Читать книгу Alex Dog Boy - Mónica Zak - Страница 9
ОглавлениеCuando atravesó el puente todavía era un muchacho feliz. Y lo sería dos minutos más. Después Margarita dijo:
—Te quiero, pero no te amo.
Alex se puso frío cuando escuchó sus palabras.
—Estoy enamorada de mi primo —siguió ella. Quiero dejar la panadería para irme a donde mi hermana mayor. Ella vive en la costa Atlántica. Me quiero ir de Tegucigalpa. Ya no quiero vivir aquí. Es una ciudad que da miedo; demasiado peligrosa.
—Yo soy de la costa Atlántica —se apresuró a decir Alex Dogboy—. Soy de Tela.
De repente se imaginó que él y Margarita vivían en una casa cerca del mar, con cocoteros y matas de hibiscos. Una vez él había ido a pescar con su papá. Sí, podía hacerse pescador.
—A mí me gusta mucho la costa Atlántica —agregó—. Me puedo ir contigo. Soy buen pescador.
—No, no se puede. Donde mi hermana vive mi primo Arnaldo. Es camarero de un restaurante. Me enamoré de él cuando era muy pequeña, antes de llegar al orfanato. Fue cuando yo todavía vivía con mi mamá y trabajaba en el basurero. Él llegó a visitarnos. Es cinco años mayor. Desde esa vez pienso en mi primo Arnaldo. La Navidad pasada vino a visitarme al orfanato. Entonces quedé enamoradísima. Es alto y toca la guitarra. Vino dos veces. La última vez lo acompañó mi hermana. Ella tuvo otro hijo, y quiere que me vaya con ella para que la ayude con el niño.
Margarita no quería ir con él a la ruina. En vez de eso, se metió en el mercado y desapareció entre los puestos. Iba a buscar a un familiar que trabajaba ahí. Quería pedirle dinero para el autobús, para poder continuar directamente a donde su hermana, y su primo.
Alex se quedó parado y la siguió con la vista. Lo último que vio de ella fue su vestido rosado, su cabello negro revuelto, que caía sobre su espalda, y el vestido rojo que llevaba en la mano.
Se quedó esperando en el mismo lugar, sin atreverse a moverse. Esperaba que ella regresara y dijera que se había arrepentido, que ya no iba a tomar el autobús a la costa Atlántica para ir a donde su hermana y ese asqueroso primo Arnaldo.
Pero no regresó.
Después de una larga espera, sintiendo que había estado en el mismo sitio durante varias horas, Alex se rindió y se fue de ahí arrastrando los pies. A pesar de que se sentía desdichado no pudo evitar notar que tenía un hambre terrible. Tenía tanta hambre que sentía frío; y como siempre que sentía hambre, le temblaban las piernas. No tenía dinero. Se fue por la calle Real, deseando que doña Leti aún no hubiera quitado el puesto y estuviera ahí con su carne asada, su sabrosa ensalada y sus tortillas. Con solamente pensar en eso, sintió el olor a carne asada.
Quería sentarse en la banca de doña Leti a comer, a llorar y a contarle todo. Lo había hecho muchas veces anteriormente. Ella lo había consolado desde la vez que lo encontró en la calle con los perros. De eso hacía muchos años. Desde entonces, ella había sido el centro de su vida. Ahora la necesitaba más que nunca.
Vio de lejos que el puesto no estaba. Pero no era raro. A esta hora de la tarde doña Leti había vendido a menudo toda la comida y se había ido. Hoy había tenido que poner y quitar el puesto sin su ayuda. Sintió una punzada de mala conciencia, pero pensó en que mañana él iba a estar ahí para ayudarla.
En la esquina estaba Juan Alberto, como siempre, tratando de vender periódicos. Le hizo señas con la mano a Alex.
Dogboy se acercó despacio.
—Tengo un mensaje para ti.
—¿Sí?
—Es de doña Leti.
—Ah.
—Me dijo que te dijera que no va a regresar. No tuvo corazón de decírtelo ella misma. El mes pasado vino alguien del Municipio y le dijo que ya no podía tener su puesto, porque van a quitar todos los puestos de esta parte de la calle. Ella ya dejó de venir, y se consiguió un trabajo en un hospital. Pero te envía saludos. Dice que desea que te vaya muy bien.
El vendedor de periódicos le entregó una bolsita plástica con algunos billetes y unas monedas. Juan Alberto dijo que el dinero era un regalo de despedida de doña Leti.
