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Capítulo 1

La primavera estaba a punto de decir adiós un año más. Apenas siete y catorce días restaban para que el verano diera la bienvenida a una Navidad y a una nueva entrada de año que, según los periodistas de las cadenas locales LU 93 TV o Canal 6, aseguraban serían de los más calurosos de la última década. Flores silvestres cubrían los campos y montes de alrededor, con distintos colores, del malva al amarillo pasando por rojos y marrones que hacían a Verónica soñar. Flores que aún no había logrado aprender a identificar por mucho que su amiga Maurine, botánica por vocación, le hubiese regalado su cuaderno de dibujo que con tanto amor pintó a la edad de ocho años en la escuela de pintura de la ciudad, donde una imagen de cada flor con su nombre escrito en la parte inferior dejaba ver la belleza de la tierra desde los ojos de una artista de la calidad de su amiga. Ese que había guardado oculto en el armario de su habitación los últimos cinco años, bajo la ropa que nunca vestía, evitando que su hermano José, doce años menor que ella, lo cogiera pensando que podía hacer garabatos en hojas en blanco que aún al final del cuaderno quedaban vacías esperando que un dibujo las cubriera de una suma belleza que solo ella sabía plasmar, lo mismo que ocurría con cada lienzo en blanco que a sus manos llegaba, convirtiéndose en un paisaje que invitaba a uno a soñar. José no era un gran pintor como lo era ella. Maurine jamás reconocía en público, aunque estuviera rodeada de sus mejores amigas, que podía haber sido artista de haber continuado con su vocación en lugar de estudiar la carrera de periodismo, tal y como su padre ansió desde que la tuvo por primera vez en su regazo, obligándola a la mayoría de edad a cursar tal licenciatura si quería seguir durmiendo bajo el mismo techo que, desde bebé la había resguardado, tanto del calor del verano como del frío cortante del invierno. Siempre que alguien le sacaba el tema, acerca de su afición por las plantas y la naturaleza, de la belleza que ella captaba y plasmaba en cada lienzo, su respuesta no era otra que qué equivocados estaban o que deberían ir a graduarse la vista porque sus cuadros no valían nada. Según palabras textuales suyas, se le daba mejor escribir artículos de opinión en la gaceta del periódico en el que trabajaba que pintar paisajes que los ciudadanos verían a diario en todas aquellas galerías en las que sus obras fueran expuestas. Finalizaba la conversación con una pregunta que dejaba en el aire y de la cual no quería escuchar respuesta alguna: ¿Para qué servía plasmar la belleza del lugar en un lienzo cuando los propios ojos podían verlo? Ella prefería escribir acerca de las plantas que llevaba a estudio en cada una de sus salidas a los montes de San Carlos de Bariloche para que así la ciudadanía fuera un poco más culta en cuanto a la morfología, relación con otros seres vivos del lugar o respecto a los efectos que el turismo estaba provocando sobre el medio ambiente que les rodeaba, tema este último controvertido, que le había llevado en los últimos años a realizar reuniones en el ayuntamiento, casi mensualmente, en aras a evitar que Maurine consiguiera el propósito oculto que perseguía con tanto empeño, que no era otro que el de captar personas con sus mismos ideales para lograr que el turismo fuera controlado en las fronteras, impidiendo la entrada al país en masa como en las últimas décadas estaba sucediendo. Algo sumamente complicado, a la par que descabellado. ¿Cómo iba un país de la riqueza de Argentina a impedir que este fuera visitado por millones de turistas al año que ansían conocer Iguazú o caminar sobre el glaciar del Perito Moreno? A Verónica no le entraba en la cabeza que su amiga no entendiera que el turismo era beneficioso para la zona y, sobre todo, para el país. Eso le había llevado a entablar más de una discusión con Maurine e incluso a estar sin hablarse semanas enteras, por la cabezonería de su amiga, que no toleraba no tener siempre la razón, aun cuando sus ideales políticos fueran distintos a los de la gente que la rodeaba.

