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Capítulo 5

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Amanda dio media vuelta, quedando tumbada boca arriba en la hamaca que había junto a la piscina, situada en la parte de atrás de la casa. Era una de las zonas más tranquilas de la plantación, en la que no se sentía vigilada por nadie. Aquel lugar no era tan amplio como el resto de la propiedad, pero le gustaba la intimidad que otorgaban los árboles que rodeaban el cercado, y el sonido de la depuradora, que hacía correr el agua.

La piscina en sí tampoco era tan grande ya que, cuando la construyeron, Alberto lo creyó conveniente, pues apenas tenía tiempo de relajarse en ella. Aun así, tenía dos duchas, un jacuzzi en uno de los extremos y, al fondo, una gran barbacoa, que por su aspecto parecía no haber sido usada nunca.

Amanda se dio la vuelta, quedando acostada boca abajo. Llevaba allí casi una hora y sentía cómo el sol le abrasaba la piel.

Un mes en La Gomera y ya se le notaba una barbaridad el moreno de su cuerpo, pues pasaba la mayor parte del día allí, recostada al sol o metida en el agua. Sin embargo, se aburría. Apenas había salido de El árbol, y cuando lo hacía era por unas horas.

Paseaba por Vallehermoso, recorría sus comercios y compraba ropa, la cual no había llegado a estrenar porque no tenía amigos con los que salir.

En la plantación tampoco había nada con lo que entretenerse, a no ser que estuviese en la piscina.

Se pasaba la mayor parte del tiempo sola. Y eso no le gustaba. Siempre había estado acompañada con amigos, con gente que la hacía reír. Pero allí… Su hermano trabajaba la mayor parte del día y, si decidía pasear por la casa, se encontraba con las miradas y cuchicheos de la señora que trabajaba en ella.

Así que pasaba las horas dando vueltas desde la piscina a su dormitorio.

En aquel lugar sí que se encontraba bien. Esa habitación, antigua y romántica, le daba paz. No sabía qué tenía de especial aquella estancia, pero le gustaba estar en ella. Se sentía segura.

No obstante, seguía aburriéndose. A veces, maldecía a su hermano por haber decidido mudarse a aquel lugar. Si se hubiese quedado en Madrid, viviendo en la casa de sus padres, todo hubiera sido diferente. Pero no, Alberto prefería aquel sitio inhóspito y alejado del resto del mundo.

El sonido de su teléfono móvil le hizo dar un salto. Al mirar la pantalla, vio el nombre de una de las personas que más quería en la vida.

—¡Inma! —gritó nada más descolgar.

—Hola, nena —respondió ella al otro lado de la línea telefónica—. ¿Cómo va todo por La Gomera?

Amanda se incorporó de la hamaca y, cogiendo la toalla, caminó hacia su habitación.

—Uf, esto es muy aburrido, no sé si aguantaré mucho tiempo aquí. —Suspiró—. Aunque, claro, no sé dónde voy a ir si no. Alberto ha decidido comportarse como un hermano responsable y me ha cortado el grifo.

—¿Qué dices?

—Pues eso, que nada de derrochar, nada de más dinero para viajes y, lo peor de todo, me ha dicho que tengo que empezar a trabajar en algo.

Un silencio se hizo al otro lado del teléfono.

—Estarás mal, ¿verdad? —La voz de Inma tembló y se escuchó su llanto—. Me imagino…

Amanda se quedó en silencio. ¿Su amiga lloraba por aquello?

—Estoy bien, no te preocupes por mí.

—Ya, ya…

—No estás así por esto, ¿qué pasa?

—Nada —dijo de inmediato, casi atragantándose con el llanto.

—Inma, no se llora por nada. ¿Qué ha pasado?

Otro silencio.

—Estoy embarazada.

El corazón de Amanda saltó en su pecho.

—¿Qué? —chilló—. ¡Pero eso es genial! ¡Enhorabuena!

—Sí, gracias —dijo mientras seguía sin dejar de llorar.

—Jorge estará muy contento, dale la enhorabuena de mi parte.

Al nombrar a su pareja, Inma lloró más fuerte, dejando a Amanda sin palabras.

—Jorge ya no está, Amanda. Me ha abandonado.

—¿Qué estás diciendo?

—Pues eso —señaló—. Cuando nos enteramos de la noticia, me dijo que no estaba preparado para ser padre y se largó.

Amanda se llevó las manos a la boca y negó con la cabeza.

—Joder —musitó.

—¡Ay! ¿Qué voy a hacer yo ahora? —sollozó destrozada—. No tengo adónde ir, no tengo dinero, ni trabajo, no tengo una puta casa para meterme, mi casero me ha dado hasta final de mes para largarme.

—¿Y tus padres?

—Ellos no quieren saber nada de mí. Dicen que soy una inmadura y que me las apañe sola.

—¿De cuánto tiempo estás?

—De casi tres meses.

—¿No has pensado en abortar?

—Sí, lo pensé —admitió—. Pero no soy capaz. Es mi bebé, no tiene la culpa de esto.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Pues, la única opción que tengo es ir a los Servicios Sociales y explicarles mi situación.

Amanda se quedó callada durante unos segundos. No podía permitir que su amiga pasase por aquella experiencia.

—No, no vas a ir a ese lugar —dijo con decisión—. Te vienes conmigo, a Vallehermoso.

—Amanda, cariño, no tengo dinero ni para el viaje. Estoy llamando con los últimos minutos de mi tarifa telefónica —gimió.

—No te preocupes, mi hermano lo pagará. Te quedarás aquí, con nosotros.

—Estás loca —expresó—. Alberto no va a querer, ya bastante dinero gasta contigo.

