Читать книгу El latido que nos hizo eternos - Mita Marco - Страница 8

Capítulo 4

Оглавление

Amanda odiaba a la gente chismosa. No podía evitarlo, era algo que le sobrepasaba. Cada vez que se encontraba con alguien así, la miraba con desprecio y daba media vuelta.

No obstante, ¿qué podía hacer cuando tenía que convivir con ese tipo de personas?

Llevaba dos días en El árbol y, desde el minuto uno, tuvo que hacer frente a miradas envenenadas y cuchicheos a su espalda.

Había hablado con su hermano sobre el tema, pero Alberto se reía y le quitaba importancia.

—Es una mujer mayor, se divierte de esa forma —le decía—. No se lo tomes en cuenta.

—¿Que no lo tome en cuenta? —resopló ella—. Cada vez que me cruzo con ella por el pasillo noto como si me traspasase con la mirada.

—Mira, Amanda, Dolores lleva muchos años conmigo. Incluso desde antes de venir a La Gomera. Puede parecer seria y estirada, pero hace muy bien su trabajo y jamás he tenido una queja sobre ella.

Recordó el gesto severo de la mujer y apretó los labios. La tal Dolores fue desagradable incluso cuando la recibió el día de su llegada.

—Me hace sentir mal, Alberto. No puedo caminar tranquila por la casa.

—¡No seas exagerada! —rio él.

—¡No lo soy! —exclamó enfadada—. ¡Esa mujer es el demonio! Esta mañana la he escuchado murmurar sobre mí. Decía que soy una mantenida, que lo he sido toda mi vida, y que pobre del hombre que acabe conmigo. ¡A eso no hay derecho!

Alberto comenzó a carcajearse.

—Vamos, no le hagas caso. Tiene mucho tiempo libre y lo ocupa en lo que sea.

—Y ahora ha decidido ocuparlo en despellejarme, ¿no?

Su hermano negó con la cabeza y suspiró.

—Mira, tú haz oídos sordos a lo que dice, ya se cansará.

—Claro, pero mientras tanto tengo que estar soportando todo esto.

—Ya verás qué pronto se olvida de ti. Eres la novedad. Cuando pasen unos días, ni se acordará de que vives aquí. —Caminaron por el salón de la casa y salieron al porche, donde corría una ligera brisa—. Le tengo mucho cariño a esa señora, es buena y me quiere como a un hijo. Estoy seguro de que a ti también lo hará.

—No sé yo qué decirte —contestó poniendo los ojos en blanco.

Alberto se miró el reloj de muñeca y chasqueó la lengua.

—Tengo que irme, Amanda. Me esperan en veinte minutos para una reunión.

Ella asintió, acostumbrada a las obligaciones de su hermano.

—¿Cómo va el negocio?

—Muy bien —asintió—. Los plátanos están dando más beneficios de lo que me imaginaba.

—¿Es mejor que tu trabajo anterior?

—Bueno… hay que ir poco a poco. Una finca tiene mucho trabajo —añadió sin querer entrar demasiado en el tema.

—Nunca me dijiste en qué trabajabas antes de mudarte a La Gomera.

—En nada importante, por eso lo dejé —dijo zanjando el tema con rapidez. Le dio un beso en la frente, a modo de despedida, y se marchó a su despacho.

Al quedarse sola, miró a su alrededor y pensó en qué hacer. Necesitaba que le diese un poco el aire. Llevaba dos días encerrada en El árbol y sentía que le faltaba incluso la respiración. No estaba acostumbrada a esa vida apartada de la civilización. Necesitaba movimiento, gente, ir de compras, gastar dinero…

Decidida, cogió las llaves del coche de su hermano y montó en él. Aunque fuese por un par de horas, tenía que salir de la plantación y perder de vista a aquella gente que la miraba como si fuese un parásito.

Oliver escuchaba al capataz con atención.

Aquel hombre era un experto en el cultivo de plataneras. A sus sesenta y dos años, había trabajado en las mejores fincas de las islas, consiguiendo una producción nada desdeñable de plátanos en cada cosecha.

