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Capítulo 3

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Oliver se encontraba sentado en una pequeña terraza, en un bar de San Sebastián de La Gomera. Tomaba un café, mientras esperaba a su contacto, y contemplaba sin mucho interés la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.

A pesar de que siempre le gustó viajar y ver mundo, aquello no le provocaba ninguna emoción. Todas sus ilusiones y sentimientos estaban muertos.

En el pasado, jamás hubiese dejado pasar la ocasión de recorrer aquel pueblo, adentrarse en sus calles y contemplar sus monumentos, pero ya no era el mismo hombre de antes. Lo único que tenía en mente era hacer su trabajo, y hacerlo lo mejor posible. Esa era la forma de poder olvidar, de borrar los recuerdos que lo atormentaban.

Al girar la cabeza, vio acercarse a la camarera del bar, una joven muy bonita, morena y delgada, con una sonrisa contagiosa.

La chica llegó hasta su mesa y dejó la cuenta en ella.

—Espero que le haya gustado nuestro café —comentó con simpatía.

—Estaba bien —dijo él mientras sacaba la cartera de su bolsillo.

—¿Es usted turista? Nunca lo he visto por aquí —se interesó la joven.

Oliver la miró con fijeza, sin percatarse de que tenía el ceño fruncido. No le gustaba que le hicieran preguntas. Y aunque aquella era una mujer preciosa y muy amable, no estaba por la labor de seguir con la conversación.

—Aquí tiene el dinero —farfulló.

Ella se lo quedó mirando, contrariada. Cogió las monedas y le sonrió. Pero antes de marcharse volvió a hablarle.

—Me… me preguntaba que si… sigue por aquí en una hora… quizás le apetezca otro café después de que termine mi turno.

Oliver la contempló. Sin embargo, lo hizo como si allí no hubiese nadie, como si aquella joven fuese invisible.

—No tengo tiempo para tonterías, señorita.

La chica asintió con rapidez, algo molesta por aquel rechazo.

—Que tenga un buen día. —Y tras esa leve despedida, caminó con orgullo, moviendo las caderas de forma exagerada, hacia el interior del establecimiento.

Él resopló y centró su mirada de nuevo en la parroquia.

¡Cómo había cambiado su vida!

Años atrás, no habría dejado pasar la ocasión de conocer a una chica guapa. Incluso hubiese sido él quien le hubiera pedido su número de teléfono. No obstante, ya no buscaba nada de nadie, no necesitaba acercamientos, ni cariño por parte de las féminas. Lo único que quería era que lo dejasen en paz.

—¿Oliver Berenguer?

Al alzar por segunda vez la cabeza, se encontró con un hombre joven. Castaño, fornido, aunque demasiado bajito para poder soportar tanto músculo él solo. Lo miraba con seriedad, casi con exasperación.

—Soy yo.

—Genial. —Sin más preguntas, le hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera y empezó a hablarle sin asegurarse de que lo hacía—. Soy tu contacto en La Gomera, el inspector Marín. Tengo el coche aparcado en aquella esquina.

—¿Coche? Pensaba que mi trabajo iba a ser aquí.

El hombre negó con la cabeza.

—Ya me avisaron de que los agentes de tu departamento eran unos inútiles. Espero que tú no seas como ellos. Todavía no entiendo el por qué han tenido que daros el caso a vosotros y no a la policía de aquí.

Oliver se lo quedó mirando fijamente. Aquel agente era un payaso.

—Lleva cuidado con tus palabras —le advirtió—. Puedes decir lo que quieras de mis superiores, pero conmigo… respeto.

El inspector Marín dejó de andar y giró para poder mirarlo a los ojos. Tras unos segundos de aguantarse la mirada, su boca se curvó.

—Perfecto, un chulito de la península.

Oliver se acercó un poco más a él, en actitud altiva.

—Escúchame bien, imbécil isleño, deja de mear para marcar tu territorio y dime dónde voy a tener que hacer mi trabajo, que es por lo que estoy aquí.

El agente rio por su contestación y asintió.

Sin decir ni una palabra más, lo guio hasta su vehículo, un Tata ranchera de color blanco. Era viejo, estaba bastante sucio y al sentarse en él comprobó que también era incómodo, los muelles del asiento se clavaban por todas partes.

Cuando arrancó, el inspector Marín comenzó a hablar.

—Supongo que los inútiles de tu departamento te habrán puesto al corriente sobre nuestro objetivo.

Oliver asintió y se aclaró la voz:

—Alberto Robles, cincuenta y cinco años, natural de Madrid. Desde que tiene uso de razón se ha dedicado a negocios turbios y nada claros. En la actualidad se le investiga por tráfico de cocaína.

Marín apartó la vista de la carretera y observó a Oliver unos segundos.

—No solo por ser un simple camello. Si se demuestra toda la información que se tiene sobre él, nos encontraremos con el mayor traficante de drogas que ha habido en España. Ese hijo de perra se ha forrado con el negocio, y cuenta en su haber, supuestamente, con tres muertes por ajuste de cuentas.

Oliver asintió, pues ya conocía toda esa información.

—Deja de contarme historias y dime hacia dónde vamos —lo apremió sin paciencia—. Mis superiores recibieron información vuestra para que yo llegase a San Sebastián de La Gomera.

Marín rio.

—¿Pensabas que íbamos a daros su dirección? Entonces eres más memo de lo que imaginaba.

