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HORTALEZA, 66

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Ha amanecido. Si hay algo que no soporto de la vida es que amanezca sin pedir permiso. Tengo que levantarme; si quiero cobrar y mantener este indigno y nuevo trabajo, tengo que levantarme. Yo no quería tener un horario esclavo, ese sueldo mísero, esta vida de mierda con la que se supone debería estar feliz y contenta, pero no me ha quedado más remedio. Hay facturas que pasan todas las semanas bajo la puerta. Mientras oigo cómo mi vecina grita a sus hijos, hay facturas que se cuelan en nuestros buzones. Este es el auténtico drama de la vida. Eso, aparcar mi moto. Coger el metro. Todo uno. Tengo que afrontar esta reconfortante semana en la vida de una teleoperadora venida a menos si quiero mantener este pisucho en el que me encuentro. No digo en el que me hallo, sino en el que me encuentro, porque no es lo mismo encontrarse que hallarse. Ojalá me hubiera hallado, el verbo hallar siempre me ha parecido digno de un pirata. Una debería hallar tesoros, miles de tesoros ajenos en las esquinas que nos hablaran de la vergüenza ajena, que nos hablaran de la humedad persistente de un otoño seco, que nos trajeran los recuerdos ebrios de una edad más temprana que nos hizo como somos ahora. La madre de la mierda.

Me duele el corazón, cada vez que lo recuerdo, me duele el corazón. Leí en alguna parte que no es indicio de infarto, sino todo lo contrario, es señal de que todavía me late. Pregúntale a cualquier camarero. Te lo dirá, porque son psicólogos de barra y saben de lo que hablan, que lo mío es ansiedad. Así, pura y dura. Tócate los pies. Ansiedad. Que cuando me falta el aliento es porque algo me está produciendo angustia. ¿Hola? ¿Os presento mi vida? Un conjunto de ironías en el que la protagonista principal ha perdido el norte. La historia de una persona que está desarraigada y que consume libros de color rojo como si fueran caramelos. Era eso o drogarme. Cómo no voy a sentir ansiedad, decidme, cómo no voy a sentirme ansiosa si cada vez que intento rehacer lo poco que queda de mí me encuentro con eso que está ahí afuera y que da tanto miedo. Esas cosas que pululan por la calle y que nadie detiene. Por qué no hay un cuerpo de seguridad del estado que se dedique, por favor, a hacer controles sobre las personas que puedan tener serios problemas mentales. Es en serio, esta sociedad necesita una cura psicológica masiva. Hay demasiada ira en las personas. Casi siete mil millones de personas en el mundo, ¿me oís? Y la mayoría de estas personas están iracundas y ¿sabéis qué es lo que hay detrás de la ira? Una tristeza inmensa.

Un mar de lágrimas que siempre está a punto de reventar.

Doy fe, estoy pagando un alto precio cada vez que descuelgo el teléfono y atiendo a otro cliente furioso que me pide la baja. Ahora es mejor no pensar en ello, es mejor, sencillamente, dejarse llevar por esta marea gris de nubes que inunda el cielo.

La madrugada de este lunes no promete, más bien todo lo contrario. Amenaza con llover, amenaza con rajarte por la mitad si sales a la calle. Los días han ido acortándose, las hojas se han teñido de color naranja. El fruto de los árboles, si lo había, ha tenido el detalle de ir madurando, cayendo al suelo. Golpeando las pocas flores que aún no se hubieran congelado. Los animales se han escondido, las personas han salido a la calle enfundadas en sus tragicómicas pieles y en esta lista de cosas, que no supone más que un estío rutinario en el curso del universo, se ha marchitado nuestro amor. Porque yo tuve un amor que se marchitó. Marchitar tal vez no sea la palabra más adecuada, pero es la primera que viene a mi mente. No es que yo fuera una mujer especialmente romántica, supongamos que no, sin embargo, mientras fuimos amantes, creí como una idiota en el amor. En sus promesas, en esa esperanza que tenía en el futuro. Ahora, ¿sabes qué?, ha dejado de hacer calor. Todo lo contrario, tengo los pies siempre congelados. Las manos no me basculan, la terrible sequedad de tu vagina no me llega y eso me hace sentirme un poco, solo un poco, triste.

