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El columpio ascendía y descendía hacia el cielo levantando una brisa a su paso que peinaba el cabello ondulante de Toni. El azul, un azul inusualmente intenso para ser primavera, copaba los espacios entre las ramas de los árboles. A unos metros de sus piernas colgantes, Marta apoyaba su espalda contra la hierba mientras miraba la capa celeste embelesada.

—Uno, dos, tres… —decía en voz baja, contando lentamente las oscilaciones del columpio.

—¿Has encontrado ya tu diente de león, Marta? —preguntó Toni mientras escupía el sudor de sus labios con su aliento prepúber. Se sonrió. Se llevó la mano al bolsillo. Los restos de aquella flor marchita aguardaban a escapar del elevado calor corporal que desprendía su pierna.

Marta no dijo nada. Pensativa y seria, inspiró profundamente el aire del ocaso, en ese momento de su vida era lo que tenían que hacer. Tumbarse en la hierba, jugar en el columpio, contar las hojas que salían de un diente de león. Mirar a Toni, que había sido el único de toda su clase que le dirigía la palabra desde que se incorporó al nuevo centro. Siempre mirar a Toni.

Había oído desde que era una niña que los chicos evolucionaban más lento que las chicas. A Marta le gustaba Toni, eso no era ningún secreto entre ellos. El problema era que a él no le gustaba ella, es decir, no le gustaba como debía de gustarle: por dentro. Solo le gustaba lo de fuera. Porque tenía una melena castaña lacia que le caía por los hombros y que siempre olía bien. Porque sus piernas y sus brazos eran firmes, pero no demasiado fuertes. Porque con sus ojos color avellana siempre se excitaba. Allí estaba, todo tenso, cuando ella estaba cerca, la piel, los músculos, el vello que lo rodeaba todo, estaba tenso. Primero era esa piel brillante y su olor y después los puñetazos que daba su pulso en el cuerpo… Bum, bum, bum. Cuánto más cerca estaba de ella, más ganas tenía de salir corriendo. Le pasaba siempre. Le gustaba escuchar su voz, pero, a veces, deseaba que se callara, como aquella tarde de primavera, y que contara nubes, ovejas o lo que fuera que estuviera contando.

Por las noches, Toni miraba los tesoros que le había arrebatado durante el día. Hebras de pelo, semillas de flores marchitas, botones que caían de hilos ajados de su ropa, olores adolescentes que apestaban a hormona. Latidos convulsos en su pene que no iban a ninguna parte. Se empeñaba en mirarla solo como un amigo, como la había visto desde el principio, pero, de pronto, un día se quedó mirando sus ojos y se dio cuenta de que entre ellos las cosas habían cambiado para siempre. Empezó a ver el mundo de otra manera, empezó a ver a Marta de otra manera, tal vez fuera su altura, su peso, el espeso calor de una primavera que parecía verano, el caso era que aquello siempre estaba entre ellos. Instalado entre los dos, como una estación en la que la gente casi no se detiene, pero que permanece allí, esperando a que alguien se apee y pase el billete por el torno.

Todo el mundo decía que los chicos eran más lentos en el desarrollo que las chicas, pero Toni sabía que en su caso era mentira. Él sentía como un adulto, como un adulto que no encuentra su camino en la vida, pero al final como un adulto. Tenía necesidades, como los adultos y también tenía esos pequeños huecos dentro de él de los que a menudo no solía hablar con nadie. Había una cosa, cercana a la soledad que se batía en duelo con sus ganas de caer en los demás. Creía que si hubiera un mundo que estuviese lleno de brazos abiertos en los que caer de vez en cuando, tal vez la vida le resultaría más fácil. En ocasiones, pensaba que le hubiera gustado ser una chica, como Marta, con la melena y los ojos oscuros. Sí, tener esos ojos con los que pudiera llorar tranquilamente sin que nadie le reprendiera por ello.

La amistad con Marta era un billete de ida, sin vuelta, viajando en un tren que va demasiado rápido y que pasa por unos andenes en los que ya casi nadie se detiene y en los que, por suerte o desgracia, te gustaría bajarte.

No se la quitaba de la cabeza, vivir sin ella o con ella era lo mismo. Todos los días ir al parque, tumbarse. Hacer que leía al lado de los columpios, esperar a que ella apareciera. Cansada, hambrienta y un poco contenta por volver a verle solo. Leyendo. Pensativo. O balanceándose en el columpio, yendo cada vez más alto. Dejándose crecer la barba, en ese gesto tierno que demuestra querer hacerse mayor demasiado rápido, pero no tener el suficiente tiempo acumulado para conseguirlo.

