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CAPÍTULO CUATRO

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Sofía no había podido disuadir a nadie para que esta no fuera una boda fastuosa, aunque parecía ser lo que los nobles antes de ella hubieran preparado. Pero al mirar al prado de palacio, se alegró de no haber podido cancelarlo. Ver a tanta gente allí, sentir su disfrute solo hacía que ella rebosara felicidad.

—Hay mucha gente que quiere felicitarnos —dijo Sebastián, rodeándola con el brazo.

—Ya saben que yo sabré si realmente lo sienten, ¿verdad? —respondió Sofía. Se frotó la zona lumbar. Tenía un profundo dolor que hacía que deseara sentarse, pero también deseaba poder bailar con Sebastián, solo un poco.

—Realmente lo sienten —dijo Sebastián. Señaló hacia donde había algunas de las mujeres nobles de la corte de pie, o bailando con la música de instrumentos de cuerda y flautas—. Incluso se alegran por ti. Creo que les gusta vivir en una corte donde no tienen que fingir todo el rato.

—Se alegran por nosotros —le corrigió Sofía. Lo tomó de la mano y lo llevó hacia un lugar del prado que servía de pista de baile. Dejó que Sebastián la tomara en sus brazos y los músicos que había al lado los tomaron como referencia y bajaron un poco el ritmo del baile.

A su alrededor, la gente giraba, mucho más enérgicamente de lo que Sofía ahora podía. Ahora el dolor de su espalda se había extendido a la barriga y ella lo tomó como el momento en el que debía retirarse del baile. A un lado del prado, habían colocado dos sillas, bueno, dos tronos, para Sebastián y ella. Sofía cogió la suya con mucho gusto y Sienne fue corriendo a acurrucarse a sus pies.

—Me recuerda un poco al baile en el que nos conocimos —dijo ella.

—Existen diferencias —dijo Sebastián—. Para empezar, menos máscaras.

—Yo lo prefiero así —dijo Sofía—. La gente no debería tener la sensación de que debe ocultar quiénes son solo para divertirse.

También había otras diferencias. Aquí había tanto gente común como nobles, un grupito de comerciantes hablando en un lado, la hija de una tejedora bailando con un soldado. Había personas que habían sido contratadas como sirvientes, que ahora eran libres para unirse a las celebraciones en lugar de tener que servir en ellas. Varias chicas a las que Sofía reconocía de la Casa de los Abandonados estaban apartadas a un lado y parecían más felices de lo que nunca lo habían sido allí.

—Sus majestades —dijo un hombre, acercándose a ellos y haciendo una gran reverencia. Su vestimenta roja y dorada parecía brillar en contraste con su piel oscura, mientras que sus ojos eran tan pálidos que casi eran lavanda—. Yo soy el Alto Comerciante N’ka del Reino de Morgassa. Su magnífica majestad les manda la enhorabuena con motivo de su boda y me ha ordenado viajar hasta aquí para hablar de comercio con su reino.

—Estaríamos encantados de hablar de ello —dijo Sofía. El comerciante empezó a decir algo y una mirada a sus pensamientos dio a entender que tenía pensado negociar todo un tratado en ese mismo momento, allí mismo—. Pero tendrá que ser después del día de mi boda.

—Por supuesto, su majestad. Me quedaré en Ashton un tiempo.

—Por ahora, disfrute de las celebraciones —sugirió Sofía.

El comerciante ofreció una gran reverencia y se metió de nuevo en la multitud. Como si su acercamiento hubiera dado permiso a todos los demás, unas cuantas personas más se dieron a conocer, desde nobles que buscaban promoción a comerciantes con bienes para vender o gente común que tenía quejas. Cada vez, Sofía decía lo mismo que le había dicho al comerciante, con la esperanza de que eso bastara y que disfrutaran del resto de la noche.

El que parecía no estar disfrutando mucho de las celebraciones era Lucas. Estaba en un rincón con una copa de vino, rodeado de una selección de mujeres nobles jóvenes y guapas, pero aun así no había ninguna sonrisa en su cara.

«¿Está todo bien» —le mandó Sofía.

Lucas sonrió en su dirección y, a continuación, extendió las manos.

«Me alegro por Catalina y por ti, pero parece que todas las mujeres de aquí se han tomado esto como una señal de que yo debería casarme a continuación y con ellas».

«Bueno, nunca se sabe» —mandó de vuelta Sofía—, «quizás resultará que una de ellas es perfecta para ti».

«Tal vez» —mandó Lucas, aunque no parecía ni remotamente convencido.

«No te preocupes, muy pronto saldremos de travesía tras nuestros padres a través de un terreno peligroso» —prometió Sofía— «y no tendrás que lidiar con el espantoso asunto de las celebraciones reales».

