Читать книгу Alex Dog Boy - Mónica Zak - Страница 8
Оглавление–¡Estás loco? —susurró Margarita molesta, cuando vio que Alex entró arrastrándose al probador. Ella se acababa de poner un vestido turquesa. Su viejo vestido rojo estaba en el suelo. En una silla había un montón de vestidos. Alex los tiró también en el suelo. Sabía que lo podían ver desde afuera. Por eso se subió a la silla, pero entonces se veía sobre la puerta. Se puso en cuclillas sobre la silla. Ahora no podían verlo desde afuera.
—Margarita —susurró—, tienes que salir de aquí. George es peligroso.
—¿Quién es George?
—El extranjero.
—Él no se llama George. Se llama Robert.
—No importa cómo se haga llamar —dijo Alex, escuchando el pánico en su propia voz—. Es muy peligroso. Me engañó cuando yo tenía unos diez años. Engañaba niños de la calle y se los llevaba a una gran casa. Te dan comida y ropa bonita, y después te venden en otro país. Yo lo sé. Porque nos lo dijo su cocinera Lupe. Ella nos ayudó a escapar.
—¡Sh!
—¿Cómo va la cosa? —Era la voz de George, que estaba justo afuera del probador.
Margarita tiró un vestido rosado sobre la puerta:
—Este está bonito, pero está muy grande. Quisiera probarme una talla menor.
Oyeron que George se alejó.
—¿Por qué te fuiste con él?
—Dijo que yo parecía modelo. Y me dijo que él tenía un gran problema, una modelo que iba a mostrar ropa en un hotel de lujo esa tarde se había enfermado. Me preguntó si yo podía ayudar. Me iban a pagar bien.
—Entonces, ¿tú has mostrado ropa en un hotel?
—No. Me llevó a una casa y ahí me dijo que le habían informado que la modelo se había aliviado, pero que me iba a conseguir otros trabajos de modelo. En otro país. Yo le dije que me quería regresar, porque la verdad es que tenía trabajo en una panadería. Pero no me dejó salir de la casa donde vive. También había otras muchachas, niñas, y todas estábamos encerradas. En la noche nos tomaron fotos. Primero con nuestra ropa.
—Eso mismo hizo con nosotros —dijo Alex ansioso.
—Después nos quitamos la ropa y nos volvió a fotografiar, sin ropa.
—Qué asqueroso. Tienes que salir de aquí.
Alex no se atrevió a decir nada más, porque escuchó que afuera el asqueroso George, el secuestrador George, se acercó y dijo con su suave voz:
—Aquí vengo con el rosado en una talla menor. ¿Has encontrado otro vestido que te quieras llevar?
Estaba exactamente del otro lado de la puerta del probador.
El vestido rosado cayó sobre la puerta y ahí quedó colgado.
Alex recogió la pila de vestidos del suelo, se agachó sobre la silla y se echó encima toda la ropa. En ese preciso instante, George, Robert, o como se llamara, echó un vistazo en el probador. Su cara apareció sobre la puerta y sus ojos examinaron a Margarita, que se acababa de quitar un vestido turquesa y ahora estaba solo en sostén y calzones.
—Pruébate el vestido rosado. Te va a quedar bien.
Escucharon que sus pasos se alejaron del probador. Después se oyeron unos gritos dentro de la tienda. Alex reconoció la voz. Era la mujer de negro.
—¡Conque ahí estás! ¡Al fin regresaste! ¡Te he esperado tanto tiempo!
Alex tiró todos los vestidos que tenía encima y se paró en la silla para ver afuera. Vio a George y vio a la anciana. Ella iba caminando hacia George con los brazos abiertos. Se veía muy alegre.
También vio que dos vigilantes de la tienda iban acercándose.
—¡Vámonos!
Tomó a Margarita de la mano, abrió la puerta y salieron a escondidas. Se la llevó al perchero donde colgaban los vestidos turquesa.
No podían salir de la tienda, porque los dos hombres de chaqueta de cuero todavía estaban cerrando el paso en la salida. La señora agarró a George.
—Él es. Es mi marido.
Uno de los vigilantes de la tienda ya estaba junto a ella.
—No, señora Sánchez, él no es su marido. Su marido falleció. Murió hace siete años. Váyase para su casa. Ya no la queremos ver aquí.