Un día de pronto me levanté, llegaba rota por el cansancio, rota porque paso doce horas fuera de casa intentando mantener la compostura, intentando ser una persona socialmente aceptable, y me encontré contigo. Primero con nuestra gata aullando en la puerta, deseando recibirme, asustada, cariñosa, expectante e irónica, y luego contigo. Tú, dando un respingo en la cama. Tú, saltando desnuda e intentando con la sábana tapar un hecho evidente, flagrante, hasta hermoso por lo salvajemente real que era. Tú, representando un clásico del drama humano, saltar de la cama mientras entra el marido por la puerta. Hubiera deseado que tú fueras yo y que yo fueras tú, pero no, tú, estabas ocupada haciéndote libre y condenándome a mí a mirarme en un espejo y a preguntarme por qué. Por qué no tuviste ni el valor ni la delicadeza de decírmelo a la cara, de sentarme frente a ti y explicarme con más o menos carencias emocionales que ya no sentías nada por mí, que habías dejado de encontrarme fascinante, exótica, extraña y apasionada entre siete mil millones de seres humanos. Me lo merecía y tú lo sabes. Yo seré una inválida emocional, seré una persona aséptica y parca en el afecto cotidiano, porque nunca se me han dado bien los besos de rutina que saben a pan, pero sabes que siempre he sido honesta contigo y no merecía encontrarme con tus orgasmos nada más abrir la puerta de casa.

Orgasmos que, maldita sea, ya no tenías conmigo.

La tercera en discordia se vistió en silencio, encogida de hombros, atemorizada por mi presencia, por mi patente y fría existencia, mientras un silencio que no era mío ni tuyo, sino culpa del calor del verano, caía frente a nosotras como un contenedor de agua en medio de un incendio. Pude ver tu ropa calada hasta los huesos. ¿Te he dicho ya que me encantan los incendios, que si por mí fuera prendería fuego a media humanidad y que con la otra media mitad del mundo construiría una muralla tan grande que taparía cuanto siento por ti y rompiste con la crueldad más absoluta? ¿Te he dicho ya que por cada vez que he dado un paso en tu dirección algo se ha ido doblando dentro de mí, que aprendí a hablarte sin entenderte, que sé de memoria cuál es el momento en el que vas a correrte? ¿Te lo he dicho? ¿Te he dicho que sé desde hace meses que finges en la cama?

Tu amante furtiva pasa por mi lado haciéndose hueco para huir por la puerta, por un momento dejo de mirar cómo estás recogiendo tu ropa, parece que no encuentras nada, pero yo sé que tienes todo perfectamente colocado en su sitio. Está esparcida por el suelo. Pantalones, calcetines, camiseta y braguitas de algodón total, absoluta e indecentemente borrachas de tu lujuria. Casi siento el impulso de ir hacia ti, atarte en la cama y arrancarte los orgasmos que te faltan, pero caigo en la cuenta de que no estamos solas y clavo mis ojos de serpiente furiosa en ella. Está buena. Has tenido buen gusto hasta para eso. Morena, con los pechos desnudos. Huele a sexo. No al tuyo y el mío claro, huele a un sexo distinto, a ese tipo de sexo que se da en los primeros encuentros. Tiene un pequeño toque andrógino que me hace suponer que es un ligue de una noche. Por los sitios que frecuentas estando con tus amigas, por cómo son tus amigas y las amigas de tu amigas, resulta una obviedad insultante que hayas decidido engañarme con la primera chica que se ha cruzado en tu camino. Pobre. Ni me mira, con la cabeza agachada se escabulle, susurra un tímido perdón. No pide perdón por haberse acostado con una mujer que tiene pareja, lo pide para que le deje paso, para marcharse, para abandonar la escena como los cobardes. En silencio, sin argumentos, sin otra cosa que hacer que no sea traicionar a los que tienen a su alrededor. Le dejo paso, claro, le abro hasta la puerta de la calle, lo primero es la educación. Ser civilizados, educados, cordiales, no perder las formas, la compostura, el saber estar. Ser elegantes. Hasta con esta que igual ni sabía que tú tenías pareja. Me alegro de que me haya visto, de que tu posible engaño a largo plazo se haya ido a la mierda. Me alegro de haberte dejado como la puta mentirosa que eres, como la manipuladora que has resultado ser. Ni me mira, no puedo reconocer su rostro. Una desconocida ¿Otra desconocida? Ahora comienzo a preguntarme a cuántas mujeres que yo no conozco te habrás traído a casa mientras yo me partía el lomo para que pudieras terminar tus estudios de arte dramático. Una actriz, una estafa, un desafortunado accidente, eso es lo que eres en mi vida. Una mujer que interpreta la vida que a su novia le gustaría tener. Una mujer que parece creer en al menos tres de las cosas que aquel día nos dijimos: amor, amistad, sexo. Todo es imposible, ya lo sabes, pero al menos estas tres cualidades eran necesarias. Era tu baremo. Mi esperanza era cumplirlo.