Esa mañana soleada de sábado la hizo sentarse en el porche de casa, en la mecedora de madera que tanto gustaba a su marido Rubén, a contemplar los pájaros volar, planeando como cada día con sus alas extendidas, dejándose llevar por el suave viento que en ese instante soplaba en la zona, apenas perceptible al tacto, al mismo tiempo que avistaba los rayos de sol que se dejaban vislumbrar, como finos hilos de oro a través del blanquecino reflejo que ellos mismos provocan sobre los campos de trigo del vecino señor Domingo, cerrando los ojos unos segundos, respirando la tranquilidad que emanaban las montañas y el lugar, sintiéndose de nuevo agradecida por esa paz buscada y conseguida a miles de kilómetros de su tierra natal. Hacía algo más de un año que no pisaba tierras vascas. El único contacto con la familia y amigos eran las cartas escritas, enviadas o recibidas, así como las videoconferencias a través de Skype en las que siempre las lágrimas hacían acto de presencia recordando lo dura que fue su vida, aun sin merecerlo, deseando ahorrar pronto dinero suficiente para que su familia fuera a visitarla, a saber realmente que bien estaba, a kilómetros y kilómetros de distancia, a la par que conocer la belleza del lugar que la rodeaba. A lo lejos, el ruido característico de la furgoneta de reparto del correo postal la hizo sobresaltarse. La llevó a fruncir el entrecejo preguntándose qué hacía el señor cartero entrando en su finca una mañana de sábado. Nunca antes, en el tiempo que llevaba viviendo en San Carlos, tal día les había visitado. ¿Algo malo había acontecido? Tenía que ser eso. No había otra razón que explicara su presencia. Su corazón se aceleró. ¿Le había ocurrido algo malo a su familia o a alguno de sus amigos más queridos? Pero, pensándolo bien, esa tampoco podía ser la razón que llevara al cartero a visitarla. Hacía tres días que había hablado con su madre por Skype. Con un saludo de buenos días, de inmediato leyó el remitente; Natalia Azcona, su amiga de universidad, le enviaba una carta urgente. Esa con la que no había mantenido contacto en los últimos años le escribía a Argentina. ¿Quién le había facilitado su dirección postal? Pocas eran las personas que sabían qué había sido de su vida y que conocían su ubicación exacta. ¿Qué razón o motivo la había llevado a enviarle una carta con el sello rojo de «urgente» estampado en el sobre? No llegó al porche a sentarse. Lo poco que leyó la hizo detenerse de inmediato, como si las palabras la hubieran conjurado provocando un hechizo maligno que la llevara a convertirse en estatua de piedra petrificada.

