Читать книгу El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez - Страница 12
LA INGENIERA DE SUEÑOS
MENSAKA
ОглавлениеDe todas las posibles formas con las que ella hubiera imaginado ganarse la vida, jamás habría barajado la opción de convertirse en mensajera. En el barrio le llamaban Mensaka. Estaba tan acostumbrada a oír su mote y volverse que, cuando llegaba a casa y su madre le decía: “Raquel”, nunca se volvía.
Su madre decía: “Raquel, cariño, trae de camino el pan” y Mensaka no se giraba. Luego procesaba la información e interiorizaba que su madre le estaba hablando, que podía oírla fuera del eco del casco que solía llevar puesto cuando se comunicaba con la gente y que solo le había pedido que no se olvidara de hacer lo que hacía todos los días. Comprar una barra de pan sin quitarse el casco en la panadería que hacía esquina. Tenían un chino justo debajo de su casa, pero no le gustaba comprarle el pan. Raquel, en general, no se sentía cómoda con la gente que no la entendía cuando llevaba el casco puesto.
Desde pequeña le habían encantado las motos, los motores, los camiones. No tanto como deporte, sino como forma de entender la vida. Era feliz cuando se montaba en su pequeña moto. Estaba destartalada, vieja, despertaba a medio barrio cada vez que la encendía y al frenar soltaba un pequeño chirrido, pero no conocía otra forma de moverse por la ciudad y era su medio de vida. Iba a visitar a cuatro o cinco amigos de su padre que tenían talleres de reparación en la periferia de la ciudad y ellos le mandaban recados. Generalmente, lo único que tenía que hacer era comprar esas piezas de tamaño medio que no tenían en el almacén y traerlas todo lo rápido que el tráfico se lo permitiera.
Después, le daban alguna propina, una lata de refresco y un bocadillo.
En algunas ocasiones, le regalaban herramientas o cosas útiles para su moto, como unas alforjas pequeñitas de cuero o una linterna. Raquel era feliz sabiendo que, mientras perdía un tiempo que debería estar empleando en estudiar, hacía felices a otros ejecutando algo con lo que se sentía plenamente libre. Conducir su moto.
Al anochecer, llegaba a casa. Veía a su madre preparando la cena para los tres y a su padre feliz. Gordo. Adusto. Concentrado en leer el Marca. Esperando pacientemente a que su madre pusiera la mesa. La miraba por encima de sus gafas, unas gafas que ya no valían para nada, puesto que sus carencias visuales no habían sido revisadas por un médico en años, y la sonreía. Siempre le preguntaba cómo había ido el día y siempre terminaban hablando de cómo este y aquel no habían podido con todo lo que tenían encima. Cuánto se puede tener encima en un barrio obrero en el que solo dependes de ti mismo y de lo honesto que seas para sobrevivir en un pequeño negocio, es algo difícil de explicar, puede tener que ver con el hecho de que seas capaz de ser feliz y de conformarte con las cosas. Así pasarán muchos días con sus noches y, con ellos, los años y al final podrás sentarte en la mesa de un cocina humilde, con tu mujer y tu hija, mientras serenamente lees el Marca o el As o cualquier otro periódico que no te hable de los de arriba y sonreirás. Sonreirás porque lo has conseguido, porque este era tu sueño.
Olerá a sopa de pollo en invierno y en verano a gazpacho. Olerá al cuero de unas pequeñas alforjas que tu hija se ha ganado honestamente. Olerá a la mirada crítica de tu mujer que no está muy convencida de que ella se pierda nada. Olerá a una adolescente equilibrada y feliz que no sabe nada acerca del dolor de la vida y para la que has traído, después de cuarenta años de pelea con el mundo y de esa barriga y de esos callos en las manos, esa estabilidad plausible en la que todos parecéis adormeceros.
En las grandes ciudades, el tráfico es el monstruo que consume la vida de los humanos. El tiempo vuela entre el humo de los coches y el ruido. Entras en un atasco sin darte cuenta, sin ser consciente de que allí vas a perder una o dos horas de tu vida metida en un coche sin hacer otra cosa que mover los pies automáticamente mientras el combustible, el tiempo, la sangre, el oxígeno, las ideas, los sueños y los rayos de sol se van perdiendo en las alcantarillas que desaguan las autopistas. Luego ves pasar una moto. Ves a ese jinete que va de negro de los pies a la cabeza, con su enorme casco y sus guantes y sus botas y sus quiebros y te gustaría, durante medio segundo, convertirte en él. Ir subida en un caballo de acero, sortear todas las dificultades de la vida. Ser como Mensaka.
Raquel nunca se planteó ser otra cosa. En parte porque su familia disponía de recursos limitados, en parte porque alguna divinidad en el pasado se había encargado personalmente de truncarle la vida, en parte porque, aunque hubiera sido de otra manera, le daba una pereza horrorosa tener que enfrentarse a una selectividad, hacer una carrera y meterse en esa bolsa de personas cualificadas que después pasaban la mayor parte de su vida frustrados, bien porque no encontraban un trabajo que cumpliera sus expectativas, bien porque habían elegido una profesión de la que su familia pudiera sentirse orgullosa, pero que no les hacía ni por asomo la mitad de felices de lo que era ella con su moto cruzando la ciudad a 60 kilómetros por hora.