—Sí, él es. Es Sebastián.
En ese momento, Alex vio la ventana que la anciana había mencionado. La abrió. Dentro había un tobogán que conducía hacia abajo, directamente a la oscuridad.
Ayudó a subir a Margarita. Ella se sentó en el tobogán. Le dio un leve empujón y la vio desaparecer en las sombras.
—¿Se habría caído?
—¿Era hondo?
Alex no escuchó ningún grito. Nada. Pero no era momento para dudas, también él tenía que irse.
Escuchó a sus espaldas que la señora Sánchez protestaba ruidosamente porque los vigilantes trataban de sacarla de la tienda. Se metió con rapidez en la ventana, se sentó en el tobogán y cerró. Ahora estaba rodeado solamente de sombras y sentía que estaba ahogándose. Olía a cerrado. Quería gritarle a Margarita, pero no se atrevía. Tenía que irse en esa terrible y desconocida oscuridad. Quizá iba a caer en el vacío, como solía hacerlo en sus pesadillas.
Con ambas manos se dio un pequeño impulso y se deslizó en esa oscuridad infernal.
Pero no cayó en el vacío. Bajó en un tobogán y el viaje fue corto. Se deslizó un trecho hasta topar con algo bastante suave, y escuchó que Margarita se reía justo a su lado. Un rayo de luz caía desde una ventana de sótano. Cuando sus ojos se acostumbraron vio que los dos estaban tirados en un gran contenedor, entre cartones, papeles y cuerdas. Margarita tenía puesto el vestido rosado. Se le había subido, y se le veían los calzones.
—¿Te lastimaste? —le susurró.
—No —dijo Margarita en voz alta.
—¡Sh! ¡No hagamos ruido! Tengo algo para ti. Mira.
Triunfalmente, le mostró su viejo vestido rojo. Lo había agarrado del suelo cuando salieron.
Margarita sonrió y tomó el vestido sin decir palabra. Alex sintió que algo lo inundó. Entendió que lo que estaba sintiendo era simple y llana felicidad.
Salirse del contenedor no fue tan difícil. Se orientaron con la ayuda del pequeño rayo de luz y encontraron una puerta que se podía abrir por dentro. La luz solar les cayó encima. Se quedaron parpadeando sin moverse unos segundos. Después vieron que se encontraban en el patio trasero del almacén, donde había muelles de carga, camiones repartidores y tarimas para montacargas.
Vamos.
Alex hizo lo que desde hacía tiempo había querido hacer. La tomó de la mano. Sintió su mano en la de él y empezaron a correr. Corrieron a todo pulmón, entre los camiones repartidores y rodeando tarimas llenas de cartones.
Alex tenía miedo de que los hombres con chaquetas de cuero vinieran siguiéndolos. Por eso volteaba a ver todo el tiempo mientras corrían, pero no vio a nadie. Dejaron atrás el centro comercial La Castaña. Sin embargo no se atrevieron a tomar el ancho bulevar Morazán, sino que continuaron por otras calles más pequeñas. Habían dejado de correr, pero ahora caminaban lo más rápido que podían.
Nadie los detuvo.
El tramo final lo hicieron en autobús. El último dinero de Alex alcanzó para dos boletos. En el autobús Margarita le soltó la mano, pero no importaba. Alex estaba sentado junto a ella ardiendo de amor.
Se bajaron en el estadio.
De ahí no faltaba mucho.
Cuando iban sobre el puente que atraviesa el río, y escucharon los conocidos gritos de los vendedores que ofrecían hojas de afeitar, relojes despertadores y medicinas milagrosas, Alex sintió que había llegado a casa. Este era su mundo. Sabía que había salvado a Margarita del cabrón de George, Robert o cómo se llamara, que secuestraba tanto muchachos como niñas, y se sentía orgulloso de lo que había hecho. Sentía que hoy estaba comenzando una etapa completamente nueva en su vida. Mientras caminaban por el puente cogió valor. Justo cuando llegaron al otro lado y dieron los primeros pasos en Comayagüela, en su zona, dijo esas palabras que habían resonado tanto en su cabeza. Ahora casi las recitó:
—Estás bien linda. Estoy enamorado de ti. Quiero que estemos juntos. ¿Quieres venirte conmigo a la ruina?