Todo se le vino abajo.
Se sintió débil, cansado y triste. Se fue arrastrando los pies hasta un pequeño restaurante, donde pidió un pollo asado entero, papas fritas y una Coca-Cola.
Por lo general, era su plato favorito. Esta vez lo comió sin apetito.
Los perros ladraron, saltaron como locos y movieron la cola cuando Alex entró por la puerta de lámina de la ruina, pero él no tuvo ánimo para acariciarlos como acostumbraba hacerlo. Sin mirar a los lados se dirigió al árbol y se dejó caer en el suelo de cemento. Sumió la cabeza entre los brazos. Los perros llegaron y lo empujaron con las narices, pero él no reaccionó. Levantó la cabeza hasta que Marvin le habló. Marvin, que siempre estaba muy alegre, se veía serio. Solo entonces reparó Alex en el silencio. Había un silencio sepulcral en la ruina. El radio estaba apagado, no había ningún sonido, la ruina se sentía terriblemente vacía.
—¿Ha pasado algo?
—Doña Rosa.
—¿Qué le pasó?
—Se cayó. Yo corrí a buscar un taxi. Carlos la acompañó al hospital.
El resto del día Alex lo pasó acurrucado en su colchón. Había cerrado la puerta y no dejaba entrar a los perros al cuarto. Los escuchó chillar primero, pero después se calmaron. Él sabía que los cinco estaban echados, pegados a la puerta, pero no los quería dejar entrar. No quería consuelo. Porque si los perros trataban de consolarlo él tenía que pensar, y pensar era lo que quería evitar. Sin embargo, por más que lo intentaba, no lo lograba. Los pensamientos surgían y pasaban del uno al otro. Margarita. Doña Leti. Doña Rosa. Margarita. Doña Rosa. Luego despertaron también todos los pensamientos amargos sobre sus padres. No lo habían querido o, por lo menos, no lo suficiente. Lo habían abandonado.
Lloró bastante.
Al final debe haberse quedado dormido, porque despertó cuando alguien le puso una mano gruesa con uñas rojas sobre el brazo.
—Despierta Dogboy —dijo doña Óscar—. Ya está la comida.
Era un grupito triste y callado el que estaba sentado alrededor del fuego. Ahí estaban Alex, Marvin y Nelsoncito. Doña Óscar ya se había arreglado para salir. Hoy se había puesto un vestido rosado que obligó a Alex a mirar para otro lado. No soportaba ver otro vestido rosado ese día. Tenía miedo de que si lo veía se iba a poner a llorar otra vez.
Comían arroz en absoluto silencio.
Al final, Marvin trató de alegrar el ambiente, porque le gustaba estar siempre rodeado de gente alegre. Se dirigió a Nelsoncito.
—De ti no sabemos nada. ¿Por qué no nos cuentas?
Nelson volteó su carita macilenta y seria hacia Marvin, apretó los labios y negó con la cabeza.
—¿Por qué te hiciste niño de la calle? Ahora somos tus amigos, queremos saber todo sobre ti.
El desnutrido niño parecía tener diez u once años. Volvió a negar con la cabeza.
Entonces todos trataron de hacerlo hablar. Le preguntaron dónde había vivido, cómo se llamaba su madre, cuántos hermanos tenía y si tenía papá. Pero Nelsoncito solamente se encogió en su lugar, sin decir palabra.
Alex miró a Marvin. Su piel oscura brillaba con la luz del fuego. Era alto y fuerte. Le faltaban un incisivo y otro diente desde una vez que había sido agredido, pero esto no era algo que llamara la atención. Alex decía antes que no tenía amigos y que solamente confiaba en sus perros. Ahora tenía a Marvin. Él era el primer amigo de su vida, un verdadero amigo, una persona en quien confiaba. Además Marvin era tan diferente... Por ejemplo, nunca quería pelear, se negaba a discutir, reía muy a menudo y de alguna manera irradiaba energía y ganas de vivir. Marvin odiaba ver a alguien triste. Muchas veces había consolado a Alex, quien a veces caía en un hoyo negro por todas las desgracias que había vivido. Marvin debió haber visto que Alex iba ahora por ese camino, porque le dio unos golpecitos en el estómago, hizo lo mismo con el triste Nelson, y dijo:
—Doña Rosa ya va a regresar. ¡Anímense! ¿Quieren escuchar cuando me fui para Estados Unidos?
