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Capítulo 8

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Alberto observaba a Fayna mientras esta pasaba la escoba por el porche. Hacía más de quince días que la mujer trabajaba en su casa y no había cruzado con ella más de dos palabras seguidas.

Se la veía triste, taciturna. Comprendía que no estuviese pasando por su mejor momento, pues los golpes de la cara y los malos tratos por parte de su marido habían debido de causarle mucho dolor.

Dejó el teléfono a un lado, cuando terminó de hablar con un socio sobre un cargamento que debía salir en unas horas, y caminó hasta donde se encontraba ella.

Fayna, al verlo acercarse, abrió mucho los ojos y continuó barriendo con nerviosismo. No sabía por qué, pero el dueño de aquella plantación la ponía nerviosa.

—Buenos días —la saludó con simpatía.

—Hola —murmuró sin quitar la mirada del suelo.

—Parece que hoy va a hacer calor.

—Sí —asintió muy deprisa y sin dejar de mover la cabeza, consiguiendo que un par de mechones de su cabello escapasen de su coleta.

Alberto la observó con más atención. Era guapa, aunque los moratones cubrían casi la totalidad de su rostro se podía adivinar que poseía una gran belleza.

—No tienes por qué sentirte incómoda conmigo —comentó con amabilidad—. Aquí nadie va a hacerte daño.

Fayna alzó la cabeza y lo miró por primera vez a los ojos.

—Gracias, señor, le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

—No me las des —le quitó importancia—. Trabajas muy bien y me alegro de tenerte entre mis empleados.

Ella asintió y sonrió de forma tímida. Sin saber qué más decir, continuó barriendo. Alberto se mesó el cabello y se humedeció los labios.

—¿Te duelen mucho los golpes?

—Un poco. Pero desaparecerán en unos días, no se preocupe.

—No tienes que llamarme de usted —rio él—. Me haces sentir viejo.

—Es lo correcto —replicó Fayna, sin mirarlo—. Es como se dirigen a usted los demás empleados. ¿Por qué iba a ser yo diferente?

Él se quedó callado, sin saber qué decir. Tenía razón. Todos los trabajadores se referían a él en ese término. Entonces, ¿por qué no le gustaba que ella lo hiciera? Algo molesto, asintió. Se pasó una mano por la frente y dio un paso hacia atrás.

—Bueno, pues te dejo que continúes, que pases un buen día.

—Gracias, señor —dijo Fayna sin volver a mirarlo.

Alberto caminó hacia el salón de la casa. No entendía por qué se sentía irritado. Ella no había dicho nada que fuese ilógico o descabellado. Sin querer pensar más en ello, volvió a coger su teléfono y marcó el número de otro contacto con el que tenía que tratar un tema de vital importancia para sus negocios.

Amanda se despertó temprano. Era muy raro que sus ojos se abriesen antes de las doce del mediodía, pero esa mañana no podía seguir en la cama.

Como sabía que Inma continuaba dormida, bajó a la planta baja y desayunó sola. Alberto acababa de salir para verse con un contacto, y en la casa solo estaba ella y los empleados.

Esquivó las miradas venenosas de Dolores, dispuesta a ignorar a la mujer, y dio buena cuenta de su café.

Al acabar, pensó en ir a la piscina, como era costumbre desde que vivía allí, pero no lo hizo. En su lugar salió a pasear por la plantación.

Por el calor que hacía a esas horas de la mañana, sabía que iba a ser un día fuerte. Aun así, siguió caminando entre las plataneras.

Cada pocos metros se cruzaba con algún jornalero, que educadamente la saludaba al verla. Cuando se cansó, dio la vuelta dispuesta a regresar al caserío. Sin embargo, al hacerlo, vio a un hombre sin camiseta, que cortaba racimos de plátanos con mucha rapidez y maestría.

Al fijarse mejor, reconoció al hombre de la barba.

Lo observó con detenimiento.

Tenía buen cuerpo. Algo delgado para su gusto, pero aun así le agradaba. Su piel brillaba bañada por el sudor.