Mi querida Verónica, seguro que te preguntas cómo y porqué te escribo después de tantos años sin saber la una de la otra. Fui tonta al creer lo que Cristina dijo que tú habías dicho de mí, aun viendo lo bien que te comportabas conmigo. No supe estar a tu lado cuando tú me necesitaste. Te di la espalda pensando que eso no iba conmigo. No quería problemas y menos de ese tipo. Te vi sufrir, tú confiaste en mí, te dejé de lado; otra persona hubiera hablado de mí horrores, pero tú, en cambio, fuiste noble. Nada malo dijiste de los que, como yo, te dejamos de hablar por… miedo, vergüenza, por no tener problemas. Quizás el karma ha querido que yo ahora pague ese error de juventud. Quizás haya querido que enmiende, de alguna forma, el daño causado. Hace unas semanas me encontré, de casualidad, con Mónica. Le pregunté qué sabía de ti. Me alegré mucho al saber que por fin eres feliz, aunque sea en la otra parte del mundo. Ojalá alguna vez te vea y pueda pedirte perdón, a la par que darte un fuerte abrazo. Te lo mereces. Fue Mónica la que notó que no estaba bien. Mi mirada. Mi sonrisa obligada. No voy a mentirte. Es cierto, no estoy bien. Llevo muchos meses llorando. No veo una solución a algo que se me escapa. Cada día que pasa es peor, tanto que llego a pensar en lo cobarde que soy porque no puedo suicidarme. Sí, has leído bien. Suicidarme. Voy a la cocina, saco la caja de cuchillos que tengo guardada en el tercer cajón y pienso «córtate las venas, acaba con este sufrimiento». Con el pulgar recorro el cuchillo más largo comprobando así lo afilado que está, aun cuando sé que lo está porque filetea la carne como ningún otro. Lloro, no dejo de llorar, de hacerme un ovillo en el suelo de la cocina. Por mi mente pasan imágenes de gente que me ha dado, y me sigue dando, su amor, de mis animales a los que quiero con ternura. Pero ¿eso es suficiente? El sufrimiento viene de mi pareja. Llevo años sufriendo. Es un secreto que nadie sabe y que supongo que nunca saldrá a la luz. Te estarás diciendo «Dime de qué se trata porque no entiendo nada». Mi marido sufre de epilepsia, una enfermedad tabú que provoca una discriminación muy grande en la sociedad. En los últimos años ha sido un conejito de indias. Sea esto u otras cosas que han acontecido, no sé qué decirte, porque ni los médicos ni yo misma sabemos qué es lo que realmente le ocurre. Se ha alejado tanto de mí, me llega a decir cosas tan horribles, me culpabiliza día sí y día también, que no sé si merece la pena seguir viviendo esta vida que Dios ha querido que viva. Tú lograste salir de una situación que te aplastaba. Seguro que, como yo, en muchas ocasiones viste la oscuridad en lugar de la luz que nos lleva al paraíso. De ahí que Mónica me haya aconsejado que te escriba porque solo tú podrás ayudarme. Nadie conoce mi vida real; nada de esto que hoy te cuento se sabe. En la calle, con los amigos, con la familia, pongo buena cara. Si me dicen «vaya cara que tienes», mi respuesta siempre es la misma, «cansancio», por los largos viajes que me doy por mi trabajo como comercial. La empresa me hace viajar por España vendiendo jabones naturales. Tiene sus pros y sus contras. Paso muchos días fuera de casa, hay días que no sé en qué provincia estoy ni qué día de la semana es; si bien, está requetebién conocer las ciudades gratis. ¿Hasta cuándo durará mi suerte? Espero pronto recibir noticias tuyas. Que no sea demasiado tarde. Me gustaría mucho saber que se puede salir de la tristeza en la que estoy sumida y que es posible dar la vuelta a la tortilla. Quiero mucho a mi pareja, por eso no me he ido, o eso creo, porque realmente ya no sé qué decir si me preguntan si le sigo amando. Vuelvo siempre a casa. Además, siempre hay una pregunta que me atormenta. ¿Cómo voy a dejarle solo?

Los ojos de Verónica se humedecieron. Podían haber pasado años sin saber de su compañera Natalia. Hacía ya, nada más y nada menos, que más de diez años que no se veían ni se hablaban. Podía haberla dejado de lado cuando la necesitó. En los duros momentos en que su padre la maltrataba. Pero el rencor y el odio no eran dos palabras, no eran dos sentimientos, que el corazón de Verónica conociera y albergara. Ella sufrió mucho cuando amigos y amigas que quería la dejaron de lado en los duros momentos en que más los necesitó, así que no iba a permitir a su corazón abandonar a su amiga Natalia cuando ahora era ella la que la necesitaba. De sus consejos. De su fuerza. Eso la ayudaría a mejorar. Tenía que ponerse en contacto con ella lo más rápido posible. Debía aconsejarla dónde acudir. Debía dejarle claro que no estaba sola, que la vida es maravillosa y merece la pena vivirla, sin olvidar que la de todos es una montaña rusa. Con la carta en la mano, recordando la última vez que vio a Natalia en el metro, y que únicamente se saludaron, corrió a casa a enviarle un mensaje de whatsapp al teléfono que le había facilitado. Una mañana soleada y bella se convirtió en oscura tras la misiva de una carta inundada de sufrimiento que imploraba ayuda, desde un corazón dolorido que urgentemente necesitaba la medicina que solo Verónica conocía. Como si el día hubiese querido acompañarla, las nubes hicieron acto de presencia ocultando al astro sol tras ellas, apaciguando el calor, comenzando a soplar el viento con fuerza, dejando los pájaros de volar y piar, como diciendo que la tristeza estaba a su alrededor, como queriendo abrazarla y darle fuerza para no echarse atrás.

