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Capítulo 2

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El avión de Amanda hizo escala en Tenerife, y desde allí tuvo que volver a coger un vuelo que la llevase a su destino.

La aeronave aterrizó en el aeropuerto de Alajeró, un municipio de la isla de La Gomera. Tras un breve descanso, en el que estiró las piernas, cogió un taxi que la llevó hasta el pueblo donde vivía su hermano.

Amanda observó por la ventanilla del vehículo y recorrió con la mirada el municipio de Vallehermoso, en el que Alberto había comprado una casa cinco años atrás.

Sin embargo, no tardó mucho en apartar la mirada. No le pareció un lugar interesante. Simplemente eran un par de casas juntas, en donde no había centros comerciales, ni los restaurantes de moda a los que solía ir.

—Es bonito, ¿verdad? —dijo el taxista, orgulloso del atractivo de su isla.

Lo miró de reojo, sin ni siquiera girar la cabeza, y se encogió de hombros.

—He estado en sitios mejores —indicó con desgana.

El hombre, molesto, volvió a concentrarse en la carretera.

Amanda, al ver que dejaban atrás el pueblo, frunció el ceño.

—¿No habíamos llegado ya?

—No. La dirección que me ha dado está algo más alejada del pueblo.

—¿En las afueras?

—Está en plena naturaleza.

Ella chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Genial —resopló—. En medio de ninguna parte. Alberto, te has lucido.

Ya podía imaginar las horas muertas que le esperaban en aquel lugar. Iba a ser horrible tener que estar allí, rodeada por árboles y piedras, cuando lo que de verdad quería era bullicio. Le encantaban las aglomeraciones, el ruido de la ciudad, las avenidas llenas de comercios en los que gastar el dinero. Sin embargo, Alberto se negó a mandarle más dinero cuando lo llamó para informarle de su pelea con Samuel, y le ordenó viajar a La Gomera para que pudiesen hablar personalmente.

No quería quedarse allí. ¿Qué iba a poder hacer en ese lugar? ¿Aprenderse el nombre de los bichos autóctonos? ¿Practicar el silbo gomero?

Frustrada, sacó su teléfono móvil y ojeó los mensajes que todavía no había leído. La mayoría eran de Samuel. Le pedía que volviese con él. En algunos incluso suplicaba.

Lo guardó en su bolso. Ni loca iba a regresar con él. Samuel había sido una persona importante en su vida, habían pasado muy buenos momentos juntos, pero desde hacía tiempo pasó de ser una compañía agradable a una molestia. Ella necesitaba libertad. No quería cadenas que la atasen a nada ni a nadie, y él desde siempre se había empeñado en echar raíces y llevar una vida tranquila. No. Eso no era para ella. No quería caer en la rutina de tener un trabajo aburrido, un marido que le diese el coñazo, ni una casa llena de fotos de sus últimas vacaciones en Torrevieja.

Le costó mucho decidirse cuando le propuso irse a vivir juntos. Y cuando lo hizo, fue a regañadientes. Él le aseguró que podría seguir como hasta entonces, que nada cambiaría. Pero no fue así. Desde el primer día que se instalaron, la mentalidad de Samuel mutó. No dejaba de hablar de madurez, de sus continuos gastos en tiendas de ropa, de sus innumerables viajes con sus amigas…

Y sí, sabía que la mayoría de las personas cambiaban al llegar a cierta edad, al independizarse. No obstante, ella se negaba. Ese no era el acuerdo al que había llegado con su, hasta entonces, novio.

Le gustaba el glamour, la vida ociosa, las charlas y risas con sus conocidos. Claro estaba que a todo el mundo le gustaba eso, pero la diferencia era que ella se lo podía permitir. Su hermano le daba dinero cada vez que se lo pedía.

Metida en sus pensamientos, apenas se dio cuenta cuando el coche paró. Reaccionó al escuchar al taxista toser. Le pagó con rapidez y se incorporó del vehículo, arrastrando las maletas tras de sí.

Al levantar la vista, no pudo menos que abrir la boca.

La casa de su hermano en realidad no era una pintoresca casita en medio del bosque. Ante ella se encontraba un enorme caserío blanco de dos plantas, rodeado por una parcela gigantesca repleta de plataneras. Tan grande que le era imposible ver el final.

Hablaba muy poco con Alberto. Así que, cuando le dijo que se iba a dedicar al cultivo de plátanos, y abandonar su principal fuente de ingresos, pensó que había perdido la cabeza.

Al acercarse a la valla, que delimitaba la propiedad, vio que en el muro había unas letras de cerámica.

Las leyó.

—«El árbol». —Puso los ojos en blanco—. Qué nombre más estúpido para una casa.

No tuvo ni que tocar al timbre. Las puertas se abrieron solas.

Al levantar la cabeza, observó las dos cámaras de vigilancia que salvaguardaban el terreno.

