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MEMORIAS DE UN FUGITIVO CONVERSO
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Es fácil pasar desapercibido entre la multitud, incluso aquí en una ciudad costera en la que todo el mundo, casi, se conoce. Entro en la farmacia. Pido ibuprofeno, vendas, alcohol y tiritas. Una crema para evitar las quemaduras solares. Pregunto por algo eficaz que termine con la diarrea y los vómitos de un solo plumazo. La farmacéutica me mira extrañada y me pregunta si abuso del ibuprofeno. Apunta a que tal vez el problema sería ese. Muy profesional, asegura que lo mejor sería que tomase un protector para el estómago. Es redonda. Como una hogaza de pan. Al minuto me creo con el derecho a juzgar su dieta. Estoy convencido de que en el fondo somos lo que comemos y en ella no puedo ver otra cosa que una cantidad ingente de harinas y grasas saturadas. Entonces, lo noto. Algo dentro de mí, como una palanca que se dispara y siento cómo las pupilas, las venas, los músculos se dilatan y estallan.

El psiquiatra me había advertido sobre ello. Juntos habíamos aprendido a detectar los síntomas previos al acto. La palanca, el suelo rojo. La lava socióloga subiéndome por la garganta. El crepitar de la rabia accionando actos impulsivos de los que luego podría arrepentirme o no, pero que podrían suceder. Pasan dos minutos. Quiero comerme la hogaza de pan. Me la como o me como el ibuprofeno mezclado con anti-revulsivos y Fortasec. Son dos opciones. Dos. Sé contar. Ella no quiere darme lo que necesito para esta noche. Me lo da o salto el mostrador. Que yo no le he pedido que cuestione mis hábitos farmacológicos, ni lo delgado que estoy, ni si la última vez que me lavé fue en la playa. Que no le he pedido que me tenga compasión, ni que haga de madre, ni que se fije en que tengo los ojos tristes y acuosos. Que no le he pedido una solución, que una solución ya la busqué yo y fui de médico en médico, y lo puse todo de mi parte y todos llegaron a la conclusión de que tenía que tomar esas putas pastillas que no me permitían enlazar dos palabras seguidas. Te volverán gilipollas, a base de darte tranquilizantes. Te quitarán la capacidad de volver a ser una persona. Rara, distinta, un poco especial, pero que seguro que alguien podrá querer. Sigue preguntándome, pero ya no distingo las preguntas. Que me duele la cabeza, maldita hogaza de pan barato.

Se acabó. Salto. Hay una duda profesional en sus ojos, pero al instante toma contacto con la realidad. Lo nota. El salto ha sido real. No es un sueño, está sucediendo lo que en realidad está sucediendo. Retrocede hacia los estantes que salvaguardan las tiras para no roncar por las noches y, por más turistas borrachos que ha visto y ha aprendido a manejar, no termina de encajar lo que está pasando. Esto es la costa, cuánta gente no habrá vomitado en su mostrador. Cuánta no habrá robado condones o tirado las cremas solares por el suelo. Cuántos yogures en manos de niños malcriados no habrán terminado estallados en el suelo. Todo perfectamente admisible, menos esa fiera rara, sobria y delgada, que salta por encima del cristal con el objeto de robarle o algo peor, puede que crucificarla. Ahora se imagina a Dios, allí arriba, y reza, o dice que reza, porque las hogazas de pan no saben rezar nada más allá de lo que les inculcaron siendo muy pequeñas. Teme algo en mí que en nadie más ha sospechado. Teme que le quite el alma. Teme que la mate.

Es una creencia extraña esa que tenemos los humanos. La de que nos van a robar el alma cuando van a matarnos. Como si todavía nos quedara de eso, como si todavía la necesitáramos para justificarnos.

El aire patina a nuestro alrededor como los compases de un vals. De pronto, me veo vestido de blanco con un bastón en la mano y saltando por encima del mostrador de cristal, dejando en el quicio de la mesa un rastro de la suela de mis zapatos. Gravilla y arena, rompiendo un poco el borde. Lanzando un chasquido al silencio pétreo que nos domina. Ven, cariño. Veo que hay en tus ojos un poco de pánico y también un poco de esperanza, parece que en realidad temes que vaya a encastillarme sin tomar antes un poco de protector. Será eso, o que tal vez mis manos ya se han apoderado de tu garganta.