Entró en casa; se agradecía el frescor del aire acondicionado. En el exterior comenzaba a notarse el bochorno del ambiente. Buscó su teléfono móvil en el taquillón de madera junto a la puerta de entrada. Llevaba varios días sin hacerle mucho caso. No recordaba dónde lo había dejado la última vez que lo usó, así que hizo memoria al ver que no estaba ahí, dirigiéndose a la cocina al caer en la cuenta de que había mandado un mensaje a uno de sus amigos de Facebook a la hora del desayuno. A la par de haberlo usado para hablar con su amiga Maurine, quien la había pedido consejo acerca del último chico con el que se había ido a la cama. Acostumbraba a usar a Verónica como limpiadora de conciencias, sintiendo así que su alma volvía a estar blanca, reluciente, llena de pureza, conservando una posición en el cielo cuando fuera llevada por la muerte al más allá, en el punto final de su vida, dentro de unos cuarenta años si es que un accidente o una enfermedad no le acontecía antes de ese límite marcado, teniendo en cuenta la vida tan alocada que llevaba. Muchos eran los días en que Rubén le chillaba por no tener el teléfono móvil cerca; quería hablar con ella en su tiempo de descanso, y no conseguía que atendiera al teléfono la mayoría de los días en que intentaba esa hazaña. Estaba de vacaciones. Su idea no era otra que atender llamadas y mensajes recibidos a última hora de la noche porque, el resto del día quería desconectar de las redes sociales que tanto enganchan y que tanto se usan en los meses de otoño, invierno y primavera para dedicar más tiempo a una afición aparcada que había retomado hacía apenas unas semanas: las manualidades, algo que la relajaba y le fascinaba. Con listones de madera estaba redecorando su habitación. Construía un cabecero con un paisaje caribeño de fondo, una cama con listones de madera y cajones por debajo donde guardar las mantas ante el calor sofocante del verano, y unas estanterías donde colocar objetos, esos que la llenaban con solo mirarlos, de los que solo ella conocía la historia. El teléfono móvil apareció sobre la mesa de la cocina, de roble macizo, junto al bote vacío de mermelada de fresa. Desactivó la pantalla para comenzar a memorizar en la agenda telefónica el número de Natalia, 575.24.33.81. Memorizado; estaba listo para ser usado mediante el programa líder en chat gratuito.

Querida Natalia: he recibido tu carta. Me has dejado muy apenada. Ten por seguro que te ayudaré a salir de esto. Siempre hay una luz al final del túnel. Lo único que debes hacer es ser FUERTE. Me tienes y me tendrás aquí para todo aquello que necesites. Mi nombre de usuario en SKYPE son las siglas de mi nombre y apellidos. Añádeme a tu lista y nos hablamos por videoconferencia. Un beso y un abrazo enorme de tu amiga Verónica que te sigue queriendo y que en ningún momento te ha olvidado. PD: Deja atrás el pasado. Es el primer paso que te aconsejo para avanzar en el camino de la vida.

Pulsó la flecha de envío de mensaje y aparecieron de inmediato las aspas en color gris. Deseaba que no tardasen mucho en ponerse de color azul, señal identificativa de que el mensaje había sido visto y leído. Encendió el ordenador portátil. No pensaba hacer uso de él; los sábados y los domingos los dedicaba a desconectar, a realizar un yoga propio de relajación ambiental. Pero no quería que Natalia llamara y no estuviera disponible en una primera videoconferencia que sería más bien de toma de contacto y de decirse a lo sumo «hola». A Verónica la ayudaron a emigrar al país donde Rubén ansiaba vivir y, aunque pocos fueron los que le tendieron una mano para salir del mundo de sufrimiento en el que estuvo inmersa, en su corazón albergaba los nombres e imágenes de quienes estuvieron a su lado, los que no la abandonaron aun estando realmente hundida, tocando fondo en un mar muy profundo. Ellos formarían parte de su vida hasta el día de su muerte, albergarían las salas de su corazón. Era hermoso sentirlos como si estuvieran cerca de ella.