Sonrió mientras sus ojos lo recorrían de arriba abajo. Era atractivo, y había algo que la llamaba. Se pasó un dedo por los labios y su sonrisa se hizo todavía más grande. Recordó los anteriores encuentros con él y su mal carácter. ¿Sería verdad que ella no le gustaba? No podía sacarse de la cabeza sus palabras. Jamás, ningún hombre le había dicho algo semejante. Estaba segura de que, si se lo proponía, podía tenerlo comiendo de su mano en menos que cantaba un gallo. ¡Y lo iba a demostrar!

Con decisión, se acercó a su lado. Amanda carraspeó para llamar su atención y él apartó la mirada de la platanera.

—Buenos días, jornalero —lo saludó con gracia.

Oliver la observó como si nada, y volvió a lo que estaba haciendo, sin hacerle el mínimo caso.

Algo molesta por su falta de cortesía, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿No te enseñaron de pequeño a saludar? Es de mala educación no hacerlo, ¿sabes?

—Yo solo tengo educación con quien se la merece —respondió con sequedad.

—¡Vaya! —Amanda frunció el ceño. Abrió la boca para contestar algo mordaz, pero recordó su propósito. Expulsó el aire de sus pulmones y la sonrisa regresó a sus labios—. No soy tan mala persona como para que ni siquiera me saludes.

—Eso es lo que crees tú —soltó, sin mirarla.

Ella hizo una mueca con los labios y asintió.

—Todavía no sé cómo te llamas, porque tienes nombre, aparte de toda esa barba, ¿no?

Oliver paró de trabajar y la miró con ojos fríos.

—Tengo. Pero a ti no te importa. Puedes seguir llamándome jornalero, obrerucho o estúpido. Se te da muy bien hacerlo, si mal no recuerdo.

Amanda alzó la cabeza y curvó los labios.

—Prefiero saber tu nombre.

—Y yo prefiero que te vayas y me dejes hacer mi trabajo.

Ella abrió la boca para contestar la primera barbaridad que se le ocurriese. No obstante, en vez de hacerlo, se humedeció los labios y asintió.

—Oye, ya sé que no hemos empezado con muy buen pie, pero me gustaría que al menos tuviésemos un trato más cordial. Después de todo, eres un trabajador de la plantación de mi hermano.

Oliver maldijo en silencio y colocó los brazos en jarra. ¿Es que acaso esa mujer no entendía el castellano? No quería tener nada que ver con ella, ni con nadie. Solo quería hacer su trabajo, meter entre rejas a Alberto Robles y volver a su vida de mierda. Punto.

—Escucha atentamente, porque no voy a volver a repetirlo. —La miró a los ojos con fijeza—. No me gustas, no quiero tener ninguna clase de trato contigo y lo único que quiero es que desaparezcas de mi vista. ¿Te queda claro, o tengo que hacerte un croquis con las instrucciones?

Aquello dejó a Amanda helada. Apretó los puños hasta que sus nudillos tomaron una tonalidad blanquecina. ¿Quién cojones pensaba que era ese tío para tratarla así? ¡Ella era Amanda Robles! Era una persona importante, con poder. Su hermano era respetado y temido por muchísima gente. No iba a permitir que la rebajasen de ese modo.

—¿Sabes lo que te digo, obrerucho barriobajero? ¡Que te puedes pudrir! —Lo señaló con el dedo índice, con actitud altiva—. Lo último que quiero es mezclarme con gentuza como tú.

—¿No me digas? ¿Qué haces ahí, entonces?

—¡Quería ser amable con la servidumbre! —soltó de forma peyorativa—. Aunque, está visto que no tenéis la suficiente clase como para continuar con una conversación decente.

—¿Y por qué no te largas ya?

—¡Tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer! —exclamó fuera de sus casillas—. ¡Limítate a trabajar, que para eso se te paga!

—Eso estaba haciendo hasta que llegaste a dar el coñazo —bufó cansado de aquella estúpida situación y de la insoportable hermana de Robles.

Amanda abrió los ojos por lo que acababa de decir aquel desgraciado. Apretó los labios y lo miró en silencio, como si quisiese deshacerlo. Dio media vuelta y caminó hacia el pinar. Por nada del mundo iba a quedarse con ese imbécil. Prefería encerrarse en la casita del árbol y pasar el día alejada de gente tan impresentable como él. ¡Y eso es lo que haría! Se sentaría en la mecedora, cogería el diario y olvidaría que alguna vez se cruzó con ese jornalero.