Ni siquiera lloras, ni lo lamentas, ni me das ninguna explicación. Espero cinco minutos de pie, frente a ti en silencio, esperando a que quieras, a que puedas recomponerte y contarme algo y tú te limitas a abrir la ventana para ventilar la habitación, recoger los trastos que están tirados por ahí, esquivar mi mirada. Enrocarte en tu postura de reina del ajedrez que siente venir hordas salvajes de peones que, como bien sabe, no podrán hacerle daño. No sabes lo jodido que es ser peón en un tablero del que no puedes salir.

Yo sé lo que viene ahora, me lo sé de memoria. Ahora viene tu mecanismo ante todo en esta vida: echarle la culpa al que tienes en frente. Beber como una cosaca, empezar a hablarme de lo mal que lo has pasado en la infancia y después coger ese contenedor lleno de tu mierda y verterlo por encima de mi cabeza. Hasta que no vea nada, hasta que me haya quedado ciega, hasta que huela tan mal a mi alrededor que tenga ganas de morirme. Hasta que te mire y me diga a mí misma que yo podía haber hecho algo por ti. Tragarme tu basura.

De pronto me rompo, sin querer, como cuando te cortas con un cuchillo y ves la herida blanca y seca el tiempo justo y necesario antes de que la sangre acuda en tu ayuda. Empiezo a sangrar por dentro, una rabia caliente, voluble, imparable, está naciendo dentro de mí. Me conozco, me conoces, lo estabas esperando, por eso no te doy el gusto. Me pongo la chaqueta de cuero que compré en una Charity en Londres y salgo por la puerta para poder llorar tranquilamente en público, porque sé que, si continúo en el mismo espacio que tú, terminarás culpándome de lo que ha sucedido. Los millones de personas que encontraré a mi paso en las extrañas tardes que habitan después del verano, no podrán ser, ni sumando los odios de unos y otros en fila continua, tan despiadados y crueles como tú.

Dicen por ahí que soy una zorra. Que no sé lo que es el amor. Que aprendí empatía en la escuela de Hitler. Dicen por ahí que soy un témpano de hielo, que no peleo por la gente que me quiere, que no sé lo que es el cariño. Hasta yo pensaba eso de mi misma, pero fue descubrir a mi novia con otra y darme cuenta de lo sumamente manipuladora que puede ser la gente. Especialmente con personas vulnerables como yo, que solo esperan intentar reorganizar su vida mientras el mundo a su alrededor se cae. Yo solo quería anotar en mi libro de color rojo brillante, céntimo a céntimo, el dinero que necesitaba para ser feliz, pero pronto te cruzaste tú y los silencios de toda la gente que he querido en algún momento y todos los planes que tenía se vinieron abajo. Ahora salgo a la calle, espero que las farolas alumbren mi solitario camino hacia el centro de la ciudad.

Hay millones de personas que, en el anochecer del otoño, cuando todavía no han cambiado la hora, pasean por Gran vía. Soy fan de esta artería madrileña. Resulta transversal a la existencia. Es un caldo de cultivo de almas perdidas, de personas que intentan retornar a sus casas después del trabajo. Eso, los que todavía tienen trabajo. Luego estamos los otros. Los que, por un motivo o por otro, nunca terminamos de adaptarnos y aunque lo intentemos con todas nuestras fuerzas terminamos solos, paseando por esta calle con lágrimas en los ojos y haciendo cosas que no nos gustan. Como por ejemplo contestar un teléfono o intentar llevar una vida ordenada y limpia. Tengo la mala costumbre de no llorar. Yo lo intento, pero las lágrimas no me salen.