Por lo que a lo largo de su vida le había tocado vivir, quería ayudar a Natalia en ese momento en que reclamaba una salida a gritos. Lo tenía muy claro: lo poco que ella podía dar lo compartía, fuera un abrazo, un beso, una palabra de afecto, recibiendo más de lo que daba, sintiéndose más y más viva cada día. En ese momento, el sonido característico de entrada de un nuevo mensaje por WhatsApp sonó en su teléfono. Miró la pantalla; era Natalia.

Verónica, me ha hecho muchísima ilusión saber de ti. Comprobar que no estás enfadada conmigo a pesar de lo que indirectamente te hice. Tienes un gran corazón, tan grande que no debe de caberte en el pecho. Ojalá fuera como tú. Seguro que tienes mucha gente que te quiere mucho y que en el tiempo que llevas allí habrás hecho grandes amigos. Aún recuerdo qué bien te llevabas siempre con los chicos. Congeniabas con ellos. Tenías un don para que te aceptaran en el grupo. Bromeaban y reían contigo; tú siempre les seguías el rollo, no te cortabas en vacilar, al igual que ellos hacían. Tenía envidia, hoy lo reconozco, sobre todo cuando te narraban sus confidencias sin que tú dijeras nada. Te hacías la tonta en muchas de las ocasiones. Les asesorabas aun cuando no tenías fuerza para levantarte del suelo porque, para ti, ellos eran importantes. Dabas lo que te hubiese gustado que diera la gente, que te hubiesen ofrecido en ese momento de dolor y sufrimiento. Que por sufrir un maltrato del calibre del que tú sufriste no te hubieran dejado de lado, porque no tenías la peste y no era culpa tuya. Ahora parece que el destino me ha puesto una prueba, de superación, de cambio, de ser como deberíamos ser todos, como eres tú, una gran persona.

Verónica se sintió reflejada en las palabras de sufrimiento que albergaba no solo la carta sino también el mensaje que acababa de leer. Un sufrimiento que si no era curado podía aplastar a la persona, hasta tal grado que podía ser que nunca se levantara o que jamás volviera a ser la misma chica que había sido hasta ese preciso instante de su vida, risueña, jovial, esperanzadora. Recordó cómo hubo quien pensó que estaba mal de la cabeza cuando necesitó la ayuda de una psicóloga. Prejuicios de la sociedad que erran y fastidian la vida de los que les rodean. No le importó ni lo más mínimo lo que dijeran, mucho menos lo que pensarán, de ella; no se le caían los anillos por pedir ayuda ante una situación de violencia doméstica como la suya. Necesitaba aprender a vivir con ese problema. Precisaba que le encajaran las piezas del puzle, palabras textuales suyas, para seguir viviendo sin odio ni rencor la vida que el destino creara para ella. En Argentina, nada más y nada menos, rodeada de un paisaje del que no se encuentran palabras que definan lo majestuoso que es este país, rodeada de personas maravillosas, echando de menos a familia y amigos que dejó atrás pero que confiaba que con el tiempo irían a visitarla a su casa. Y, por supuesto, ¡mal de la cabeza no estaba! Le rulaba muy bien; le daba pena que la gente que critica sin saber no fuera puesta en una situación similar de la que únicamente pudieran salir de ella pidiendo un perdón de corazón que seguro que no conocerían, quedándose anclados en ese punto de angustia y miedo que no se le recomienda ni al peor de los enemigos, asesinos, violadores, etcétera, existentes en la faz de la Tierra.

Hablamos por SKYPE cuando esté sola, más o menos calculo que será dentro de una hora. Hoy juega el Athletic contra el Barça, todo un partidazo y un ambientazo en las calles, qué te voy a contar a ti que no sepas.

Guerra de nervios

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