25 de octubre de 1903

Querido diario:

La pasada noche conocí a mi futuro esposo. Tal y como prometió madre, Pedro Rivera es un hombre apuesto y de buena familia. Apenas crucé un par de palabras con él, sin embargo, fueron suficientes como para darme cuenta de que ese caballero no es el que hubiese elegido para compartir mi vida. Si bien es cierto que tiene porte de galán y muy buena apostura, su comportamiento déspota con los sirvientes y su abultado ego no me permitirá verlo como alguien a quien pudiese amar.

No obstante, padre está encantado por la unión. Dice que pronto se celebrarán las nupcias y que mi soltería terminará. Deberé ejercer como dueña y señora de su casa y ocuparme de todas esas cosas para las que nos instruyen a las mujeres.

Rosa y madre están felices. Piensan que es el hombre ideal, que cualquier mujer desearía estar en mi lugar, pero yo no lo creo. Cuando eso ocurra, mi vida será vacía, encerrada en aquella otra plantación donde no conozco a nadie. Me sentiré sola y mi familia no estará para animarme. Sé que es mi deber hacerlo, y también que ninguna buena señorita osaría a oponerse a semejante unión, así que, continuaré guardando silencio y reservando todo mi amor para el momento en que Dios me bendiga con un hijo.

Desde que llegué a La Gomera, he estado afligida y melancólica. Si bien es verdad que es una bella plantación, la soledad de la que está rodeada me hace desear regresar a mi preciada Ciudad Real.

Padre, que es una persona de lo más perspicaz, se ha percatado de mi estado de ánimo e intenta que me mantenga ocupada. Es un hombre bondadoso y, aunque jamás podré perdonarle del todo nuestro cambio de vida, sé que ama a su familia y haría lo que fuese por ella. Tanto es así, que mandó construir una pequeña casa en uno de los pinos de la propiedad, para Rosa y para mí. Sin embargo, a mi pequeña hermana apenas le interesa, así que la he convertido en mi refugio. En el lugar al que acudo cuando la tristeza me golpea y recuerdo mi maravilloso pasado. Quizás, jamás consiga volver a sonreír como lo hacía antes, pero, allí, en aquella casa en las alturas, fantaseo con un mundo mejor, con una existencia plena en la que nadie, excepto yo misma, decide lo que tengo que hacer con mi vida.

Oliver estuvo gran parte del día pensando en el encontronazo con la hermana de Robles. Si bien era verdad que esa mujer lo sacaba de sus casillas, y lo hacía desear partirle el cuello… por otro lado, notaba cómo su sangre hervía cada vez que discutían, y eso lo hacía sentirse un poco más vivo. Era tan extraño notar que el embotamiento de su cabeza desaparecía cuando ella estaba presente… Ese reto constante, esas ganas de intentar ser más inteligente que ella y fundir sus comentarios mordaces a base de ingenio.

Llevaba más de dos años viviendo en una burbuja, en su mundo interior. Cometió un error imperdonable en el pasado y no se merecía ser feliz. No obstante, esa mujer conseguía que todo su cuerpo le prestase atención.

Era una niña mimada. La persona más pomposa y repelente del mundo, que trataba a los trabajadores como a inferiores. Pero, aun así, no podía evitar que la sonrisa curvase sus labios al recordar sus pullas. Amanda Robles no era una mujer bonita, al menos no era la belleza clásica que las modas ponían de modelo. Era llamativa. Sí, esa era la palabra. Su cabello castaño, sus ojos grandes, rasgados y marrones, sus labios demasiado finos, su piel nívea y su cuerpo delgado y sin demasiadas curvas. No había en ella nada que llamase la atención, ni que fuese demasiado atrayente, sin embargo, esa lengua viperina y su forma de actuar, era para él como un trozo de hierro imantado. Le gustaban las personas difíciles, pues él mismo se consideraba una. Eran todo un misterio y, por eso mismo, siempre intentaba no acercarse demasiado a ellas.

Con Amanda, aquello no iba a ser un problema, pues después de su última pelea no iba a querer estar a menos de cien metros de él.