Cuando, esa madrugada, Mauro había ido a por él a su habitación, esperaba que la jornada de trabajo fuese dura, por ser la primera y estar desentrenado en esa labor, pero jamás se hubiese imaginado que aquel oficio lo dejaría hecho polvo.

Antonio, que así se llamaba el capataz, se había apiadado de él y lo había sacado de su puesto inicial en el desmane de las plantas.

—Recuerdo mi primer día de trabajo, fue en una finca de Gran Canaria. Tenía solo doce años —dijo el hombre, mientras le daba unas palmaditas en la espalda, cosa que no agradó a Oliver—. Cuando acabé la jornada y llegué a mi casa, vomité todo lo que había comido ese día. Es un trabajo muy pesado, pero gratificante. Al menos lo es para mí, siempre me ha encantado lo que hago.

Oliver asintió, pero no dijo ni una palabra, simplemente continuó caminando al lado del hombre por una de las más de veinte hectáreas de la plantación.

Antonio, al no recibir respuesta, suspiró. Miró a su alrededor y saludó a uno de los jornaleros, que continuaba con el desmane y cortaba los racimos para conseguir que los próximos adquiriesen el tamaño requerido.

—¿Has conducido alguna vez un camión? —preguntó, fijando su atención de nuevo en Oliver.

—Nunca.

—Mmm… vale. —Se encogió de hombros.

Continuaron caminando en silencio. Era un silencio incómodo, pero a Oliver le traía sin cuidado. No estaba allí para hacer amigos, sino para conseguir información sobre Alberto Robles.

Sí, tendría que trabajar como el que más, pues no quería que aquel hombre lo despidiese por inútil, pero de ahí a estrechar lazos con ellos…

El camión se encontraba en uno de los extremos de la finca, aparcado en medio del camino asfaltado que llevaba a las cocheras de la casa. Allí, varios hombres cargaban enormes racimos de plátanos verdes, que más tarde transportarían a la fábrica donde los limpiarían y dividirían para su exportación.

Al verlos llegar, los jornaleros saludaron a Antonio con un movimiento de cabeza, sin dejar de trabajar ni un momento.

—¿Habéis parado ya para descansar? —preguntó. Al recibir una negativa por parte de los trabajadores, asintió—. Tomaos treinta minutos.

Los tres jornaleros dejaron los racimos que llevaban en las manos y se marcharon hablando entre ellos.

—Oliver, encárgate tú de su trabajo mientras descansan —le mandó. Él asintió y, sin mediar palabra, se dirigió hacia la montaña de plátanos para comenzar con la tarea—. Quédate aquí, ahora mismo vuelvo.

Al quedarse a solas, se limpió el sudor de su frente. Estaba siendo un día muy caluroso, y trabajar al sol era un infierno. A pesar de todo, continuó cargando los racimos sin parar. Pesaban muchísimo. Si sus cálculos no fallaban, cada racimo rondaría los cuarenta kilos. Sin embargo, no paró ni un segundo de trabajar. El dolor de espalda, el dolor de brazos, el agotamiento y el intenso calor, lo ayudaban a no pensar, a dejar la mente en blanco. Aquello, aunque pareciese de locos, le daba paz. Su cerebro, concentrado en el trabajo, dejaba los recuerdos de lado, y era una sensación agradable. No había culpabilidad, tristeza, ni rabia.

No obstante, su tranquilidad duró poco.

El sonido del claxon de un coche le hizo levantar la cabeza.

Era un Mercedes de color negro, y el conductor parecía como poseído por el diablo. No dejaba de pitar, rompiendo el silencio que envolvía la plantación.

Oliver dejó el racimo sobre el remolque y miró con atención el automóvil, mientras se secaba el sudor de su frente. No entendía el porqué de aquel escándalo.

La puerta del conductor se abrió, y por ella apareció una mujer con la cara desencajada por el enfado.

Cerró la puerta de un golpe y comenzó a caminar hacia él, mientras su espeso cabello castaño, ondeaba por el viento.