Salgo al frío madrileño, después de cuarenta minutos de metro, después de comerme mi espacio en una casa de alquiler, después de no plancharme la ropa deliberadamente y de encontrar a Eve con otra, mantengo los ojos abiertos por si acaso me he perdido algo. Lo hago como Jobs, el creador de Apple. Me entrego a un juego ridículo: no pestañear. Bajar las nueve calles, llegar a Hortaleza. No pestañear. Llegar hasta Hortaleza. Leer las palabras que otros dejaron para mí. Encontrar un buen libro sobre el que vomitar. Soy adicta a estos libros. En la puerta de Berkana todo son iras que se encienden mientras mi corazón va lentamente calmándose.

Veo una cantidad de gente dentro que no esperaba. No tengo ganas de compañía. Podría haber escogido otro momento menos plausible para acercarme hasta aquí, pero hoy no aguanto quedarme en casa. No, después de lo que he visto. Quiero que se vaya, pero no encuentro el valor para echarla.

Me limpio los ojos de unas pequeñas y calientes lágrimas e intento concentrarme en lo que sucede en el interior. Parece que haya la presentación de un libro. Sirven copas de vino, panchitos. Tres mujeres están sentadas frente a un grupúsculo de personas que están emocionadas. Sonríen y aplauden. Una mujer rubia toma el micrófono, todos se sienten cómodos, se ríen. Se miran entre ellos. Salta a la vista que como mínimo se conocen. Me pregunto si habrán follado entre ellos, casi siempre me pregunto si la gente que se mira a los ojos ha follado anteriormente. Probablemente no, es difícil hacer las dos cosas al mismo tiempo. Hay gestos que los delatan, como guiños, como pérdidas y arrastres en los gestos de cariño. Quieren tocarse, las personas de dentro digo, que parece que a veces quieren tocarse. El ser humano no es consciente del que el contacto implica un daño serio e irreversible al corazón.

Habla la mujer rubia de ojos azules, es como un ángel. Ojos claros, pelo claro, voz dulce. Parece un río cristalino de consistencia y dramatismo. Con su voz nítida a punto de partirse por los nervios, consigue que el público rompa en un aplauso espontáneo. Presenta el penúltimo libro de una saga. Reparte empatía entre los presentes. Una mujer pasa por mi lado, le oigo decir que dentro está lleno de escritores. Está emocionada. Corre a comprar libros, quiere que alguien le firme un par de páginas en blanco. No le importa esperar una inmensa cola, mientras al fondo siguen debatiendo sobre la importancia de una cultura que no esté estigmatizada. La voz atronadora de uno de ellos rompe los cristales. Observo la escena desde fuera, los veo a todos, los huelo a todos, los siento a todos. Al tenor con aspecto de mosquetero, a la cristalina rubia que vende historias infernales y parece tocada por un ángel, a la que ha venido desde lejos y en cada una de sus historias encuentra muertos en contenedores. Al chico de la cresta y el insomnio, a la tierna y soñadora autora de pelo eterno. A la que finge no estar hablando de sí misma y sentirse incómoda, mientras se va haciendo cada vez más pequeña al estar rodeada de gente. Dentro alguien llora, los presentes rompen en aplausos. Parece el fin de una era, me siento triste, yo necesito esos libros. Necesito que me cambien sus palabras por dinero. Quiero seguir sintiéndome identificada y representada. Quiero seguir leyendo las historias que ellos, los que están dentro, dejaron para mí. Construyeron para mí. Resulta bonito vernos así, en la distancia metafísica que nos separa, yo esperando que ellos me escriban, ellos deseando proyectarme y correrse. Solo tengo un problema, no entiendo de gramáticas emocionales; donde los demás leen amor, yo solo interpreto sexo. Donde los demás escriben sobre el amor, yo solo quisiera leer sexo. Alguien dentro de la sala dice unas palabras que me conmueven. Dice: “Estamos en un país en el que se escribe mucho y se lee poco.” Caigo en la cuenta de que estamos en un país en el que se pelea mucho y se ama poco. Todo es motivo de discordia. De pronto, siento que mis problemas conyugales son pequeños en relación a todo el dolor que hay en el mundo. Agito el aire que me rodea, en la calle ha comenzado a oler a comida china. Hace frío, un frío muy raro este año. Ha resultado ser demoledor, sin un ápice de humedad. Chueca huele a gente, la siento arañando en las esquinas, esperando que llegue el momento de saltar a la palestra y hacerse un hueco. Son como zombis. La gente no solo viene aquí a beber y follar, la gente viene también a leer, a escribir, a hablar con otras personas con las que sentirse identificadas. Chueca no es el prostíbulo de Madrid, es la puerta a la cultura. El que quiera puede entender un concepto muy sencillo sobre la empatía: absolutamente todas las personas del mundo tienen derecho a sentirse identificadas.

