Читать книгу El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez - Страница 15

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Tuve suerte en la vida. Ese no es problema. Me hacen gracia las personas que se pasan la vida evaluando y analizando el pasado de los otros con el objeto de darle alguna salida digna a los crueles actos inhumanos que puedan cometer. Siento tener que llevarles la contraria, especialistas de la educación y la salud pública. Yo fui educado en una familia estructurada y rica que parecía quererme y que me dio, mientras pudo, todo lo que quise, necesité o anhelé. No tuve hermanos. No tuve disputas por los juguetes, todo, cualquier cosa, me era entregada sin la más mínima resistencia. Cuando cumplí los dieciséis años me di cuenta de que no era una persona normal. No, no lo era. Allí donde los demás decían que nacía el amor, a mí solo me crecía barba. Barba y semen. Incapaz de controlar mis impulsos más primarios, me dediqué a robarles a mis mejores amigas la virginidad por el puro placer de conseguirlo. Algunas veces mediante el juego, otras mediante el engaño, la mayoría mediante argucias y triquiñuelas. No me quedó tiempo para ser honesto, entendiendo la honestidad como un acto de valentía en el que los hombres, que dicen amar a las mujeres, realmente las aman y no quieren otra cosa de ellas que pueda ser, por ejemplo, follárselas. De hecho, en comparación con lo que hice, puede que el acto más honesto que esté cometiendo sea este, andar hacia la playa, confesando mis crímenes con la esperanza de que Dios o lo que sea que esté ahí arriba me perdone o me extermine. Ahora que sé que lo mío no tiene remedio, creo que lo mejor, aunque sea por puro interés, es pedir perdón a quién corresponda y esperar, con la vana fe del que se sabe culpable, que una deidad cualquiera, a la que tampoco le importé demasiado, me tienda la mano o me extermine. Alguien debe apiadarse de mí, es un hecho demostrado que no me arrepiento porque no quiera, sino porque no puedo. No sé gestionar mis emociones, eso es así.

Es difícil de entender, pero creo que al final de estas palabras, confesiones o lo que sea, vosotros seréis capaces de estar en mi mente y yo habré sido capaz de estar en la vuestra. Olvidaos de todo cuánto habéis vivido, pues lo fundamental permanece inalterable, cuando uno no desea ver la realidad. Que si queremos ayuda. Que si la pedimos. Que si la necesitamos ¿Para qué necesitamos ayuda en un mundo en el que no podemos saborear la realidad? ¿Para qué ser más consciente de que lo que te rodea te está vetado de nacimiento? Nosotros, y cualquiera que haya perdido la capacidad de amar, lo que queremos es morirnos o, en el mejor de los casos, matarnos, o que alguien nos mate.

Es sencillo.

Imagínate que un día por la mañana te levantas y al sentarte a desayunar descubres que no distingues los sabores. Al principio, la gente que te rodea y que te quiere intentará encontrar una explicación que todos podáis entender. Después pasará el tiempo y tomaréis conciencia de que tus papilas ya no son lo que eran o, sencillamente, es que nunca ha existido la capacidad de degustar allí. Desesperados, buscaréis ayuda, con todos los recursos que tengáis. Iréis a uno y otro médico. Tú querrás ser un chico normal que disfruta con las hamburguesas, helados y el sabor salino de las chicas de su edad. Tus padres querrán que disfrutes comiendo como el resto de las personas, pero pasarán los días y los meses y, tras muchos especialistas, todos os daréis cuenta de que donde debería haber un mundo de explosiones no hay otra cosa, sino un enorme vacío. Eso dolerá, pero no será nada en comparación con lo que os deparará el futuro. Pronto os sentaréis todos en la misma mesa y, fracaso tras fracaso, dejaréis de miraros como personas que antes se degustaban las unas a las otras y comprenderéis cuánto de mentira había en vuestra cotidianidad.

Toda la vida fingiendo que podías ser un gran chef y, al despertar, ¡oh, qué gran putada! descubrir que no puedes distinguir lo dulce de lo salado.

Ni lo amargo de lo picante.

Ni el odio del amor.

Afligido, buscarás nuevas sensaciones que te lleven al extremo y en ellas no encontrarás nada más allá que un atajo de calorías insustanciales. Un postre, otro, otro y otro y al final la nada. El vacío, la inocuidad y la vida desfilarán ante tus ojos burlándose de ti, dejando ver cómo los demás lloran y ríen y disfrutan del sexo y son felices y, mientras, tú te quedas esperando a que en el último plato te sirvan algo que merezca la pena.

Un día mirarás unos ojos de color castaño que te parezcan hermosos y después de cinco minutos caerás en la cuenta de que jamás podrás hacer que sonrían y te sentirás triste, porque para ti la tristeza es el sentimiento comodín. Lo más parecido al amor y lo más parecido al odio. Lo más parecido a volver a casa.