—Pero tú nunca has estado en Estados Unidos —dijo Alex.
—Claro que he estado. ¿Nunca les he contado? Bueno —dijo, volviéndose al recién llegado Nelson—, fíjate que yo soy de la costa, de la costa Atlántica. Aquí casi no hay negros, pero allá casi todos son como yo. Yo tenía solo cuatro años cuando nos vinimos para la capital. A mi papá no lo conocí. Dicen que está muerto, y a mí no me importa, porque para mí no significa nada. La familia nuestra éramos mi mamá, mi hermano mayor y yo. Nunca fui a la escuela. No quería. Mejor me puse a trabajar. Creo que tenía unos seis o siete años cuando conseguí un trabajo con una familia de estadounidenses. Iba todos los días a trabajar en su jardín. Cortaba la grama con el machete y limpiaba los arriates. Eran muy buenos y me regalaban ropa y zapatos. A veces me decían que entrara a la cocina a tomar chocolate y a comer helado. Me querían. Por eso me puse muy triste cuando me dijeron que se iban a regresar a Estados Unidos. Estados Unidos, Estados Unidos, eso era lo único que se oía en este país, ¿verdad? Todos querían irse a Estados Unidos. Todos los adultos trataban de irse para allá. Entonces pensé que yo también me iría a Estados Unidos. Como los estadounidenses vieron que me puse muy triste cuando dijeron que se iban a regresar a Estados Unidos, me dejaron ir con ellos al aeropuerto a despedirlos. En el aeropuerto se me ocurrió una cosa. La familia llevaba un montón de maletas. Cuando nadie me vio abrí una de las grandes, que solo contenía ropa. Saqué un poco de ropa y la tiré en un basurero. Después me metí en la maleta y bajé la tapa. La verdad es que daba un poco de temor estar adentro. Pronto sentí que alguien levantó la maleta y la movió con brusquedad. Después iba seguramente en el avión, porque oía un tremendo ruido de motores. Entonces me dio miedo y me arrepentí. Traté de abrir la tapa, pero no pude. Habían cerrado la maleta con llave. El estruendo era lo peor, cada vez era más alto. “Ahora estamos en el aire”, pensé. “Nos vamos a caer”. También se puso tremendamente frío, pero me envolví con la ropa que estaba en la maleta. Aun así tenía tanto frío que iba temblando. Después debí haberme desmayado, porque lo único que recuerdo es que alguien abrió la maleta y yo caí afuera en el piso. Un estadounidense gigantesco de uniforme azul estaba inclinado sobre mí. Él me levantó. Yo no podía mantenerme en pie y me caí, y él me volvió a levantar. Entendí que había llegado a Estados Unidos. Estaba en el aeropuerto de algún lugar de Estados Unidos. Dónde, todavía no lo sé. Varias personas, sobre todo uniformados, me venían a ver. Me hablaban fuerte y con palabras incomprensibles. No entendía nada. Yo pensaba que solo hablaban inglés y no español, que es lo único que sé. Buscaron en mis bolsillos, pero yo no cargaba ningún papel que mostrara quién era. Después el gigante me llevó bien agarrado del brazo. A mí no fue necesario que me pusieran esposas, pero unos adultos que habían atrapado al mismo tiempo en el aeropuerto sí estaban esposados. Nos subieron a un autobús que atravesó una ciudad con calles grandes. Vi edificios altos, unos treinta rascacielos, creo. Fue todo lo que vi de Estados Unidos. Nos llevaron a un campamento, un campo de prisioneros. Y después de dos semanas, más o menos, me deportaron. Éramos unos quince los que veníamos en el vuelo de regreso. Todo eso fue horrible. No quiero volver a intentarlo. Me llevaron directamente a una correccional de menores, aunque me logré escapar.
—¿Y todo eso es verdad? —preguntó Alex Dogboy.
—Claro que es verdad. Y les juro que no es nada bonito. Yo no pienso hacer el intento de irme a Estados Unidos otra vez.
Los tres, Alex, doña Óscar y Nelson, se quedaron callados pensando en la historia que habían escuchado. Alex cayó en la cuenta de que el relato de Marvin lo había hecho olvidar por un momento a Margarita y todas las cosas feas que habían ocurrido ese horrible día.
Entonces, Nelsoncito abrió la boca por primera vez en la noche y dijo:
—Me duele el estómago.