Igual que todas las personas tienen derecho a amar y ser amadas. Y a engañar y ser engañadas. Y tienen el deber de ser felices. Y de compartir sus vidas con otras personas que las quieran o que las odien. Y están en la obligación de contraer préstamos con los bancos para que estos puedan hacerse inmensamente ricos mientras un tercio del mundo se muere de hambre y, si me apuras, existe además la obligación como ser humano de reproducirse para cumplir con la especie. Debes estar comprometida con todo.

O sencillamente puedes ser tú misma.

Y no llorar, o al menos intentarlo.

Y esperar a que los demás lo hagan por ti.

Esperar a que te amen.

Esperar sentada a alguien que quiera romper tu corazón.

Esperar que alguien escriba un libro para ti, que será de un color rojo intenso cuando todos los demás que subyacen en esta sala y que no son conscientes de lo que les depara el futuro se hayan marchado. Cerrar esa pesada puerta de cristal a tu paso y dejar sus resueltas voces, que hoy se cruzan cristalinas y limpias, resonando en el eco de un pasado que les trajo muchos sinsabores.

Siento ese libro de un rojo intenso ardiendo dentro de mí, como una promesa de que cada cosa que he vivido en sueños y para la que no he encontrado explicación está naciendo. Dicen que, si un escritor se enamora de ti, alcanzarás la inmortalidad. Yo ya no creo en las personas. Ni en realidad creo en nadie. En lo que todavía no he perdido la fe es en ellos, en los libros de colores rosados, rojos, púrpura. Repletos de tonos calentitos, que están llenos de palabras y que saben cosas de ti que nadie más puede adivinar. Yo no quiero que una escritora se enamore de mí como tampoco quería que se enamorase una actriz, porque sumando su ego y el mío y el de todas las personas que me rodean tendríamos que irnos a vivir a una casa muy grande en la que cupiéramos todos. Yo quiero que de mí se enamore un libro con sus ventanas, sus historias y sus versos. Con sus ritmos, sus frases, sus millones de fantasías que sabrán entenderme y poder mirar, si acaso, a través de este cristal a esas almas confusas, emocionadas e inconscientes de lo que les trae el destino.

Yo no tengo novia. Ya no la tengo, porque no me da la gana, porque pienso que es un acto terrorista engañar a una persona a la que quieres para robarle su libertad. No la tengo porque he escogido marcharme por la puerta y no escuchar ninguna de las plausibles excusas que querrá darme. No la tengo porque necesito espacio, porque es mentira que el amor sea desinteresado y altruista, si ni siquiera tu círculo familiar puede pagarte con ese amor una vez al año en navidad, qué cojones puede una desconocida hacer por ti. Está claro que no se puede caminar por la vida sin que alguien decida, tras tomarse el último café, que es muy lícito partirte el corazón. Está claro que es imposible estar sola.

Miro mi reflejo. El cristal me devuelve una mirada curiosa. Esta, la que está detrás de mí y cree que no me he dado cuenta de que cómo intenta acercarse, fantasea en las portadas de color púrpura con los labios abiertos. El lacerante deseo de sentirnos húmedas a través de la estimulación mental nos hermana. En el interior restallan las risas de aquellos que siempre tienen algo que contar.

Qué cojones puedes tú hacer por mí. Anda, camina. Vete. Que yo no puedo darte nada y menos hoy. Yo no. Yo, que ni conmigo misma aprenderé a hablar de ti, que me como las palomitas que los demás dejan en el cine después de ver los bodrios que se estrenan. Yo, que mandé a la mierda mi estabilidad económica cuando decidí ser lesbiana antes que hija. Yo, que me masturbo cada noche a la espera de ponerle el zapato a otra cenicienta que sea por lo menos igual de zorra que yo. Yo, que ni respiro. Yo, que no sé hacer otra cosa que hablar de mí. Y conmigo me muero, adoleciendo una existencia ridícula, porque no me soporto ni cuando estoy dormida. Yo, que me baño sin gorro, sin gel, sin champú y puedo leer sin descansar más de mil palabras rojas.