Ella era plenamente consciente de lo infeliz que era la gente enlatada que se comía todos los días un atasco del tamaño de un campo de fútbol. Los veía metidos en sus coches, tocándose la frente, ajustándose el nudo de la corbata, acariciándose la entrepierna de forma automática. Buscando ese calorcito inesperado que sentimos los humanos cuando todavía estamos encamados al amanecer. Sentía sus miradas tristes clavándose con cierta envidia en su vieja SLX y, dentro de la pecera que la separaba del mundo, se sentía feliz de no estar entre ese millar o dos millares de personas que tenían un grandísimo vacío dentro que jamás sabrían cómo llenar. Porque puede que Raquel nunca consiguiese estar dentro de uno de esos coches que esa procesión de almas grises habían comprado a cambio de su tiempo, pero hay una cosa que tenía muy clara: dentro de su humilde forma de vida era raro el día en que sentía que hubiese perdido el tiempo. Luchaba contra la desolación y un futuro nada prometedor, contra la angustia y el miedo al futuro, contra la falta de apetito que le hacía parecer más andrógina de lo que en realidad le hubiera gustado y, a ratos, cuando nadie podía verla, contra la tristeza, un sentimiento que no estaba dispuesta a asumir.
Ella ya había pasado por el día más triste de su vida, el día que, teniendo tan solo quince años, su padre se mató en un accidente de tráfico, conduciendo uno de esos coches que algunas de esas almas vestidas de gris llevaban ahora mismo. Porque tenía prisa por abrir de nuevo el taller, porque estaba haciendo lo que ella hacía por otros padres de familia en ese momento, porque él tenía que traer sus propias piezas y cada minuto que su negocio tenía la puerta cerrada suponía que su familia igual ese día no tendría dinero para comprar una barra de pan, en la panadería de la esquina.
Ella se acordaba perfectamente de cuándo había sido la última vez que había visto a su padre, con sus manos negras por la grasa de los coches, su pancita de buda occidental, su buzo de color azul, sucio, lleno de polvo y grasa por más que su madre se empeñara en lavarlo. Fue la mañana en la que se estampó contra una furgoneta de reparto que tenía mucha más prisa que él por abandonar aquel atasco infernal. Salió del carril contrario a toda velocidad y se lo comió de frente.
Se acordaba muchas veces de su beso antes de marcharse, como siempre lleno de sudor. Plagado de ese olor característico a grasa industrial y a colonia de supermercado. Su última frase, su última caricia en el pelo, su mano dura y áspera en la cabeza de una niña de quince años que jugaba a ser la mensajera del barrio y que adoraba a su padre. Después, el repiqueteo del teléfono rompiendo la tranquilidad de un ama de casa sobre las once de la mañana y el desgarrador grito de su madre. La ira de una mujer que no era nadie en la escala de triunfos que quieren hacernos creer que es la vida, pero que en ese momento lo era todo para su marido y su hija.
Raquel no se enteró de nada hasta que alguien no vino a sacarla del instituto.
Con quince años, estás ese día, por casualidad, en el patio, hablando con tus amigas, especialmente con una que sabes que te gusta. Lo único de lo que tienes que preocuparte es de que al compartir tabaco de contrabando con ellas no te pille el profesor que está de guardia y de pronto ves movimiento. Cuatro profesores que hablan entre ellos y se llevan las manos a la cabeza y después os señalan y se acercan a vosotras. Tú, acojonada, ni te mueves. Mientras tanto, el resto de tus amigas huyen como ratas despavoridas. Todas, menos esa que te gusta, que te coge de la mano y tu cuerpo tiembla de felicidad. Te llevas la otra a la espalda para esconder la mercancía y, sin darte cuenta, aprietas tan fuerte el cigarro con el que estabais jugando que se hace una pelota de hierba seca y sudor. Hasta te llega el olor a tabaco húmedo y tienes la sobria sensación de que vas a ser pillada en falta y castigada de por vida. Es tal el tono de seriedad entre ellos que incluso llegas a temer un castigo ejemplar. Pálida, comienzas a temblar cuando ratificas que efectivamente vienen a por ti con gesto grave y la mente, esa mente tan sumamente dotada para los trabajos automáticos, te vuela a mil por hora inventando millones de excusas con las que justificarte. La miras, a esa chica que te gusta, y ves cómo traga saliva. Con su aspecto adolescente y despistado, está tremendamente atractiva y un escalofrío te recorre el cuerpo.
Cuando los tienes cerca, te rodean, tú aprietas más fuerte los puños. Dispuesta a no soltar prenda así te torturen, en parte porque no es más que un juego de chiquillas que quieren ser adultas, en parte porque no estás dispuesta a traicionar a nadie, en especial a la morena de ojos castaños por la que te dejarías meter bambú bajo las uñas.