Oigo el bullicio de la calle. El gorgojo de su saliva luchando por salir al paso en el denso aire malagueño. La empujo contra la estantería para cortar la salida, pero todavía dejo que respire. Cuando empujas a alguien que tienes sujeto por la garganta, termina por ceder ante ti. Es lo que necesito, que ceda. Nace el miedo en sus ojos, después de eso seguramente podría robarle el alma. Algunas cajas de medicinas y suvenires de farmacia para gordos e insomnes caen por encima de nosotros como si fueran confeti. Veo un estadio lleno de gente aplaudiéndonos, un presentador vestido con un esmoquin de color azul intenso, con las solapas de la chaqueta llenas de lentejuelas. Con su amplia sonrisa, le dice al público que nos hemos llevado el bote. Parece que acabamos de ganar un premio. El premio a la pareja del año. Un enorme foco nos ilumina y una canción de Queen rompe los bafles. La gente que ocupa el estadio se levanta emocionada y nos aplaude. Sin embargo, no se quiebra. Ella todavía no llora, se mantiene roja, casi violácea, luchando por zafarse de mis garras, pero inaccesible. Me araña la cara con sus uñas rojas como la sangre. Eso hace que me enfade. Siento que me he excitado, mi pequeño pene se ha puesto enorme tras recibir un bofetón de la hogaza de pan. El confeti y el estadio desaparecen. Ante mí, veo a una prostituta que suplica porque no la mate. Miro mis pies, se han convertido en unos zapatos de color negro. Llevo traje, capa, bombín y noto una humedad y un frío inusual para la época. Ella está sucia. Me sonrío. Sé que me ha arañado por si la mato. Para que me encuentren, para que encuentren en sus uñas un poco de mis células. Están enfermas, mis células. Encontrarán eso, eso y la tristeza de tener que llegar a esto para sentir placer, para sencillamente no tener que sentir rabia.

Me escupe involuntariamente y eso me noquea. Me da mucho asco la saliva ajena. Siempre que veo a alguien escupir en la calle tengo que salir corriendo para no asestarle un puñetazo en la cara. La gente es sucia, maleducada, vil y huele mal. No saben que pueden ducharse, cuidarse y ser un poco amables con las personas que se cruzan en su camino. No entienden de humanidad, solo de apariencias.

Al sentir su saliva en mi cara, vuelvo a la realidad y la suelto. Se rodea el cuello con las manos intentando encontrar una vía de oxígeno. Bloqueo su única ruta de huida. Quiero verlo. Estoy tan empalmado que una gota pre seminal moja mi ropa interior. He notado como salía caliente desde dentro de mí y ahora ha hecho que la piel de mi glande se quede pegada al calzoncillo de algodón blanco. Antes de salir hoy a la calle me he lavado a conciencia. El hecho de que mis propios fluidos se peguen a la ropa interior hace que me avergüence. La miro a los ojos. Unos pequeños y comunes, que no me dicen nada. Solo piden auxilio. Yo quiero pensar que esta mujer no me gusta, pero el hecho de estar excitado contraviene cualquier razonamiento lógico sobre lo que allí está pasando. No me temas. Yo quiero quererte. A ti o a cualquiera otra. Me gustaría llegar a ser mayor y valiente. Realmente me gustaría llegar tal vez a conocer de esta manera si el amor o cualquiera de sus variantes existen.

Suena la campanilla de la puerta. Un poco de aire fresco entra en el turbio ambiente que nos rodea. Un señor de avanzada edad acompañado de quien debe de ser su hija. Entran en la farmacia ajenos a nosotros y rompen nuestro flechazo. Le guiño un ojo a la farmacéutica y le lanzo un beso, solo con el objeto de provocar en ella un poco más de terror y lo consigo, porque pierde el equilibrio en las rodillas y se agarra al mostrador como si fuera una tabla salvavidas. Al darse cuenta de que va a salvar la vida, rompe a llorar, ante la atónita mirada de los nuevos clientes.

Salgo corriendo del establecimiento como si hubiera robado algo, pero no me he llevado nada. Caigo en la cuenta de que me sigue doliendo la cabeza y avanzo hacia la playa. Puede que tras caer la noche pueda bañarme totalmente desnudo y el simple sonido de un mar que parece estar en calma consiga dormirme.

El libro rojo de Raquel

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