—Cuidado con tus palabras —le advirtió.

—Ya, ya… —rio. Cuadró los hombros y se aclaró la voz—. Creo que no hubiese sido muy inteligente daros la dirección correcta. Y no es porque seáis estúpidos, sino porque ese tío tiene espías por todos lados. ¿Qué pasaría si alguno de ellos se entera de que vas hacia donde vive Robles? Serías hombre muerto al segundo de pisar su propiedad, guapito de capital. ¿Qué me dices a esto?

Oliver asintió.

—Que tiene lógica.

—¡Joder! En algo estamos de acuerdo —rio.

—¿Y a dónde vamos?

—Alberto Robles compró una vieja plantación llamada El árbol en las afueras del municipio de Vallehermoso, la reformó y tiene un negocio rentable con el cultivo de plátanos. Negocio que, por supuesto, es una tapadera para lo que de verdad le interesa: la droga. —Se removió en el asiento y continuó—: Tenemos a un agente dentro de la plantación, trabajando como jornalero. Consiguió que Robles te contratase a ti también.

—Espera. —Oliver lo miró extrañado—. ¿Contratado?

—Claro, ¿qué esperabas? ¿Que te metiéramos a vivir en su casa, con él? —se carcajeó—. No sé si en la capital sabéis algo del cultivo de plátanos, pero vas a tener que ensuciarte las manos, guapín. Trabajarás como cualquier jornalero, vivirás allí, pero en la casa destinada a los trabajadores, e intentarás descubrir cuándo y dónde va a producirse el envío de la cocaína. De hoy en adelante, dejarás de llamarte Oliver Berenguer y pasarás a ser Oliver Pérez, nacido en Guadalajara y viviendo en La Gomera desde hace ocho años.

—Entendido. —Cogió el falso carnet y se lo guardó en el bolsillo—. No sabía que todavía, en la actualidad, existiesen las casas para los jornaleros. Pensaba que era algo que había desaparecido.

—Las hay, pero prácticamente no se usan. Todo el mundo tiene casa propia y prefiere desplazarse cada día a su trabajo. —Despegó unos segundos la vista de la carretera para mirarlo—. El árbol cuenta con una casa para los trabajadores enorme. Tiene casi sesenta habitaciones.

—¿Están todas ocupadas?

—No, según nos dijo nuestro hombre, que también se queda allí, viven en ella seis trabajadores. Todos inmigrantes sin casa.

Oliver asintió. No le hacía gracia tener que quedarse en ese lugar, con gente a la que no conocía, pero era su trabajo y lo haría.

Pasaron el resto del camino en silencio. Ninguno de los dos hombres quiso sacar un tema de conversación.

Marín detuvo el vehículo cinco kilómetros antes de llegar a Vallehermoso. Aparcó en una pequeña explanada de un camino rural. Allí les esperaba otro coche. Salieron del vehículo y se encontraron, a medio camino, con el ocupante.

Era un hombre de mediana edad, orondo y prácticamente calvo. Tenía una expresión amable, incluso les sonrió cuando estuvo a su lado.

Oliver se despidió, con un leve levantamiento de cejas, de Marín y montó con el otro.

Mauro, que así se llamaba, apenas le habló durante el trayecto, y eso fue algo que agradeció. Estaba cansado del viaje, lo que de verdad le apetecía era dormir.

Cuando llegaron a El árbol ya era de noche, así que Oliver apenas pudo ver nada de aquel lugar.

Caminaron por un sendero empedrado, por la parte de atrás de la casa, y entraron en una enorme edificación de piedra. Dentro se notaba frescor, y era de agradecer pues había hecho un día de lo más caluroso.

En aquel lugar no se escuchaba ni el más mínimo ruido.

Mauro le mostró, de forma escueta, la vieja cocina, la sala donde se reunían a comer y el baño.

Lo acompañó, escaleras arriba, por un pasillo kilométrico, lleno de puertas a su derecha, y le mostró su habitación.

Oliver la miró sin mucho interés, pues no había nada que valiese la pena admirar. En aquel lugar solo había una cama, una mesilla de noche con una pata rota, un armario viejo y una pequeña ventana por la que apenas se podía ver nada.

—Mañana vendré a las seis a por ti. —Mauro bostezó por el sueño—. Hoy es tarde para hablar del caso, pero cuando venga te pondré al día sobre lo que tienes que hacer aquí. No salgas de la habitación hasta entonces, ¿de acuerdo?

—Sí —contestó sin ganas.

Al quedarse a solas, se sentó sobre el lecho. Era incómodo, duro y lleno de bultos. Genial.

No sacó la ropa de su mochila. Estaba tan cansado que decidió dejarlo para el siguiente día.

A pesar de todo, del viaje desde la península, del comportamiento de Marín y de aquella cama tan incómoda, tenía ganas de ver lo que le deparaba aquella misión. Sabía que era peligrosa, sabía que si lo descubrían sería hombre muerto, pero había algo que lo hacía seguir hacia delante. Quizás, en su círculo de amigos y familiares, lo llamasen loco, pero no tenía nada que perder, pues ya lo perdió todo. El árbol era una forma de escapar de su vida, una manera de no tener que recordar todos los días al hombre que una vez fue. Una forma de olvidar que una vez fue feliz.

El latido que nos hizo eternos

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