Como respuesta a eso, Lucas le dijo algo a una de las mujeres que tenía cerca, extendió una mano y la llevó hasta la pista de baile. Evidentemente, lo hizo a la perfección, bailando con la elegancia y la gracia que seguramente venían de años de instrucción. El Oficial Ko, el hombre que lo había criado, había procurado que entrenara en ello con el mismo cuidado que con todo lo demás.

Catalina y Will ya estaban allí, aunque parecían estar tan absortos el uno en el otro que prácticamente ignoraban la música. Seguramente no ayudaba que a su hermana se le diera mejor la espada que el baile, mientras que Sofía dudaba que Will conociera muchas danzas formales de la corte. Ambos parecían felices de estar uno en los brazos del otro, susurrando entre ellos y besándose de vez en cuando. Sofía no se sorprendió del todo cuando salieron juntos a escondidas en dirección a palacio cuando nadie miraba; lo hicieron tan hábilmente que Sofía dudaba que alguien se hubiera dado cuenta.

Una parte de ella deseaba que Sebastián y ella pudieran hacer lo mismo; al fin y al cabo, esta era su noche de bodas. Por desgracia, mientras que el nuevo encargado del ejército podía evitar la atención de la gente por un rato, Sofía imaginaba que se darían cuenta si su reina y su rey se iban pronto de la fiesta. Lo mejor era disfrutar del momento mientras duraba y aceptar que todas esas personas habían venido porque querían desearles a Sebastián y a ella lo mejor.

Sofía volvió a levantarse y se dirigió hacia una de las mesas en las que la comida estaba dispuesta en grandes bandejas que podrían haber dado de comer a cientos de personas más. Empezó a picar perdiz y jabalí asado, los dátiles azucarados y otras delicias que nunca podría haber imaginado cuando era una niña en la Casa de los Abandonados.

—¿Sabes que podrías hacer que un sirviente te trajera comida? —dijo Sebastián, aunque lo hizo con una sonrisa que a Sofía le daba a entender que él ya sabía cuál sería la respuesta.

—Todavía se me hace extraño ordenar a la gente que haga cosas por mí que puedo hacer yo sola —dijo.

—Como reina, yo diría que deberías acostumbrarte a ello —dijo Sebastián—, aunque creo que seguramente es bueno que no sea así. Tal vez el reino entero sería mejor si la gente recordara qué se siente cuando no eres el que da las órdenes.

—Tal vez —le dio la razón Sofía. Ahora estaba viendo que la gente los observaba y una mirada rápida a los pensamientos de aquellos que tenía alrededor le dio a entender que estaban esperando a que ella hablara. No lo tenía planeado, pero aun así, sabía que no podía decepcionarles.

—Amigos míos —dijo, cogiendo una copa de zumo de manzana fresco—. Gracias a todos por venir a esta celebración. Es maravilloso ver a tanta gente a la que Sebastián y yo conocemos y amamos y a muchos otros que espero que tendremos la oportunidad de conocer en los días venideros. Este día no hubiera sido posible sin todos vosotros. Sin amigos y sin ayuda, seguramente nos hubieran matado a Sebastián y a mí hace muchas semanas. No nos tendríamos el uno al otro, ni tampoco a este reino. No tendríamos la posibilidad de mejorar las cosas. Para todos vosotros.

Alzó la copa para brindar, cosa que los otros que estaban allí pronto secundaron. En un impulso, se dio la vuelta y besó a Sebastián. Eso provocó unos vítores que resonaron por los jardines y Sofía decidió que ellos no tendrían que marchar a escondidas como Catalina y Will; si anunciaban que se iban, seguramente la gente los llevaría de vuelta hasta sus aposentos. Tal vez deberían intentarlo. Tal vez…

Notó los primeros espasmos en lo profundo de su ser, sus músculos se contraían con tanta fuerza que casi hacían que Sofía se doblara. Ella soltó un profundo gemido de dolor que la dejó con dificultades para respirar.

—¿Sofía? —dijo Sebastián—. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

Sofía no podía contestar. Apenas podía mantenerse de pie cuando una nueva contracción de sus músculos le golpeó tan fuerte que ella gritó. A su alrededor, la multitud murmuraba, algunos parecían evidentemente preocupados cuando la música paró de golpe.

—¿Es veneno?

—¿Está enferma?

—No seas estúpido, es evidente que…

Sofía notó la humedad corriendo por sus piernas cuando rompió aguas. Después de tanto tiempo esperando, ahora parecía que todo iba a suceder demasiado rápido.

—Creo… creo que viene el bebé —dijo ella.

Una Corona para Los Asesinos

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