Aquí me cruzo con tu mirada y una lágrima que quiere limpiar la sequedad de la Gran Vía se despeña por mi mejilla. Aquí, encuentro el corazón entre las manos y en mi retina el recuerdo reciente de haber sido ultrajada en mi propio lecho y, para evitar que la palidez de mi rostro se empañe con tu maquillaje, oculto mis ojos con las manos y me limpio esos destellos lacrimógenos en los que me convierto. Aquí, te escribo cartas que no conoces porque ni siquiera me contestas y me enfado con mis yoísmos y mis desplazamientos espacio-temporales. Vomito mis luchas contra el continuo goteo que van dejando tus zapatos en los sueños que tengo mientras voy ocultándome despierta. Descalza, me clavo el principio de tus tornillos de viandante sin identidad y siento que una sola lágrima no ha quedado, por lo visto y para siempre, inútilmente abandonada.

Te das cuenta de todo y apoyas tu barbilla en mi hombro.

Chica, puedo olerte y sentir como tu sexuado y brillante aroma se empapa en mi ropa. El calor de tu cuerpo me rodea. Es otoño, no sé si ya te lo he dicho, pero ha empezado a hacer un frío de cojones, aunque a ti todo eso parece darte lo mismo porque sigues en mi espalda. Oteando lo que otros, que parecen ser felices, están pensando en rojo para ti. Intentando con el simple gesto de abrazarme por la espalda que no llore. Y yo me siento, por lo visto, eficientemente rota.

Estoy jugando a convertirme en Steve Jobs mientras siento como vas colándote en mi interior, pero para entenderlo debes estar sola unos cuantos años y comprender que, a pesar de estar caminando entre cientos de personas adictas al móvil, sigues estando sola. Tanto como el día en que naciste y alguien se olvidó que debías comer.

Tienes unos preciosos ojos marrones que iluminan los oscuros senderos del alma de esta persona que huele a derrota. De mi carne corrupta y sucia no quedará nada ahí dentro, con todo lo que hay ahí dentro que quiera hablar sobre mí. De este dolor. De esta diminuta angustia, que no lo quisiera, pero parece ir aumentando al evocar el recuerdo de su mirada. A través del cristal los siento. ¿De qué se ríen todos mientras lloran? ¿Sobre qué escriben cada vez que están despiertos?

¿Con qué sueñan?

¿Con qué sueñan esta panda de infelices que se miran y se sienten y se huelen y se tocan?

¿Y tú, con qué sueñas?

Por qué sueñas que me tocas.

En la puerta de la librería me hallo frente a un cristal que rebota nuestra imagen sin contemplaciones. Chica blanca soltera busca libro que la quiera. Disimulando escruto títulos que puedan llamar mi atención y desatiendo el espectáculo de cariño que sucede ante mis ojos. Busco portadas que desplacen mi miedo y mi soledad durante doscientas páginas, puede que unos cientos más, pero hace un frío que parte el alma. No es ese tipo de frío que te rodea, sino más bien del tipo de frío que te penetra sin pedir permiso. Entra por tus pies, sube y sube por las piernas hasta quedarse colgado de tus entrañas. Pasarán años en los que el verano sea especialmente turbio y cálido, pero yo seguiré acordándome de aquella tarde en la que el cristal de una librería te devolvió una imagen inexacta de ti misma, mientras esos millones de cerebros que escupen el arte de una generación perdida se calentaban el corazón con las manos. Se hacían amigos porque no podían ser otra cosa. Una tarde en la que el frío, de pronto, pasó de ser un ente que te rodea la espalda a una placa de calefacción por inducción humana. Mira, tras de ti, alguien observa el mismo escaparate.

Y observa lo que sientes.

Y parece ser indudablemente bella.