Alguien posa sus manos en tus hombros. Estás desconcertada, donde debería haber ira tan solo hay compasión. La de religión llora entre hipidos mientras se aprieta un pañuelo contra la boca y te quedas sin respiración, al darte cuenta de que el motivo por el que te están rodeando para sacarte del patio no es lo que tú imaginabas. No sabes lo que pasa, pero comienzas a intuir que va a dolerte mucho cuando te separan de ella y ves su mirada de preocupación y te guían lentamente hacia la puerta. En los ojos de tus compañeros de patio, de travesuras, de intercambios, de chuletas en un instituto público de un barrio pobre, no ves otra cosa que la tristeza, la compasión y la pena y te dejas contagiar por ese destino fatal que está a punto de poseerte, porque aún sin saber todavía lo que pasa eres consciente plenamente de que algo demasiado doloroso, incluso para ti, está a punto de cambiar tu vida para siempre.
Tu padre ha muerto.
Te sujetan para que no te desmayes, pero resulta imposible no caerse al suelo cuando uno de los pilares de tu vida se ha roto para siempre.
Después de aquello, pasan unos cuantos meses de silencio en casa. Empieza a irte mal en el instituto. No mal como antes cuando apenas ibas a clase, sino tan mal que no tienes ganas de volver. El médico firma una crisis reactiva para ti y tu madre. Os manda unas pequeñas pastillas que deberéis tomar para dormir y dejar de llorar, pero tú no haces ni puto caso, quieres pasar el dolor despierta porque sientes la necesidad de abrir los ojos y ver que tu madre sí continúa viva.
Durante unas semanas, no quieres ver a nadie. Tan solo te dedicas a hacer puzles con las piezas de un mecano que cogiste de la basura. Primero un muro, después un pequeño coche sin motor, luego un helicóptero. Añade más piezas. Aquello no funciona. Madre sigue haciendo croquetas infumables. Al final construye un tanque y le pone una flor de plastilina en el cañón. Vaga por las calles como un fantasma. Su amiga va a verla. Tiene la mirada distinta. Le besa en la frente y siente que algo vuelve a estallar dentro de ella, pero se queda en nada cuando al minuto siguiente vuelve a estar vacía y triste. Sola. Construyendo un pequeño objeto de metal cada noche. Roba tornillos en la oscuridad del parque mientras intenta atacarle un yonqui con el que se pelea, a quien rompe la nariz tras una explosión de ira y, al fin, un día de verano, cuando ya el frío ha decidido marcharse durante unos meses, viene a casa un viejo amigo de su padre. Tras un intenso encuentro, en el que les ofrece ayuda económica, le propone volver a su pequeño trabajo de recadera, sin peligro. Solo tiene que ir con su moto, de nuevo, a por piezas que de vez en cuando le faltan y a cambio le dará un pequeño sueldo. Le pregunta a su madre si es lo correcto. No contesta nada, mira al mueble vacío, por su padre o, mejor dicho, por la ausencia de él. Ella lo sabe, aunque él no se lo dice. Mira la silla vacía, en la que él solía sentarse y acepta, porque ya ha comprendido que necesita volver a buscar esa serenidad plausible que él había traído a casa después de cuarenta años de pelea con el mundo.
Con dieciséis años, Raquel deja los estudios. Aprende a conducir entre el espantoso tráfico de Madrid, con la pericia de un rutero experimentado. Se deshace de su cuerpo de niña y en una lata de Coca-Cola empieza a meter el dinero que le sobra con un objetivo muy claro: comprarse una gran moto y volar para siempre de ese pequeño barrio en el que los recuerdos parecen gotas de una lluvia de plomo que agujerean los tejados de una edad demasiado temprana.
Raquel no tiene prisa. Si hay algo que le ha enseñado la vida es que los grandes libros que una quiere escribir casi siempre deberían empezar a escribirse en pequeños capítulos. Por eso, cuando después de cuatro años ha reunido el dinero suficiente, consigue que alguien le venda, sin estar segura de que podría conducirla, una gran y vieja moto con más de quince años, pero con un rugido y potencia que le gusta.
Cuando por fin la tiene entre sus manos, aparca la Vespino con la que hacía de recadera menor del reino y se compra el mejor casco que puede pagar. Amplía su pequeño negocio. Se marcha cuando amanece, vuelve al anochecer y siempre encuentra tiempo para conversar con su madre, comprar el pan, visitar a nuevos y viejos amigos. A fuerza de hablar con el casco puesto, terminan por apodarle Mensaka.
En sus viajes a través de una ciudad superpoblada y maldita, se afana en encontrar pequeñas piezas de mecano que están descatalogadas y con las que pretende encajar el gran puzle que constituye su vida. Pronto compra un dietario pequeñito de color rojo en el que pretende anotarlo todo, cada céntimo que necesitará para volar lejos de esa ciudad que la consume. Lo anota todo con la precisión de un reloj suizo. Ya ha comenzado la cuenta atrás. Solo tres mil euros para no volver. Mensaka no tiene prisa. Es muy buena en una cosa: trazar un plan y cumplirlo a rajatabla.