Toni la miró de soslayo. Sobre la fresca hierba le parecía un pastel apetecible. Algo que podía comer, masticar y después escupir. Un cuerpo redondo y terso que estaba a punto de romperse en mitad de ese calor primaveral. El sudor perlaba su piel morena, sus ojos morenos de color de roble, sus manos henchidas por el calor. Toni saltó del columpio, que bailó en el aire. Sintió el impulso de un animal salvaje; la sangre le hervía por las venas y sus sienes habían comenzado a latir de forma molesta.

—Uno, dos, tres… —siguió contando Marta en voz baja. Cerró los ojos al tomar conciencia de que Toni se dirigía hacia ella.

Se tumbó a su lado. Metió la mano en el bolsillo mientras ella permanecía atenta los sonidos que despertaban sus movimientos en el suelo. Marta sintió como un fuego le subía desde los pies, notaba el calor de un cuerpo demasiado cercano al suyo. Él era bastante corpulento para su edad, había practicado desde siempre distintos deportes. Se había convertido en un pequeño atleta que disfrutaba humillando a los demás. Un minúsculo adonis que expulsaba la rabia por las piernas. Salía, corría, volvía bañado en sudor, pero con una sensación de tranquilidad que conseguía adormecerlo cada noche. Al cerrar los ojos, pensaba en ella. Cuando toda la casa se había quedado en silencio y la oscuridad lo envolvía, pensaba en ella. En el envase, en cómo le gustaría desenvolverlo. Sin piedad, sin pausa, sin ternura. Quería arrancarle la ropa a jirones, subirla en su cintura y saciarse de su carne, pero, después, miraba sus ojos, en sueños, y veía a la niña que había dentro y se volvía pequeño, se volvía pequeño y miserable.

Sacó la flor aplastada y sudada del bolsillo. Tomó conciencia de lo ridículo que resultaba devolvérsela, ahora que había pasado tanto tiempo desde que se la robó, aprovechando su estratégica altura. “¿Tenía sentido hacerlo?”, se preguntaba. Conocía pocas formas de acercarse a ella. Antes, hablar durante horas era sencillo, pero, desde que todo había cambiado, pasaban más tiempo mirándose y escuchando el silencio que les rodeaba que hablando. En ocasiones echaba en falta a la antigua Marta y al antiguo Toni. Se preguntó si eso era lo que sentían los adultos cuando iba pasando el tiempo, que ya no necesitaban hablar dentro de las relaciones, que las palabras en realidad lo confundían todo.

Depositó la flor en su vientre. Marta apretó con fuerza los parpados al notar su mano en la piel. Podía escuchar su respiración agitada. Sentía el pecho como si un millar de pirañas saltaran encima de ella. Abrió los ojos y se encontró con los de él. Tenían una expresión de preocupación en la cara de manera permanente, como si algo muy pesado planease de forma constante sobre su cabeza. Un águila despiadada que quería darle caza en cuanto notase que era vulnerable. Entonces, escuchó la voz de su madre, la que siempre le decía que no se fiara de los chicos, que no podía tener amigos, que la amistad entre un hombre y una mujer era imposible, y se enfadó con ella por haberle prohibido ir con él, por sermonearla, por depositar en su cabeza esos prejuicios de otras generaciones. Inspiró profundamente. Con cierto temor, llevó la mano al encuentro de lo poco que quedaba de esa flor marchita. Encontró sus dedos, grandes, suaves, ágiles que la apretaron suavemente. Hacía mucho tiempo que Toni no la cogía de la mano. Con sus labios entreabiertos, respiraba como un pez que quisiera escapar del agua. Se lo imaginó saltando sobre sí mismo, sin aire. Sabía que muchas veces él no podía respirar y eso le hacía sentirse intranquila. Toni era el chico de los pequeños secretos. No daba la impresión de atesorar dentro de él una gran verdad que fuera incómoda y pesara demasiado, pero sí de albergar muchas pequeñas cosas que hacían resquebrajar su rostro cuando la miraba. Podía leer en sus ojos, podía verlo todo, incluso aunque no le dijese ni una palabra.

Bum, bum, bum.