El capataz fue hasta su lado cuando la noche estaba a punto de caer. Había sido un día largo y duro, y su cuerpo necesitaba un descanso.

El viejo Antonio le puso una de sus manos callosas en el hombro, y le sonrió.

—Buen trabajo, chico, hoy te has ganado el sueldo. Se nota que quieres aprender y que te esfuerzas por hacer las cosas bien —lo felicitó—. Si sigues así, pronto te explicaré todo lo relacionado con el cultivo de la planta.

Oliver alzó una ceja y se limpió el sudor de la frente.

—¿Tanto misterio hay en la siembra de los plátanos? Plantas el bulbo y lo dejas crecer, ¿no?

Antonio rio.

—Es mucho más complicado que eso. Hay que asegurar que el drenaje de la tierra sea el óptimo, eliminar la vegetación periódicamente, conseguir un buen apuntalamiento para contrarrestar el peso de la planta, cubrir los plátanos con bolsas para proteger de las plagas, y todo lo relacionado con el desmane, el abono y la fumigación.

—¿Todo eso para conseguir unos putos plátanos?

—Sí, además, tendrás que aprender a reconocer las diferentes especies que cultivamos.

—¿Aquí cultiváis más de una?

—En El árbol se cultivan dos variedades: la Gran Enana y la Brier.

—¿Tenéis muchos compradores? —preguntó interesándose por los negocios de Alberto Robles.

—Tenemos los suficientes como para poder salir adelante.

—O sea, que el negocio no va tan bien como parece —comentó como si nada, pero pensando en la otra fuente de ingresos de su patrón. Estaba claro. Robles utilizaba la venta de plátanos como tapadera.

—El plátano nunca ha sido un negocio demasiado lucrativo. Hemos tenido buenos años, pero por lo general, si no hay pérdidas, podemos estar satisfechos.

Cuando Antonio se despidió de él hasta el día siguiente, Oliver se enclaustró en su habitación. Comió algo que se preparó en la cocina comunitaria, habló con sus superiores sobre el nulo avance de la investigación.

Estuvo pensando en lo que hacer para lograr acercarse al narco. Era prácticamente imposible cruzarse con él, apenas pasaba tiempo en la plantación, y cuando lo hacía siempre iba acompañado por Antonio u otro hombre al que no conocía de nada, y al que debía investigar también, pues, podía ser que la clave estuviese ahí.

No había forma de enterarse de asuntos jugosos, porque los trabajadores nunca hablaban directamente con el patrón. Cualquier duda que pudiesen tener se la comentaban a Antonio y el viejo se la trasmitía al magnate.

¿Qué podía hacer para lograr avanzar? ¿Qué se le estaba escapando? El otro agente infiltrado estaba en su misma situación. Hablaba poco con Mauro para no levantar sospechas, sin embargo, se lo confesó una noche cuando coincidieron en la cocina de la casa de empleados. Robles parecía estar blindado.

Sin embargo, ¿y si…?

Cuando aquella idea se le pasó por la cabeza, dio un salto en la cama. Se incorporó de ella y se dio un par de golpes en la frente. ¡Claro! ¡Tenía la solución delante de sus narices! ¡Su hermana!

Amanda Robles.

A ella no era tan difícil verla por la plantación. Llevaba en El árbol un mes y se había topado con esa mujer odiosa muchas veces.

Sí, no se soportaban. Su mutua repulsa había sido inminente desde que se conocieron. No obstante, esa mañana ella parecía querer que las cosas cambiasen entre ellos. Se mostró más amable, hasta que Oliver consiguió sacarla de sus casillas.

¡Eso era! ¡La utilizaría! Conseguiría hacer de tripas corazón y lograría ser su amigo para poder conseguir información sobre su hermano. ¡Era un buen plan! Esa mujer podría ser todo lo altiva que quisiese, pero si era como las demás féminas que conocía, en cuanto tuviesen algo de confianza, le daría la información sin ni siquiera darse cuenta.

Lo único que debía conseguir era que esa boba lo perdonase. Ambos se habían dicho cosas bastante fuertes.

Trataría de ser amable con ella, le bailaría el agua y le haría cumplidos, aunque por dentro tuviese ganas de vomitar solo de pensarlo.

El latido que nos hizo eternos

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