes ese cuadro de fondo oscuro y trazo minucioso. Aparecía en cientos de listas en la red, las malas, las de cuadros perdidos, desparecidos o robados.

—Rembrandt, autorretrato.

Las palabras se me escaparon en un suspiro. Sin apartar la mirada busqué a tientas la mano de Nela y la obligué a acercarse conmigo para ver las pinceladas y la firma que no encontraba. Tal vez, si no estaba firmado, podría afirmar que era una copia.

—Es auténtico, Alice —afirmó Nela—. Puedo demostrarlo, he estudiado cada milímetro del lienzo. Estaba abandonado en una pequeña buhardilla en París.

—Está en la lista de los diez cuadros desaparecidos más famosos —sentencié—. ¿¡Y lo tienes tú, Nela!?

Era peor de lo que imaginaba. ¿A qué se dedicaban los Müller? Esa casa escondida en mitad de un bosque era un almacén de obras de arte, ¿robadas?, ¿expoliadas en el pasado?

—Sé lo que piensas, Alice, pero es legítimo. Soren compró la casa en la que estaba y todo lo que había dentro. Pertenecía a una vieja familia alemana exiliada durante la guerra en París, ellos a su vez lo adquirieron en una subasta en Zúrich. Soren tiene muchos contactos que no sé cómo encuentran estas cosas, ni quiero saberlo.

La miré con cierto recelo, ¿sería verdad?

—¿Quieres decir que el cuadro estaba allí tirado en un rincón? ¿De verdad es auténtico?

—Aunque no lo creas, estaba destrozado, manchado de polvo y restos de desechos de pájaros y ratones. Soren sigue las pistas, tiene gente que se encarga de ello, encuentra los cuadros y yo los restauro.

—¿Y el de ahí abajo?

Nela calló y sus ojos azules me esquivaron.

—No puedo cambiar lo que son los Müller, a veces no todo es legal, pero he de conformarme con que algunas obras vuelvan a la luz después de tanto tiempo. Se venden para preservarlas. Alice, esto tiene que quedar entre nosotras, nadie puede saberlo, nunca. Destruirías nuestra familia.

Sentada sobre el taburete porque las piernas me flaqueaban, volví a mirar la pintura. Era hermosa. Nela casi había terminado el proceso de restauración. No había podido salvar un extremo duramente golpeado y necesitaba reconstruir la pintura de ese lado casi en su totalidad. La tela rasgada indicaba que alguien había maltratado el cuadro, o no sabía lo que de verdad valía abandonándolo sin piedad en un rincón. Comprendía lo que Nela me decía, esa parte del artista que necesitaba recuperar una obra de arte, devolverla a la vida sin importar las connotaciones de su procedencia.

—Quedará entre nosotras, Nela. Sabes que nunca os pondría en peligro —contesté a la vez que miraba su vientre abultado.

Nela sonrió como si supiera mi respuesta antes de dársela. Luego, destapó un lienzo en blanco, de mayores dimensiones.

—¿Y eso? Está en blanco.

—Es para ti, Alice —dijo mientras cogía de la mesa cercana un pincel de Gouché, delicado, de madera natural y cerdas cortas.

—Sabes que ya no pinto —dije sin coger el pincel que me tendía, escondí la mano a la espalda en un acto reflejo, huyendo de la impotencia de no poder plasmar ya nada sobre un lienzo.

—Puede ser un buen momento para volver hacerlo, tal vez te ayude a pensar. Necesito tu ayuda con este cuadro de Rembrandt, sabes que yo no pinto como tú…

Nos miramos, cómplices de tantas confidencias y momentos compartidos. Había dejado de pintar hacía demasiado tiempo, cuando una buena fiesta y un par de pastillas de colores eran lo único que llenaba mi vida. Demasiada pasión por vivirlo todo, por no desperdiciar un solo momento, por beberme la vida. Con los bolsillos llenos, en un país extranjero, lejos de la protección de papá y mamá y muy poca experiencia fuera de casa. Hasta el día en que me desperté en un barrio del centro de Madrid, en un callejón, la cara llena de golpes y sin recordar nada de lo que había sucedido la noche anterior. La llamé a ella, fue quien me llevó a que me reconocieran y con quien suspiré al saber que solo había sido un robo. Con quien confesé ante mis padres, muerta de miedo, y les expliqué todo. Nela cada fin de semana lo pasaba conmigo en la clínica en la que me internaron. Nunca me abandonó ni perdió la esperanza, confió en mí como nadie.

—Inténtalo, hazlo por esta gorda embarazada o el niño saldrá con un pincel en la frente y tendrás que explicárselo a Soren.

Reí con ganas por sus trucos de antojos. Quizá mañana. Quizá otro día.

El arte del amor

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