Ya lo veo. Yo, tú y ellos. Haciendo el amor en el mismo sitio donde dejamos atrás el rencor contra la vida. Y sus ojos buscando los míos en el reflejo del cristal. Y vergüenza, miedo, culpa, hastío, halos de emociones que no terminan de caerse al suelo; al darme cuenta de que había desdibujado la única máscara que he tenido a bien construir durante todos estos años. Para un día, para un solo día en el que he decidido ponerme las pinturas de guerra vas tú y me haces llorar. Joder, qué frío hace y qué caliente noto tu espalda pegada a mi cuerpo. No sé cómo lo haces, no sé cómo lo consigues, pero, durante un minuto, bajo la guardia y dejo que una de tus manos me acaricie un brazo mientras la otra me rodea la cintura. Gimo como un animalito. Me acuerdo de Eve con la cara de una desconocida entre sus piernas. Dejo que tu palma pase lentamente, peinando mi abrigo desde el hombro hasta la muñeca mientras te sostengo la mirada en el escaparate. Qué bonitos son tus ojos. No puedo dejar de mirar tus ojos. Intento pasar a través de tu mirada, ver, analizar, estudiar qué es lo que escondes detrás de esa emoción que me conmueve, pero tan solo veo un infinito halo de humanidad y cariño que me desarma. Me olvido de los artistas y me centro en ti, en lo que tú produces dentro de mí. Inmóvil, me convierto en adicta a tus gestos de amor casi al instante, como el perro que tras sentirse apaleado una y otra vez ve en los ojos de una desconocida la ternura que anda buscando.

Se ha parado el mundo. El silencio lo rodea todo. Ya no hay voces atronadoras, ni ángeles que han venido a la tierra, ni mensajeros de otros mundos que escupen iras inciertas, párrafos inconclusos, ternuras que se escapan a la realidad. No hay libros rojos, ni versos, ni emociones, ni palabras, ni frases, ni recuerdos del presente. Cierro los ojos, sello mis pestañas. Quisiera guardar esa caricia dentro de mí para siempre, pero como no sé articular afectos, me despierto. Me despido de todos con las hebras de mis ojos: de los escritores, de ti, de los libros de color púrpura, del establecimiento. Inconscientemente, he comenzado a verter un pus sucio que revuelve tus caricias. Sudo mares de desgracia y tú pareces no haberte dado cuenta.

Ya no tengo novia porque no soporto querer a alguien que al final terminará marchándose de mi lado, cuando descubra que no resulto graciosa si me enfado. No la tengo porque me han partido el corazón desde que me acuerdo, porque echo de menos que me abracen y me digan cosas bonitas al oído. No tengo novia porque para mí el sexo es importante y no puedo acostumbrarme a planificar mis polvos semanales por muy estable que sea mi relación de pareja. No la tengo porque no soy capaz de mantener un trabajo sin terminar discutiendo con mis jefes. No la tengo porque gracias a ojos como los tuyos he perdido la fe en el llanto. No, porque ahora me he convertido en dueña de mis orgasmos. Por eso, convulsiono frente al escaparate, fingiendo que me llaman al móvil y te aparto bruscamente de mí. Al volverme, te miro seriamente a los ojos, sin pestañear, durante más tiempo del establecido, con el objeto de que te sientas incómoda, pero tú no desvías la mirada. Tu gesto de cariño me desarma. Tú, gesto de ternura, y yo, hoja seca que tiembla en la calle. Solo dibujas un interrogante en tu rostro y me persigues con las pestañas mientras finjo que alguien me reclama y voy separándome, rápidamente, de ti.

Pareces valiente, ya he comenzado a preguntarme a qué sabrás.

¿A qué sabrá cada cosa que hayas querido tener en tu camino?

Me quema la espalda, la cintura, el brazo, la vagina. Estoy sudando. El frío no destempla las pulsiones sexuales que has despertado en mí. Comienzo a sentirme triste. Camino rápido. Llego hasta Callao y allí ando como un zombi, ya tan solo quiero perderme entre la multitud. A dónde voy a ir si todavía no sé si Eve se ha ido. Voy navegando entre las putas que asaltan los brazos de los hombres que caminan a mi lado. A veces me gustaría que una de ellas me pasara las palmas de las manos por el pecho, que me acariciara los hombros, que me viese atractiva. Quisiera sentirme tentada por la piel suave de un mujer en la que han estado cientos de hombres y conocer de primera mano a qué sabe el cálido murmullo de la mujer saqueada por mil bestias. En este orden de cosas caóticas que es la vida, yo debería ser la puta que paga la meretriz de la calle y la calle debería ser el lugar al que van los escritores que escriben los libros de color púrpura.

El libro rojo de Raquel

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