Me toco la barba. He tenido que dejarme barba porque me han reconocido circulando por la zona. Varón de unos veinticinco años. Ojos y pelo moreno. Sin barba, delgado y fibroso, de aspecto aseado pero informal, de mirada fría, enfermiza, impenetrable y huidiza. Español. No sonríe. Nunca sonríe. Será porque la vida jamás le ha hecho ni puta gracia. Es él, sin duda alguna, es él.

Avanzo con pasos gigantes de gacela tuerta dispuesto a perderme entre la multitud de una ciudad que no es ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Ni demasiado bonita ni demasiado fea. Entre el gentío estival, busco el anonimato, el calor, pasar desapercibido por lo que acaba de suceder. Busco la inflexión de mi pene, pero todavía, pese a mis anchos vaqueros, me delata. O eso es lo que yo creo, tal vez sea solo mi imaginación y es lo que pienso, pero no es cierto. Paso la mano por encima de la cremallera mientras camino, haciendo el amago de rascarme, como intentando disimular que aquello está a punto de explotar entre la gente, como intentando dejar de ser el pervertido que soy. Tengo la intención de saber si todavía está pidiendo guerra y lo consigo. No se baja. Cuando la palanca se acciona tarda un par de horas en volver a su sitio. La sangre fluye en el cauce de río caudaloso. No hablo de la palanca física, sino de la mental, la que se dispara cuando se me cruza el cable rojo con el azul. A veces, me pregunto si no sería más sencillo masturbarme y terminar con esto y dejar de sentir esta especie de vergüenza o de culpa, o de desesperación o lo que sea que no me deja ser una persona normal y corriente como los demás. Hay veces en que lo deseo. Ser una persona como los demás. Perder mi sensibilidad y mi tristeza y mis fantasmas. Convertirme en alguien absolutamente átono. Serlo o culminar estos intentos de asesinato, violación o suicidio que siempre se quedan en casi nada. En hogazas de pan venidas a menos que lloran en mostradores ante la mirada difusa de quien acaba de entrar por la puerta y no entiende nada. Estoy convencido de que no he sido capaz de llegar hasta el final porque algo hay dentro de mí que puede ser rescatable. Solo necesito una oportunidad.

Una oportunidad en la que no se me vuelva a permitir intentar asfixiar a nadie.

En la que dejen de darme pastillas.

En la que pueda volver a enamorarme.

Y tener sexo.

Un sexo que sea parecido al amor.

O al llanto.

O a la asfixia.

Durante algún tiempo, lo intenté. Mantener ciertas prácticas sexuales de riesgo en las que se forzara la intensidad del orgasmo mediante la asfixia. No encontré chicas que quisieran practicarlo conmigo. Después me di cuenta de que, en realidad, solo buscaba el amor dentro del amor y eso no me lo podía dar la asfixia.

Siempre lo he tenido bastante difícil para ligar, pero, una vez que lo conseguía, se volvían locas por mí. Bastaba el hecho de que ninguna me importara lo más mínimo para que al final de un par de encuentros de sexo salvaje terminaran pensando que era el amor de su vida. La gente suele confundir la ansiedad sexual con el deseo. Donde ellas esperaban amor, yo solo quería eyacular, pero hay chicas que eso no lo entienden y, cuanto más duro realizas alguna práctica sexual, más se meten en el juego de la perversión y, sobre todo, en el juego del poder. Recuerdo la primera vez que practiqué sexo anal. Para una persona como yo para la que el blanco representa blanco y el negro representa negro, cuando alguien dice no, obviamente quiere decir no. Luego en la mente de un ser megasocial, como vosotros todos los que me rodáis, pueden surgir ciertas actitudes, impulsos o palancas que siembren la duda sobre las cosas que los demás exteriorizan o piensan, pero, en principio, la estabilidad de los ricos de alma para con el sistema se basa en el hecho de que cuando alguien dice que su plato está salado es porque verdaderamente lo está. Nosotros no podemos degustar, por eso confiamos ciegamente en los sentimientos del otro. Uno no se llega a imaginar ni en la peor de sus pesadillas que, cuando una chica te dice no mientras intentas penetrarla analmente, en realidad está diciendo sí. Por eso jugaba a deshacer el amor con aquella chica que había salido de alguna callejuela de mi parque. Una chica a la que yo, por lo visto, le gustaba tanto como para hacerlo conmigo sin perder la “virginidad”.

Desde el momento en el que nos vimos estaba claro. Íbamos a tener un poco de sexo, confiando en que al final lo que hiciéramos no se convirtiera en sexo de verdad.

El libro rojo de Raquel

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