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JÜRGEN

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El viaje en avión lo pasé dormido, recuperando cada célula de mi cuerpo de los excesos del alcohol y la falta de sueño. Desperté justo al aterrizar en nuestro pequeño aeropuerto, iba sin maletas, en algún momento las había perdido en algún hotel o coche, ni idea. Agarré con fuerza el maletín con el lienzo. Soren estaría contento, hacía ya un año que le perdió el rastro a su juguete, en Berlín. Sus obsesiones acababan siendo las mías porque ahora no se podía mover con tanta libertad como antes, iba a tener un hijo. Otro de los motivos por los cuales me fui de Waldhaus, la casa del bosque había cambiado con la llegada de Nela, demasiado calor familiar para un sitio que siempre fue un mausoleo frío y sin amor, lleno de fantasmas y miedos.

Tal vez Soren no quisiera vender «el cuadro de los papas» como lo llamaban desde el siglo XVI en que lo pintó Da Vinci para el papa León X, uno de los pocos encargos que consiguió realizar el pintor para la sede de la cristiandad. Quizá mi hermano quisiera incluirla en la colección de la familia, entre nuestros tesoros artísticos. Tendría que ser entre los privados porque ese cuadro no debería haber salido nunca del palacio episcopal del que lo robaron hacía ya dos años. Seguro que Nela no tenía ni idea de aquella subasta ilegal en la que habíamos participado. Por primera vez en días sonreí mientras conducía el coche de alquiler por la estrecha carretera, arropado por los altos abetos alemanes y pensando que debería comentárselo a ella en cuanto llegara y, de paso, cabrear a Soren. Me miré en el espejo del retrovisor, el verde de mis ojos era el mismo y las ojeras casi habían desaparecido, por fortuna mi cara ya no reflejaba la juerga de la noche anterior.

Bajé demasiado deprisa la carretera, poniendo a prueba mis reflejos, hasta que tras una curva apareció el lago, y reduje la velocidad. El verano acababa y la paz volvería a aquel rincón de Baviera, al sur de Múnich. Los turistas y las familias se irían huyendo del frío y nos dejarían con un otoño helador tan cerca de los Alpes, y nieves más tempranas de lo normal. Estaba anocheciendo y la silueta blanca de Neuschwanstein dominaba el valle con la grandiosidad de sus torres, el castillo de cuento de hadas entre las montañas que atraía a turistas del mundo entero me dio la bienvenida. Dejé atrás la fortaleza y seguí la carretera adentrándome en los bosques. Aquella era mi tierra y mi hogar. No creo que pasara este invierno en la casa.

Las verjas negras tardaron un poco más de lo acostumbrado en abrirse, la entrada a la finca estaba llena de guardas armados y se había doblado el número de cámaras en el exterior. O mi hermano estaba paranoico por culpa de la llegada de mi sobrino o algo inusual pasaba.

Desde la garita dos guardias saludaron al reconocerme y, al fin, abrieron después de lo que pareció una eternidad.

Waldhaus estaba iluminada por los focos del jardín, la luz se reflejaba en la antigua fachada de piedra blanca, en las ventanas ojivales que marcaban cada piso y en las cristaleras de las dos torres, a ambos lados del edificio central. Los tejados en forma pico brillaban bajo la luz artificial y la hiedra había comido parte de la fachada hasta alcanzar el estudio de cristal de Nela, donde restauraba los cuadros. Había pasado demasiado tiempo fuera, igual que mis hermanos adoraba aquella casa, llena de recuerdos horribles, pero también el único refugio que conocíamos desde niños. Obligados a viajar por culpa de nuestro padre, o a estar internos en colegios, solo aquel lugar era el centro de nuestras vidas, allí crecimos y lloramos, a veces hasta reímos. Allí ya no quedaba nada de nuestro padre, Soren lo había enterrado en Berlín, donde ya no podría alcanzarnos nunca. Sus rígidas costumbres y su amor por las palizas y la bebida no nos hizo llorarlo precisamente.

Entré bajo la atenta mirada de los guardias, dos de ellos, los que vigilaban la parte delantera, hicieron un movimiento con la cabeza a modo de saludo. Nada más atravesar las puertas de madera, con sus grandes cristaleras, el enorme cuadro de la entrada me dio la bienvenida, el lienzo del pintor Caravaggio me recibió con nostalgia, envuelto en el olor a manzana que provenía de las cocinas. Helga y su famoso pastel de manzana. Antes de que apareciera mi hermano cogí el maletín con el cuadro y lo dejé sobre la mesa del estudio, quizá debería haberle puesto un puto lazo rojo. Ya estaba en casa.

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