Andaba con el cuerpo rígido, pero con un exagerado movimiento de caderas. Oliver observó su vestimenta. Llevaba un ligero vestido blanco, hasta los muslos, y unos tacones con los que muy pocas mujeres eran capaces de mantenerse en pie. Pero ella lo hacía con soltura.

—¿Qué hace ese camión en medio del camino? —chilló la mujer cuando llegó a su lado.

Él la fulminó con la mirada. ¿Quién era ella y por qué gritaba de esa forma? Había leído todo el informe policial sobre Alberto Robles y sabía que no estaba casado, ni tenía ninguna relación amorosa.

Oliver la miró más detenidamente. Era guapa. Aunque no poseía esa belleza por la que los hombres babeaban.

La chica apretó los labios, al ver que no contestaba.

—¿Estás sordo o eres tonto? —preguntó faltándole al respeto—. ¿Qué cojones hace ese camión en medio del camino?

—Estamos cargando los plátanos —contestó sin ganas.

Ella miró el remolque a medio llenar y resopló.

—¡Quítalo!

—No.

—¿Qué? —vociferó sin poder creer lo que escuchaba—. Mira, jornalero, si yo te digo que lo quites, lo quitas y punto.

—No. Lo haré cuando el capataz me dé la orden —respondió armándose de paciencia. Le molestaba sobremanera la gente estúpida, y esa mujer se llevaba la palma.

Amanda apretó los puños y lo miró a los ojos. Aquel tío se estaba buscando una buena.

—¡Más vale que lo hagas! —le advirtió—. ¿Tú sabes con quién estás hablando? ¡Te estás buscando el despido, muerto de hambre!

Oliver ladeó la cabeza y frunció el ceño. Ya se estaba cansando de aquella idiota.

—No sé quién eres, ni me importa —ladró—. Y moveré el camión cuando el capataz me lo diga.

Ella dio una patada en el suelo, consiguiendo que unas cuantas piedrecitas del camino saliesen despedidas.

—¡Esto es el colmo! Se te va a caer el pelo, estúpido. —Sacó del bolsillo de su pantalón su teléfono móvil y comenzó a marcar.

Sin embargo, en ese momento llegó Antonio, seguido por otro hombre.

—¿Qué pasa aquí?

Amanda levantó la cabeza y guardó el móvil.

—Pues, pasa que este… —miró a Oliver con desprecio— hombre no quiere mover el camión para que pueda salir de la plantación.

Antonio asintió y le habló al otro que había llegado con él.

—Apártalo, la señorita Robles tiene que irse.

Oliver la miró con los ojos abiertos al escuchar el apellido.

No podía ser. Si no era su mujer… ¿Quién era ella?

—Gracias —dijo Amanda, sonriendo al haberse salido con la suya. Miró al jornalero por encima del hombro y rio con picardía—. A ver si aprendes quién manda aquí. —Dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el coche. Pero a medio camino frenó y volvió a mirarlo—. ¡Y haz el favor de afeitarte!

Arrancó el coche y salió de El árbol acelerando en exceso.

Oliver miró a Antonio, con el ceño fruncido, y se dirigió a él.

—¿Quién es?

—Es la hermana del señor Robles. La señorita Amanda.

Volvió la mirada hacia el camino, por donde había desaparecido el vehículo, y se acarició el mentón.

En los informes ponía que su hermana vivía en Madrid. ¿Qué estaba haciendo allí?

No le dio demasiada importancia. Quien le interesaba de verdad era Alberto. Que ella estuviese en la plantación no le suponía ningún inconveniente para conseguir lo que había ido a hacer. Cogería a aquel narco y cumpliría con su trabajo.

Lo único que pedía era no volver a encontrarse con aquella arpía, porque la próxima vez no frenaría su lengua. Odiaba a las personas que pasaban por encima de los demás, a los que se creían superiores por su dinero. Y esa mujer era el demonio en tacones.

El latido que nos hizo eternos

Подняться наверх