Caminó casi doscientos metros por un camino empedrado y bordeado por palmeras desde el que se veía la plantación y a los jornaleros afanándose en su trabajo, hasta que llegó a un gran porche en el que había un cómodo balancín de hierro y mimbre, con mullidos cojines de color blanco.

Se encaminó hacia el portón de madera, por el cual se accedía al interior de la vivienda y, al llegar, este se abrió.

Ante ella apareció una mujer mayor. Era bajita, de complexión delgada, con un moño muy apretado en la nuca y con el semblante serio. La miró de arriba abajo, casi con hostilidad, y se hizo a un lado para que pudiese pasar.

—El señor Alberto la está esperando en su despacho —dijo con sequedad.

Dio la vuelta y comenzó a caminar hacia otro habitáculo.

—No sé dónde está el despacho —respondió Amanda, con las cejas alzadas y extrañada por aquel recibimiento tan frío. ¿Quién era esa mujer y por qué no había ido su hermano a recibirla?

—Segunda planta, tercera puerta a la izquierda —indicó con cansancio. Continuó su camino hasta que desapareció del recibidor.

Amanda miró a su alrededor, antes de emprender el camino hasta el despacho de su hermano, y se fijó en aquel lugar.

Era un espacio enorme, bonito, aunque sobrio, decorado con modernidad, pero sin estropear la belleza de aquel caserón colonial. Era una mezcla extraña, pero agradable. Los muebles de madera oscura otorgaban calidez a aquel amplio recibidor que, junto a las cortinas blancas y a algunas pequeñas palmeras, colocadas estratégicamente, daban la sensación de haber viajado hasta el trópico.

Dejó las maletas allí mismo y subió las escaleras, logrando que el sonido de sus tacones resonase por toda la casa.

La planta superior era igual de impresionante que la inferior. El color de la madera primaba por encima de todo, y apenas había muebles ni adornos en ella.

Encontró el despacho sin problemas. Abrió la puerta, sin tocar antes, y entró en aquella habitación con decisión. La opulencia de aquella estancia la impresionó tanto o más que el resto de la casa. El escritorio era de caoba, antiguo, de patas torneadas y bellos grabados, que admiró nada más poner sus ojos en él. Las paredes, forradas de madera oscura, estaban repletas de estanterías rebosantes de libros, los cuales parecían tan viejos como la misma edificación.

Su hermano se encontraba hablando por teléfono.

Al verla, la saludó con un movimiento de cabeza y le indicó que se sentase en una silla situada frente a él.

Casi no había cambiado nada en los años que había pasado sin verlo. Simplemente, su cabello moreno estaba salpicado por algunas canas, que lo hacían todavía más interesante.

Era un hombre guapo. Las personas que lo conocían siempre comentaban que tenía el porte de su padre. Sus ojos marrones y rasgados, su altura y su forma de fruncir el ceño.

Amanda no podía contradecir aquello, pues casi no se acordaba de su padre. Había muerto cuando ella tenía cuatro años, dejándola a cargo de su único hermano, del que la separaba una diferencia de edad de casi veinte años.

Cuando este colgó el aparato, se quedó mirándola unos segundos y le sonrió.

—¿Qué tal el viaje?

—Largo —se quejó ella—. Podrías haberte ido a vivir a China, ya de paso.

Alberto rio por la contestación de su hermana.

—Qué exagerada eres, son menos de tres horas desde la península.

—¿Y te parece poco?

Se frotó la mandíbula y la miró con interés.

—¿Qué ha pasado para que hayas decidido romper con él de esa forma?

—Lo que pasa es que Samuel me asfixiaba —se quejó, poniéndole morritos a su hermano—. No me dejaba ser yo, quería que me pudriese dentro de nuestra casa.

—¿Seguro? —preguntó sin llegar a creérselo, pues la conocía a la perfección—. Samuel siempre me ha parecido un buen hombre, y lo conozco desde hace más tiempo que tú.

—Ay, Alberto —lloriqueó como la mejor actriz—. No te puedes imaginar el infierno de vida que tenía. Era horrible.

Su hermano se echó hacia atrás en su silla y apoyó la espalda en el respaldo.

—Ya —asintió, mirándola fijamente—. ¿Y no será que eres una inmadura?

Amanda lo miró con los ojos muy abiertos.

—Pero ¿qué…?

—Hablé con él ayer. De hecho, fue Samuel el que llamó.

Ella irguió la espalda y alzó el mentón.

—¿Qué te dijo?

—Pues me confirmó lo que yo ya sabía. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Amanda, tienes que madurar.

—¿Cómo? —No podía creer lo que estaba escuchando.

—¿Sabes? La culpa es mía por haberte consentido tantas cosas. Tendría que haber sido más duro y recto contigo —dijo, más para sí que para ella—. Debería haberte cortado el grifo, no haberte dado dinero cada vez que llamabas.