—Tú por eso no te preocupes. Eres mi mejor amiga, y no te voy a dejar tirada.

Alberto caminaba por la plantación de El árbol acompañado por su capataz.

Todos los días lo hacía. Le gustaba ver cómo su tierra prosperaba y daba frutos. Al principio, cuando decidió meterse en el negocio de los plátanos, no estaba del todo convencido. Sus asesores y abogados le aconsejaron no hacerlo. El plátano, decían, era muy poco rentable, con muchos gastos y mano de obra. Y era verdad. Invirtió bastante dinero para acondicionar la finca y en comprar maquinaria. Sin embargo, en esos momentos, se daba cuenta de que merecía la pena.

Con la ayuda de Antonio, todo iba sobre ruedas.

El hombre sabía lo que hacía y la producción era excelente.

—Esta mañana he mandado echar pesticidas en aquel sector —le informó el viejo capataz—. Vi que las plataneras tenían cochinilla.

—¿Es muy grave? —dijo él, sabiendo que, si no cogían a tiempo la plaga, podía ser fatal para la planta.

—En unos días estarán limpias.

Alberto asintió y continuó caminando con tranquilidad.

—Perfecto, no me gustaría que… —Dejó de hablar al escuchar unos gritos.

Provenían de la casa de los trabajadores. Miró a Antonio con el ceño fruncido y corrieron hacia allá, para ver qué ocurría. Al llegar, encontraron a una mujer en el suelo, llorando, mientras que uno de sus jornaleros la golpeaba con un cinturón.

Con una furia ciega, separó a aquel desaprensivo de ella.

—¿Qué coño pasa aquí? —inquirió con autoridad mientras que la mujer seguía tirada en el suelo, sin dejar de llorar.

—¡Esta puta va a pagar lo que ha hecho! —rugió el jornalero, intentando zafarse de su agarre—. ¡Me ha quemado los pantalones! ¡Es una inútil! ¡No sabe hacer nada bien, ni siquiera planchar!

Al escuchar el escándalo, varios hombres se acercaron a ver lo que ocurría.

—¡Lleváoslo de aquí! —ordenó—. No quiero volver a verlo en mis tierras. Está despedido.

Los operarios hicieron lo que se les mando y el maltratador desapareció entre insultos.

Alberto se acercó a la mujer y la ayudó a incorporarse. Apenas lo miró a la cara, sus ojos estaban fijos en el suelo, llenos de lágrimas.

—¿Quién eres y qué haces aquí?

—Me llamo Fayna —contestó ella entre sollozos—. Soy la esposa del hombre que me estaba golpeando.

—¿Y qué haces en mi plantación? —volvió a preguntar.

—Vivo aquí, en la casa de los jornaleros.

Alberto miró a Antonio con el ceño fruncido. Esa casa era para sus trabajadores, no viviendas familiares.

—No sabía nada —se excusó el viejo capataz.

—Nadie sabía nada —asintió ella—. Mi marido me advirtió de que debía quedarme en la habitación, que no estaba permitido que estuviese allí.

—¿Y entonces por qué estabas aquí?

—Porque no tengo a dónde ir —señaló, mirándolo por primera vez a los ojos.

Alberto la contempló con atención. Era alta y delgada. Tenía el cabello negro, lacio y largo, despeinado por la pelea. De su cara apenas se podía distinguir nada, pues además de la tierra que había pegada en ella, la tenía llena de moratones. Sus ojos, medio cerrados por la hinchazón, eran marrones, pero lo que de verdad le conmovió fue la tristeza que había en ellos. Se notaba que habían pisado su espíritu, que la habían modelado a base de palos.

—¿Pasabas todo el día encerrada?

—No, bueno… limpiaba un poco dentro de la casa, cuando los trabajadores no estaban. Ustedes, los hombres, son muy sucios.

Alberto sonrió.

—¿Sí?

—Sobre todo en la cocina —asintió Fayna.

—¿Por qué aguantabas que te pegasen? Por tu aspecto se nota que no es la primera vez.

Ella alzó la cabeza y volvió a mirarlo a los ojos.

—Ya le he dicho que no tengo a dónde ir.

Alberto se pasó una mano por su cabello, sin dejar de mirarla. No podía culparla por eso. Si él hubiese pasado hambre y penurias, seguro que hubiera hecho algo semejante.

—¿Quieres trabajar para mí? —le ofreció.

Fayna se llevó una mano al pecho, por la emoción y asintió de inmediato.

—Sí, gracias. —Las lágrimas volvieron a bañar sus ojos.

—A partir de mañana, limpiarás mi casa, junto con la mujer que lo hace en estos momentos, y ayudarás a la cocinera.

Ella cayó al suelo, llorando agradecida.

—No sé cómo podré pagarle, es usted bueno, señor Robles, un buen hombre.

Alberto la ayudó a incorporarse de nuevo.

—No hay nada que agradecer. Es un trabajo, se te pagará si lo haces bien.

Fayna asintió con decisión, sin poder creer que aquello estuviese ocurriendo. Dio media vuelta y se dirigió hacia la casa de los trabajadores. No obstante, Alberto la detuvo.

—¿Adónde vas?

—A la habitación, me quedaré allí hasta mañana.

—No, sigue habiendo reglas. Esta casa es solo para los jornaleros, nadie más puede vivir aquí.

Ella agachó la cabeza y asintió.

—Entiendo. Pues, voy a coger mis cosas y me iré.

—Antonio te acompañará a mi casa.

—¿Qué? —La mujer abrió los ojos tanto como la hinchazón le permitió—. ¿A su casa?

—Te quedarás en una habitación destinada para el servicio, al igual que mis otras dos internas.

El latido que nos hizo eternos

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