Se puso sobre ella. Pesaba mucho. La sujetó por las muñecas mientras Marta respiraba dificultosamente. El sudor iba escurriéndose por su rizado flequillo y caía en los oscuros y huidizos ojos de Marta. Sintió que iba a partirse. Sintió que iba a partirla. Sintió que el césped bajo sus rodillas y sus pies crecía. En los ojos de Marta leyó el miedo, el mismo que sienten los animales que son apresados y descuartizados, y eso lo llenó de rabia, porque él quería que esa llama que ardía en sus ojos fuese igual que la suya. No quería ver el temor, ni la inseguridad, ni la duda en ella. Quería ver el deseo, un deseo resplandeciente y terso como su propio órgano sexual. Marta se revolvió debajo de él, tensa. Muchas veces había deseado tener su cuerpo cerca, abrirse a ese fulminante sentimiento que no la dejaba estar tranquila. Lo quería, sí, pero no de esta manera. No con la violencia con la que la sujetaba.

—Suéltame —farfulló muy seria mientras le miraba a los ojos.

Toni se desplomó encima de ella, con la rodilla forzó que abriera las piernas. Pecho contra pecho, dejó que el suave calor de ella le invadiera. Una ropa interior de algodón empapada en sudor y en excitación recibió su pierna. Al contacto con el muslo de Toni, Marta gimió de placer. Sin querer. Llevada por una emoción nueva que anticipaba algunas sensaciones desconocidas para ella hasta el momento. No había nada entre ellos, solo ropa. La nuca de Toni, la espalda de Toni. Sus hombros, fuertes, fibrosos, evidentes como el rugido de un león, le hacían dudar de si quería que se quitara de encima o si por el contrario le apetecía que siguiera. El contacto con su cuerpo, piel con piel, su olor, un olor que sabía a desconocido y a íntimo, había desestabilizado todas sus barreras interiores. Movió sus brazos, ahora libres, en un gesto que iniciaba un abrazo, quería apretarlo contra su pecho. Dejarse llevar por la emoción de tenerlo cerca, pero él había escuchado lo que momentos antes le había pedido. Se hizo a un lado, como un amante que desierta en mitad de un acto sexual. Estaba avergonzado. La excitación y la culpa le abrieron los ojos ante el flagrante hecho de que ya no podían seguir viéndose, porque nunca se mirarían igual. Se giró, tumbándose bocabajo con la esperanza de que Marta no se diera cuenta. Le dolía. Sabía que tardaría un rato en deshacerse de aquella pulsión incómoda. Fijó los ojos en el columpio que seguía cortando el aire por encima de ellos, muy cerca. Siempre le habían dado miedo los columpios. Cuando era un crío, había visto una película con un payaso que secuestraba niños en un parque infantil. Recordó la sensación de vértigo que le producía recordar que había pasado demasiadas horas solo en el parque, esperando a que alguien viniera a recogerle y temiendo que ese desalmado fantasma con pelo encrespado y violento viniera a por él.

Uno, dos, tres. Niños que desaparecen cuando los adultos miran hacia otro lado. Payasos vestidos de paisano. Degenerados que buscan pequeños hombres que permanecen solitarios y frágiles, esperando a que alguien les recoja en un parque mientras cazan hormigas y se las llevan a la boca. Toni cerró los ojos con fuerza. Vio la sombra de un extraño acercarse hacía él en aquella fría tarde de invierno, en la que él montaba en la oxidada herradura que era aquel tiovivo. Solo pero feliz. Deseando que llegarán las ocho y media de la tarde. Momento en el que subiría por su propio pie a casa a cenar. Instante en el que su madre aparecería por la puerta y le daría un abrazo, el abrazo seguro de las personas que te quieren. El que no titubea, ni se prolonga, ni busca otra cosa que estrecharte fuerte y romper todos los miedos que te aprisionan. Pero aquella tarde, aquella tarde el pequeño Toni estaba jugando a mojarse en el parque, estaba huyendo mentalmente del payaso que comía niños y sintió cómo un pie, un enorme pie, le empujaba de su montura con una brutal sacudida y le tiraba al suelo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió que la respiración se paraba en su pecho durante unos segundos para volver a él espontáneamente. Al girarse bocarriba, vio el rostro desfigurado de un desconocido. Los oídos se habían ensordecido por la conmoción del golpe. Bum, bum, bum… Entre sordos latidos que amenazaban con romper lo poco que quedaba de él, escuchó como vociferaba, casi no podía oír lo que decía. Lo cogió por la cazadora y lo izó en el aire.

Marta ventilaba más despacio. Se llevó la mano a la cara y con el dorso se limpió el sudor que le nacía de la barbilla.

El libro rojo de Raquel

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