—¡No! Tú hiciste lo que hubiese hecho cualquier buen hermano —lo aduló, para intentar que olvidase todo aquello.

—Sin embargo, de los errores se aprende.

Amanda alzó las cejas y lo miró con fijeza.

—¿Qué… qué quieres decir con eso?

—Que se acabó. Ya no voy a salvarte el culo cada vez que lo necesites. —La boca de ella se abrió por el asombro—. No voy a consentir que sigas por ese camino. Por tu bien. Tienes treinta y un años, ya va siendo hora de que tomes las riendas de tu vida.

—¡No jodas!

Alberto frunció el ceño por el vocabulario de su hermana.

—Se acabó el darte dinero y el sacarte de los líos en los que te metes. Se te ha acabado la vida ociosa —dijo con decisión—. Tienes que aprender a valerte por ti misma, buscar un trabajo, estudiar, salir tú sola adelante.

—¡Pero tú tienes dinero de sobra para los dos!

—El dinero se acaba, Amanda —resopló—. ¿Has pensado en eso? ¿Qué vas a hacer cuando yo no esté para ayudarte?

—Pues… —No supo qué contestar.

—Y no me digas que buscarías a algún ricachón con el que casarte, porque te desheredo ahora mismo —le advirtió—. Venga, contéstame, ¿qué harás cuando yo no esté? ¿Cómo te las vas a ingeniar ahora que no voy a darte más dinero?

Ella se levantó de la silla hecha una furia. Miró a su hermano con los labios apretados y dio un golpe en la mesa.

—¡No hace falta que montes todo este numerito! Ya me apañaré yo sola como buenamente pueda, aunque tenga que pedir limosna de puerta en puerta. ¡No quiero ser ninguna molestia para ti!

Alberto suspiró y se la quedó mirando con indiferencia.

—Yo no he dicho que no vaya a ayudarte.

—¡No! Solo me acabas de llamar niña mimada, me acabas de decir que soy una cría para ti —respondió dolida.

—Es que lo eres, para mí, siempre serás la niña pequeña a la que crie. —Rodeó la mesa para llegar a su lado y la cogió por los hombros, con cariño, intentando apaciguarla—. Quiero que te quedes aquí en El árbol. Esta casa es tanto mía como tuya.

—¡Pues deja de decir todas esas cosas sobre mí!

—Vale, lo siento —se disculpó, arrepentido. Le dio un beso en la mejilla y le sonrió. Amanda era su debilidad, siempre lo había sido desde que nació—. Me alegro de que estés aquí, de verdad.

—¿Seguro? —preguntó ella poniendo morritos.

—Sí. —La rodeó con los brazos y empezó a guiarla fuera del despacho, por el pasillo—. Mira, instálate y relájate unas semanas. Después hablaremos sobre tu futuro, ¿de acuerdo?

—Está bien. Pero no quiero que el tema del trabajo vuelva a hacernos discutir —dijo, poniendo carita de lástima.

—Cuando pase un tiempo ya decidiremos lo que hacer —indicó él zanjando el tema.

La hizo pasar a una enorme habitación blanca, con un espléndido ventanal por el que se veían todas las tierras de la plantación. En el centro de aquella estancia, había una hermosa cama con dosel. Era antigua, pero estaba en perfecto estado. Fue hasta ella y acarició la sábana bordada que la cubría, frunciendo el ceño por su inesperada aspereza. A su lado, una mesilla de noche bastante alta, delicada y majestuosa, en la que descansaba una cajita de música algo cuarteada, pero que seguía conservando su belleza. Frente a la cama, un gran armario ropero, tan antiguo como el resto de la habitación, con un espejo en una de las puertas que le devolvía su reflejo algo empañado y con un ligero abombamiento.

—Según me dijeron cuando compré la casa, esta era la habitación de la hija del terrateniente que la construyó. Una habitación digna de una princesa.

Amanda la recorrió con la mirada. Tenía que reconocer que era preciosa. Siempre había tenido predilección por las antigüedades.

—Me encanta.

—Pues es toda tuya. —Le sonrió—. Voy a mandar que te suban las maletas. —Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, pero de repente paró y volvió la vista hacia su hermana—. ¡Eh! Me alegro de que estés aquí, de verdad.

Al cerrar la puerta, dejándola sola en aquella habitación, Amanda rio contenta. Después de todo, las cosas no habían salido tan mal como pintaban en un principio. Viviría con su hermano en aquella propiedad, tendría tiempo libre para hacer lo que le viniera en gana y no tendría que aguantar más que le hablasen sobre futuro ni trabajo. Alberto había dicho que en un tiempo aclararían su situación, pero ella estaba segura de que, con sus mañas y sus artes para la interpretación, podría seguir dándose la buena vida como hasta entonces.

El latido que nos hizo eternos

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